El escribano de Dios

Juan José Casillas-Núñez

 

 

Jesús les respondió:

¿No está escrito en su ley

ustedes son dioses?

JN 10:34, referencia al Salmo 82

 

 

Postrado en cama, minutos antes de morir, resonaron en su mente las palabras, que según su madre, había dicho el Creador, “Haz y deshaz que tarde o temprano a mi presencia vendrás”. Nunca se dio tiempo para comprobar si en verdad las había dicho Dios, y ahora era demasiado tarde. Lo único que sabía era que muy pronto se harían realidad.

Cuando San Pedro pronunció su nombre, Atilano Núñez Villalobos, sintió un gran gozo y privilegio jamás experimentado. Pero a diferencia de los otros nombres en la lista de invitados, notó que el suyo tenía un asterisco al final. Después, el interrogatorio de San Pedro lo hizo sentirse nervioso, como si se hubiera cometido un error, que tal vez él no debía de estar en los portales del cielo. El amo de llaves le preguntó, “¿Cómo consideras que fue tu vida?” Atilano contestó lo primero que se le vino a la mente y simplemente dijo, “Buena”. El santo prosiguió con otra pregunta, “En vida, ¿deseaste algo en especial que no pudiste lograr?” Él no sabía si esto era una prueba, la última prueba, para entrar al reino de Dios. De lo que estaba seguro es que debía contestar con la verdad y respondió sin titubear que “Sí”.

Su contestación lo hizo recordar a su nieto Pepe, niño inteligente pero muy inquieto y desenfocado. Por ser tan travieso, no aprendía a leer, mucho menos a escribir y estaba a punto de reprobar el primer grado por segunda vez. Atilano sabía en carne propia lo esencial que eran leer y escribir, eran tan importantes como comer y dormir. Recordó con desagrado sus años de bracero en California. Cada vez que quería comunicarse con Francisca, tenía que pagarle a un conocido de su pueblo para que le leyera o escribiera las cartas. Unas veces sentía coraje y vergüenza consigo mismo y en otras ocasiones con el mundo por ser analfabeta.

Se juró a sí mismo que esto no le iba a pasar también a su nieto, pero no podía dar algo que no tenía. Así que al finalizar el año escolar, ingresó a Pepe en clases de verano con una gran maestra, doña María. Esto no fue fácil pues la fama de Pepe era muy bien conocida por todo el barrio. Para convencer a la maestra, Atilano propuso quedarse con su nieto durante las clases para garantizar su buen comportamiento.

Nieto y abuelo se convirtieron en colegiales por todo un verano. A Atilano le resultaba aburrido solamente ser el guardián alfabético de Pepe. De modo que se entregó por completo a las lecciones, primero con la excusa de motivar a su nieto, para darle un buen ejemplo, pero después porque le parecía mágico aprender. En la mañana asistían a clase por tres horas. Regresaban después de medio día y almorzaban juntos para descansar y recobrar energía. Después del reposo, hacían tarea y estudiaban por dos o tres horas. Atilano no sabía que aprender exigiera de tanto tiempo y esfuerzo. Por su parte, a Pepe se le hacía muy pesada la rutina y vigilancia, pero sabía que con su abuelo no se andaba con jueguitos. Pepe, como el vecindario, conocía la reputación de su abuelo. Atilano y su familia habían emigrado de su pueblo a Guadalajara, Jalisco, debido a un enfrentamiento que tuvo con unos gendarmes. No había más remedio que portarse bien y aprender.

Al final del verano, Pepe empezaba a leer y a escribir por su cuenta, pero lo más importante es que había descubierto el maravilloso mundo de las letras. Atilano sintió que había cumplido con su misión. Pero su satisfacción duró poco, pues en un par de semanas perdería a su compañero de estudios. Pepe se marchaba a los Estado Unidos para reunirse con sus padres. El abuelo lo llevó a la estación de tren sin saber que nunca más volvería a ver a su nieto, como tampoco sabía que al igual que él, Pepe también sería un “Creador de Mundos”.

Sin Pepe y las clases, Atilano se sentía triste y desorientado. Pensó en seguir tomando lecciones con la maestra María, pero una voz interna lo frenó diciendo, “¡Atilano!, ¿cómo es posible que siendo un hombre de 54 años de edad, vayas a tomar clasecitas como un escuincle? ¡Qué bochorno!” Pero tampoco podía detener su hambre de leer y empezó con todo lo que se topaba. Al principio leía las revistas populares y después los periódicos.

Precisamente en un artículo que promovía la educación se encontró con las palabras de un tal Carlyle que decían algo por el estilo, “La mejor universidad es una colección de libros”. Se tomó dichas palabras a pecho y se convirtió en todo un bibliófilo, comprando y leyendo libro tras libro. Su lectura, aunque voraz, tenía un patrón, saltaba de la Biblia a los clásicos y viceversa. De vez en cuando, leía uno que otro autor contemporáneo. Tenía como tres años con esta devoción y lo consumía al punto de olvidar que estaba enfermo. Gastaba tanto dinero y tiempo en su afán por la lectura que Francisca llegó a pensar que estaba embrujado por un poder maligno. Además, ella sentía celos de los libros, hasta que un día cambió de parecer.

Atilano estaba encerrado como de costumbre, mas esta vez no leía, sino pensaba en qué le podía regalar a su compañera de 34 años en su aniversario de bodas. Tanto pensó en Francisca que le inspiró un poema. Pero al terminar el último verso, Atilano explotó de rabia y empezó a vociferar, “¡Me lleva la chingada! ¡Solamente eso me faltaba, convertirme en puto ya de viejo!”, y simultáneamente lanzaba objetos por todas partes.

Francisca escuchó que Atilano estaba convertido en un ciclón y decidió averiguar que le pasaba. Antes de esto, tomó uno momento para prepararse mentalmente. Su diabético marido era muy temperamental. En cuestión de segundos, podía ser tan suave como el terciopelo o tan fulminante como un rayo. Entró a la habitación y le preguntó con preocupación, “Atilano, ¿qué te pasa?” Como de costumbre él no dio una clara respuesta la primera vez y respondió, “¡Nada!” Con una paciencia de santa, Francisca volvió a repetir la pregunta. Atilano tenía el poema en su puño como queriéndolo desmoronar y lo lanzó al suelo y dijo, “Esto es lo que me pasa”. Francisca recogió el papel y lo desarrugó. Prosiguió a leerlo, pero Atilano se lo arrebató de las manos. “¿Qué tan malo es lo que dice ese papel? Por favor, dámelo para leerlo”, le insistió Francisca. Atilano contestó, “¡No! Si alguien lo va a leer soy yo. Esto lo escribí para ti”, y recitó el poema:

 

Regalo

Eres un hermoso regalo de Dios.

Luz de romance en mi corazón.

Calor de mujer en mi cama.

Entendimiento en mi confusión.

Paz en mi alma.

De amor embriagas mi ser.

Con razón te amo.

Hermosa y linda mujer.

 

Francisca se derritió por dentro con las palabras de su esposo, igual como la primera vez que la besó. No es que la tuviera sedienta de cariño, pero como dijo Francisca, “Atilano, son las palabras más amorosas que me has dicho”. Al ver y escuchar cómo se sentía su mujer, se tranquilizó. A partir de ese momento, el envejecido ranchero bragado empezó a tener un nuevo sueño. Se dio cuenta que podía ser poeta sin dejar de ser hombre y le dijo a Francisca, “Quiero escribir un libro”. Por varios meses, se obsesionó con ese anhelo. Se levantaba temprano, leía y tomaba apuntes. Francisca lo motivaba llevándole café y galletas. Atilano no sabía qué tipo de libro iba a escribir pero quería crear en él un mundo sin máscaras ni espejismos. Sin embargo, la muerte truncó su sueño, arrebatándole la vida.

San Pedro lo sacudió suavemente del hombro para sacarlo de su pasado y le dijo que lo siguiera. Justamente al entrar al cielo, a mano derecha, había una piedra con ojitos que como Atilano, estaba deslumbrada con la belleza de este lugar. San Pedro lo condujo a una meseta en la cual había tres estudios. El amo de llaves del cielo estaba confundido. Comprendía que el primer estudio fuera para San Jerónimo y el segundo para San Agustín, ambos doctores de la Iglesia. No veía cómo era posible que el tercero estaba designado para un hombre que había aprendido a leer al final de su vida, pero también sabía que a veces las decisiones del Señor eran misteriosas y que quebrantaban la lógica.

En eso entró, para Atilano, el ser más hermoso que hubieran visto sus ojos y por un momento pensó que se trataba de Dios y bajó la cabeza. Pero San Pedro lo saludó como Miguel Ángel. El arcángel guerrero se hizo al lado de la puerta y anunció la entrada del Señor. Cuando Atilano vio al Creador supo que su belleza era insuperable. Le pareció tan hermoso como las imágenes de Jesús que había visto en vida, pero a la vez más hermoso. No pudo quedarse de pie y se arrodilló con el rostro postrado en el suelo como si fuera un musulmán rezándole a Alá. Dios le dijo, “¡Bienvenido, Atilano!” Le pidió que se pusiera de pie pero Atilano se negó, mucho menos quería volver a ver su rostro porque se sentía indigno. “Ya tendremos tiempo de hablar cara a cara, por el momento, que estés cómodo”, le dijo el Todopoderoso. Al darse la vuelta para retirarse, se le desprendió un cabello al Creador de su larga melena que cayó al alcance de Atilano.

San Pedro y Miguel Ángel quedaron estupefactos. A Dios se le había caído un pelo solamente una vez en el pasado y ambos sabían, en particular el arcángel, el poder y las consecuencias que desencadenaban dicho suceso. Atilano procedió a recoger el cabello del Señor para correr a entregárselo. Cuando Miguel Ángel vio esto se llevó la mano a la cintura y empuñó la cacha de su bendita y legendaria espada, “Rayo de Luz”. Por su parte, San Pedro quiso quitarle el cabello a Atilano, pero en ese momento se transformó en el bolígrafo más hermoso que hubiera existido. Entonces, el santo comprendió que era un instrumento para que Atilano desempeñara su labor como escribano. Sin embargo, el arcángel no quedó del todo convencido.

El trabajo de Atilano consistía en traspasar los nombres de las listas de San Pedro al libro permanente del Creador. Al principio le pareció muy emocionante, pero después de unos meses, se le hizo aburrido solamente copiar. No se atrevía a decirle esto a San Pedro, mucho menos a Dios. Sabía que su puesto era un privilegio y no quería ser mal agradecido. Además, cuando escribía con “Tinta de Vida”, como había bautizado al bolígrafo, sentía algo inexplicable que no quería arriesgarse a perder.

En cuanto se dieron cuenta, con urgencia y pánico, San Pedro y Miguel Ángel denunciaron a Atilano. “El nuevo escribano se está tomando libertades que no debería”, dijo San Pedro. “¿Qué está haciendo?”, preguntó el Todopoderoso. “Escribe con el cabello que tú le diste”, contestó San Pedro. “Para eso se lo di”, afirmó Dios. “¡Señor!, de antemano, tú sabes lo que está pasando, intercedió Miguel Ángel molesto.

Más por aburrimiento que por desobediencia, Atilano dejo que su pasión y creatividad se traspasaran al bolígrafo que Dios le había obsequiado y empezó a escribir historias. Los espacios y personajes de estos relatos cobraban vida en mundos dispersos por diferentes partes del universo, incluyendo la tierra. Volvió a insistir Miguel Ángel, “Está creando vida, y eso lo convierte en un dios”. “Es que todos los seres humanos son Dios”, aseguró el Creador. Y con esto San Pedro y Miguel Ángel comprendieron que tenían que dejar en paz a Atilano para que pudiera crear mundos por el resto de la eternidad.

 

 

El chamuscazo

 

No te niegues a hacer el bien…

Proverbios 3:27

 

La estatua de bronce medía unos tres metros y estaba situada en una esquina de la plaza. Salvo su color, se asemejaba a la imagen del diablo que aparece en la lotería mexicana. Sus filosos cuernos, su cola de simio y su falo, que le llegaba hasta las rodillas, hacían que resaltara su apariencia demoníaca.

Nadie sabía cómo había llegado la efigie endiablada al pueblo jalisciense. Toda la gente afirmaba que se llamaba “Chamuco” por un letrero que aparecía debajo de sus pies con tal nombre. Pero ningún agavetlanense podía confirmar con certeza por qué le pusieron Chamuco. Se rumoraba que uno de sus primeros trabajos en el infierno era freír almas condenadas. Lo que no está claro es si le pusieron Chamuco porque a estos penitentes los hacía chicharrón o en ocasiones los chamuscaba por completo.

Por temor, los niños no se acercaban a la imagen y los adultos mantenían su distancia de la figura, pues a estos se les había pasado la etapa impulsiva de la juventud. Solamente los adolescentes ensuciaban a Chamuco. Este jolgorio se llevaba a cabo cada domingo después de misa. Pero en particular, la orgía se celebraba con mayor vehemencia cada 6 de julio. Sin piedad, los jóvenes embarraban a Chamuco con lo que tuvieran a la mano —comida, basura o lodo— pero su materia favorita era excremento humano.

Cada sacerdote que llegaba a Agavetlán se esforzaba por remover la estatua, pero el pueblo exigía su coliseo. Chamuco era el chivo expiatorio de sus males. Desesperadamente, en este festín todos intentaban purgar sus miedos, frustraciones y fracasos. Era su día de venganza y liberación, en el cual cada uno gritaba, “Me cago en el mal”.

El “chamuscazo”, como lo llamaban los del pueblo, alcanzó tanta fama que llegó a los oídos del festejado. Chamuco no tuvo más remedio que asistir a su profanación. Con una furia reprimida, observó como vandalizaban su imagen y juró vengarse de todos los que estaban presentes.

Pero también le tocó ver que alguien hacía lo opuesto. Doña Marina Villafaña asistía a misa temprano todos los días y se topaba con la degradada figura del diablo. Siempre le decía lo mismo, “pobrecito de ti, mira cómo te han dejado”, y proseguía a limpiar la estatua. Chamuco se llenó de lujuria la primera vez que vio a Marina asear su imagen. Casi podía sentir las manos de la mujer recorrer su cara y su cuerpo. Pero después se dio cuenta de que había una pureza en lo que hacía.

Marina comenzó a sanar personas cuando terminó su pubertad. Al principio lo hacía por necesidad y después se convirtió en su sacerdocio. Era unigénita, y a falta de varones, tuvo que trabajar dentro y fuera de casa. Fue partera de una vaca y sanó a un borreguito que se quebró una pata. Hasta su propio padre lo curó de una picadura de alacrán. Al final de las curaciones, su papá le decía: “Mina, tienes manos santas. Cada enfermo que tocas se alivia”.

Se convirtió en la curandera de todo el pueblo. No sabía en qué parte de la Biblia se encontraba el versículo que le daba sentido y propósito a su vida, es más, ignoraba sus palabras exactas. Repetía la versión popular, “Haz el bien sin mirar a quien”, que su padre le había enseñado. Curaba a diestra y siniestra.

Sin embargo, la enfermedad cruel y nefasta de su madre le enseñó a tener más humildad. Antes de esto, Marina creía que podía curar a cualquier enfermo. Fue entonces cuando se dio cuenta de que solamente era un instrumento del Todopoderoso. En algunas ocasiones la utilizaba para curar enfermos y en otras para ayudar a los moribundos a bien morir. A veces, sus pacientes no sabían si iban a sanar, pero nunca dudaban del poder divino de la curandera. Más que relajarlos con el masaje que les daba, las manos confortables de Marina los ayudaba a encontrar paz y resignación. No lo decían, pero lo pensaban y lo sentían, “Eran manos que los ponía en las manos del Creador”.

Así pasaron muchos años, el pueblo ensuciaba la estatua de Chamuco y doña Marina la limpiaba. Pero una mañana después del chamuscazo no llegaron las manos que limpiaban la endemoniada imagen. A Chamuco se le hizo muy raro y buscó a Marina. La encontró y estaba agonizando. En ese instante, experimentó la emoción más extraña de toda su existencia. Sintió compasión. De inmediato se fue en busca del sacerdote y cuando lo encontró, le dijo: “Doña Mina está muriendo y necesita su ayuda”. La curandera recibió los santos solios y momentos más tarde falleció.

Después, de manera socarrona, el clérigo le dijo a Chamuco, “Así que ahora te dedicas a salvar almas. ¿Me quieres hacer la competencia?”.

El diablo no le contestó, solamente sonrió, como queriendo decir, “No me chingue padrecito” y siguió su rumbo.

 

 

 

Juan José Casillas-Núñez. Autor mexicano. Con Francisco A. Lomelí coeditó Chicano Sketches: Short Stories by Mario Suárez (2004). Es autor de Estrategias filosóficas y literarias de Estela Portillo (2017) y en la revista Ventana Abierta ha publicado reseñas y creación literaria. Es doctor en literatura hispánica por la University of California, Santa Barbara. Actualmente, se desempeña como profesor de Santa Barbara City College, donde imparte cursos de letras hispánicas.