Recordando a mamá (obra en un acto)

Pedro R. Monge Rafuls

 

 

A Benito Naranjo López,

por el pasado.

 

Sin libertad, como sin aire

propio y esencial, nada vive.

José Martí

 

 

PERSONAJES

 

Aurelia, al final de sus cuarenta años, quizás 50. Marchita.

Alberto, cincuentón. Deslucido.

Viejo

 

Época actual.

En la funeraria, en Queens, Nueva York.

 

Alberto está parado frente al féretro, estrujándose las manos. Mira a su difunta madre con un pensamiento fijo, profundo. Está herido, triste, solo. Aurelia está sentada. Están solos con el féretro.

 

ALBERTO: (Con un tono de voz incapaz de expresar algún sentimiento.) Parece que está dormida.

AURELIA: (Sintiendo su soledad.) No te tortures.

ALBERTO: No me torturo. Mírala, no te has acercado ni una vez.

AURELIA: ¿Para qué?

ALBERTO: Para que la veas.

AURELIA: Se fue bien quietecita.

ALBERTO: ¿Te lo dijo el médico?

AURELIA: Y las enfermeras.

ALBERTO: Nos abandonó.

AURELIA: ¿Qué podía hacer para impedirlo?

ALBERTO: Nos dejó después de (siguiendo el pensamiento inconcluso)… pero se murió.

AURELIA: Murió, pero no se murió.

ALBERTO: Da lo mismo.

AURELIA: Ella no quería morir. Me lo decía cada vez que iba al hospital.

ALBERTO: ¿Qué te decía?

AURELIA: Eso.

ALBERTO: Me imagino que se quejaría de todo. A mí no me contaba nada, solo se quejaba.

AURELIA: Es distinto. Conmigo hablaba cosas que consideraba impropio hablar con un hombre.

ALBERTO: Pero yo soy…era…soy su hijo.

AURELIA: Era su concepto de la relación entre madre e hijo. (Transición.) Sufrió mucho en el hospital, sin poder hablar inglés.

ALBERTO: Total, nunca les hizo caso a los médicos.

AURELIA: Ella sabía lo que le caía bien o mal. Los médicos le recetaban sin ni siquiera examinarla.

ALBERTO: Entonces para qué iba, los médicos en los Estados Unidos cuestan un ojo de la cara.

AURELIA: Cosas de vieja.

ALBERTO: Nos gastó una pequeña fortuna y luego hacía lo que le daba la gana. (Pausa.) Tendría locas a las enfermeras.

AURELIA: Había una enfermera hindúa que no le hacía caso. Podía pasarse el día llamando por el botoncito que tenía al lado de la cama y como si nada.

ALBERTO: Tú siempre fuiste al hospital.

AURELIA: Era mi deber.

ALBERTO: (Con amarga ironía.) ¿Tú crees que le importaba?

AURELIA: Si yo no hubiera ido todos los días, ella se hubiese empeorado. Yo le cambiaba la ropa por la mañana; no me iba para el trabajo hasta que le había dejado al alcance de la mano todo lo que iba a necesitar durante el día. Luego, lo mismo por la noche.

ALBERTO: Ella que era tan mandona. ¿Te lo agradeció alguna vez?

AURELIA: A pesar de todo, me daba pena verla allí, postrada en la cama.

ALBERTO: ¿A pesar de todo?

AURELIA: La gangrena se le complicó. (Con sus pensamientos.) Como no la movían cuando debían. Al final tenía los pies negros.

ALBERTO: Cállate, no quiero acordarme. El médico estaba considerando la posibilidad de cortarle la pierna dere…

AURELIA: Nunca me lo dijiste.

ALBERTO: ¿Para qué?

AURELIA: Era yo la que la cuidaba, me hubiese gustado ser yo la que daba el permiso para… para…

ALBERTO: Era solo una posibilidad si no se moría antes.

AURELIA: Me hubiese gustado que supiera que existía una posibilidad. (Parece sonreír.)

ALBERTO: (Sin notar.) Era preocuparla por gusto.

AURELIA: (Continúa con una satisfacción extraña.) Tenía derecho a ese sufrimiento.

ALBERTO: ¡Qué monstruosidad!

AURELIA: ¿La amputación?

ALBERTO: No, la frustración.

AURELIA: ¿La frustración?

ALBERTO: La frustración de no ser nada.

AURELIA: ¿Eh?

ALBERTO: Tú y yo no somos nada.

AURELIA: No tengo porque sentirme frustrada.

ALBERTO: (Señala al féretro.) Ella murió frustrada sin poder regresar.

AURELIA: Su sueño era ir a morir a Cuba.

ALBERTO: Se jodió.

AURELIA: (Se ríe.) Primera vez que te oigo decir una mala palabra.

ALBERTO: Hay tantas cosas que no me has oído…o visto hacer.

AURELIA: (Se dirige hacia el féretro. Sin mirar a la muerta.) No le conocí otro deseo que el de regresar a Cuba.

ALBERTO: Lo mismo, siempre la misma obsesión. Cuba, Cuba. Todo lo de Cuba era lo mejor. (Remeda.) “Los frijoles de Cuba tenían otro sabor”, “las nubes de Cuba, eran más bonitas”, “la playa de Varadero no tiene rival”. Todo era Cuba y Cuba. No recuerdo otra conversación. Solo cuando se quejaba del invierno. (Remedando.) “El frío es insoportable, no lo resisto”. Mira que comparar las palmas con la nieve. Y siempre mirándose las manos, cuidándoselas para que se le conservaran. (Lloroso.) ¿Y Cuba qué?, ¿qué me dio?, ¿qué recuerdo me dejó?

AURELIA: Era como era.

ALBERTO: Castró nuestros sentimientos.

AURELIA: Nos enseñó a ser como somos.

ALBERTO: Como ella.

AURELIA: No te tortures.

ALBERTO: No me torturo.

AURELIA: Estás nervioso.

ALBERTO: No estoy nervioso.

AURELIA: Tienes razón. Ahora que está muerta me doy cuenta.

ALBERTO: ¿Qué?

AURELIA: Sus manos. La forma en que las movía, tenían como un hechizo.

ALBERTO: (Muy molesto.) Cállate. Estás diciendo tonterías.

AURELIA: Estás nervioso.

ALBERTO: No estoy nervioso. (Está mirándose las manos.) ¿Tú crees que mis manos se parecen a las de ella?

AURELIA: Debías descansar antes de que comience a llegar la gente.

ALBERTO: ¿Qué gente?

AURELIA: Tía Rosa y los hijos. Oscarito.

ALBERTO: Mira la hora que es. Tía Rosa no vendrá, los hijos menos.

AURELIA: Tía Rosa está muy vieja.

ALBERTO: No se hablaban.

AURELIA: No era culpa de mamá. Pregúntale a tía Rosa por qué nunca le agradeció todo lo que mamá hizo por ella; bastante hambre que le matamos cuando se le fue el marido. (Mirando hacia la única corona de flores.) Y los hijos, esos son unos envidiosos.

ALBERTO: Creo que estás exagerando.

AURELIA: Sí, nos tienen envidia.

ALBERTO: Están casados, tienen sus familias. Mira a Oscarito, son felices. Para ellos y para todos: no existimos.

AURELIA: ¿Cuándo vas a poner los pies en la tierra?

ALBERTO: Mírala. Ausente de todo lo que nos dejó.

AURELIA: ¿Qué pudo dejar?

ALBERTO: ¿Tú no sabes?

AURELIA: Me siento mal cuando hablas así… Siéntate conmigo. Me siento sola.

ALBERTO: ¿Crees que puedo llenar tu soledad?

AURELIA: Eres lo único que me queda.

ALBERTO: Tú también eres lo único que me queda. (Se sienta a su lado.) ¿Tú nunca le tuviste odio?

AURELIA: (Cambiando el tema.) Presiento que alguien va a venir.

ALBERTO: ¿Quién?

AURELIA: Quizás alguna vieja del barrio.

ALBERTO: Hacía tiempo que ni a la bodega bajaba. Siempre allá arriba, en el séptimo piso. Lo veía todo desde la ventana. Tenía ojos de águila. Sabía todo lo que sucedía en el barrio. Era una vieja chismosa, metida en todo lo que no le importaba.

AURELIA: En el edificio hay ancianos.

ALBERTO: No esperes a nadie. (Se ríe.) Te imaginas que mamá no esté muerta, que solo esté en coma… que ahora se sentara en el ataúd.

Ambos se ríen.

ALBERTO: Lo primero que haría sería criticar la funeraria que escogimos, el ataúd.

Siguen riéndose.

AURELIA: (Con voz aguda, imitando a la madre.) Aurelia, Aurelia, no aprendes. Tan vieja y no aprendes.

ALBERTO: (También la remeda. Con voz chillona.) Alberto eres igual a tu padre. Un inútil. Tengo que decirte cómo hacerlo todo.

AURELIA: (Sigue imitando.) No saben nada. Ninguno de los dos puede hacer nada sin mí.

ALBERTO: (Con su voz natural. A la muerta.) Tanto sabías que te moriste.

AURELIA: No se murió.

ALBERTO: Lo importante es que está bien muerta.

AURELIA: Ella descansa.

ALBERTO: No puedo creer que todo acabó allí. (Señala al ataúd.)

AURELIA: Quizás su espíritu esté en Cuba, como deseaba.

Alberto levanta los hombros.

ALBERTO: Me da miedo.

AURELIA: Se descansa.

ALBERTO: Cada vez que alguien se muere no puedo dejar de preguntarme a dónde irá: ¿al cielo o al infierno?

AURELIA: Nadie sabe nada.

ALBERTO: ¿Dónde estará ella ahora?

AURELIA: Si fuera a pensar en eso con todos los mortuorios que nos llevaban desde niños.

ALBERTO: Yo me olvidé de lo que sucedió allá, en Placetas.

AURELIA: ¿Te acuerdas de aquellos mortuorios donde uno era parte del dolor sin tener ningún parentesco con el muerto? ¿Y aquel ángel que colocaban en la cabecera del ataúd? Casi sobre la cara del muerto, mirándolo fijamente. Todos eran iguales: el mismo ángel, las flores, la cruz de metal, los mismos parabanes con escenas religiosas, tan patéticas.

ALBERTO: Como sacadas de una estampa antigua, clásica…

AURELIA: ¿No decías que no te acordabas?

ALBERTO: Lo que quise decir es que no me siento parte de aquel pasado. Ni siquiera me acuerdo del rostro de papá. Me gustaba que me sentara en sus piernas (transportándose al pasado), que me tocara el pelo; me alzaba en el aire y me decía bajito: “mi hijo, mi hijo”. Era tan distinto a mamá. Se preocupaba. ¿Te acuerdas de la gorrita de pelotero que me regaló? (Con coraje.) Mamá se la regaló al hijo de Fermín, el vecino. No le importó que fuera mía para regalársela al hijo de otro. Mamá no trajo ni una foto, ni una sola foto de él. ¿Cómo pudo él, tan cariñoso, casarse con ella? (Pausa.)Ni una foto para recordar su rostro. Es un recuerdo vago, sin forma, como cuando uno se mira en el agua de un río y ve y no ve. Por eso, borré a Cuba de mi mente.

AURELIA: (Sin prestarle atención.) ¡Placetas! Me acuerdo del parque, tan grande, lleno de laureles, con la iglesia y el centro gallego a un costado. En el otro, el cine Pujols, el ayuntamiento y la estación de policía. Era una ciudad importante pero los velorios eran siempre iguales. Mamá no soportaba a la gente, afuera en las otras habitaciones.

ALBERTO: Entonces no se acostumbraba ir a la funeraria.

AURELIA: (Sin oír.) Ni yo tampoco. La gente afuera, hablando, haciendo chistes sucios, buscando parejas. Solo pensaban en sexo y a mí me echaban a un lado, yo era la niña. (Obsesionada.) Sí, yo era la niña pero sabía lo que pasaba a mi alrededor y me gustaba; allí estaban aquellos chiquitos esperándome y yo sin poder ir, con ganas. Yo quería pero mamá no me sacaba los ojos de encima, mirándome con aquellos ojos grandes y yo con ganas, muchas ganas, queriendo lo que los chiquitos querían.

ALBERTO: Todo era un atraso en esos puebluchos.

AURELIA: Era como casi todos los pueblos.

ALBERTO: ¿Era?

AURELIA: (Sin oírlo.) La Carretera Central era la calle principal y la vía de comunicación con el resto del país. No te acuerdas pero creció con la agricultura y las industrias. Vivíamos con todas las comodidades de la época.

ALBERTO: Era un… ¿qué hubiese pasado si no hubiera triunfado la revolución y nos hubiésemos quedado allí?

AURELIA: Quizás me habría casado con Oscarito.

ALBERTO: ¿El hijo de tía Rosa?

AURELIA: Tendríamos tres niños. Como los que él tiene ahora.

ALBERTO: ¿Por qué Oscarito?

AURELIA: Era una broma. Con un primo mamá no me fiscalizaba.

ALBERTO: Bueno lo importante es que salimos de aquel pueblo y conocimos otros mundos.

AURELIA: Para ti ha sido importante.

ALBERTO: ¿Yo qué hubiera hecho en Placetas? Irnos fue lo mejor.

AURELIA: ¿Quién sabe lo que fue mejor?

Se oye el teléfono público que se encuentra fuera de la vista de los espectadores, en el pasillo.

AURELIA: El teléfono del pasillo.

Alberto sale.

AURELIA: (A la muerta. Sin pasión.) Te fuiste apagando poco a poco como un velón… Tu tortura fue callada. ¡Caíste! Estoy sola como tú querías. (Con odio que le sale repentino.) No, no puedes estar en Cuba, no puedes haber cumplido tus deseos. No me cabe la menor duda de que te debe ir muy mal en este momento.

 

 

Entra Alberto. Oye la última frase sin percatarse del odio que encierran.

ALBERTO: ¿Te sientes mal?

AURELIA: (Siente que la han sorprendido en sus pensamientos.) ¿Cómo? (Transición.) ¿Quién era?

ALBERTO: Era tía Rosa. No puede venir. Dice que nos llamará mañana.

AURELIA: Que no se moleste.

ALBERTO: Tampoco Oscarito y los demás.

AURELIA: Me gustaría estar en Cuba ahora.

ALBERTO: ¿Para qué?

AURELIA: Sería más fácil. Me sentiría más protegida.

ALBERTO: En Cuba no teníamos a nadie.

AURELIA: Aquí tampoco. (Pausa.) Me viene a la mente cuando no encuentro solución.

ALBERTO: A mí no.

Silencio.

AURELIA: ¿Tú crees que podamos labrarnos una nueva vida ahora que mamá murió?

ALBERTO: ¿La odiabas, verdad?

AURELIA: (No desea hablar del asunto.) Muchas veces pensé que tenías una querida por algún lado, que iba a aparecer el día que mamá muriera.

ALBERTO: ¿Por qué ahora?

AURELIA: En las desgracias es que se prueba el amor. Pensaba que no la habías llevado a casa por miedo a mamá. Estoy segura de que en Cuba, Oscarito estaría a mi lado.

ALBERTO: El miedo a mamá; siempre el miedo a mamá. Me parece increíble que esté ahí. (Señala.) Me da risa.

AURELIA: Siempre tan estricta, siempre tan, tan….

ALBERTO: Sí, más moralista que San Agustín. (Pausa.) ¿Y tú?

AURELIA: ¿Qué?

ALBERTO: Nunca has tenido novio.

AURELIA: (Recordando se dulcifica.) Cuando era niña me gustaba jugar a las casitas.

ALBERTO: Te gustaba jugar a los esposos. A mí me ponías de policía y me mandabas a cuidar la calle para quedarte sola con Albertico. A él no le gustaba, te tenía miedo. A él le gustaba jugar a los policías y a los ladrones.

AURELIA: Temblaba porque yo lo obligaba a besarme.

ALBERTO: Un día dijo que no quería jugar más con nosotros porque teníamos juegos de gente grande.

AURELIA: Más nunca volvió. Pero no me importó porque ya yo me sentía mujer y él era un niño. (Dándose importancia.) Además, Oscarito comenzó a enamorarme.

ALBERTO: (Ahora entiende.) ¡Aaaah! ¿Fueron novios?

AURELIA: Nos veíamos a escondidas, después de salir del colegio. Hasta fuimos al cine, tres veces. No… cinco, porque Un verano de amor la vimos dos veces. Nos besamos y yo me creí más dichosa que Sandra Dee.

ALBERTO. ¡¿Sandra Dee?!

AURELIA: Sí, la artista americana de la película.

ALBERTO: ¿Y mamá lo supo?

AURELIA: No. Antes de que nosotros saliéramos de Cuba, él me prometió que nunca se casaría con nadie.

ALBERTO: ¿Qué pasó cuando a ellos les dieron la salida?

AURELIA: Habían pasado siete años.

ALBERTO: Con las trabas que los comunistas les ponen a los que quieren salir…

AURELIA: Ellos salieron para Miami, nosotros estábamos aquí y acuérdate que mamá nunca quiso ir a verlos y que tampoco me dejó ir a Miami.

ALBERTO: Ahora entiendo por qué suplicabas y llorabas tanto.

AURELIA: Yo siempre le creía todo lo que me decía, nunca le puse ningún obstáculo. Pensaba que un día nos casaríamos. (Con tristeza profunda.) Hasta que llegó la noticia de que se había casado.

ALBERTO: ¿Nunca te ha hablado de eso?

AURELIA: Cuando vinieron a Nueva York, me dijo que no pudo esperar, y que las promesas no tienen el mismo valor cuando son cosas de jóvenes. Pensó que yo lo seguía esperando y me dijo que él estaba dispuesto a vernos a escondidas, como en Cuba.

ALBERTO: ¿Accediste?

AURELIA: Lo mandé para el carajo. Porque esa siempre ha sido mi vida, aguantarme los deseos diciéndome que no puede ser, solo casada; deseándolo pero llena de ideas que mamá me enseñó y que me detenían, ideas que no sentía. (Silencio.) Soy virgen, ¡la última virgen!, ¿verdad que parece el título de una novela española? De Pérez Galdós.

ALBERTO: ¿Por eso fue la pelea entre mamá y tía Rosa?

AURELIA: Claro que no; además, a él no le conviene hablar de eso.

ALBERTO: Mamá siempre me enseñó que el hombre debe respetar su cuerpo tanto como lo hace una mujer. El cuerpo es un templo.

AURELIA: Sí, pero un hombre es un hombre.

ALBERTO: Muchas veces he pensado en las relaciones de papá y mamá.

AURELIA: Yo creo que no harían nada.

ALBERTO: Nacimos nosotros.

AURELIA: Nada antes y después de procrearnos. (Pausa.) No he probado el amor.

ALBERTO: Yo te quiero.

AURELIA: Me refiero al amor, amor. Al que da placer.

ALBERTO: (Se acerca al ataúd pero no le habla a la muerta directamente. Le tiene miedo.) Yo también soy virgen. ¿Lo oíste?, tu hijo cincuentón es virgen.

AURELIA: (Queda confundida. Comienza a reírse.) Nadie puede pensar que eso sea verdad. (Curiosa.) ¿Ni siquiera en Placetas, cuando eras joven?

ALBERTO: Nunca.

AURELIA: Pero…un hombre…

ALBERTO: Tú tampoco.

AURELIA: Es distinto… la sociedad no lo… bueno, bueno chico.

ALBERTO: Yo solo… yo… yo…

Aurelia se dirige a Alberto y lo abraza. Él la empuja bruscamente. Ella, sorprendida, comienza a reírse de un modo nervioso, casi histérico. Luego, durante el diálogo de Alberto, tiene un rapto inesperado, comienza a darse golpes contra la pared, el féretro o contra su propia cabeza. Aurelia crea un clima entre sus golpes y la confesión de Alberto.

ALBERTO: (También se exalta. Va a pasar por distintos estados de ánimo durante el monólogo, pero siempre en medio de una angustia.) Coño no me toques, peor que mamá. No me gusta que me toquen, no quiero ninguna mano sobre mí. Me da asco sentir el contacto de las manos, frías, sucias, están sudadas, calientes, el contacto más puerco se hace a través de las manos cuando corren, resbalan, se pierden despertando el deseo. No puedo, a veces no puedo cerrar los ojos por la noche en la cama porque siento las manos caminando, apoderándose de mí, subiendo entre las sábanas, buscando los más recónditos lugares…. No, coño, no. ¡No me toques! Las veo ahí, fuertes, jóvenes, grandes, esas manos enormes de dedos largos, rompiendo, subiendo al aire, bajando hasta las profundidades del agua azul; por eso detesto ir a la piscina pero tengo que ir, esos jóvenes gozan con romper la pureza del agua…no, no… No, igual que mamá, no igual que sus manos buscando febrilmente el cuerpo de Fermín y negando el respeto que le debía a papá. Siempre pensaron que yo era muy pequeño, que no sabía, que no entendía que ellos esperaban que el pobre papá se fuera para comenzar aquella historia de manos. Años tras años, viendo como lo acariciaba y después venía con esas mismas manos a bañarme… Cuando crecimos, esperaban a que nosotros también nos fuéramos, estoy seguro… Cierro los ojos y no veo más que el cuerpo de Fermín, estremeciéndose…

AURELIA: (Que no sabe si entiende lo que ha oído.) ¿Fermín?

ALBERTO: Sí, el de al lado.

AURELIA: No, no, no. Mamá, no.

ALBERTO: Sí.

AURELIA: Estás loco.

ALBERTO: (Energéticamente.) Mira mis manos. Son iguales que las de mamá. Iguales, listas para tocar lo prohibido.

AURELIA: ¿Qué buscas? ¿Destruirme más?

ALBERTO: Perdóname.

AURELIA: ¿Por qué? ¿Por qué has sacado todo esto, hoy? Déjala en paz. Ya sé, es tu forma de vengarte. Y yo, ¿qué te he hecho?

ALBERTO: ¿Dejarla en paz?, ¿en paz?

AURELIA: Sí, en paz.

ALBERTO: Yo, nunca he podido estar en paz desde que era un niño. Nunca, nunca. Siempre luchando contra las manos.

AURELIA: ¿Te das cuenta de lo que has dicho? ¿Te has dado cuenta de que has soltado lo que llevabas adentro? Has hecho la gran revelación con la esperanza de revelarte. (Llora.) ¡Qué equivocado estás!, qué gran ilusión, pero yo no te voy… no te puedo hacer el juego. Me niego a reaccionar, yo me resisto a reaccionar orgánicamente para… para… (Deja de llorar.) No te das cuenta, no… No voy a llorar. No voy a pensar en todo lo que eso… esto significa. (Silencio.) No quiero ser virgen. Una vez, una sola vez. Siempre he pensado en hombres que se vuelven bestias conmigo. Cerraba los ojos y vivía una orgía con cada hombre que visitaba la casa.

ALBERTO: ¿Qué visitaban la casa?

AURELIA: A reparar algo; el refrigerador; la vez que se rompió el radio grande de mamá. Aquella vez que se tupió el baño fui yo estuve echando cosas por el desagüe hasta que se tupió.

ALBERTO: Mamá me lo dijo, pero no sabía por qué.

AURELIA: Había visto al plomero que había venido al apartamento de al lado. Después que lo tupí, les pedí el número de la compañía y llamé para que lo enviaran. Les dije que teníamos el mismo problema que el del otro apartamento y que ese plomero tenía experiencia.

ALBERTO: ¿Qué paso?

AURELIA: Enviaron a otro. Uno feo y sucio. (Con ira.) Los muy imbéciles.

ALBERTO: ¿Por qué?

AURELIA: Yo creía que aquel era el único que atendía la zona donde vivíamos. Al principio me repugnó pero después, no me importó y me le acerqué cuando estaba trabajando, le brindé café.

ALBERTO: ¿Café, para qué?

AURELIA: A todos estos hombres les brindaba café como excusas para preguntarles si eran casados y me les insinuaba.

ALBERTO: ¿Te le insinuabas?

AURELIA: Bueno… Como yo sabía.

ALBERTO: ¿Y mamá, dónde estaba?

AURELIA: Siempre que uno llegaba, ella se encerraba en el cuarto con doble llave.

ALBERTO: ¿Cómo te les insinuabas?

AURELIA: Después del café, les decía que hacía mucho calor, que se sintieran como en su propia casa… mi deseo era que se quitaran la camisa… adivinaba que tenían unos brazos fuertes, musculosos, y un pecho… duros, como de hierro y me encendía; me ponía caliente y casi me ahogaba… no hubiera podido contenerme si hubieran… si se hubieran quitado la camisa y me los quería comer…

ALBERTO: (Interesado.) ¿Y?

AURELIA: No se daban cuenta, no me prestaban atención. Una vez uno me rozó la pierna con disimulo. (Se vuelve furiosa, al ataúd.) Y tu maldita vieja te apareciste como una exhalación. Abriste la puerta de par en par. (A Alberto.) Sí la odio, siempre la he odiado y más desde aquel día. En un segundo rompió mi última esperanza de placer… Desde aquel día he vivido con un fantasma, he soñado con él de mil maneras distintas. He sentido aquel hombre. (Caída.) Sola, soñando.

ALBERTO: ¿Por qué no lo volviste a ver?

AURELIA: ¿Crees que no lo busqué? Pero ni siquiera sé su nombre. Él no volvió. Desde que mamá llegó comenzó a decirle lo torpe que era, que no sabía hacer las cosas, que a dónde íbamos a ir con gente como él y él terminó rápido el trabajo y se fue…. ¿Tú crees que quizás….? Por eso no puedo creer que ella… Fermín… No. Sería per… ¡¿claudicar?!

ALBERTO: ¿Tú crees que te estoy engañando?

AURELIA: (Pausa larga. Lo mira con una ternura indefinible y mueve la cabeza negativamente. Da dos pasos hacia él y se detiene. Recuerda. Vuelve sobre sus pasos. Habla con un tono neutro.) ¡Ay, si todo hubiera sido distinto! ¡Si hubiésemos…! Si uno pudiera… (Parece que va a llorar. Pausa larga.).

Entra un viejo. Tiene alrededor de 70 años, pero aparenta menos. Se ve fuerte, despierto. Camina lento, directamente hacia el ataúd bajo la mirada de los hermanos que se miran entre sí. Se para frente al féretro. Se arrodilla en el reclinatorio, quizás reza, muy poco. Se levanta.

VIEJO: Ya te moriste, ya te moriste. Estás ahí; fría…, sola.

Alberto y Aurelia, sorprendidos, van hacia el hombre.

ALBERTO: (Presintiendo algo indescifrable.) ¡Cállese!

AURELIA: ¿Quién es usted?

VIEJO: ¿Uds. son los deudos?

ALBERTO: Somos sus hijos.

AURELIA: ¿Ud. conocía a mamá?

VIEJO: Claro.

ALBERTO: ¿De dónde?

AURELIA: ¿Del edificio?

VIEJO: No.

AURELIA: ¿De la bodega?

VIEJO: No… Voy a sentir mucho su muerte. (Pausa larga.) Era una gran mujer, muy comprensible… perdónenme, estoy molestándolos, yo sé que están nerviosos.

ALBERTO: ¿Quién es usted?

VIEJO: Bien, bien. Me sentaré allí, quietecito. No diré nada. No estaré mucho rato. Solo deseaba ver sus manos por última vez, era tan sensible.

Se sienta, los hermanos no saben qué hacer mientras se hace el

Oscuro.

 

 

 

Pedro R. Monge Rafuls. Dramaturgo cubano. En 1977 fundó Ollantay Center for the Arts y en 1993 Ollantay Theater Magazine. Autor de una veintena de obras teatrales traducidas a numerosas lenguas. En 2008 recibió el Premio René Ariza en Miami y el Premio Candilejas en Nueva York. Identidad y diáspora. El teatro de Pedro R. Monge Rafuls, recoge trabajos de investigación sobre su obra. Fue editado por los profesores de CUNY Elena Martínez y Francisco Soto en 2014. Reside en Nueva York.