Sinaangas*

Nicolás Melini

 

Empiezan a llegar a la casa poco antes de la una y media. Dejan sus abrigos en el perchero del pasillo y, entre saludos y sonrisas, se vienen a la cocina, donde Sárata y Mari preparan el arroz.

—Salamalecum —Malecunsalam —Sa wa? —Sa wa bien —Nangadef? —Mangifi.

Las botellas de mosto y los tetrabiks de zumo de frutas aguardan en fila sobre la mesita redonda. Los recién llegados se llaman Amy y Musa y Umi. Por la ventana puede verse un día muy bonito, luminoso, aunque más frío que ayer.

—Salamalecum, sa wa? —Malecunsalam, sa wa bien —Nangadef? —Mangifi.

Llega más gente y reparo en su forma de saludarse tantas veces; en francés, en árabe, en wolof, respetuosos y tímidos. Es algo que siempre me hace sonreír, y creo que a ellos también.

María José, Mama, Hasan, Tumbul, Signou, Rosalie y su niña son los que van llegando.

—Hola qué tal —me dicen a mí, así de corrido.

Cocidos en su jugo, los pimientos rojos relucen en un recipiente aparte. El arroz ya está en su color, y Sárata se apresta a extenderlo sobre grandes bandejas redondas. Mientras, tratamos de acomodar a los invitados en la sala, alrededor de la mesa.

Varios hombres ocupan los sillones, Amy coge el que queda libre y el resto son sillas. Helena, la niña de Rosalie, corretea entre ellas y se contorsiona hacia nosotros, mientras algunas mujeres pasan a la cocina y otras se pierden en las habitaciones.

Aunque yo no vivo aquí, permanezco al tanto de si les surge alguna duda al resituar cualquier cosa que les estorbe.

Suena el timbre, la puerta la abre el que está más cerca y entran los niños de Rugui seguidos de su madre. Ella ha hecho las trenzas de Sárata; Rosalie las de Mama.

Musa se ha puesto a hacer fotos con su teléfono móvil y se dirige al niño mayor de Rugui. Este le enseña la lengua, pero la pequeña, sin embargo, permanece retraída junto a la pierna de su madre, mientras es recibida por unos y por otros.

—Nangadef ? —Mangifi —Salamalecum —Malecunsalam —Sa wa? —Sa wa bien —Naca afaeri? —Sa wa, sa wa…

Tanto Rugui como Rosalie trenzan los fines de semana, y, en otro tiempo, la segunda se ganó la vida exclusivamente de esta manera, trabajando en Niuma, una peluquería cercana a Gran Vía. La dueña, una empresaria muy próspera, tiene su propia línea de productos de belleza; su nombre en todos los recipientes.

Mama cuenta algo y todos ríen.

Y creo que sé lo que ha contado porque ha terminado con unas palabras en castellano y conozco la anécdota: poco después de haber llegado a España fue a una mercería enfrente de su casa, a comprarse unas medias. La mercera le preguntó que si las quería “negras” o “color carne”. “Color carne”, respondió ella. La mujer fue a buscarlas, pero antes de entregárselas cayó en la cuenta: el color de Mama era negro. “Ay, perdón”, se turbó con las medias, color carne, en sus manos. “No pasa nada”, la tranquilizó Mama. La mercera y Mama, después de aquello, se habían hecho muy amigas.

Tumbul y Tafa y Papís, en los sillones, conversan esperando la comida. Todos se cuentan la vida, lo que hacen —hablan mucho de trabajo—, y se informan de lo sucedido a los amigos ausentes hoy. Entonces Sárata y Mari traen el arroz al salón y todos nos organizamos en torno a la mesa, al tiempo que Signou termina de contarme algo que ha dicho Amy: una prima suya que vive en Italia desde hace cinco años, hace unos meses regresó a Senegal por primera vez y se gastó en unas semanas todos sus ahorros, ¡30.000 euros! Compró de todo, repartió a todo el mundo, familiares cercanos y lejanos, y regresó a Italia sin nada, a empezar de cero. Cuando termina de traducirme, Amy y Tafa me miran y retoman la expresión de escándalo que han puesto al final de la anécdota cuando la ha contado la propia Amy. “Hay que cuidarse del complejo de indiano”, comento cuando ya la comida se ha convertido en el centro de atención de todos.

Hasan coge una cámara digital y nos pide que esperemos un poco, que hay que hacer una foto. Pero pocos le hacen caso, así que la foto no será de grupo. Van posando de dos en dos, de tres en tres, alrededor de la mesa, deteniendo sus cucharas sólo para la instantánea. Cuando llega a nuestro grupo, Umi se apresura a retirar de la mesa las botellas de mosto, no sea que alguien las vea en Senegal y piense que han estado bebiendo alcohol. Luego posa también, delante de uno de los grandes platos de arroz, precisamente el que compartimos con Signou, Tamba y Sárata.

Mama ha preferido comer con las manos, como haría si estuviese en casa, y María José, que la conoce bien, dice que quiere epatarme. Pero yo sé que no es verdad. Observo cómo lo hace y comprendo que yo no sabría. Ella coge un poco de pollo, un poco de arroz, un poco de salsa y, mientras habla, lo prensa entre los dedos y la palma de su mano. Si yo tratara de coger el pollo y el arroz así, probablemente acabaría pringado de comida hasta las muñecas (¡si no hasta los codos!), que es lo que le sucede a los niños en su país cuando están aprendiendo a comer. Como yo no puedo comportarme como un niño a estas alturas, cojo mi tenedor y como y escucho a Amy decir alguna cosa que por supuesto no entiendo.

Siempre me ha agradado la elegancia discreta de Amy. Estudió literatura española en la Universidad Cheikh Anta Diop de Dakar, como Mama. Luego trabajó de secretaria en una empresa familiar, hasta que se quedó sin empleo y emigró. Aquí, Amy trabaja en una casa, y a mí me da un poco de pena porque la veo muy sola —su marido allá— y porque, aunque ella no lo diga, me da que esa familia no la trata como se merece.

Miro las bandejas redondas, cómo va descendiendo su contenido desde todos los rincones. Conforme voy comiendo del mío, me doy cuenta de que en ningún momento me ha faltado comida. Mi lado de la bandeja siempre ha estado lleno, y no porque yo haya rebasado la línea meridional para coger del rincón de otra persona —algo que ya se me ha explicado que sería de mala educación—, sino porque Mama va desmenuzando el pollo con sus dedos y me lo deja delante, de una forma imperceptible, casi mágica. Si ella me desatiende, Umi se ocupa, sin decir nada, sin hacer aspaviento alguno.

Ahora que lo pienso, Hasan es el único de todos ellos que vino en patera. Me dicen que si hubiera esperado un poco, si hubiera tenido una pizca de paciencia, sus hermanos, que ya estaban aquí, hubiesen conseguido traerlo. Pero él no podía esperar más, harto de depender de los suyos, de ser una carga, de no tener trabajo y, por lo tanto, de no poder plantearse nada respecto de su futuro: ni casarse, ni tener hijos, nada. Ahora él y su hermano Signou trabajan en la construcción. Musa, sin embargo, lo hace para una subcontrata de Telefónica; y, en el caso de Tamba, que también fue obrero a su llegada, ahora es mecánico en una empresa grande, que al parecer repara miles de coches —no sé si al mes, al día o al año.

Miro las botellas de mosto aún sin abrir y sonrío. Nunca beben mientras comen, sino después. Solo María José y yo hemos pedido que se nos sirva bebida.

Aún no han terminado todos y echo en falta a Mari y Sárata. Comprendo que deben de estar de vuelta en la cocina y, como en este momento me aburro, aprovecho que muchos abandonan la mesa para ocupar los sillones y repartirse por el salón, y voy para allá. Me las encuentro en medio de un espectáculo de cazuelas enormes ya vacías, manipulando un barreño del tamaño de una espuerta lleno de chacri. Es el postre (un postre blanco y líquido, con granitos de sémola, que a mí me gusta mucho), y les digo que si puedo ayudar en algo. Lo digo en broma, pues sé que yo ahí no pinto nada, no sabría qué hacer ni cómo. Pero ellas ríen y se diría que les divierte que yo ande por ahí con mi socarronería habitual. O al menos eso me parece.

Luego oigo música y regreso al salón, donde la mayoría, por fin, se sirve la bebida (el mosto, el zumo) y Helena baila con Rosalie. También Rugui se apunta y comienza la danza. Alguien ha puesto un CD de música diola y aquí casi todos son de esta etnia. Se trata de una grabación realizada en una aldea, al natural, y, al ritmo de las palmas, los palos y las voces, uno puede imaginarse un gran corro de hombres y mujeres cantando y bailando. Aunque aquí no es necesario imaginar nada, porque están Rosalie y Rugui y se incorpora Musa, todos animan desde sus asientos y, como llego justo en ese momento junto a los que están de pie, me invitan hacia el interior. ¿¡Yo!?, digo con las manos. Tras un momento de indecisión, entro y realizo tímidamente un par de movimientos —pasos que he visto en ellas y por lo tanto puedo imitar— para salir por el otro extremo. Todos ríen a carcajadas viendo a este español bailar y decir yeway; probablemente con ademán y maneras de mujer, más que de hombre, por otro lado.

Trato de imitar sus palmas y Mama se me acerca y me comenta que, en la cocina, Mari y Sárata le han dicho que no hay derecho, que el único hombre que les ha ofrecido ayuda he sido yo, y que en la próxima reunión de la asociación de los diola lo van a decir, que ya está bien. Divertido y estupefacto (no doy pie con bola dando palmas) le digo que yo no pretendía… que en realidad mi oferta era en broma… y que preferiría que no me metiesen en… Pero ella me responde que no me preocupe, que la razón que les haya llevado a querer plantearlo no importa; se arremanga la falda y entra a bailar. Un grito agudísimo acompaña su ingreso en el corro; las lenguas de fresa vibran en las bocas de Rosalie y luego de Sárata, y veo que Helena da brincos delante de su madre, mirando a Mama bailar tan flamenca ella.

Los padres de la dueña de la casa, María José, han sido profesores hasta su reciente jubilación. Su padre de literatura. Y, como esta fue su casa hasta que se la traspasaron a ella, las estanterías del salón están llenas de libros. Todos nuestros clásicos están ahí: Garcilaso, Góngora, Quevedo, Cervantes, Galdós. Y a los libros del padre y de la madre que, por alguna razón, no se llevaron cuando se mudaron de casa, se le han ido juntando los libros de su hija y de alguna de las inquilinas que ha venido a compartir el piso con ella: Capote, Borges, Kafka, Dostoievski… Incluso he podido encontrar una antología de un joven poeta vasco que a mí me gusta mucho: Karmelo C. Iribarren.

Un rato después —ya casi hemos hecho la digestión— se reparte el chacri y, los que no bailan, comen.

Baaba Maal, Youssou Ndour, Ismael Lô…

En cuanto suena un tema que me gusta salto a bailar:

—Yeuguentil yeuguentil yeuguentil, ma khol sa poeintirrr… —El baile senegalés puede ser un tanto indecoroso—. Yeuguentil yeuguentil yeuguentil, ma khol sa poeintirrr… —las canciones en wolof, en diola, en mandingo, en pular… con un poquito o un mucho, según venga al caso, de francés—. Yeuguentil yeuguentil yeuguentil, ma khol sa poeintirrr… —Me dicen que esta letra hace referencia a una falda que debe levantarse, dizque para que podamos saber “su talla”—. Yeuguentil yeuguentil yeuguentil, ma khol sa poeintirrr —la versión senegalesa de “por la raja de tu falda yo…”, supongo—. Y como es invierno y oscurece antes se nos va a juntar la comida con el anochecer. Ya son las seis, y mientras unos bailan y otros conversan cada vez más animadamente, hay quien se recoge: veo que Musa pregunta a María José dónde está el este (lo sé por sus gestos), María José le indica y le da una toalla y él se adentra hacia las habitaciones… —Yeuguentil yeuguentil yeuguentil, ma khol sa poeintirrr—. Por alguna razón inextricable hay una cruz celta sobre la puerta del salón. Nuestros clásicos y la cruz celta y los muebles antiguos de los padres de la dueña de la casa.

—¡¡¡Yeuguentil yeuguentil yeuguentil!!!

—¡¡¡Ma khol sa poeintirrr!!!

—¡¡¡Levanta tu falda que quiero ver qué talla gastas!!!

Y por fin Mama me anuncia que nuestra hija se ha despertado. Va a darle el pecho.

—¡¡¡Yeuguentil, yeuguentil, yeuguentil!!!

—¡¡¡Ma khol sa poeintirrr!!!

 

*Arroz ya cocinado, en diola.

 

Nicolás Melini es un autor español. Ha publicado las novelas El futbolista asesino (2000, 2016) y La sangre, la luz, el violoncelo (2005); así como los volúmenes de cuentos Historia sin cariño de Remedios Quiero Besarte (1999, 2005), Cuaderno de mis mayores (2002, 2006), Pulsión del amigo (2010) y Africanos en Madrid (2017). Sus poemarios incluyen: Cuadros de Hopper (2002) y Adonde marchaba (2004). Reside en Madrid.