De Aves del paraíso

Luisa Etxenike
 
 
 

Al amanecer, después de andar toda la noche, llega a su casa. Hay un coche de policía delante de la verja. Le saludan y le piden un documento de identidad. Les entrega el pasaporte.

Los policías le explican que están ahí por simple rutina, únicamente porque algunos vecinos han comentado que en esa casa, donde se supone que no vive nadie, de repente, desde hace algún tiempo, hay luz.

 

Simple rutina la luz.

Y también la vigilancia de los vecinos.

Algunos no se limitaban a vigilar, entonces, también recogían información y luego la entregaban. Era algo que se sabía. Él también lo sabía.

 

Ahora, lo que estos vecinos han debido de decirles a los gendarmes es que, además de la luz, hay una especie de mendigo que entra y sale de la casa a deshoras.

Porque a él nadie le conoce en el pueblo; desde que compraron la casa del otro lado de la frontera no han venido prácticamente nunca, y de todas formas con su nuevo aspecto —el pelo y la barba a su aire; la ropa como sea— nadie puede reconocerle. Una especie de mendigo le habrán dicho a la policía, un clochard.

 

Entonces no eran vecinos a los que se denunciaba. Solo enemigos.

Era lo que pensaban muchos en su familia y en el círculo de sus relaciones.

Él también lo pensaba, y peor que ellos. Sin ni siquiera la decencia de la convicción.

 

Los gendarmes le devuelven el pasaporte.

—Soy el propietario de la casa— dice.

Y está a punto de añadir: “de la cara de la fotografía del pasaporte también”. Pero esa clase de humor solo suele servir para dilatar los trámites y él quiere que le dejen solo cuanto antes.

 

—Supongo que podría presentar la documentación de la propiedad si la necesitáramos.

—Sí, en alguna parte debe de estar.

—¿Le importa que ahora entremos con usted?

 

Simple rutina. Saca la llave, abre la puerta, les conduce hasta el interior. No registran. Solo echan un vistazo aquí y allá. El aire y el mobiliario intactos; el suelo revuelto.

 

—¿Piensa quedarse?

—No lo he decidido aún.

—Hay mucho trabajo que hacer aquí.

—Sí, mucho trabajo. De todas formas ahora tengo todo el tiempo del mundo.

 

Les acompaña hasta la salida.

—No se olvide de tener a mano los papeles de la casa.

—Los buscaré.

 

Cuando el ruido del coche de la policía se apaga, coge pan y el tarro de la mermelada. Solo de eso se alimenta últimamente.

¿Cuánto dulce tendrá que comer para compensar este amargor por dentro?

Come metiendo la lengua directamente en el tarro. Cuando ya no llega, se ayuda también con los dedos.

El azúcar quema como el hielo.

 

***

 

Andar toda la noche no le ha calmado. Aún le duele el pecho; como tener un erizo latiendo en el lugar del corazón. O una castaña sin abrir.

Había castañas caídas en aquel camino, aquel día. Su hijo se agachó para coger una, y él le dejo hacer, “para que aprendas”. Puntos de sangre en su mano de niño.

No hay alivio hoy; la bola no se suelta. La serpiente que lleva en su pecho no va a caer, sigue viva.

Y el erizo igual, latiendo en el lugar del corazón.

Eran caminos de montaña que recorrían sin atender, deprisa, deprisa… sumar horas de marcha. Concentrarse en el cuerpo, en la zancada tenaz, poderosa. No buscar más. No saber más.

Pero el niño vio las castañas enteras y se agachó a coger una. Y él no se lo impidió. No quiso avisarle.

Luego el grito y la sangre en la mano pequeña. Aunque tal vez esa sangre no estaba en el pasado, solo existe en el presente de su pensamiento. Porque el niño no lloró. Solo el primer grito y después nada.

—Para que aprendas— le dijo.

¿Que tenía que aprender su hijo?

¿A ser precavido? ¿Metódico? ¿Y qué más?

Porque el niño entonces empezó a aplastar las castañas con los pies, a abrirlas a patadas. Y a dejarlas desnudas, sudorosas, cada vez más atrás en su camino.

 

***

 

No es verdad, la frase está mal hecha, de vergüenza no mueres. La vergüenza te deja vivo, jadeando por calles, caminos, carreteras y luego calles otra vez… buscando un lugar donde echarte a descansar un rato porque las piernas ya no te soportan. Tu cuerpo no puede con tu carga.

 

***

 

Se tumba en un banco, boca arriba. Le gustaría poder dormir con los ojos abiertos, para recuperar el tiempo ciego, la mirada en falta, también durante el sueño.

Pero no lo ha conseguido. Y ahora que le despierta la presencia de alguien a su alrededor tiene que volver a abrir los ojos. Se incorpora. Hay un hombre sentado del otro lado del banco.

—Me he acercado— le dice con una voz muy rota —porque al verte aquí tumbado, he pensado que te encontrabas mal. Se ve que no eres de la calle.

No llevas bolsas; y hueles a limpio sobre todo.

Permanece quieto y en silencio. El hombre insiste:

—¿Te ha dado un mareo o algo? ¿No puedes hablar? Tengo móvil y si quieres puedo llamar al 112 y que manden una ambulancia.

Ni siquiera ahora contesta. Se levanta y empieza a alejarse a grandes zancadas. Sumar pasos enérgicos, sin atender al paisaje, mirando solo lo justo para no tropezar. Intenta alejarse así, como si fuera antes. Pero no es antes. Ahora oye, a su espalda, la misma voz quebrada, pero sin astillar:

—Pues vaya.

Y se da la vuelta, se acerca otra vez al banco, y busca los ojos de ese hombre que le mira sin decepción ni reproche, como un mar que ha expulsado enseguida las huellas.

—No me pasa nada. Solo que no sé qué hacer con tu amabilidad.

—Bueno, puedes darme un cigarro.

—No fumo.

—Tampoco me vendrían mal unas moneditas para la máquina del café.

Entonces saca de la cartera unos cuantos billetes, sin mirar, porque no hay humillación sin cálculo, y los deja sobre el banco.

—Pues vaya— vuelve a decir el hombre.

Pero esta vez él le ha visto sonreír y recoger el dinero como si fuera otra cosa, uno de esos regalos de los caminos lentos: el frescor de las hojas.

Un arroyo donde puedes beber.

Moras que alcanzas sin tocar las espinas.

 

 

***

 

Ha visto a la mujer desde el puente, demasiado lejos para poder intervenir, y sin embargo durante un instante ha querido hacerlo, está seguro. Ha querido echar a correr y llegar a tiempo para impedirlo… porque ella ha entrado vestida en el mar, ha avanzado en línea recta hasta que el agua le ha llegado casi a la altura del pecho, y ha desaparecido bajo las olas suaves. No se ha tirado, solo se ha hundido. Ha debido de doblar simplemente las piernas para que el mar la cubriera.

Él ha querido frenarla, está seguro, incluso ha abierto la boca para gritarle algo que llamara su atención y la distrajera de su propósito. Porque nadie entra vestido en el mar, tan temprano, cuando aún no hay nadie en la playa, si no es a suicidarse.

—¡Eh, oiga, oiga, eh!

Está seguro de que ha abierto la boca para gritarlo. Aunque a la distancia a la que se encuentra, ella no hubiera podido oírle.

Demasiado lejos para poder intervenir, llegar a tiempo, lanzarse al mar y rescatarla. Pero ha querido hacerlo, está seguro. Y ahora no sabe qué hacer con ese impulso. Cómo interpretarlo. A quién atribuirlo.

De todas maneras hubiera sido un gesto inútil, desproporcionado, ridículo, porque esa mujer no quería matarse. De repente ha vuelto a ponerse de pie, se ha girado muy despacio, como si le doliera, y ha salido del agua. O si quería matarse, se ha arrepentido y por eso ahora cruza la arena dando tumbos, como extraviada.

Tal vez en ella también, en este instante, el desconcierto de defender la vida.

 

***

 

Se despierta jadeante, empapado en sudor. Ha soñado con la mujer del agua y con la llave que alguien ha querido esconder en su caja fuerte.

La mujer flotaba boca abajo en el mar. Él ha nadado hasta ella pero no le ha dado la vuelta enseguida. Antes le ha recogido el pelo que cubría suelto, abandonado, una gran superficie de agua. La mancha inmensa de una marea negra, ha visto o pensado en el sueño. Le ha costado recogerlo, pesaba mucho, como una red cargada.

Luego ha girado el cuerpo, pero no era una mujer sino un hombre. Un joven de rostro envejecido por la extrema delgadez y una barba informe, abandonado también a su suerte. Sus ojos se movían de aquí para allá, deprisa, sueltos en unas órbitas sin carne, incapaces de sostenerlos.

Una mirada en el aire, a punto de caer, buscando desesperadamente donde posarse. Y se ha posado en él.

Y de pronto la mano derecha de ese hombre que ya no estaba flotando en el mar sino de pie sobre algún suelo invisible, le ha entregado la llave.

Y él en el sueño no la ha cogido; se ha despertado antes. Pero la coge ahora de la caja fuerte.

Y acaba de vestirse.

Y abre el garaje. Y arranca el coche que no ha usado en meses.

Y con el motor encendido, a punto de iniciar la búsqueda, piensa que tal vez su ex-mujer lo sabe; ella siempre ha sabido más; ¿quién es ahora Igor?; ¿quién era entonces, antes? Tal vez ella siempre ha sabido, ha querido saber.

Busca el número en la agenda del móvil. Y el ruido del motor le obliga a levantar la voz, a preguntarle a gritos:

—¿De dónde es la llave que estaba escondida en la caja fuerte?

—¿Sabes qué hora es?

—¿No es tuya?

—¿De qué me hablas?

—Una llave para una puerta grande, seguramente de metal. ¿No la has puesto tú ahí?

—No. Y déjame en paz de una vez, Miguel.

—¿No es tuya?

—Ya te he dicho que no.

—¿De quién es entonces? ¿Quién más venía a esta casa?

—Solo nosotros.

—¿Quiénes somos nosotros? ¿También Igor y sus amigos?

 

Pero no espera la respuesta y cuelga. De todas formas, tiene que ser de ellos.