Animalitos que fumé para salir de la depresión

Antonio Díaz Oliva

 

Por primera vez no eran los padres. Me puse a investigar el caso por un colombiano. El man había sido profesor de español de Ana Reitman y llevaba siete años haciendo el doctorado en Columbia, la misma universidad a la cual yo había renunciado varios años antes. Él me contrató y yo lo cité en el cine de la novena con Prince. Quería escuchar sus razones. Y que me dateara. El man seguía enamorado de Ana y lo atormentaba no saber de esos últimos días. Me juró que a lo largo de sus años como estudiante siguió al pie de la letra la moral ivy league, o sea, jamás respondió al coqueteo de alguna estudiante, jamás se apareció por el 1020 (“ese antro es la perdición”, como me dijo una vez del bar donde los profesores de Columbia se mezclan con alumnos) y nunca cerró la puerta durante las office hours.

Pero entonces, en su último semestre, apareció Ana.

Tampoco es que la academia le interesara. El man había decidido no hacer carrera como profesor en Estados Unidos. Lo supo, me dijo, desde que entró a Columbia y se sintió ajeno a todo; a sus compañeros, a las clases y especialmente a sus profesores. Terminó el segundo semestre y el man pidió el leave of absence. Regresó a Medellín; quería sanarse de las lecturas de Butler, Laclau y Kristeva, rumbear con su gente y tantear una posible vida. Pero más allá de un par de freelanceos sueltos, en Colombia no encontró trabajo y volvió a Nueva York como un soldado de la guerra permanente; con resignación, la frente en alto y entregado. Yo lo entendía: en algún momento el man vio en la academia el plan perfecto para escribir esa gran novela que por fin lo pondría en la avanzada de los jóvenes escritores latinoamericanos. Y qué podía salir mal; cinco años en que te pagan por estudiar y la posibilidad de vivir en Nueva York (y no en un pueblo universitario aislado). Pero luego de esa temporada en Medellín el man entró en un área vocacionalmente conflictiva para cualquier escritor latinoamericano inserto en la academia; la comodidad americana versus la inestabilidad latinoamericana; que te paguen por leer versus la poca libertad con que uno se acerca a esas lecturas; y salir con una alumna versus que esa alumna aparezca muerta una noche de verano en Brooklyn.

 

* * *

 

El recorrido de siempre. Las mismas caras, las mismas avenidas, las mismas luces de neón; olor a pizza, halal y la carne con picante de los camiones de tacos mexicanos. Serpenteaba por entre las calles como si tuviera toda la vida por delante. Caminar por Nueva York era mi terapia. Mi terapia y uno de mis pasatiempos. Casi cinco años. Y perderme en la ciudad todavía me reconfortaba y aliviaba.

Entré a la sala. Me demoré un poco en acostumbrarme a la oscuridad; estaba en un estado taciturno —mental y visual— solo posible en un cine o cuando fumaba animalitos. El man miraba la pantalla. Iba de chaqueta negra, polo blanco y se había recortado la barba. Emocionalmente estaba hecho un desastre, pero la elegancia paisa nunca la perdía.

Espera, me dijo desde atrás, ¿vos viniste solo?

Siempre que nos juntamos ando solo, le dije. ¿Qué te pasa?

No respondió.

¿Sigues con la paranoia?

De nuevo no respondió. Calculé menos de diez personas en la sala, tres de ellos vagabundos que comían pollo frito en bandejas de plástico. Se acabaron los adelantos y la película comenzó. Ya la había visto. Era sobre un astronauta varado en la luna, sin posibilidades de regresar a la tierra, que escucha David Bowie y espera a que el oxígeno se le acabe. Su única compañía es la computadora central de la nave; y esta constantemente le pregunta qué se siente ser humano. El astronauta prefiere el tedio espacial, morir de a poco y hablar con una máquina antes que suicidarse. Dialogar hasta la muerte.

¿Y entonces?, preguntó el man.

No le dije nada. Esa tarde, en el cine, me costó desapegar de la oscuridad. Me sentí atrapado en ese estado taciturno por más tiempo de lo normal. Pensaba en la escena del departamento en Brooklyn. Ana Reitman durmiendo, sin preocuparse de que esa mañana tenía clases, con la cabeza cerca del reloj despertador (once y cuarto de la mañana). Alguien —uno de los vecinos— golpea la puerta para alegar por el ruido. Es un puertorriqueño que apenas pudo dormir la noche anterior. ¡La música y los gritos, carajo!, grita, ¡cómo no piensan en la gente decente que trabaja!, ¡óiganme bien que los voy a demandar con el landlord! En la pieza donde Ana Reitman duerme hay rastros de un hombre. Tiene que haberlos.

¿Y entonces?, me preguntó de nuevo el man.

Disculpa… la oscuridad me…

Sentí que perdía el aire. Era como si me asfixiaran con una bolsa de plástico. Sucedía cuando me involucraba demasiado en el caso que investigaba. O cuando fumaba animalitos. Muchos, demasiados, animalitos molidos en un papelillo que se deshace con facilidad en mi boca.

¿Qué?, preguntó el man. No te escucho, me dijo. Vení más cerca.

No, nada, respondí.

Entonces habla un poco más fuerte, dijo.

Ambos callamos. Respiré hondo una, dos y tres veces y hablé.

Sus amigas, le dije, no fueron a clases en toda la semana. Pero igual se reunieron con el grupo de español. Fue donde siempre, en ese restaurante de noodles donde le gustaba almorzar sola los martes. Yasha Ramen. Después camina…

¿Pero hablaron de ella?

La verdad no mucho, dije. Fue un momento en que recordaban un partido, cuando Ana metió un gol, pero solo eso.

El man se acomodó en la butaca.

Después, seguí hablando, las tres del grupo, Cara, Tess y Gabriela, caminaron unas cuadras y se juntaron con dos tipos mayores. Tomaron cervezas en el 1020. Más tarde uno de esos tipos las acompañó a otro departamento, el de Tess, y ahí siguieron tomando. Vodka y cerveza. A las dos y cuarto, o un poco pasada esa hora, el tipo se despidió y caminó hasta Koronet, pidió una pizza y luego tomó la línea dos a Brooklyn.

¿Y lo seguiste?

No, le respondí. Era demasiado tarde.

El man calló. Me adelanté a su comentario.

Demasiado sospechoso, le dije. Pero el domingo.

Hice una pausa. Bajé el volumen de mi voz.

El domingo hay partido en Riverside. Y ahí voy a seguirlo.

Me paré. En la pantalla el astronauta le explicaba a la computadora que la única diferencia entre un humano y un robot era llorar. La computadora no entendía. ¿Llorar? Pero no es eso… ¿pero no es eso justamente lo que te hace más frágil y, o sea, menos humano? Salí del cine.

 

 

* * *

 

Cornell es la universidad con más casos. Incluso existe un apodo: ithakids. Rupert fue el segundo ithakid de ese invierno y mi primer trabajo. Me lo tomé en serio, tanto que no me permití dormir hasta haber terminado con su narración. Rupert se lanzó del puente el mismo día en que anunciaron una nueva tormenta de nieve. Hablé con sus amigos y profesores y hasta me metí a su dorm. También fui de oyente a uno de sus cursos gracias a mi tarjeta de Columbia (aunque el doctorado lo dejé hace ya un tiempo). Dos semanas más tarde, de vuelta en Nueva York, les envié a sus padres un sobre con la narrativa de Rupert. Apenas veinte páginas que me mantuvieron insomne y que leí y corregí e incluso me grabé leyendo en voz alta. La madre me escribió un mail de vuelta agradeciéndome. Dijo que esa misma tarde el dinero estaría en mi cuenta.

Y así fue.

Me llaman padres principalmente, aunque también abuelos y tíos y hermanos. Quieren saber más, o conocer a su pariente fallecido. ¿Cómo era su vida antes de morir?, ¿qué hacía?, ¿qué le gustaba? Viajo por otras universidades del área; Brown, Yale, Amherst, Princeton, Georgetown, casi siempre de renombre y de alta exigencia. Podía ser la presión de los padres, o una pareja, o las malas notas, o la crisis económica de Estados Unidos, o el vacío interior propio de la juventud y por haber dejado sus casas; no sé qué sucedía, pero no había un semestre sin un caso. Existía una narrativa de suicidios que las universidades gringas silenciaban. Y que yo me encargaba de escribir y pasársela a los padres, quienes, el día en que los veían dejar el hogar, rumbo a su experiencia universitaria, perdían el control sobre las vidas de sus hijos. Ese era mi trabajo, contarles esos últimos años; lo que no sabían o lo que sus hijos escondían. Hablaba con compañeros y amigos, también recorría sitios significativos de sus vidas universitarias y hasta hackeaba sus cuentas de facebook, twitter, instagram, tinder, snapchat, reddit y sus correos electrónicos. Respaldaba esos archivos en mi computadora, aunque el acuerdo era otro: me comprometía a eliminar cualquier información del caso una vez entregada la narrativa de vida a los padres o familiares. Pese a eso tenía fotos en mi computador. Y una carpeta para cada uno, con sus nombres, fotos, perfiles, likes y dislikes.

 

* * *

 

¿Por qué lo haría? Era feliz. Se notaba que Ana Reitman era feliz. Estudiaba ciencias políticas y español, quería pasar un año de intercambio en Buenos Aires y todos los viernes jugaba fútbol en Riverside Park junto a otras undergrads de Columbia y Barnard.

Ese domingo me puse shorts, una polera blanca con manchas de sudor amarillentas en las axilas, un polerón nike encapuchado y troté por Riverside. Disfruté de la vista del Hudson; Jersey City a la distancia, tan lejos tan cerca, con edificios nuevos en medio de ese cielo despejado y azul y lleno —tan lleno— de esas nubes como los animalitos que fumé para salir de la depresión. Mientras trotaba me cuestioné por qué año atrás, encerrado en Queens, llegué a empantanarme tanto en mí. A veces sucede: uno se intenta imaginar la persona que alguna vez fue, y hasta entenderla, pero lo único que la memoria saca a relucir es la silueta de un extraño.

Luego de renunciar al doctorado, de renunciar a ese mundillo de profesores y teóricos capaces de rematar su alma a cambio de un puesto académico, sentí que estaba en uno de esas etapas de borrón y cuenta nueva. Pero tampoco tenía mucha claridad sobre qué hacer. O más bien sobre qué borrar o mantener de lo que había hecho con mi vida. Tenía algunos ahorros. Decidí darme unos meses y reflexionar. Comencé a fumar marihuana y a caminar: caminaba para curar mi infinita melancolía y ahondar en mis dilemas pequeñoburgueses existenciales. Y en ese sentido la ciudad era infinita; en cada esquina había alguien en un estado peor al mío, lo cual me ayudaba a relativizar; y en cada vagón del metro alguna cara aún más triste y melancólica. Durante esas caminatas me preguntaba qué hacer con ese tiempo invertido en la academia que fuera de ella, en el mundo real, era tan inútil y evanescente como esas lluvias concentradas, que por entonces anunciaban el paso de un nuevo huracán que podía dejar Nueva York bajo el agua y a oscuras.

Fueron días raros. Para mí y para la ciudad. El día previo al paso del huracán, en un supermercado de puertorriqueños donde solo quedaban velas para bar mitzvah y comida enlatada, conocí a una agente literaria colombiana. Andrea no era paisa como el man, sino cachaca y educada y malcriada en París. En la fila para pagar me escuchó hablar en español con uno de los dueños del local, y a los pocos segundos de conversa —segundos en que le resumí mi huida de la academia—, me dijo que si necesitaba algunos dólares extra le escribiera. Eso hice. Me dio trabajo como ghost writer. Comencé con la biografía apócrifa de un roquero colombiano que necesitaba entrar al mercado gringo; seguí con las memorias de una jueza puertorriqueña que buscaba el voto de los inmigrantes; y continué con el testimonio de un distinguido profesor universitario cubano quien, pese a haber sido acusado de acoso sexual, lo condecoró Obama en la Casa Blanca. Era perfecto: podía escribir desde mi casa, seguir fumando y en mis tiempos libres continuar con mi búsqueda personal que, a esas alturas, más bien parecía una excusa para quedarme en la casa, seguir fumando y no pensar en nada.

Los días del huracán fueron como un gran borrón; los pasé encerrado en mi pieza. Y así caí en esa melancolía pantanosa. Cada vez que la agente literaria me pagaba por algún encargo, cada una de esas veces me fumaba gran parte de la paga; armaba un cigarro con marihuana que me dejaba inmerso en un vértigo interior. Hasta que después del huracán, la marihuana y otras drogas escasearon y los dealer solo ofrecían animalitos, la nueva sustancia de moda. Cada vez que compraba y los deshacía en un papelillo, recordaba las safari que llevaba de colación al colegio en Chile; esas galletitas ultra-azucaradas con forma de elefantes y jirafas y monos.

Ahora recordaba esos días de indecisión y depresión como una excusa para alegrarme. Un espejo de lo que fui y de lo que no volveré a ser. Ahora, para alejarme aún más de mis bajones anímicos, me imaginaba a Ana jugando fútbol. Eso hacía. Mientras trotaba paralelamente al río, y respiraba aire fresco, me la imaginaba feliz. Ana era feliz. Ahí la pueden ver, algunos meses atrás, jugando fútbol con sus compañeras; competitiva, a veces demasiado, pero nunca fuera de las reglas. Baja, un poco más de metro y medio de altura, y ancha de brazos y piernas. El pelo rubio y liso y sus dientes un poco chuecos, pero solo la parte inferior de su sonrisa. Así era cómo aparecía en algunas de las fotos que Ana y sus amigas subían a un álbum dedicado a la liga de fútbol.

Qué imbécil y feliz me sentí entonces, trotando por Riverside, en Nueva York, aún joven, pensando estupideces existencialistas, y desde que renuncié al doctorado sin mayores responsabilidades. Es más: había logrado conseguir una forma de sobrevivir sin depender de nadie y ahora podía serpentear y perderme por las calles de esta puta gran ciudad hasta morir.

Aceleré el paso una vez más antes de bajar la velocidad. Me puse la capucha del polerón. Tomé agua de una de las fuentes públicas, caminé hasta la cancha de fútbol y me senté en una banca cercana. El equipo de Ana jugaba versus otro grupo de undergrads; el primer partido desde su muerte. Se tomaron de las manos y permanecieron en silencio por unos segundos. Cara dijo unas palabras y luego recitó una oración. Tess y Gabriela no aguantaron: se pusieron a llorar y se abrazaron. Me fijé en el árbitro: era él, sí. Llevaba un tiempo revisando su perfil en facebook y entrando a su cuenta de gmail, pero lo dejaré anónimo en este testimonio. Solo diré que era estudiante graduado y ex novio de Ana. O más bien salió con ella. El tipo cursaba la maestría en escritura creativa en Columbia y se le conocía por dos cosas. Primero: que Richard Ford lo echó de su taller cuando se enteró de que iba a clases con una pistola. Y segundo: que al semestre siguiente Jamaica Kincaid le dijo que nunca había leído textos tan falocéntricos, y lo ridiculizó frente a toda la clase, y entonces lo reprobó sin mayores explicaciones. El tipo llevaba menos de un año y ya era el excéntrico del programa en un programa lleno de excéntricos. Ayudaba que solo vestía buzo y zapatillas, y que casi todas las noches se sentara en la barra del 1020 y le metiera conversación a quien lo aguantara.

El partido fue aburridísimo. El equipo de Ana resultó mil veces mejor que el otro; era una vergüenza numérica, vi tantos goles que me pregunté si en realidad jugaban una variante gringa del fútbol. Al lado mío tres vagabundos se reían de las jugadoras y me dio un poco de rabia. No era primera vez que los veía en el parque. Se juntaban todos los domingos a ver los partidos de la liga de mujeres. Sentí que atacaban a Ana y que Ana merecía que la defendieran, aunque estuviera muerta. Permanecí en silencio.

Al finalizar cada una de las undergrads se despidió del árbitro. Después el tipo tomó su mochila y caminó al metro. Lo seguí.

 

* * *

 

Vivía en Brooklyn, como toda le gente que se niega a crecer en esta ciudad. Entré a su departamento y me quedé cerca, dando vueltas a la cuadra. Entré a un deli, pedí un café con leche y me senté a esperarlo. Entonces salió del edificio. Seguía de buzo, polerón y zapatillas. Al parecer se duchó pero no se cambió la tenida. Bajó por las escaleras del metro, rumbo a Manhattan.

Fui a su edificio.

Entré sin problemas; había una cámara de seguridad, pero en Nueva York la seguridad es relativa. Metí mi tarjeta de Columbia y forcé la puerta con un golpe suave. Era pequeño. Era un desorden. Era peor que mi departamento en los meses depresivos. Olía a una mezcla entre incienso y restos de sándwich de pastrami. Había una pila de dvd en la mesa al centro del living, y yo sabía que uno de esos era el de Ana. Me tomé mi tiempo en revisarlos. Uno a uno. Pero no estaba. Probablemente lo llevaba con él. Al lado de los dvd una cámara sobre un trípode apuntaba a la ventana. ¿Así que era de esos que grababan a los vecinos? Arriba de la mesa del living vi un cuaderno; era un diario con la transcripción de lo que filmaba, una narración en bruto, sin mucha literatura, la mayoría descripciones sobre gente tirando o peleando o una combinación de ambas. De ahí sacaba sus historias para la maestría.

Revisé los cajones, su cocina y el baño. Nada. Tampoco en el resto del living. Fui a la cocina y dentro del horno, entre las bandejas, sartenes y cacerolas, estaba. Corté un pedazo de toalla de papel para no dejar mis huellas dactilares y la metí en una bolsa ziploc. Me imaginé la pistola en la boca de Ana.

El corazón se me aceleró, horas más tarde, cuando bajaba la escalera del edificio y lo vi entrar. El aire se me escapaba y ahora sí fue fuerte. No me sentía de esa manera desde la última fumada de animalitos. Hola, dijo, acaso pensando que yo vivía en el edificio. Rió. No le devolví el saludo y apuré el paso por las escaleras, sin mirar hacia atrás, a la espera de escuchar su puerta cerrar. Cuando así fue, volví a subir. Ahora abrí la puerta con mi tarjeta de banco, en silencio, con cuidado. Apenas me asomé. El tipo filmaba, concentrado en sus vecinos, y anotaba frases en su cuaderno. Llevaba audífonos, se reía solo, en voz baja, y hablaba consigo mismo. Me sentí bien: él miraba a la gente sin permiso y yo hacía lo mismo con él.

 

* * *

 

Al día siguiente, por la tarde, cité al man. Le pregunté a qué hora podía juntarse en el cine y me respondió que ahora mismo; ya no podía estar en su casa, la paranoia había regresado. Alguien lo seguía. O eso creía. Llevaba dos días sin salir. Le dije que se calmara y que lo habláramos en el cine.

Entré a la sala. Esta vez el estado taciturno demoró en llegar; iba cargado de adrenalina. Me senté y esperé que el man hablara con su fuerte seseo antioqueño. La película iba en la mitad. Una vez más el astronauta solitario que escucha a Bowie preguntándose si hay vida en Marte y la computadora con preguntas existencialistas. El man dormía. Lo poco que recuerdo de su rostro es que parecía cansado. Y que luego, cuando lo saqué arrastrando de la sala, vi que no andaba formal, como siempre, sino con unos jeans con hoyos, un polerón rojo con capucha y unas converse negras embarradas.

Me senté a su lado.

¿Y a ti qué te pasó?, le pregunté y me pareció ver demasiada gente en la sala. O tal vez no: puede haber sido la oscuridad, ahora sí estaba aturdido por la oscuridad y me costaba diferenciar las siluetas humanas, entremedio de las butacas. ¿Estás bien?, le susurré una vez más al man. Se movió. Bueno, le dije, lo seguí hasta Brooklyn, al tipo. Contuve la respiración. Seguía agitado. Me metí en su departamento y… Sentí que el man no me estaba escuchando. ¿Estás bien?, volví a preguntar. Moví al man con un brazo y palpé algo debajo de su abrigo. Lo moví de nuevo, esta vez con más fuerza, y mi mano se humedeció. De improvisto la película se cortó y prendieron las luces. Ahora sí estaba aturdido: la luz me cegó, sentí un leve mareo y apenas tenía fuerzas para mover al man. Noté que lo húmedo era una mancha roja. Estaba en mi mano. En la sala nadie hablaba; todos los espectadores eran vagabundos, la mayoría durmiendo y unos pocos comiendo de bandejas de plástico. Me limpié la mano ensangrentada en el pantalón y salí a buscar ayuda.

 

* * *

 

Esa misma tarde regresé a Brooklyn. Esta vez fue rápido. Toqué la puerta, abrió y me miró. Buzo pero no zapatillas: el tipo andaba con unas pantuflas para niños, cada una parecida a una pelota de fútbol. Sonrió. Sabía lo que estaba por suceder. Su actitud parecía predecir mis golpes; ojos levemente llorosos y el cuerpo temblando. Sí, huevón, le quise decir. Te voy a sacar la chucha. Pero todo fue silencioso. Se dejó golpear y hasta noté una risa diabólica en su cara. Una vez más, antes de salir del departamento, revisé la pila de dvd. Nada. Le di una patada al trípode y la cámara chocó contra la muralla. Entonces noté la mochila colgando de una silla. Luego de vaciarla en el suelo, con el pie dispersé las cosas. Ahí apareció. Era el dvd, la película.

 

* * *

 

Más tarde, en mi departamento, puse el dvd en el computador.

Empieza así: Ana frente la cámara, entre hipos y risitas, confesando el robo de la bicicleta. El tipo —el árbitro— graba y le hace preguntas. Es Brooklyn y es de noche. Vienen de un bar, medio borrachos, y ríen. Son felices. Ana pedalea lentamente por la calle que está vacía y en un momento menciona al colombiano; no dice el nombre del man, sino “mi profesor de español”. Pero eso no importa. Lo que importa es que la cámara cae al suelo y se escuchan gritos. No se ve nada pero a partir del sonido es posible imaginarse la situación. Una pelea sentimental en medio de la calle: ella llorando y él enojado; él llorando y ella dando explicaciones; los dos cada vez más cerca y luego abrazándose; los dos besándose y perdonándose; los dos buscando un lugar donde continuar. Eso sucede: hay un corte y Ana entonces aparece en un living. Es de un amigo que está de viaje, dice él. Podemos hacer lo que queramos. ¿Ah sí?, pregunta Ana. Y Ana va a la cocina y regresa, con dos vasos de agua en sus manos, desnuda. Ana deja los vasos en una repisa y se mete dos dedos entre sus piernas, se masturba y su lengua humedece sus labios. El video acaba ahí.

 

* * *

 

Molí un par de animalitos, los puse en un papelillo y fumé con la ventana abierta. Sentí cómo las luces de la ciudad se desvanecían. Salí a caminar, bajé la euforia momentánea y antes de ponerme a trabajar compré comida china. Me comí un plato de brócoli con pollo al ajo y tres arrollados primavera con mostaza. Esa noche armé su narrativa. Era como empezar un cuento sabiendo el final y sin la posibilidad de revertir ese desenlace trágico. Y siempre narrando en pasado. No hay otro tiempo verbal cuando se trata de mis muertos. Escribí en mi computador: Ana Reitman aprendió a andar en bicicleta a los seis. Trece años más tarde se subió a otra bicicleta.

 

* * *

 

Ana no puede dormir, se levanta y va a la cocina. El tipo sigue en la cama durmiendo. Pueden ser tanto las tres como las seis de la mañana; ese momento difuso de la madrugada. Ana ve algo en el pantalón de su ex, un bulto extraño en uno de los bolsillos. Ana revisa el pantalón y saca una pistola. Se pone a jugar. Apunta por la ventana, apunta un cuadro feo y extremadamente Mark Rothko, apunta un espejo de cuerpo entero y recién entonces lo hace: mete la pistola en su boca. Juega con ella como si fuera un dulce. Se la saca. Se ríe. Vuelve al espejo y seriamente pregunta, ¿Estás hablando conmigo?, y suelta una risa nerviosa. Y luego dice, nuevamente seria, Aquí no hay nadie más que yo. Y Ana se siente un poco tonta con el arma. O eso parece. No sabe que todo ese momento ha sido observada. El tipo, enojado, le grita que le pase la pistola. Ana lo hace. Perdón, le dice, solo estaba tonteando. Se acerca e intenta abrazarlo y él se enoja más. Entonces hay una pelea, hay un portazo. Pero él no se va; su plan era caminar al deli de la esquina a comprar desayuno, volver al departamento e intentar que la relación funcionara. En vez de eso Ana Reitman aparece muerta.

 

* * *

 

Desperté a las dos de la tarde. Me duché, me vestí y caminé hasta el metro. Revisé una vez más la carpeta de Ana. Su narrativa de vida estaba lista. Desde mi teléfono entré a la web de bank of america y sentí un alivio al verificar que el man cumplió con su palabra. El dinero estaba en mi cuenta, aunque sentí un dolorcillo interior, una culpa. Por qué, pensé. No entendía, ¿qué me pasaba? El man me contrató y por lo tanto me tenía que pagar. Era mi trabajo. Pero no pude. Imaginé a los padres de Ana, el señor y la señora Reitman, con pena. Ana, su única hija, aprendió a andar en bicicleta a los seis y trece años más tarde se subió a otra bicicleta, en una calle casi vacía de Brooklyn. Ahí va: pedaleando de la mano con un ex novio que nunca conocieron y el cual, días después, confesaría haber seguido al man a un cine donde lo golpeó hasta dejarlo sangrando y un poco desvanecido.

 

 

* * *

 

En Union Square compré un falafel que fui mordisqueando hasta llegar a la oficina de correos. Iba con calma, ingenuamente feliz y un poco atontado. Nueva York era una posibilidad y mi depresión una nebulosa que volvería, sin duda, aunque ahora sabía controlarla. Sin limpiarme la grasa de las manos anoté la dirección de los padres de Ana, en Wisconsin, por fuera del sobre. Puse señor y señora Reitman y un remitente falso. Demoraría una semana en llegar.

Ana se había suicidado, tal vez porque no aguantaba estar entre dos hombres. Y ambos mayores, además. O quién sabe: a lo mejor se había suicidado por alguna razón diferente. Si algo entendía cada vez que me ponía a juntar piezas biográficas de chicos suicidas, cada vez que intentaba armar una narrativa de vida, es que uno nunca realmente llega a conocer a la gente. Ni siquiera a los que tiene al lado.

En el metro, rumbo a juntarme con mi dealer, me imaginé a una pareja de gringos en piyama preparando el café. Es temprano y el luto continúa. Todavía no se atreven a entrar a la pieza de su hija. En algún momento de la mañana se escuchará el correo caer por la rendija de la puerta. Y ahí, entre catálogos y cuentas, un sobre café claro y grueso, con sus nombres, destacará. La señora Reitman lo recogerá y lo llevará a la cocina. Sacará unas tijeras del cajón de cubiertos y lo abrirá frente al señor Reitman. Los dos atentos, incómodos, encontrarán una carpeta con el nombre de su hija en el sobre. También un dvd.

 

* * *

 

Me llamaron para investigar el caso de una estudiante en UPenn. Gina Leviatan se cortó las venas mientras sus roommates jugaban beer pong en el patio. Fue un domingo temprano, la última semana de clases antes de las vacaciones de invierno. Me metí a la web de UPenn y solo encontré un breve sobre su muerte. Gina había pasado todos los cursos y le quedaba un semestre para graduarse. El típico mensaje burocrático de las universidades estadounidenses; más que lamentar la muerte, se preocupaban de recordarle a los estudiantes que existía terapia en caso de que su estado de ánimo cambiara.

Agregué una nueva carpeta.

Algún día haría algo con todos esos archivos en mi computador, me prometí.

Construiría una ficción en base a todos mis muertos.

Un réquiem generacional.

 

Antonio Díaz Oliva, ADO, es un autor chileno. Ha publicado: Piedra Roja: El mito del Woodstock chileno (2010), La soga de los muertos (2011), La experiencia formativa (2016) y la antología Estados Hispanos de América: nueva narrativa latinoamericana made in USA (2016). Obtuvo el premio a la creación Roberto Bolaño y el premio a la mejor obra por el Consejo Nacional del Libro de Chile. Actualmente enseña español y escritura creativa en Georgetown University y dirige talleres bilingües en 826DC.