El nono

Mónica Ivulich

 

1

 

—“Se muere Carmela… ¿Qué hacemos?”

Lo rodean las hermanas vestidas eternamente de negro y algunos sobrinos. El nono apenas los percibe, en realidad, su mirada trasciende océanos, navega en nieblas tenues y recala en la Argentina… tan, pero tan lejos de esta Italia, que él ya no ve.

Tampoco verá la tierra argenta donde trabajan sus hijos y sus nietos. Repite su nombre entre susurros y accesos de tos, como si fuera una amante, le reclama lo que se llevó de su vida, toda su obra y única riqueza: sus amores…

Pide por pluma y papel. Carmela corre alarmada: Si su hermano piensa en escribir es algo muy importante. ¡Más aún en estas circunstancias!

—“¡Rápido la pluma y el papel!” —repiten las mujeres de negro. Carmela cierra el pesado arcón donde encontró lo necesario y, a toda prisa, levanta un poco sus enaguas negras mientras corre por los pasillos descarnados, hasta llegar al camastro del nono.

Él cierra los ojos para ver a los que están muy lejos y, para ellos, comienza a escribir, con gran esfuerzo, su último deseo: “Nápoli, a 5 días del mes de noviembre de 1921…”

—“Se muere, Carmela ¿Qué hacemos?” —Pregunta su hermana Angustias. Y Carmela corre por las calles grises, frías, buscando al médico y al párroco. Cuando regresa ya están instaladas las lloronas.

Las hermanas se mueven mecánicamente en los últimos preparativos: velas y velos, negros como el café y las lágrimas. Carmela deja caer los brazos y su mirada se encuentra con la hoja garabateada por el nono, el mayor de sus hermanos, tan mayor que todos optaron la forma de llamarlo de sus nietos.

Se le nubla la vista, ella no sabe leer, mas reconoce, con ternura, esa firma que, aunque no tenga la energía acostumbrada y sea más bien un garabato póstumo, es del nono.

Poco después de la ceremonia, el párroco se sienta a su lado y lee, pero Carmela, aturdida por el dolor, apenas comprende. Sin embargo, algo retumba en sus sienes y la alarma se enciende: —“¿Cómo? ¿Después de muerto viajar a Argentina?”

Sacerdote: —“Si, así lo dispuso él, cálmese, no es el primero que quiere ser enterrado en la tierra donde trabajan sus descendientes… ya veremos cómo se puede hacer para trasladarlo, ahora despreocúpese, por la mañana empezaremos las averiguaciones. Oremos Carmela”. Carmela: —“Padrecito, el dinero que enviaron sus hijos ya se terminó, sus remedios eran caros y un pasaje… pero, ya sé no me preocupo, pero… Oremos, si…”

 

2

 

Carmela pasa días y días llorando, orando y corriendo de oficina en oficina (es la hermana menor, la única con piernas sanas). El párroco la ayuda, le indica las direcciones de organismos y agencias pertinentes, le da cartas aclaratorias y documentos que ella entrega a distraídos secretarios, los cuales le devuelven otros papeles amarillentos o no, que el párroco lee y le señala la próxima oficina: es difícil cumplir con el último deseo del nono.

—“¿Y? ¿Para cuándo Carmela? El comisario ya vino varias veces… ¿qué haremos con su cajón?” Corre Carmela, anda y desanda las calles indiferentes. Al fin, cuando un empleado le da la solución práctica y más económica, ella reprime un grito agudo, profundo. Se le escapan lágrimas densas y solo atina a gesticular en silencio, por un momento se le dibuja el pánico en los ojos, luego baja la cabeza y corre a comunicar la nueva a sus hermanos.

Llega arrastrando los pies, el pañuelo negro se le desliza de entre sus dedos y, de los hombros, viene colgándole la angustia. Los hermanos y el párroco cabildean toda la noche, hasta que Ángelo, (ahora el hermano mayor) se levanta, golpea la manaza contra la madera tosca de la mesa y anuncia: —“Se hará así”. Su espalda contundente concluye la reunión.

Carmela siente ambivalentemente el peso de una sentencia y el alivio de saber terminados sus complicados trámites. Los hombres gruñen, ya sea a favor o en contra. Las mujeres, estén de acuerdo o no, lloran. El párroco se calza el sombrero y saluda, no hay más que decir, está dogmáticamente en discrepancia.

 

3

 

En Argentina, casi Navidad de 1921, Clarita recibe una carta.

—“¿Es del Nono?”

—“No, de la prima Rosario, va a llegar para las Navidades desde El Tigre, también yo pensé que el nono escribiría para esta fecha…”

—“No te aflijas, mañana o pasado habrá noticias, el correo anda mal, ricordate que la última vez llegaron dos cartas juntas y las había enviado con meses de diferencia…”

Pasan los días y Clarita se dispone a amasar los panes navideños, debe trabajar la masa por horas antes de agregarle la fruta seca, mientras lo hace, piensa en sus tías, que, allá en Nápoles, deben estar haciendo lo mismo y reza por el nono enfermo.

La campanilla de la puerta suena varias veces, antes de que ella vuelva a la realidad y corra a abrir, con las manos blancas de harina. Encomienda de Italia. Corre a limpiarse las manos. Clarita habla para sí misma:

—“Ya sabía yo, no podía pasar tanto…”

Tironea los sellos de lacre. Las mejillas se le colorean por la emoción:

—“Estas tías son tan buenas que dan vuelta el alma.” Piensa. No puede esperar a que llegue la familia para abrirlo, la ansiedad le tiembla en los dedos. Luego, el estupor. Por la noche, todos están reunidos alrededor de esa caja de panettone casi vacía llegada de Italia. Los hombres tuercen la boca, las mujeres abren los ojos, los niños menean la cabeza. Clarita llegó de la cocina con el paño donde fue dejando harina húmeda.

—“Es que ¿no comprenden? Las tías saben que en Italia o aquí las tradiciones unen a la familia, por eso enviaron la levadura con la que tía Carmela y, antes la abuela, amasaron siempre los panettones de Navidad”.

Toda la familia comentará la ocurrencia de las tías durante algunos días y deciden mandar a Italia uno de los panes dulces que se cocinaron con ese ingrediente tan especial. También enviaron una foto de todos, frente a la casa que están terminando con sus propias manos, para que el nono sepa donde vivirá, cuando pueda viajar.

 

4

 

Algún tiempo después de finalizadas las fiestas llega carta de Italia, está fechada el mismo día en que salió la encomienda anterior… pero, evidentemente, el correo no funciona bien…

Mientras espera la llegada de la familia, Clarita remueve la salsa roja para los espaguetis, sentada en la silla de mimbre. Clarita está ansiosa por ver las noticias de la familia y abre el sobre, mientras cocina, quiere saber cómo sigue el nono. Pronto dejará la cuchara, fruncirá el entrecejo y cubrirá su boca.

Hay una larga retahíla de lamentos y condolencias, todo escrito en letra muy elegante y ortografía perfecta, presumiblemente del escribiente de alguna oficina de Nápoles, quien informa que: —…“habiendo muerto el nono, se cumple con último deseo de ser enterrado en la Argentina, para lo cual, se encontró una única forma posible de concretar dicha aspiración, con del dolor de su inmediata familia por tomar una medida tan opuesta a su creencias religiosas, a pesar de lo cual y en contra de su fe cristiana se procedió a cremarlo y enviar las cenizas por encomienda”.

 

Girasoles

Miro la espalda de la madre curvándose sobre la tierra, rastrilla, limpia, destroza la tierra y hace pequeños agujeros, con una pala de mano. Poco a poco rellena los huecos con brotes que ha cultivado por unas semanas, en macetitas descartables y es hora de que los retoños tengan su propia tierra y se conviertan en lo que el destino les tiene asignado. Las mira y las ve crecidas con las flores enormes mirando el sol. Las quiere plantar para ella y para su hijo que ya no está. Eran sus flores preferidas, los girasoles. También para su hija, y sus nietas que disfrutan echando agua desde una pequeña regadera. Ella sabe que el hijo, donde esté, disfrutará de esos colores, del tamaño de las plantas.

La mujer se levanta, sonríe y se mira la piel que se lastimó con la azada, se lavará las manos y usará una gasa para su herida, diciendo “no es nada”, como dicen todas las madres. Ha disfrutado en silencio el diálogo con la tierra y los tiernos brotes prestos a crecer, ha disfrutado el canto de los pájaros, la memoria de su hijo y la presencia lejana de sus nietos, ocho cuenta y sonríe: “hasta ahora”. Alimenta a las niñas, a la perra y la gata, su hija la mira sonriente desde su escritorio. Se quieren y respetan. Ordena algo en la cocina y deja una bandeja preparada para la cena. Sube las escaleras, está algo cansada. Se sienta en su sillón y se pone a escribir:

“Miro la espalda de la madre curvándose sobre la tierra…”

 

Mónica Ivulich. Narradora y poeta argentina. Sus libros incluyen: Una historia para olvidar (2003), Historia sin contar (2013) y Té de sueños (2014). Vivió durante 20 años en Nueva York y actualmente reside en París donde es corresponsal para revistas y periódicos latinoamericanos.