De Cuentos para niños sospechosos

Gregory Cohen

 

Antes y después de las hormigas

 

Beltrán quiso averiguar de una vez por todas, el origen de esas hormigas que atravesaban los túneles del queso y rodeaban el pote de miel como fieles bajo la Piñata de Dios.

No quiso acudir a insecticidas ni a fórmulas caseras. Él mismo en persona decidió seguir el recorrido recto, o sinuoso, pero siempre continuo, de los insectos que día a día realizaban el noble acto de equilibrar el consumo con el bienestar común.

Se dio su tiempo, fue generoso e inflexible. Un extraño don parecía habérsele concedido y él no podía echarse atrás aduciendo labores domésticas ni de estudio. Ahí estaba su objetivo: la gran e inmensa fila silenciosa laborando, extrayendo, interconectando, yendo y viniendo, en medio de la pasividad de objetos e imágenes vivas y muertas.

Logró con esfuerzo ubicar el agujero exacto por donde las hormigas se comunicaban con la casa desde el patio (entre la ventana de la cocina y un azulejo instalado por un principiante). La noche no fue obstáculo para rastrear un centro neurálgico: desde ahí, todas se dividían en numerosas columnas para dirigirse hacia jardines infantiles, casas de humanos, de perros y gatos, bodegones donde alguna vez alguien había hecho el amor, huertos, basureros, parrones, panales, peces embadurnados con petróleo, etc.

Beltrán recorrió kilómetros antes de encontrar otros enormes centros de abastecimiento y distribución. Sin embargo, nunca le bastó, pues siempre bajo esos aparentes hormigueros, reaparecían más y más túneles secretos que denunciaban la llegada de columnas provenientes de otros confines, quizás aún mucho más lejanos de lo que Beltrán alguna vez hubiera podido imaginar; pero como esta búsqueda se había transformado ya en una obsesión, decidió seguir sin obedecer fronteras ni climas ni distancias horarias.

Así Beltrán cruzó llanos, montañas, valles, praderas, ríos en busca del origen de esta fila infinita de hormigas que, haciendo caso omiso a su investigador, proseguían en su acto de ayuda social a la Madre Naturaleza.

Años demoró Beltrán en pos de su objetivo. Adelgazó, engordó, contrajo y asimiló la malaria y el paludismo, comió de platos bordados de oro y de estiércol, se hizo amigos de gente simpática y también de quienes nunca lo saludaron.

Un día llegó a un lugar común y corriente. Al verlo, tuvo un presentimiento y supo que su búsqueda había llegado a su término. Era una suerte de llanura, con clima cálido y viento leve. Aunque los límites no aparecían nítidos sintió que su respiración se agitaba. De pronto divisó un entramado de metal, plástico PVC y rejilla de gallinero, completamente lleno de hormigas de diversos portes y colores. Por primera vez, desde que había comenzado con la búsqueda, sintió que los insectos metían ruido al deglutir. Envuelto en la rejilla se dejaban ver los restos del cuerpo de una persona de altura normal, desnutrido, con poco pelo.

Cerca del entramado una mujer miraba el espectáculo. Beltrán no quiso aceptar de buenas a primeras su presentimiento. Tal vez por lo desagradable que resultaba… pero sobre todo, por lo previsible de la escena.

Finalmente a Beltrán no le quedó más que aceptar el panorama y aún no muy convencido preguntó con temor: “¿Es…?”

La mujer sin dejar de mirar la masa multiforme, le respondió mecánicamente: “No, no es el anterior… es el que vendrá…”.

Beltrán se mojó los labios con su propia saliva y comprendió todo. Había seguido el camino correcto, aunque se había equivocado de sentido. No había logrado saber de dónde venían las hormigas… pero sí adonde se dirigían.

 

El árbol de familia

 

Hace cinco años, murió la madre de Javier. Y hoy en que él cumple cincuenta años, se ha muerto el padre.

No siente lágrimas en las mejillas ni espasmos musculares. Al revés, siente que su cuerpo es el que está muerto y que su alma está sola. Tiene esposa, hijos, nietos, yernos y nueras, amigos, dinero, casas y computadores, pero no parece reconocerlos pues los siente a millones de kilómetros de distancia.

Gracias al cielo, tiene una obsesión en la cabeza: cuando niño vio el corazón de sus padres y ahora necesita rescatarlo.

Es esta obsesión la que logra movilizar su cuerpo hacia un lugar donde las moscas se van a los techos de las casas porque sienten que los humanos no quieren ser molestados. Esto ha sido característico del lugar… además de una brisa suave, temperatura estable y nubes inmaduras.

Sin saber por qué toma un bus y no maneja su propio auto, sin saber por qué, camina y luego corre, sin saber por qué, teme una segunda desilusión, desilusión que se cumple cuando aparece en el lugar.

El corazón tallado por su padre y madre, sesenta años atrás, ya no se encuentra. Ya no está ni ese árbol, ni otros. Solo permanece una banca de maderos oscuros, con vista a un bosque muy joven.

En ese momento, hay un hombre que habla. Por unos segundos Javier cree que es una voz interior, tan familiar en este tipo de casos. Sin embargo, las moscas revelan que se trata del mundo que reaparece tras los maderos podridos. “Oiga, está mirando algo que no existe… ¿No es cierto?”. Javier se da vuelta, lo mira y gracias a esa voz logra dimensionar recién el silencio espeso en el que había estado envuelto las últimas horas. “Sí… ¿cómo sabe?..” Tarde o temprano todos vuelven acá… Yo también vine a buscar el corazón de mis padres… pero no estaba. Por eso, antes de que corten los otros árboles, vengo, saco la corteza con los corazones que van quedando… No se preocupe yo tengo el suyo”.

Javier vuelve a pensar que es una voz interior la que escucha. Pero no. Ahí, al frente suyo existe un cuerpo, una camisa blanca, un pantalón de tweed, zapatillas sin color y un sombrero lleno de mosquitas.

Javier sigue al hombre, entra a una casa común y corriente, con agua y luz, y una pared tapizada de corazones tallados. Javier busca el suyo y lo encuentra. Trata de hablar y no puede; las moscas, entretanto, se han ido al techo, respetuosas del momento.

“Lléveselo…”, dice el hombre, como si se estuviera desprendiendo de una mascota fiel. Javier no atina, camina un paso hacia el corazón, antes de tomarlo musita sin cambiar el objetivo de su mirada: “Eh…cuánto…es…el…” El hombre se saca el sombrero y le responde: “Nada. Afuera hay un barrendero que barre todos los días, un vendedor que vende algodones de azúcar, un niño que rastrojea cáscaras de maní tostado, una cuadrilla que viene a cortar los árboles con los corazones, cada uno hace lo que tiene que hacer… alguien tiene que encargarse de salvar estos corazones… ¿No le parece?”, le responde, minimizando todo lo que ha dicho por medio de un rasquido en la oreja.

Javier toma su corazón como si fuera una criatura, abraza al hombre y retoma su camino a pie, sintiendo que el sudor y el hambre vuelven a poseerlo. Piensa que debería invitar a ese hombre a su cumpleaños cincuentaiuno.

 

 

La hermanita del medio

 

Aurora no podía llevarse bien con sus hermanos.

Una tarde sin olores, no pudo más con la situación, se deslizó del sillón con tapiz a rayas blanquinegras, fue a la pieza de su madre y le habló con franqueza:

“Mamá, ya no aguanto más a mi hermano mayor”.

La mamá levantó la vista del libro La experiencia mística y le respondió:

“Mi amor, tú no tienes hermanos… ni mayores ni menores”.

Aurora se miró los pies envueltos en unas pantuflas color avellana, tomó conciencia de su postura corporal y de inmediato alzó la cabecita, no fuera a pensar la madre que recibía sin conflictos su respuesta.

“Mamá tú sabes que mi hermano mayor existe…”

“¿Sí…? ¿Y dónde está mi amor?”.

“Aquí”, respondió Aurora, señalando con el dedo índice su sien derecha.

A lo lejos un bóxer ladraba pero nadie daba crédito a su aviso.

La madre pensó en la recurrente situación infantil del amigo imaginario y no pudo evitar escapar una sonrisita tan aséptica como el forro que cubría el libro.

Aurora ya conocía esa sonrisita. Sin detenerse en más prolegómenos arremetió… no podía darse el lujo de perder tiempo:

“Y no me vengas con eso del amigo imaginario… Mi hermano existe y me molesta…”

La madre dejó La experiencia mística, volvió a su habitación real, al teléfono junto a la banqueta, a las cortinas, veladores y flores artificiales y, por ende, a tomar en serio las quejas de su hija. Después de todo, no era un problema sencillo y debía llevar las cosas con calma, con fluidez y, claro, sin exacerbar los extremos.

“Bueno… ¿Qué te hizo ahora?”.

“No me quiere hablar… yo sé que él se cree más que yo, que sabe más que yo…”

“A lo mejor tiene razón… Él tiene más años que tú”.

“Mamá por favor… ya te dije que él está aquí, en mi cabeza… ¿Cómo va a saber más que yo si compartimos el mismo cerebro?”.

La madre, sin poder evitar la inercia de la pregunta, soltó el libro perdiendo la página… A esas alturas, el bóxer se había agotado y la responsabilidad de la atención familiar corría exclusivamente de parte de ella.

“Y… ¿tienes tú alguna idea de cómo puedo ayudarte?”.

“Diciéndole que me tome más en cuenta, que me respete”.

La madre lanzó una mirada involuntaria hacia la sien de Aurora, en un deseo de autoconvencerse de la nobleza de su hija, al pedir sus favores. Se adelantó un paso y susurró con voz firme:

“La mejor herencia que una madre puede dejar a sus hijos es que sean hermanables, que se ayuden en las buenas y en las malas… Por favor, quiere, comprende y ayuda a tu hermanita ¿ya?”.

Madre e hija se miraron como si escucharan el eco de las palabras recién dichas, resonando en algún lugar inconmensurable y cercano al mismo tiempo.

“No te escuchó, mamá”.

“Pero si le hablé claro, muy claro”.

El bóxer volvió a ladrar reiterando el aviso de algo presente en el vecindario que sin embargo tardaba en llegar. Aurora se rascó la cabeza, y con un gesto más blando que los anteriores, preguntó:

“¿Qué podemos hacer mamá? A veces se pone tan molestoso…”

La madre, creyendo ver una luz de esperanza a lo lejos, afirmó sus manos pecosas sobre el velador y encaró sin tapujos a su hija:

“¿A veces, dices?… Dime una cosa, Aurora, cuando yo te reto… ¿qué opina él?”.

“Mmmm… no se mete…, es un creído… dice que no le importa lo que me pase”.

“¿Estás segura? Dime la verdad por favor, quiero conocer bien a mis hijos. Si él no quiere escucharme ni hablar conmigo… solo tú me puedes ayudar, eres la única ¿Ya?”.

Aurora volvió a rascarse la cabeza y puso la nariz como si reconociera por fin algún olor no muy agradable.

“No, no puedo mamá…”

Intuyendo que la verdad se acercaba a pasos agigantados, la madre decidió abandonar La experiencia mística, entre un gato de peluche y la foto de un cuadro desconocido, sin epígrafe:

“Aurora, dime la verdad… las personas no son indiferentes así como así, algo debes de haber hecho…”

La niña trató de responder de inmediato para así aminorar las sospechas de su madre, pero le fue imposible… Finalmente apretó sus puñitos en forma consecutiva y optó por confesar:

“Me tiene miedo, mamá…”

“¿Por qué? ¿Dime qué le hiciste? ¡La verdad por favor!”.

Aurora miró hacia afuera esperando que algo turbara la paz y acogerse a la sorpresa y poder así diluir la inquisitiva situación a la que su madre la había llevado…

“Fue por culpa… de mi hermano menor…”

“Tu… ¿qué?”.

“Mi hermano menor… ¡este!”, repitió indicando con su dedo derecho esta vez la sien izquierda…

El bóxer volvió a ladrar en forma lastimera, por lo que la madre se urgió en continuar con su rol de detective improvisado:

“¿Qué hiciste con tu hermano menor Aurora?”.

“Lo envenené… mamá… ¡Fue culpa de él, te lo juro!… yo no quise… me molestaba mucho…”

La madre llevó sus ojos improvisadamente a un espejo, donde se reencontró con un rostro afable, el mismo de aquellos años en que la luna parecía más bonita que la tierra, no por su brillo, sino por lo inalcanzable que resultaba.

“¿Y cómo lo envenenaste sin que te murieras tú también?”.

“Comí un pastel con crema chantilly… yo nunca había comido… yo sabía que no me gustaban… igual comí… le avisé a mi hermano mayor no más… y como el otro no sabía, no estaba preparado… se murió…”

Las dos mujeres permanecieron en silencio, en un silencio que nadie osó romper… y si alguien hubiera hecho el intento, jamás lo habría logrado. Así de cómplice era.

“Con razón tu hermano mayor no te habla, no te tiene confianza”.

“Es que yo lo quiero… mamá… lo… necesito…”

“Entonces toma tú la iniciativa y trata de entenderlo… ¿ya?”.

La niña intentó volver a mirarse las pantuflas, pero reaccionó a tiempo ayudada por el ladrido renovado del bóxer.

“Bueno mamá… gracias”.

La madre observó cómo su hija abandonaba la habitación… Antes de que desapareciera por completo, le hizo la pregunta:

“Aurora… ¿no estás arrepentida de haber envenenado a tu hermano menor?”.

La niña se apoyó en el dintel de la puerta, levantó una de sus piernas juguetonamente y dijo:

“No”.

“¿Por qué?.

“Porque mi papá está de acuerdo…”

“¿Tu papá? ¿Pero cómo…?”

“Sí. Él nos regaló el pastel.

Y se fue riendo.

Y la madre volvió a quedarse sola.

 

Gregory Cohen. Escritor chileno, guionista y profesor universitario. Ha publicado las novelas El Mercenario ad honores (1991) y El hombre blando (2011). De próxima aparición: El judío y la pornografía. Columnistas en diarios y revistas, ha dirigido tres largometrajes, un mediometraje, dos cortometrajes y estrenado seis obras de teatro. Ha participado como actor en miniseries de TV y en cinco películas chilenas. Licenciado en cine por la Universidad de Valparaíso, reside en Santiago.