Alexis Iparraguirre
A Marco García Falcón
Mónica despierta tarde, luego del mediodía. Se sienta en la cama, hace a un lado las sábanas con un pie descalzo y bosteza. La habitación huele a la madera antigua y a los abrigos guardados con naftalina en el comodín. Se contempla en el espejo del tocador: la piel blanca, los ojos pequeños, la faz de pómulos esculpidos a cuchillo. Se acomoda el cabello con un peine automáticamente. Decide que ese día hará algo. “Lo que sea”, se anima, “ya cumplí dieciocho”.
Entonces ve al hombre. De pie, entre las prendas del armario. Tiene el cráneo amplio, la piel oscura, los ojos dispuestos para escudriñar movimientos. Viste un sobretodo largo, talar. Mónica le arroja el peine, reprime su primera pulsión: pedir auxilio a gritos.
Sabe muy bien que nadie puede entrar a su cuarto. Ni se molesta en girar.
—No existes —le dice al espejo.
Parpadea. “Esto va a desaparecer”. Y con los ojos violentamente abiertos lo contempla de nuevo.
Él asiente inesperadamente y desaparece.
Cuando baja a desayunar se percata de que la sigue: camina a su lado. Lo observa a través de las consolas que flanquean la escalera. Mónica acelera el paso, salta de un escalón a otro. En el descanso, espejos opuestos lo reflejan sin pausa. El hombre se mantiene un metro detrás, silencioso. Mónica finge ignorarlo. Ojea unos periódicos desperdigados en el sofá del salón y acomoda dos miniaturas de centro de mesa. Quiere oler el aire fresco que viene del jardín; lo único capaz de animarla. Y solo ahoga.
Se sienta en la cabecera de la mesa del comedor frente al espejo de tres cuerpos. Una vez más, el hombre la acecha con su mirada inquisitiva, como una emanación indeseable del sueño; se inclina sobre el respaldar, los dedos largos y alineados sobre la cima del tallado de su silla.
—¿Qué eres? —le pregunta Mónica.
El hombre mantiene el mutismo. Sola la mira, atento.
—¿De dónde vienes? —insiste, con la voz que se le parte. El hombre habla con un sonido de vidrio crujiente:
—De otro lado.
Ella se estremece por el tañido de la voz, pero opina para no desmayarse:
—Pareces de un cuento de niños.
El hombre no replica. Cuando la madre de Mónica trae la comida, permanece inmóvil. Como intuye, su madre no lo ve. Da cucharadas a la sopa, mientras el hombre continúa detrás, prendido al respaldar.
Mónica se desliza al desván abandonado donde su madre acumula artefactos inútiles. Es el corazón del polvo de la casa. “Aquí no está”, se sofoca. Al lado de la figura de yeso de una virgen, distingue un espejo sucio de tocador. Mónica lo limpia con las manos. Contempla su perfil. Y ve al hombre mirándola.
No resiste. Siente el aliento convulso.
—¿Por qué no te vas? —chilla entrecortada.
Su respiración opaca el reflejo. El hombre solo se encoge de hombros.
Mónica contiene un grito. La hastía. Lo quiere hacer añicos con la presión de sus dedos, pero no puede y lo golpea contra la esquina de un aparador. Luego, se pone a llorar. Se hunde contra el mueble, sin dejar de sentirse ahogada. Entonces percibe que la miran. Abre los ojos.
Incrédula, observa al hombre que se afianza, libre del límite del vidrio, silencioso, sobre los travesaños del techo, en perfecta posición invertida, por completo libre del peso de los cuerpos.
Mónica no es capaz de gritar. El espanto la inmoviliza.
Se escapa de él o eso pretende. En el laberinto de opciones, presiente la necesidad de dejar la casa. Se mueve como un animal expulsado de su cueva. Da tumbos entre los espinos enmarañados del jardín: le parecen garabatos en los que se lía con facilidad. “La alameda no tiene paredes”, se le ocurre. Encuentra el camino casi sin mirar. Es un paseo inacabable, gris, de árboles moribundos y solemnes, encajonado en calles que siguen la pendiente hacia el mar. Se come a saltos las escalinatas. Busca que el esfuerzo físico le impida percibir sus pensamientos.
El hombre del espejo la sigue, caminando por las casas y los balcones en perfecto paralelo al suelo.
Mónica se rinde. Se apoya en un árbol. No sabe qué decir.
Le habla:
—En invierno vengo con Ton.
Está segura de que no se va a librar de él.
—Yo estoy con Ton —continúa a tientas.
Él le iguala el paso. Mónica sabe que no avanza, no camina hacia ninguna parte.
Balbucea sin objeto:
—Ton… es un apodo, ¿sabes…? Se llama Washington.
Mira al hombre que se detiene del mismo modo que ella, el aspecto invariable. Intenta esbozar una sonrisa, aunque le apetece llorar. O pedir auxilio.
—¿No te parece feo… Washington? —dice Mónica.
Él asiente.
—Es horrible.
Mónica suelta el aire, mira las casas, agita la cabeza.
—¿Qué hacían? —pregunta él.
—Corríamos —recuerda—. Nos íbamos de aquí hasta la playa.
—Corramos —propone el hombre.
La sorprende. No se puede imaginar esa palabra de camaradería y desafío en esa criatura. Asiente sin darse oportunidad de calcular.
—Ya pues—se ríe—. ¡Ahora!
Empieza a ir alameda abajo con todo lo que pueden sus piernas. El hombre da largos pasos sobre las paredes, sobre las puertas y las salientes de las ventanas. Mónica se empieza a reír, como acostumbra, de su propia agitación.
Mira a su lado: solo alcanza a distinguir el sobretodo convertido en una mancha de tela ondulante atravesado por las luces del crepúsculo, justo detrás de ella. Y no la alcanza. Ve cómo el hombre se abalanza, cómo se hunde en las aspas de sus manos y el gesto desesperado, boquiabierto, de quien sabe, sin aviso, que el piso se le acaba, que las casas y las paredes no siguen hasta la playa, y se precipita de narices. El extraño apenas puede asirse, impotente, con gesto agónico de un poste, para no descalabrarse. La mira, componiéndose el traje, y se encoge de hombros, visiblemente incómodo.
Mónica no sabe qué hacer. “Qué bien”, chilla de alegría por dentro. Se acerca aún jadeando al margen de la alameda.
—Te gané.
Él se encoge de hombros.
Ella sonríe:
—Creo que me libraré de ti.
—¿Cómo?
—No sé.
Ahora, Mónica se desentiende. Se acomoda el cabello.
Mira en otra dirección.
—Pero ya me das risa. Es el primer paso.
Él niega con la cabeza, sin énfasis.
—El primer paso es que ya no temes.
—Ton se va en verano a la casa de playa de sus viejos —le cuenta Mónica—. Va con los gemelos y el grupo de Gabo.
En silencio, se han ido caminando junto al mar. Mónica se ha metido en una de las casonas desmanteladas que se extienden por el malecón. Avanzan casi a oscuras por lo que debió ser un gran recibidor. La luz del día apenas penetra en haces polvorientos que parecen tasajearlos.
—¿Por qué no fuiste con tus amigos?
—No sé.
Se descubre incómoda. ¿Qué sé, maldición? ¿Qué importa? ¿A quién le interesa?”
—Tal vez sea mi carácter.
Se percata de que el hombre ha adoptado una vez más una actitud ausente.
—No lo sabes, pero vendrá un viento —dice él, tras una pausa que por primera vez Mónica no interpreta como un acoso—. Lo esperan, pero no lo saben.
—Aquí no hay vientos. —Lo mira, con cierto desasosiego—. No corre ni brisa.
—Vendrá un viento.
Mónica pestañea, sin entender de lo que habla, pero la coge un escalofrío:
—Yo solo espero que Ton vuelva.
—Es muy tarde —dice él, alzando los hombros con desdén—. Tú ya te has ido.
—¡Yo estoy aquí! —protesta Mónica, exasperándose. El hombre solo añade:
—Andabas lejos. Si no, no me hubieras hallado. Ella calla.
Algunas tardes vuelven a correr. O él bromea que le enseña a caminar por las paredes. El hombre le tiende la mano, incitándola a subir, aunque no hace el menor intento de bajarse. Y a Mónica le asusta imaginar en qué consiste caminar pendiendo de los pies. Además, no puede colocar las zapatillas en el tapiz. Sabe que lo dañará y que su madre se quejará con ella. A veces las disputas con el hombre llegan al escándalo. Cuando su madre la oye, no entiende por qué tanta bulla. A Mónica no la frecuentan amigos. Pero, cuando se asoma al cuarto, la sorprende conversando sola sobre la cama con el espejo o con el techo. Prefiere no meterse porque las jovencitas tienen siempre sus cosas.
Ese mediodía de verano, el aire calienta, el cuarto de Mónica es un hoyo de calor; descorre las sábanas tibias con una pierna empiyamada. Mira de inmediato al espejo.
—Hoy viene Ton —le dice, aún con sueño, y sonríe—. Habrá una reunión en la casa de los gemelos.
El hombre hace un ademán:
—Has puesto cara de esperanza.
—¿Cómo es eso?
Mónica se ha habituado a sus comentarios, a las insinuaciones que conducen a nuevos asedios, o a un miedo atávico que detesta.
—Es el rostro sonriente —dice el hombre—. Desperdicias tus esperanzas y no te van a sobrar.
Un escalofrío le estremece la columna. Mónica abraza una almohada. No replica. Se pregunta por qué él parece solazarse formulando esas frases, y ella, estúpida, las tolera. Pero ¿acaso no es ella, por eso mismo, culpable de su molestia? No hace lo que piensa: “Si me molesta, debo echarlo”.
En cambio, le pregunta, con la mirada húmeda:
—¿Eres mi amigo? Él no contesta.
Mónica se enfurece. Estúpida. Su compañía es una farsa. En verdad, él no existe: es un pedazo de vidrio. Entonces, ¿por qué no actuar con cordura?, ¿por qué no rechazar esa alucinación que la atemoriza y fastidia?
Pero se limita a murmurar, afligida:
—Si eres mi amigo, no deberías ser cruel. El hombre solo la contempla despacio:
—Si no fuera cruel, estaría mintiendo.
Se queda muda. Intenta pronunciar unas palabras, pero quiere llorar. Antes de que haga una cosa o la otra, él se adelanta:
—¿Me vas a invitar a tu fiesta?
Entonces, ella patalea mientras la risa la vence y le dan ganas de saltar a abrazarlo.
Las parejas bailan muy lento. El aire hiede a cigarro y a licor. Los golpes del piano al que sigue una escalada de silencios imponen una melodía difusa. Se suceden simulaciones de chillidos humanos a los que corta una trompeta en sordina. Los Cadillacs tocan jazz en el pick up de los gemelos. Mónica experimenta a la vez el alcohol, la melodía, los regresos inesperados de los instrumentos.
Se ajusta con un movimiento elástico a los del cuerpo de Ton. Giran imperceptiblemente por el área en penumbra con otras parejas. Un contrabajo licua unas notas. Estoy soñando que llega mi muerte, canta Vicentico, estoy soñando que veo la suerte. Los golpes de tarola cierran los versos y el cencerro marca los tiempos como si fuese un vahído. Cuelgan guirnaldas de luz en la noche y hacen fiesta en toda la calle. Mónica baila. Yo me despido que me lleva la muerte… ellos me abrazan y me dan buena suerte…
Sin aviso, el doble bombo, el procesador de efectos, perseguido por redobles de tambor a la carga. Entonces, una marea de cuerpos coge impulso en la penumbra, evoluciona en órbitas y amagos de colisiones cada vez más veloces. Una voz distorsionada brama: La Santa se soñó con llagas, con llagas. Lejos de la carne, torturada lloró… ¡su visión premonitoria!
Mónica evade por un instante los bultos frenéticos. Pero luego se lanza encima, trazando con destreza su propia trayectoria de colisiones. Pierde el paso en la absoluta confusión de la oscuridad. El espacio es un hormiguero de brincos y encontronazos.
Mónica aparta a Ton en un respiro. Conversan con la música disuelta. Permanecen sumidos en una contemplación laxa del humo.
—Estás raro —le dice. Le pasa un trago.
—Tú eres la rara —replica Ton—. Pero ya arreglaremos más tarde. Sonríe. A Mónica la agota la atmósfera turbia. La envuelve como una banda elástica que le tapa la boca.
El humo se disipa. La bulla no acaba. Mónica descubre que está sentada frente a un espejo oval. Se examina trepada en ese sillón contra la pared, la cara macilenta, las rodillas que le tocan el mentón. Por instantes, la cubren los cuerpos de los bailarines. El hombre aparece ahí.
Posa los ojos sobre ella:
—¿Ves algo nuevo?
Mónica entiende el juego de sentidos y se demora en contestar.
—A ti.
Sin embargo, sospecha que no es la única contestación posible. No quiere pensar más.
—¿Eres mi amigo?
Antes de que conteste, le extiende la mano, como en las películas de época se invita a bailar. Él la mira un instante con suspicacia. Luego, el vidrio oscila mientras su mano lo traspasa para coger los dedos de Mónica. Ella se estremece.
—¿Por qué no caminas en el techo? —pregunta, para evadir la sensación.
Él no contesta.
“Sí puedes”, piensa ella, “pero si lo hicieras no estarías aquí conmigo”.
Gira al ritmo del hombre, que la conduce de una mano. Muchos se ríen al ver un baile que casi no toma en cuenta la música.
—Como siempre, se pasó de tragos —se ríe Ton.
Mónica baila con los ojos cerrados. Cuando los abre descubre, espantada, el espectáculo que dan los gemelos Pedro y Manuel. Se están imitando. Los escruta un círculo bullicioso de ebrios que les busca fallas. Los gemelos se copian en los movimientos más ínfimos: la flexión de un músculo del cuello, el movimiento lateral de una pupila, la distancia en que un pie se desliza. Mónica mira al hombre. “Me pasa lo mismo”, piensa. “Solo soy yo”. Frunce el ceño y fuerza la mirada. No lo ve. Quiere echarse a llorar. Ton la detiene en medio de los giros desbocados de una danza demente.
Mónica y Ton caminan dando tumbos, de amanecida. Aún la orilla del mar es el espejo espumoso de un cielo negro. Van envueltos por el chasquido del oleaje. Se empujan. Ton le mordisquea el músculo del cuello. Ella piensa en juegos de espejos. “Estupidez”, se calma, tumbada, hundiendo los pies en la arena. Finalmente, accede. Ton la acaricia de a pocos. Mónica percibe los gemidos que provienen de su cuerpo que vibra y huele.
Cuando Ton la penetra en los movimientos estremecidos de sus piernas en alto, Mónica se queda fija en la imagen de su rostro en los anteojos que él usa por moda.
El hombre destella en los reflejos de vidrio. Lo mira sin curiosidad, pero sin salida. No puede seguir. Abandona su cuerpo y sus movimientos bajo el peso de Ton, que sigue en su brega. Siente que todo apesta, incluso ella misma. Se hunde, llora, gimoteando en silencio.
Se detiene frente al espejo del cuarto. Solloza:
—No entiendo nada…
El hombre en el espejo la atiende sin inmutarse, en medio de la oscuridad, de la habitación. No distingue las facciones del hombre, pero, como en un sueño, sabe que mueve los labios.
—Vendrá un viento. Mónica se exaspera.
—Yo no siento viento.
Tiene ganas de romper el espejo.
—¡Yo solo siento asco! ¡Asco de todo!
Lloriquea, mientras empalidece y crece su escalofrío.
“Una crisis de nervios, se entiende perfectamente”, explica el médico. “Con los antecedentes de Mónica es completamente normal”. Mónica oye voces disueltas tras el sueño. “Ya van tres días, doctor”, se queja su madre y escucha sus sollozos. “Da gritos”.
El frío del invierno se deshace. La luz diurna la despierta. Cuando menos lo espera, una tarde luminosa, luego de un hoyo de penumbra. Mónica se mantiene quieta, observando el techo. Nada la motiva a moverse.
La detiene una paz sin nombre. Ton viene, como de costumbre, desde el día que cayó en cama.
—Ya estoy mejorcita —le susurra y sonríe—. Vamos a caminar.
Entre los árboles de la alameda, el frío aún continúa. Extiende una mano y se corta como papel crepé. Lo triza con un movimiento brusco y se reconstituye al momento, como si no lo hubiera tocado. Pestañea. Ese no es su mundo. No el de antes. Tiene la impresión de adentrarse en una falsificación, en un escenario decorado por imágenes de casas y de árboles de pacotilla.
—El aire parece hilos —susurra. Ton le sonríe.
No entiende. “Hay una diferencia entre nosotros”. Mónica lo percibe al mismo tiempo que lo piensa. “Ahora todo es símbolo”.
La vence la melancolía de su hallazgo. “No lo sabes”.
Apenas la observa ensimismarse, Ton empieza a juguetear con ronroneos. Mónica le devuelve las caricias porque la sensación la reconcentra en sí misma. Siente sus manos auscultándole los lados, la fijan en la evidencia de su cuerpo. La alza del piso y la besa. Como siempre cuando no sabe cómo seguir, Ton la rodea con un brazo por la cintura y con otro la coge de las piernas, alzándolas en horizontal. Pero esta vez Mónica no entiende el movimiento hasta cuando la suelta de la cintura y la iza de golpe de los tobillos. La sensación de los ojos contra el suelo la ahoga y la eriza.
—¡Bájame, bájame! —aúlla, con el estómago en la boca, cabeceando contra el aire.
Desconcertado, Ton la devuelve al suelo, tan velozmente como puede.
Mónica boquea, encogida contra sí. Se sienta con lentitud. Ton la abraza. Solo tras un minuto, entiende con los ojos muy abiertos.
—Quieres dañarme —encara al hombre—. ¡Quieres que todo lo piense y apeste!
El hombre niega con la cabeza:
—No hago nada.
—¡Yo no tengo pestilencia en mí! ¡Me estás manipulando para que vea como tú!
—¿Cómo veo yo? —replica el hombre. Aparece en el cielo raso, de cabeza, y avanza por el cuarto sin moverse.
—Ves ruina, podredumbre.
Queda frente a ella. Mónica experimenta desasosiego. Es un matiz que no puede nombrar, pero que la turba y la hace sentirse estúpida.
—El espacio luce distinto —dice él—. El hilo conduce a una maraña con nudos y cabos que agita el viento y nadie ve.
Mónica piensa en los objetos desperdigados en la oscuridad del cuarto. Parece papel crepé, pero ahora siente los hilos. Si se toma un cabo jamás se acaba. Desde el verano los tiene todos adentro, como respiración. Esos hilos la desesperan. Hilan sus sesos, sus sentimientos, su reflejo tembloroso en el espejo. “Es el abismo de las cosas del mundo”. Son tramas enmarañadas y cuelgan de sus nudos únicamente cadáveres pálidos que se balancean. Ha mirado veloz hacia atrás y es el tejido de su pasado: el laberinto de sí misma, camino de vuelta a casa, en el ahogo.
—¡No lo aguanto! —balbucea. Gira la cabeza alrededor, jadea —. ¡Lo veo… todos están muertos! ¡Ton, los hilos…!
De espaldas al hombre, no puede ver cómo él extiende una mano hacia ella con desconsuelo. Sin embargo, continúa chirriando, vítreo:
—Sí, están muertos. Ahora y cuando el viento venga. Ni yo sé cuándo ocurrirá. Pero sé que lo veo. Sé que es pronto. Las casas se elevarán por los aires. El mar será la tromba que todos han visto en sus sueños. Será una mañana de otoño. Serán, primero, decenas de cadáveres. Ton está entre ellos. Fíjate en el hilo del espejo…
La maraña del aire se enfría a una escena de puerto. Delgadas siluetas de oropel se atropellan en el viento. La figura con el perfil de Ton se confunde entre otras que se juntan en la intemperie del muelle. Y es él mismo, desnudo, desmadejado, en una hilera de muertos. No tiene la mitad del cráneo, el estómago abierto y los hilos que se mueven sobre sus intestinos son pequeños gusanos blanquísimos. Huele la putrefacción.
—Ves el viento —explica el hombre.
—¡No te quiero ver! —murmura Mónica, boquea—.
—¡Lárgate!… ¡¿Entiendes?!… ¡No más…!
El hombre obedece. Se hunde en una habitación que no es la de Mónica, aunque sea la misma y ambos lo sepan.
Luego de medianoche, Mónica sigue despierta en la semipenumbra. Se contempla en el espejo.
—¿Estás ahí?
Se lanza a tocar el cristal. Comprueba que no hay nadie dentro.
—Mejor.
Amanece. No ha dormido. Mónica busca respirar en paz. El hombre solo significa problemas. Los objetos no son extremos de hilos que conducen a cadáveres. Pero su enfermedad y las imágenes siguen. Y ahora sueña intrincadamente con él. Sale a pasear con Ton, pero las caminatas solo asemejan una inmersión en agua tibia. “Esto es placebo”, piensa.
“¿Dónde hay paz?” se dice. Pasan los días. Confusamente, sabe que su problema no es una respuesta. Percibe dentro de sí misma una jungla de objetos reunidos ante una pregunta. Desconoce la pregunta, pero intuye la espesura de hilos, hambrienta.
Los días se suceden de nuevo; respira agitada. De pie, en el umbral de la entrada, se mira en la consola del recibidor.
“Cómo te llamas”, pregunta al vidrio del espejo. Luego se hurga despacio en sus facciones. Descubre en sus ojos su incertidumbre, su alarma.
No está. El pensamiento la entristece, pero de inmediato se enoja. Sube a su habitación. No sueña con hileras de muertos. Sueña con él en habitaciones enormes, borroneadas por la oscuridad de su sueño, donde hablan sin pausa. Giran, como si bailaran. Él dice: “La soledad no es estar lejos de todos, sino de una sola persona”.
Llega la noche y vuelve a soñar. Es con una habitación de su casa. Contiene el clímax de la fiesta de los gemelos: los saltos, el vértigo, los gritos, las marañas de cabellos y ropas. Mónica camina entre ellos con una seguridad que carece en la vigilia. Él debe estar ahí. Pero la violencia es desmesurada: hay rostros deshechos a golpes, fugas de multitudes despavoridas, disparos a las cabezas. A ella también la derriban de un golpe en la cabeza y grita. Gimotea. Trata de contener la sangre que la ciega con la mano, pero son hilos rojos. Debe llegar a él. Esta vez sí lo hará. Y los que bailan saltan en estampida. Pero no la tocan. El hombre la espera al centro. Inmóvil. Se adelanta hacia él.
“Te quiero”, piensa Mónica. Pero no lo dice.
—¿Quién eres? —pregunta.
—Me llaman Miguel —contesta él—. Me mandan ante del fin.
No entiende, pero continúa:
—¿Quién soy?
Él responde contemplándola:
—Tú eres de quien habla la canción.
Ella escucha, abriéndose paso entre el sueño, la voz distorsionada que agita los cuerpos.
¡La Santa se soñó con llagas, con llagas! Lejos de la carne, torturada lloró… ¡su visión premonitoria!
Entonces se mira las manos. Ve las llagas. Todo cobra sentido: su asco, sus premoniciones, ese sueño.
El hombre le limpia la sangre del rostro, le acomoda los hilos de cabello con los dedos. Ella solo acorta distancias. Lo besa. Le hunde la lengua, juguetea con la de él. Hay un silencio que quiebra, como un grito, como miles de gritos. Abre los ojos. Despierta. Mira el espejo vacío, la habitación a oscuras.
—¿Cómo la ha visto? —pregunta el médico.
—Mucho mejor —replica su madre.
—Es lo normal —explica él—. Estos casos tienden a estabilizarse.
Avanzan por el corredor. Ella da unos toquidos en la puerta y entran. No esperan respuesta. Cuando la ven, Mónica ha puesto un pie en la pared. Boquiabiertos, ven cómo sube el otro. En perfecta perpendicular, trepa, paso tras paso, sobre el papel tapiz hasta estacarse de cabeza en el cielo raso.
Observa el mar a través de la ventana, como quien busca barcos.
—Vendrá un viento —dice.
Ni su madre ni el médico se atreven en ese instante a negarlo.
Alexis Iparraguirre es un narrador y crítico cultural peruano. Autor de los libros de cuentos El inventario de las naves(2005) y El fuego de las multitudes(2016).También fue editor invitado de la revista neoyorkina Los bárbaros para su especial de literatura fantástica y ciencia ficción (2016). Obtuvo el máster en escritura creativa de New York University. Actualmente, realiza estudios doctorales en culturas latinoamericanas, ibéricas y latinas en el Graduate Center, CUNY.