Lauren Mendinueta
Interior veraniego (1909)
Cuando la realidad me repite en un cuadro de Edward Hopper
—una mujer ensimismada, un poco curva,
la insípida decoración del cuarto
y los brazos lánguidos del desaliento rodeándome—,
en mí se despliega un catálogo de paisajes abandonados,
puertas canceles que chirrían con el viento de la tarde
y de un recuerdo cierto aunque no vivido.
En esos paisajes que la habitación no puede evocar pero despierta,
me repito, me repito.
El arte alcanza la inteligencia necesaria del misterio.
Todavía sentada en el suelo
(Las piernas recogidas, un brazo encima de la cama,
la cabeza caída sobre el pecho),
busco motivos para la alegría
hasta llegar resignada y seca al confín de mi esperanza.
El silencio ya no es posible para mí en esta vida.
Mi propio ruido acompañando todos los sonidos. ¿Será un castigo
o tiene algo qué decirme esta presencia discordante?
El ojo del pensamiento me lleva otra vez al cuadro de Edward Hopper,
donde vuelvo a existir absorta e indefensa
en las pinceladas del presente.
Lo que en verdad me pesa
Lo que en verdad me pesa
nada pesa en la balanza:
tiene el amarillo de los canarios,
la ligereza de un aroma
y el filo de un hacha.
La vida prometía recompensas
y cumplió su promesa con penas.
Contra mi voluntad
me doblegué bajo su yugo,
sostuve su peso sobre los hombros,
crecí.
Vivía, sí, pero sofocada y furiosa,
impotente y sola.
¿Cómo logré librarme de su peso infernal?
una corriente de aire me había sometido
amarrándome al pasado.
No podía levantar la cabeza,
había olvidado ese gesto
de animal erguido.
Pesaba demasiado la cabeza sobre los hombros.
Nada sabía del futuro pero resistí.
Pensaba que moriría bajo su peso,
pero resistí.
Adentro era la borrasca,
el hacha,
la cabeza mil veces cercenada,
la tumba que cavé con las uñas.
Afuera una brisa delicada,
una bandada de pájaros emigrando hacia el sur,
el aire tibio del Caribe
envolvente como un útero.
Mis días eran de blanco hielo,
mis noches
amarillo tormento.
Pero resistí.
Sobre los hombros
un pájaro ensangrentado.
Mi espalda se curvaba
bajo el peso de mis delitos,
y el verdugo cumplía solícito
su tarea macabra.
Con mis propias manos
aprendí a apartar el cabello,
a entregar el cuello con gesto delicado.
Mis manos besaron las manos del verdugo,
acariciaron su rostro,
palparon su sexo con amor.
Un día y una noche, uno tras otra:
mis delitos, mi verdugo, mi hacha.
¿Cómo pude resistirlo?
Pájaros decapitados.
¿Cómo logré librarme
de su peso infernal?
Hachas inocentes.
Para recuperar la cabeza
fue preciso morir mil veces.
Abrazar mil veces a la muerte.
Despacio,
como una hija inocente y cruel
la poesía brotó de mi herida
y me envolvió en su río de sangre.
Mis días y mis noches
ni blanco hielo ni amarillo tormento.
La poesía remplazó con su hacha al verdugo,
en su altar purificó mis delitos,
sin vacilar
echó sobre mis hombros todo su peso
y en un milagro de contradicciones
aligeró mi carga.
Bajo su presencia imperiosa
he vuelto a mirar de frente.
Ahora lo sé: estoy viva porque resistí.
Escribo poesía para acostumbrarme a vivir.
Para mi abuelo Antonio, veintitrés años después
Esta es la razón por la que procuro con el lenguaje la belleza.
Tú no moriste, a ti te mataron.
Para recibir un tiro en la Aorta viniste a la Tierra.
Abuelo, tú que en vida fuiste fuerte y autoritario
llegado el momento supiste cumplir tu destino de víctima.
Los periódicos apenas te mencionaron.
Para ellos no eras importante, tu muerte carecía de originalidad.
Un hombre que recibe un disparo destinado a otro.
Uno más en aquella avalancha de muertos inútiles.
Tu funeral fue concurrido pero nadie pronunció un discurso.
Al cementerio íbamos a visitarte con frecuencia,
mi abuela siempre atenta a tus necesidades de muerto reciente,
jardinero, oraciones y suspiros para su amado difunto.
Sobre tu cuerpo crecía hierba verde y recortada
como la mejor alfombra, decía el criado.
No faltaban rosas frescas en los jarrones.
Junto a ti crecía un almendro. Los adultos aprovechaban su sombra
mientras tus nietos correteábamos entre sepulturas ajenas.
Recuerdo que lo que más me sobrecogía en el cementerio
era el abandono de la mayoría de las tumbas
y en secreto juzgaba que eran muertos a los que nadie amaba.
Con los años se espaciaron las visitas,
ocupaciones, nacimientos y nuevas muertes te fueron dejando atrás.
Recuerdo que las últimas veces tu túmulo había cambiado.
Una hierba desaliñada y amarillenta
crecía sobre ti y en lugar de rosas frescas
un par de claveles de plástico adornaban tus jarrones.
Nadie pagaba jardinero.
Como la mayoría de los muertos
estabas a tu suerte.
Empecé a entender la naturaleza del amor
cuando comprendí que finalmente te habíamos dejado solo,
solo en tu túmulo de lápida de mármol tallada a mano,
solo en tu desaliñado jardín,
solo bajo el incendiario sol del Caribe,
solo como solo los muertos amados pueden terminar.
Hoy que tengo deseos de volver a visitarte
reconozco con pesar que la mala memoria se tragó tu tumba.
Te sepulté en mi propio corazón
¿Cómo saber si hice bien o mal?
Esa es la razón por la que procuro con el lenguaje la belleza.
Creo.
Los circos de pueblo
para Armando Romero
Un payaso gordo y mutilado,
otros a los que no les faltaba nada, salvo la gracia,
varios enanos, un gigante, el hombre bala,
un mago torpe y una joven funámbula.
Yo me acercaba a los once años
cuando aquel circo de maravillosa tristeza
llegó a mi pueblo.
La niña que caminaba sobre la cuerda no debía tener más de diez.
Sí, era mujer aquella niña del circo,
su pecho era plano como el de un buitre desnutrido,
pero en su mirada afloraba una ave exuberante.
Era menudita aquella cría de buitre
y casi parecía natural verla caminar sobre la cuerda floja.
Era un circo pobre, para los hijos de los pobres,
y con descaro feliz los payasos pregonaban:
“¡Esta noche a las siete
no se pueden perder el mayor espectáculo del planeta!”
“¡El circo más famoso del mundo,
los invita a una única función!”
Así lo anunciaron noche tras noche,
y los niños noche tras noche creímos que era cierto.
En esto consistía el milagro:
en los payasos que mentían y amaban su mentira descaradamente.
Y en aquella avecilla salvaje disfrazada de bailarina,
la pequeña funámbula que caminó en nuestro pueblo
sin llegar a pisar tierra,
y sobre todo
en las boletas mágicas de pague uno y entren dos
y en esas funciones únicas
repetidas noche tras noche.
Ha pasado un cuarto de siglo desde aquella visita del circo
y sin embargo pocas cosas han cambiado,
la niñez sigue siendo un sueño enamorado de sus mentiras
y la vida con sus personajes de inexplicable extrañeza
continúa pareciéndose al milagro triste
de los circos de pueblo.
Del tiempo, un paso
Hace años, tantos que da hasta miedo recordar,
en un lugar que quedó tan lejos de mi geografía actual
y que antes fue el aquí, ahora ¿hasta siempre?
Allá donde duermen los sueños inconclusos y el aullido del lobo malo,
donde bellas caperucitas se levantan las faldas de satín
y ogros desvelados leen poemas a sus amores medievales;
en esa tierra imposible hoy, real y conocida antaño,
donde voces que fueron familiares suenan inauditas para el hoy.
Tan duras como la piedra tan verdes como las enredaderas hablaron esas voces,
voces que se agitaban en un pozo vaciado de tiempo y sin palabras.
Y en igual medida los dones y las promesas de los dones
me fueron concedidos por entonces
en el tiempo sin tiempo de la infancia cumplida.
Después fue la vida y su despilfarro.
Heme aquí, sin dádivas para mostrar, sin gracias para compartir.
¿Quién alejó de mí aquellos dones que me pertenecían?
¿Por qué se fueron contra mi voluntad hasta el nunca-jamás?
¿O fui yo misma la que huyó a espaldas de un sátiro mentiroso,
y las promesas traicionadas se exiliaron en una esquina recóndita?
Me pregunto si no seré una fugitiva de mis propios dones,
si este deseo de nada no será el principio de otro nacimiento.
Reloj sin manecillas
Tengo el boleto para un viaje que promete el Jardín como destino,
la costumbre de rondar sobre cenizas para no olvidar el fuego
y la voz de mi madre que me arropó con rumor de palmas en la tarde.
Tengo también el compromiso de estar viva, de preservar lo intocable
para que el mundo siga siendo aquello que no soy.
Pero vivir en redondo como aguja de reloj termina por cansar.
Cuánta ironía: tener que envejecer para al fin recobrar la infancia,
tener que morir para que ya nadie pueda robármela.
El jardín como destino
En los umbrales del jardín te espera la más hermosa nada.
No encontrarás al gran ángel negro de alas encendidas
ni saldrá a recibirte el viejo barbón que custodia la casa.
Ahí has de encontrarte con el gran desconocido que fuiste,
con aquel obscuro murmullo que aterrorizó tu niñez,
el mismo canto de sordos que cargaste la vida entera.
No encontrarás girasoles que se inclinen a occidente,
ni azaleas encarnadas que escapen al alba.
Atrás habrán quedado los árboles del Paraíso
con sus ramas desfloradas
erguidas al cielo con orgullosa inocencia
y conocerás la vergüenza de haberte avergonzado un día de tu desnudez.
Si alguna vez llegas a los confines del jardín,
ahí donde todo lo ha quemado el cielo,
donde la materia cumple su único destino,
sabrás que tu vida ha sido como un poema atravesado de tormentos
pero insensible a sus propias palabras.
Y te preguntarás cómo has podido no entender
que tu anhelo de vivir eternamente,
tu miedo animal a la soledad,
no tenía el poder de construir otros mundos.
El jardín es uno solo y a él vas y vuelves sin percatarte.
Y como el alma no siente, solo sabe,
te sorprenderás al saber que la nada posee tu propio rostro.
Lauren Mendinueta es una autora colombiana. Ha publicado poesía, ensayo y biografía. Entre sus libros se encuentran: Del tiempo, un paso (2011), Vistas sobre o Tejo (2011) y Una visita al museo de historia natural (2013). En Portugal organizó y prologó varias antologías, entre ellas: Un país que sueña. Cien años de poesía colombiana (2012) y Los Versos del Navegante. Antología poética de Álvaro Mutis (2013). Ha recibido numerosos premios nacionales e internacionales de poesía y su obra ha sido traducida a varias lenguas. Reside en Lisboa.