El amor escapa y otros poemas

Magali Alabau
 

 

El amor escapa

 

El amor escapa,

las palabras se vuelven callejeras

se distribuyen en otros hallazgos,

en el día ocupado,

en trincheras diarias.

Sientes cómo huye aburrido,

te deja abandonada.

No atiendas la intención

ni la bocanada de aire que se va

con él hacia otro lado.

¿Dónde va? ¿A qué árbol?

¿En qué bosque?

¿En algún sentimiento

del verde,

mirando la ventana

cubierta de nieve?

¿En una nota

que rasga algún recuerdo,

algún camino, algún paseo

donde sentiste otro

que no es nadie

pero que está

acompañando tus pasos,

ese yo, pero gigante

oliendo asfalto?

Flotar en el espacio,

imaginar el lado de algún río,

el principio de la noche,

no tener que volver

a ningún sitio.

Yacer ensimismada

donde la luna abierta

dejará sus pedazos en el agua,

y no pensar nada

solo en ese puro espacio

de luz aguardándote.

Es hora de irse,

de apagar las luces,

de fijarte, aunque no quieras

lo que has de usar,

lo que tendrás que llevar.

En las fotografías que puedan juntar

la historia de tu vida.

¿Qué colocar en este cuadrado de maleta?

Una sola dijeron.

Todavía es mucho para cargar un rato.

Antes de irte

escoge un libro o quémalos todos,

no querrán el maltrato

de otro dueño

ni ser rehenes de estaciones,

del frío invernal, de la humedad

del abandono.

¿A cuál llevas?

¿Alguno preferido? ¿Cómo mirar los otros?

Mira la estancia

por primera vez vacía,

te velarán como a los muertos

y en algún instante

el aire entrará por la ventana que inventaste

donde viste

trenes y trenes,

donde fuiste un pasajero

caminando con lentitud

las calles de algún pueblo.

Dejaste la puerta entreabierta

y el radio puesto,

aún engañabas a los que dejabas,

a lo que quedaba,

lo que ya no dispones.

Entre la puerta y la salida a la calle

está esa escalera estrecha y sucia

en que alguna vez sentada

esperabas por las llaves,

por alguien que abriera las cobijas,

por un vecino que dijera la palabra adecuada.

Ahora tus pasos son firmes, apurados.

Todo es fácil porque nadie espera.

Ya ni siquiera el perro pequeño y negro

que te acompañaba.

Un amigo, como dicen siempre,

se lo llevó al campo.

Nadie te espera,

pero como has decidido

no montar el tren equivocado,

has inventado personajes que te recibirán

aunque no quieras en ese improvisado lugar.

Has evitado despedidas,

ese círculo de piel y sangre

que es tuyo y de los otros.

Les has dado un beso escurridizo

como esos que se dan cuando corres

y no quieres ver el horror en los rostros.

Pero están en la sala, la gran comitiva

de tus alianzas, mirándote, están serios

como en las funerarias.

Nada miro, nada puedo, esas miradas

son golpes en el vientre,

cierro las mandíbulas, algunos adioses

me sorprenden a pesar de que he dicho

no a las lágrimas.

Brotan de tantos ojos.

Corro, corro, hasta esconderme.

Corro a las calles,

que el viento me atragante,

áspero viento que rompe las páginas

que rompa el recuerdo de esos rostros.

Parto en un tren que va despacio

desbaratando postales,

las viñetas,

cada paso

en el pueblo.

Las puertas se cerraron,

el olor a esa tranquilidad del día,

a ese tiempo sin fin, eternidad de infancia

cerró aldabas, el féretro, la caja de pino

que querías.

Y en qué transporte

indagas los rostros que quieres encontrar,

que aún no existen,

pero que inventarás

porque necesitas un suelo,

una llave que abra el corazón,

que haga olvidar esos recuerdos.

Eres el cero, la nada, un hotel

deshabitado con luces de neón.

¿Cómo te llamas?

Lo único que tienes es este rostro

oscuro que se escapa,

nunca es posible detenerlo.

En este hotel te amparas,

esta cama manchada de tantas suciedades

es la nube que te duerme, que da paz.

No hay pasado ni futuro,

el presente mudo

donde el alma duele.

¿A cuál hospital puedo ir a que me operen,

a que me saquen el corazón?

Yo quiero otro,

otro perfumado

que pueda trasnochar

ante las luces del hotel de los desamparados.

Este hotel de gratis

que debo olvidar en cuanto pueda,

que no debo recordar ni las horas,

ni los movimientos extraños del pasillo

donde creí que moría,

que no estoy viva, con los nervios veraces,

con los ojos tan abiertos recibiendo

lo que siempre he buscado,

esta verdad que no puede contarse,

que nadie contaría,

este hielo tan frágil

entre la muerte y la muerte,

este tramo

que hay que sobrepasar

porque de no hacerlo

te encontrarás mañana como el hielo

en esta cama sin identidad

y sin nombre.

Y sí, buscar un árbol,

volver a la raíz,

a la simiente,

unirte a todos lo que como tú

se preguntan,

disipar con ellos las astucias,

con ellos ser total

porque en sus desolaciones

está la vida, alguna fuerza

unida a la esperanza.

No te necesita,

se esfuma,

crece sin ti,

desaparece.

Se hunde en el hueco,

en la cueva,

la caricia que

nunca pudiste tocar

se escapa entre los dedos.

 

 

Trenes

 

Trenes aparecen

con la velocidad del tiempo,

repletos de basura,

de cartas, de llamadas inconclusas,

de notas y teléfonos rotos.

Trenes ciegos

apaleados por el aire

con peste de algún muerto,

de orín y desgajadas heces.

Domingo en Queens,

en Brooklyn y en Manhattan,

en blanco la mirada

paseando por un parque

sin sensación ni gusto

donde caen edificios

frente a mí sin memoria.

Ese llegar acá

y cambiar una vida

por orden de la muerte.

Ocho horas

acarreando de un lado a otro

cajas vacías,

llenando cada caja

con un escalofrío.

Tanto pesimismo

sin tregua, y sin avance.

No sé quién soy

despierta ni dormida.

Me rindo.

Lo extraño y la igualdad

se juntan en las cajas,

dándole a pedales,

cosiendo amorfas telas.

Encontrar algo de humanidad,

una pluma, un lápiz

o la humedad en los ojos.

Arrea, arrea.

Una mula,

un animal desconocido

estacionado en un planeta

donde no se respira,

masticando tarjetas

y firmas

sin ser yo.

El tiempo inscribirá

yo fabricados en la historia,

viviendo entre los bordes,

siempre pisando en falso,

a punto de caer por la pendiente.

Ropas baratas

compradas por un dólar y centavos,

regaladas, despreciadas por alguien, abandonadas

ropas que me amparan en la desolación.

Muebles y colchón desprendidos de calles

rehacen mi vivienda.

¿En qué mancha yo vivo?

¿En qué álbum de las manchas del colchón?

El tormento de cada mañana,

ir a un lugar donde el gesto

resalta mi extrañeza. Se ríen.

Se ríen del acento,

del mal hablar, de las fronteras.

Se burlan de la que arregla cajas,

la cajetera que pedalea y casi pierde

un dedo en esa otra máquina

donde la aguja hinca sin compasión.

Remendando telas sordas,

nerviosa frente a la jefa que ordena

con los ojos, arrea, arrea.

Una habitación sin aire

esperando que llegue la hora

de marcar la tarjeta.

No soy yo, detente.

Recuerda la palidez,

la mortandad,

el miedo o la aprehensión

de ir a ese lugar de féretros y morgues,

de caminos exactos,

de grises y paletas de gris claro,

gris de huesos. No puedo.

Tácita mañana en que me quitan la piel

y me disfrazan con pelucas rubias o rojizas,

mudándome a paredes endebles de cartón.

Me han vaciado como si estuviera yo compuesta

de trapos inservibles que hay que quemar

cuando la hora llegue.

Soy la escoba, un forastero escobillón

en esa fábrica suicida.

Un tren cerrado

lleno de ratas para la travesía.

Partir en un tren agujereado

por olores de cebolla,

rancidez y sinus.

Siniestro almacén.

Esclavos nadando,

ahogándonos

en el mar quieto de la espera.

El domingo me acerca

a un reloj despiadado,

a una hora más que pasa.

La alarma del reloj

y esa desesperanza,

esa estación del tren

dispuesta a recogerme

aunque sea para mi disección.

Factoría de cajas

halándome del cuello,

entumeciendo el tufo de la nada.

No hay consecuencias,

nadie ha de regañarme

cuando me tiendan en la mesa

y analicen mis partes.

Nadie puede apaciguar el aire

ni abrir las ventanas.

Domingo, ¿por qué llegas?

Si el tren se detuviera

aunque fuera en un hospicio.

Horas y horas gastadas,

días rogando permiso,

tirada a los pies de una orden,

de las estructuras,

pidiendo perdón

a un vaivén que no es mío,

doblándome

ante las gigantes linternas

que persiguen,

que se yerguen

y escrutan mis deficiencias.

¿Tuve un nombre? ¿Un apellido?

¿Una dirección completa?

Solo soy un cadáver vivo

que abre sus ojos dentro de las cajas

en esta fábrica de trenes,

en este tren amargo,

en este charco de agua.

 

 

Negro tren

 

Te voy a contar como se lee la Toráh

cuando una está sentada dentro de un papel sucio,

quemado por las puntas, vomitado.

Cuando la mañana sabe a jabón

y el aire a sulfato,

cuando la música que oyes

es el aguijón de la ambulancia

o el maquinista que grita D de dog.

Estas leyendo el capítulo Creación

y un 7 se clava como anzuelo en el ojo

y te da esa punzada salvaje en la cabeza.

La palabra IRA salta a tu cuello

encaramada en una manzana

que un pasajero te restriega en la boca.

La manzana y Eva.

Parásito, tren del diablo llamado Urbe,

cuando entro a tus antros

recuerdo mi intestino.

Los mapas son las guías chorreadas de pus

que el diablo imprime para sus favoritos.

La historia de Abraham me encanta.

Voy a Queens o a la ternera degollada.

Una vez sentada se me olvida quién soy,

a dónde voy o dónde vivo.

Si me agarro a la manigueta encima de mí,

siento que soy la vil carne de un cerdo.

Caín mató a Abel con una quijada de perro.

Los dientes de la roña comienzan a morderme.

La gente piensa, aquí, en este tren de carga,

un baño de sangre no haría mal.

Las puertas se abren y el paraguas negro

de uno de los arcones me atiza la mano

para cuando se cierre la puerta me hierva el dolor.

Últimamente se recitan los salmos en el subway

y se anuncia la venida del Mesías.

Jesús caminando en los pasillos.

¡Aleluya!

Jesús predicando,

aguantado a uno de esos radios,

susurrándome al oído:

el príncipe de este mundo

vive en el tren.

 

 

Reminiscencia

 

Cuando creí que ya me había olvidado
de las imágenes del ghetto de Varsovia,
de macilentos cuerpos
maltratados,
cuando creí había olvidado
de cómo les ataron los tobillos
y las manos,
y desnudos
fueron arrojados en las fosas
turbulentas
de lodo,
llegaron las fotos
de esos infelices
que murieron de frío.
Cuando me disponía
a tomar el avión para encontrar
el territorio del futuro,
me han puesto al frente estas imágenes
de estrujados cartuchos
que pudieron ser tú o yo
o uno de ellos con quienes yo jugaba.
Cuando apenas me olvidaba del olor a gas
o de las filas de seres indefensos
que rezaban en cuclillas
o de sus cuerpos sin vida
inermes en la sala
adonde entraron aterrados,
descubro tu cara revirada y sin rasgos.
Apenas colocando mi maleta de viaje,
en la extrañeza de esas aportaciones
de la imaginación,
llegaron las fotografías.
Me prometieron que
mi equipaje seguiría mi rumbo
detrás de las asignaciones
y las líneas.
Entramos dócilmente al camión
y, fue ahí donde nos dejaron.
Observo tu foto.
¿Cuántos años
para hacer de tu rostro
una máscara de cal
pidiendo auxilio?
¿A qué nivel de una tarde cualquiera
me has traído
cuando ya había olvidado
del orden impuesto en Birkenau
o en Auschwitz?
¿Tendrá alguien la imaginación
de descartar el orden
y ver el caos en este planeamiento
de la infamia?

 

Reconocí el cadáver
con sogas en las manos.
Reposaba ya quieto
con su tarjeta de identificación,
desnudo, tapándose la pelvis,
un noble gesto de pudor.
Yo lo conocía, hablábamos.
Me enseñó su encía,
los dientes que le ardían.
Viendo pasar esas maletas
por la rampa pienso
en aquellos que hicieron
lo inimaginable.
¿Qué harías tú si un día
tocaran a la puerta
y te dijeran recoja la maleta?
¿Tendrías tiempo de tragar el veneno
que escondiste por si llega el momento?
Debe existir alguien
que no pudo aguantar la pesadumbre
diaria de estos seres.
Sí, alguien que existe en Sobibor
o en las afueras del Cotorro o de Treblinka.
Alguien que derramó una lágrima
cuando Carlos fue arrojado del camión al hueco
sin apenas un trapo cubriéndole los ojos.
Y tú, este otro sin nombre,
¿qué grito has dado que aún
reverberas en mis sueños?
¿Qué gesto de entrega me has confiado
para yo recordarte en un poema?

 

 

 

Magali Alabau. Poeta, directora teatral y actriz cubana de larga trayectoria. Sus poemarios recientes incluyen: Dos Mujeres (2011), Volver (2012), Amor faltal (2016) e Ir y Venir (2017). Cofundadora del proyecto de teatro bilingüe Teatro Dúo/Duo Theatre en el Lower East Side de Manhattan y del teatro lesbiano Medusa’s Revenge. Reside en Nueva York.