No es de mayo este aire impuro

Miguel Falquez-Certain
 

 

 

When you got nothing, you got nothing to lose
Bob Dylan, “Like a Rolling Stone”
 
Shards of a blackened witness still in place.
The charred ice-sculpture garden
Beams fell upon. . .
James Merrill, “18 West 11th Street”

 

 

El despertador empieza a repicar a las ocho de la mañana. Carlos Alberto Rivadeneira se despierta malhumorado y lo apaga de un golpe. Sentado sobre el sofá que le ha servido de cama, mira alrededor y comprueba que el abrigo, la bufanda, el bluyín, la camisa, los calcetines y los zapatos que llevaba puestos la noche anterior se encuentran ahora desperdigados por el suelo del minúsculo apartamento. Mira por primera vez al despertador y se levanta de un salto. Retira las sábanas y las almohadas, recoge la ropa del suelo, amontona todo sobre una butaca y acomoda los cojines sobre el sofá.

Va al baño, abre el botiquín incrustado en la pared, saca un frasco de aspirinas, se coloca dos en la lengua, abre la llave del lavamanos y bebe agua hasta tragarlas. Abre la regadera y deja que el agua tibia le golpee la nuca. Siente que la cabeza está a punto de explotarle; sin embargo, no se mueve. Extiende el brazo, enciende a ciegas el aparato de radio y comienza a enjabonarse. El locutor anuncia una primicia y luego se escuchan los primeros acordes de “Hey Jude”.

Pensó que su vida en Colombia ya no tenía sentido y por eso había decidido en noviembre venirse a vivir a Nueva York donde su hermano Andy. Su padre había muerto hacía ya dos años cuando cursaba el sexto de bachillerato. Después abandonó sus estudios de medicina en Cartagena de Indias y estudió francés, inglés y mecanografía mientras su madre le gestionaba la visa de residente en el consulado de los EE.UU. Sus hermanos le habían matriculado en el Latin American Institute para que terminara sus estudios de inglés, pudiera ingresar a la universidad y conseguir un buen trabajo. No había sido sencillo despedirse de su casa ni de su madre en Barranquilla, de comenzar a vivir en una ciudad prácticamente desconocida aunque hubiera venido por primera vez de vacaciones escolares cinco años atrás, en 1963, y nuevamente el año siguiente. No era lo mismo haber venido con su padre de visita, cuando este le satisfacía cualquier capricho, que ahora, cuando debía bandearse por sí mismo, aunque sus hermanos mayores sí que eran una gran ayuda. Por lo menos tenía donde vivir hasta que lograra encarrilarse, como decía su madre.

Los golpes en la puerta del baño le sacaron de su ensimismamiento. Era su hermano Andy que le recordaba que debía apurarse si quería llegar a tiempo a la primera clase en el Instituto. Cerró la llave de la ducha y comenzó a secarse con la toalla. Tenía clases de diez de la mañana a tres de la tarde, de lunes a viernes. Le habían hecho un examen para evaluar sus conocimientos de inglés. De algo le habían servido sus estudios en el Colombo Americano desde los doce años pues le habían colocado en el nivel avanzado y terminaría el último ciclo en la primavera próxima.

Al salir del baño vio que Andy estaba sentado en uno de los banquillos del bar. Ordenó la ropa amontonada sobre la butaca y la guardó en el closet. Se puso una camisa y un bluyín limpios y comenzó a rasurarse.

—Esta noche iré a comer a casa de Rudy y le voy a decir de una vez por todas que soy homosexual.

—¿Estás loco? No me puedes hacer eso —dijo Andy. —Si se lo dices, me vas a crear un gran problema.

—¿Y qué pretendes que haga? ¿Vivir como tú, ocultándole la verdad? No puedo vivir así, Andy. Le he prometido que lo visitaré todos los miércoles y no puedo seguir viviendo esta doble vida. Me ha nombrado padrino de su hija y tengo una obligación con él. Es el mayor —le dice, sirviéndose un vaso de jugo de naranja y apurándolo de un trago.

—¿Y qué me importa a mí lo que tú quieras? ¿Esa es la forma en que me pagas por haberte permitido vivir con Fernando y conmigo? Muy cómodo para ti vivir en el Village y hacer lo que te dé la gana, para luego destaparme con Rudy y volverme la vida imposible.

—Él no es así, Andy, sabrá comprender. De todas formas no es de ti que voy a hablar, sino de mí, de mi vida, de lo quiero hacer en Nueva York —dice, terminando de afeitarse. Parte una torreja de pan, le unta mantequilla y comienza a comérsela.

—Haz lo que te dé la gana, pero no me vengas después con que no te lo advertí —dijo Andy, dirigiéndose a la minúscula habitación que compartía con su amante.

Había poca gente en King Street a las nueve de esa fría mañana de diciembre. El apartamento de Andy y Fernando estaba muy bien ubicado en el sur del Greenwich Village de Manhattan, entre Varick y la Avenida de las Américas, en un edificio antiguo de tres pisos, igual a todos los que ocupaban ambas aceras. Carlos Alberto se zafó la bufanda que le hostigaba el cuello, entró al delicatesen de la esquina, compró el sándwich para su almuerzo, lo metió en el morral junto a los libros y bajó apresuradamente las escaleras de la estación del metro.

A los dieciséis años un amigo le había llevado al “Barú”, uno de los pocos bares de ambiente de Barranquilla. Para él fue un descubrimiento cuando pudo darse cuenta que concurría tanta gente con sus mismos intereses a un solo sitio. Para los dueños del bar y la clientela mayor Carlos Alberto se convirtió en el “sabor del día”. Todos querían que se sentara con ellos en sus mesas y él les complació. Y volvió una y otra vez, terminando la noche en la cama de uno de sus levantes. Fue su escuela de iniciación. Sin embargo, no le gustaban las personas mayores sino las de su misma edad y eso representaba un problema. No para él, sino para sus anfitriones hasta ese momento. Y mal que bien, se las arregló para acostarse con muchachos de su edad, al principio en hoteles de mala muerte y, más adelante, llevándoles subrepticiamente a su habitación en casa de sus padres, especialmente cuando estos se encontraban de viaje en Nueva York y el caserón quedaba habitado tan solo por el servicio doméstico, una tía solterona que le alcahueteaba sus aventuras y una hermana mayor que se pasaba por fuera casi todo el tiempo.

A la salida del metro en la calle 50 se topó con varios de los condiscípulos iraníes. El primer día de clases les había hablado en español pues le habían parecido latinoamericanos por sus aspectos y esto había servido para que se rieran un poco y entablaran conversación animada en un inglés que les salía a trompicones y con muchos errores de pronunciación. También ellos iban corriendo rumbo al instituto, pues ya se acercaba la hora de la primera clase que dictaba un señor muy riguroso pero excelente profesor que se especializaba en enseñarles las diversas problemáticas fonéticas, por medio de ejercicios que les demostraban las similitudes y diferencias entre palabras que a los extranjeros desprevenidos podrían parecerles que se pronunciaban de igual manera. Mr. Clarkson era oriundo de Boston y de entrada les había destruido esa leyenda difundida en Latinoamérica que en su tierra se hablaba el mejor inglés de los Estados Unidos. Como para que no lo dudaran, les había enseñado un ejercicio con las palabras beer, bear y beard que, según él, los bostonianos a duras penas diferenciaban en su pronunciación. También desacreditó la famosa frase “Where did you park the car?” que según los enemigos de Massachusetts pronunciaban como “Where did you pahk the cah? pues no todos hablaban de igual forma.

—Cualquier persona culta habla bien inglés independientemente del país o de la región que sea —sentenció. —Estoy seguro que sucede igual en sus países.

En esos momentos Alejandro, un venezolano con una melena rubia y ojos azules, alzó la mano.

—Así es, profesor. En Caracas, aunque no discriminamos a los negros, ellos hablan de una manera muy peculiar.

—¿Es cierto eso, Mr. Calzadilla?

 

 

 

Alejandro le aseguró que ni en Venezuela ni en el resto de Latinoamérica había discriminación racial, en todo caso nunca como en los Estados Unidos. Esto fue motivo para que Carlos Alberto y Alejandro se enfrascaran en una discusión, que si no hubiera sido porque el profesor les había mandado a callar al instante hubiera continuado indefinidamente. Los iraníes, portugueses e italianos les miraban con resquemor pues no entendían por qué manoteaban con tanta pasión.

Por su parte Carlos Alberto pensó que si en un principio Alejandro le había parecido muy atractivo, después de esta nefasta intervención había llegado a la perentoria conclusión que le causaba náuseas.

Al terminar la clase Carlos Alberto se acercó al profesor Clarkson. Hablaron de García Lorca, pues ya Carlos Alberto sabía, por anteriores conversaciones con su profesor, que Mr. Clarkson había escrito un ensayo sobre su obra y que había montado Bodas de sangre en la universidad en sus años de estudiante. Carlos Alberto le contó que por esos días leía Poeta en Nueva York y que él también escribía versos.

—Tráigamelos un día de estos. A lo mejor podrían traducirse.

A las tres de la tarde, cuando se disponía a tomar el ascensor, se le acercó Rodrigo para invitarle a que pasearan un rato por Central Park. Rodrigo también era colombiano, oriundo de Manizales, y compartía con Carlos Alberto algunas de las clases en el Instituto. Era blanco, alto y delgado, con los cabellos rojizos ensortijados y una cara graciosa llena de minúsculas pecas que se pronunciaban más cuando sonreía con picardía exquisita. Entonces los labios y las mejillas se le encendían con un rubor que reflejaba el color de sus cabellos. Se fueron caminando hasta la entrada del parque en Columbus Circle y jugaron a abrazarse para calentarse un poco del frío otoñal que a ratos se les calaba por los huesos.

—¿Quiere que vayamos al apartamento?

—¿Cómo así? ¿Y tu amante no está?

—No se preocupe. Regresa del trabajo a las siete.

Carlos Alberto había conocido a Rodrigo y a Lautaro, su amante nicaragüense diseñador de modas para una tienda de Manhattan un domingo durante un brunch en el “Old Vick”, un bar de ambiente al pie del Puente de Queens. Solo se tenía que pagar la entrada y de tres a cinco de la tarde se podían beber gratis todos los Martinis y Manhattans que los clientes apetecieran. Al caer la noche, casi todos estaban borrachos y listos a pescar.

La primera noche Rodrigo y Lautaro habían convidado a Carlos Alberto a su apartamento a continuar bebiendo y escuchar música, con la no muy secreta intención de hacer un trío. Pero aquello fue un fiasco, porque Carlos Alberto terminó sacando a Lautaro de la cama con el objeto de concentrar toda su atención en el cuerpo y en los labios de Rodrigo.

De manera que Carlos Alberto acompañó esa tarde a Rodrigo hasta su apartamento en la calle 55 con la Avenida Novena e hicieron el amor hasta quedar exhaustos.

Esa noche fue a visitar a su hermano Rudy en Astoria como lo tenía previsto. Carlos Alberto había venido por primera vez a Nueva York en 1963, con ocasión de la boda de Rudy y Beatriz, acompañado de su padre. Después de cinco años de matrimonio Beatriz había dado a luz a una niña preciosa, a quien bautizaron con el nombre de Pamela a los pocos días de haber nacido. Como Rudy había designado a Carlos Alberto como padrino de Pamela y este no había llegado aún a vivir a Nueva York, su hermano Andy había ocupado su lugar frente a la pila bautismal. Ya muerto el padre, Rudy se había constituido, de facto, en cabeza visible de los Rivadeneira por ser el mayor de los varones, no obstante que Betty fuera la primogénita. Carlos Alberto había aceptado de buena gana el compromiso de venir a cenar todos los miércoles con su hermano y su familia, ver televisión, jugar ajedrez y conversar. La comida transcurrió sin contratiempos y solo discutieron acaloradamente cuando Rudy mencionó que había visto en el Canal 13 una representación de Beckett, en que una mujer tenía el cuerpo enterrado hasta la cintura y cerca de ella yacía un hombre en el piso, oculto por otro montículo de arena.

—No pasa nada —dijo Rudy. —Hablan y hablan y hablan y la obra termina con la mujer cantando y diciendo no sé qué tontería.

Happy Days. Es una pieza de Beckett, un escritor irlandés.

Rudy había sido aficionado al teatro desde pequeño pues el padre, Mario Rivadeneira, había actuado en su juventud en Barranquilla con las Estrellas de la Caridad, luego en México con los hermanos Soler, y en su madurez con grupos de aficionados dirigidos en obras del repertorio español y de la única dramaturga barranquillera que se había distinguido en España. De modo que Rudy sentía que hablaba con propiedad.

—Irlandés o no, la obra no va a ninguna parte.

Carlos Alberto había participado en grupos de teatro en la Universidad de Cartagena, donde estudiaba medicina y había conocido algunas de las obras de Ionesco y Beckett que el director les había encomendado leer. Carlos Alberto había hecho su debut universitario con La cantante calva.

—Es un teatro diferente, Rudy. Para ti tal vez no tenga sentido, pero en realidad hablan de la angustia y de la soledad del hombre contemporáneo, de la muerte de Dios —dijo, sabiendo que sonaba pomposo, pero no pudo evitar lucir su erudición como si fuese un juego de abalorios.

Tomaron café y una copa de aguardiente. Rudy le aconsejó moderación con la bebida y se negó a servirle la segunda copa. Sin embargo, jugaron ajedrez animadamente hasta las nueve de la noche, hora en que Carlos Alberto se despidió de su hermano y de su cuñada sin haber abordado el tema de la homosexualidad. “Otro día más propicio vendrá”, pensó, mientras se cerraba el abrigo y se amarraba la bufanda alrededor del cuello.

Carlos Alberto comenzó a trabajar los fines de semana de ayudante de camarero en “El boquerón”, el restaurante español donde su hermano Andy tocaba la guitarra e interpretaba las favoritas del cancionero latinoamericano, mezcladas con algunos temas contemporáneos en inglés con el fin de complacer al sector norteamericano de su apasionada clientela. Su labor como asistente del único camarero que había en la pequeña sección del segundo piso del restaurante —exclusivamente dedicada a aquellos clientes gringos que se obnubilaban con todas las botellas de jerez, vino blanco, tinto y pousse-café de cereza; que acompañaban sendos platos de gazpacho, gambas empanizadas con salsa verde, fondu bourguignon con diez salsas diferentes, con los chuzos cocinados en aceite hirviente en la misma mesa de los comensales y, para terminar, cascos de guayaba con queso— no era en nada diferente de la de su jefe, el camarero colombiano que se ganaba una fortuna cada fin de semana, y solo le pagaba quince dólares por un trabajo similar.

De modo que a la tercera semana renunció y en la primavera comenzó a trabajar en una aerolínea de carga en el aeropuerto Kennedy, empleo que le había conseguido su hermano Rudy con uno de sus mejores amigos que se desempeñaba como gerente de la aerolínea. Este le prometió que al poco tiempo le daría otro puesto en la oficina, ya que sabía mecanografía y podía ganar mucho más dinero y viajar gratis con los pases que le daría la compañía, cuando fuera aceptado como empleado permanente. Sin embargo, debía trabajar tres meses como empleado provisional antes de que pudiera ser aceptado por el sindicato. Con su licencia de conducir recién adquirida podía manejar el montacargas y transportaba los bultos a los aviones en los vuelos de la madrugada. El único inconveniente era su turno de medianoche que le obligaba a salir del Village hora y media antes, tomar el metro hasta Kew Gardens y luego un autobús hasta las terminales de carga en el aeropuerto internacional. Regresaba al apartamento, cansado y soñoliento, a eso de las nueve y media de la mañana, se duchaba y se iba corriendo a asistir a sus últimas clases de inglés en el Instituto. Una madrugada cayó en el aeropuerto un aguacero torrencial. Por no pertenecer aún al sindicato, le tocó trabajar durante dos horas sin encauchado lo que le hizo renegar hasta del día en que había nacido y, luego de empaparse hasta los tuétanos sin poder hacer nada para evitarlo, se presentó decidido ante su supervisor inmediato y renunció sin más explicaciones tras dos meses de haber trabajado para la aerolínea.

A mediados de mayo, después de una visita al restaurante “El boquerón”, salió con varios amigos a parrandear a un bar de la calle 8 conocido como el “Bon Soir”, club que en sus mejores tiempos había lanzado las carreras de muchos artistas, entre ellos Barbra Streisand. Sin embargo, hoy era un cabaret con espectáculos de travestis, y había barbitúricos y anfetaminas disponibles a quienquiera que quisiera consumirlos. En medio de la algarabía se le acercó un muchacho rubio, con un recorte estilo militar, de mediana estatura y con cuerpo de nadador. Le preguntó que si quería bailar; por los altoparlantes sonaba “Son of a Preacher Man” y Carlos Alberto le aceptó la invitación. Le dijo que se llamaba Freddy y le invitó a irse con él a su hotel en Times Square.

En realidad se llamaba Friedrich Berg y había nacido en Berlín. Había llegado a los Estados Unidos dos años atrás y entonces le habló entusiasmado de la organización, de lo incongruente que era la Matachine Society para su generación, en un mundo que necesitaba rebelarse y hacer valer sus derechos ante los opresores heterosexuales. Según Freddy, ninguna de las organizaciones de avanzada era verdaderamente revolucionaria; solo los Estudiantes por una sociedad democrática, organizándose en contra del conflicto con Vietnam, traerían la guerra al territorio norteamericano, haciéndoles sentir en carne propia los estragos que ellos insensiblemente causaban a diario en ultramar. Abrió una botella de scotch y le brindó un trago a Carlos Alberto. Cuando este se disponía a tomárselo, le desabotonó la camisa, le derramó un poco del whiskey sobre el pecho, le empujó con delicadeza a la cama y empezó a besarle desde el ombligo hasta los labios. Ya le mostraría él lo que en verdad era la revolución y la libertad en la convención de la SDS en Chicago el mes entrante. Carlos Alberto sucumbió a sus artimañas seductoras y se le entregó esa noche como nunca antes lo había hecho.

A los pocos días, fue a una entrevista de trabajo para un puesto de oficinista en una firma de arquitectos e ingenieros ubicada justo al frente del recientemente inaugurado Madison Square Garden. Le dieron el trabajo de dependiente en la oficina de papelería y su jefe resultó ser un judío a quien le cayó bien e intentó ayudarle con sus planes de estudios universitarios. También le dio a leer Portnoy’s Complaint asegurándole en susurros que su autor era un “radical”.

—Yo también soy radical, Mr. Horowitz.

—¡Shhh!, no lo digas tan alto que esa palabra no va bien.

—Quiero decir que en el arte y en la vida hay que ser radical.

—De todas formas léela. Sé que te va a ser difícil entenderla a ratos porque utiliza mucho argot; cómprate un diccionario de slang pues valdrá la pena.

Como ya se desenvolvía con un francés elemental, que había aprendido en los cursos audiovisuales de la Alianza Francesa en Barranquilla antes de marcharse a vivir a Nueva York, pudo sostener una conversación con un arquitecto francés que trabajaba en la compañía y que un día vino a la papelería a hacer un pedido para su despacho.

—¿Y qué sería lo que le gustaría estudiar en la universidad?

—Filosofía y letras —dijo, pensando que en los Estados Unidos el currículum era igual.

—Uno de mis hijos estudia en City College y él tal vez te pueda orientar. Como están las cosas con Vietnam es mejor que resuelvas tu situación militar. Una forma de posponer la conscripción es ingresando a la universidad.

Como cosa singular, los extranjeros residentes legales del país estaban obligados a presentarse al servicio militar. Carlos Alberto cumpliría veintiún años en diciembre y la inscripción debía hacerse a los diecisiete años; por eso tuvo que inscribirse en la sección de conscripción tardía. La toma de posesión presidencial de Nixon había ocurrido en enero pasado y al parecer la guerra iba a empeorar. El Servicio Militar Obligatorio instituyó una “lotería” en que los inscritos serían llamados al azar para presentarse al examen médico y, en caso de que fueren admitidos, a ser reclutados de inmediato.

—Muchas gracias, Monsieur Fournier.

—¡Por nada! Ya te avisaré.

Los días de semana por las noches Carlos Alberto se dedicaba a leer, escribir poesía e ir al cine. Ese jueves había quedado en verse con Freddy en un cine del Village con el objeto de ver Midnight Cowboy, una película que habían estrenado en mayo y que habían clasificado con una X, que en la práctica equivalía a tildarla de pornográfica. Cuando llegó al Waverly, Freddy ya estaba ubicado en la larga cola esperando que abrieran la taquilla.

Cuando salieron del cine, se dirigieron al “Julius’” en la calle 10 donde tomaron cervezas, comieron hamburguesas y hablaron con pasión de John Voight, de Dustin Hoffman, de Schlesinger y de todo ese mundo sórdido en el que se vio forzado a participar, el hermoso e ingenuo vaquero, en la ciudad inhóspita donde había venido en busca de la inasible fortuna.

—Quería verte hoy, Carlos Alberto, porque mañana me marcho a Chicago a la convención.

—¿Hasta cuándo estarás?

—Aún no lo sé. Una semana o tal vez más. Mi amigo Steve me ha dado a leer el manifiesto y estoy seguro que causará conmoción.

—Llámame cuando regreses y no tardes mucho en volver.

—Mientras tanto escucha “Subterranean Homesick Blues” de Dylan.

—Camina, vamos al apartamento de mi hermano.

La Avenida Séptima estaba repleta de muchachos que caminaban con las camisas abiertas mostrando ostentosamente sus pectorales sudorosos y luciendo pantalones cortos y ajustados en los que se marcaban desvergonzadamente los bultos insinuantes de sus protuberantes sexos.

Esa noche Carlos Alberto tuvo la sensación que el cuerpo perfectamente formado de Freddy relucía en la penumbra de la sala donde hicieron el amor. Empapados de sudor, sus cuerpos resbalaban incansablemente en los retozos inagotables de un amor que quizá llegaba a su fin.

Sin embargo, el 27 de junio Freddy le llamó para decirle que estaba de regreso en Nueva York y que quería verle cuanto antes. Quedaron en encontrarse esa noche a las ocho en “Monte’s Trattoria” en MacDougal Street para cenar. Luego entraron a un cine donde presentaban Easy Rider, bebieron unas cervezas en “Julius’” y a eso de la medianoche mostraron sus identificaciones para que les dejaran ingresar al “Stonewall”. Recién llegado a la ciudad, Andy y Fernando le habían llevado a este bar, uno de los pocos donde permitían bailar con personas del mismo sexo. El único inconveniente era que, como la mayoría de los bares de homosexuales en Nueva York, estaba controlado por la Mafia. El portero miraba por el ojo mágico y dejaba entrar a los que conocía y exigía que les mostraran sus identificaciones para evitar que los menores de edad lograran colarse y crearles problemas con la policía. Decían que la Mafia tenía comprados a los policías del cuartel de su jurisdicción. Las redadas eran rutinarias, los policías anunciaban su llegada, en el salón de baile se encendían unas luces blancas, todo el mundo dejaba de bailar y se sentaban en unas bancas incrustadas a lo largo de las paredes. Solo los travestis y los menores corrían peligro. Esa semana la policía había hecho una redada en el bar que no pasó a mayores.

—¿Cómo te fue en Chicago?

—Muy bien —le dijo, colocándole la mano en el hombro y trayéndole hacia sí. —El grupo de Steve se impuso con la ponencia que presentó en la convención. ¿Te acuerdas del disco de Dylan que te sugerí que escucharas?

Carlos Alberto asintió.

—Adoptamos el nombre: Weathermen —le dijo entre dientes. —Seremos los Guardias Rojos y crearemos un movimiento revolucionario de masas.

—Calla. No sabes quién te pueda escuchar.

—El que no tiene nada, no tiene nada que perder.

—A veces me causas miedo.

—De mí no tienes nada que temer. Son ellos los que nos temerán. Les traeremos la guerra a su propio territorio.

—¿Bailamos?

—Claro que sí.

De repente se encendieron las luces y al poco rato los policías formaron una cola en el otro salón exigiendo los carnés de identificación. Del público salieron policías encubiertos que ayudaron a identificar a los empleados del bar y comenzaron a recoger las botellas de licor de los estantes situados detrás de la barra. Una lesbiana de pelo corto con chaqueta y pantalones de cuero y corbata comenzó a discutir con un encubierto. La empujó contra la pared y la esposó. Un policía en uniforme rompió los vasos con el bolillo. Carlos Alberto y Freddy mostraron sus tarjetas de residentes y les dejaron salir.

Afuera estaban estacionados dos radio patrullas, en forma de V, con las llantas delanteras sobre la acera y las traseras hacia Christopher Park. En el parque ya se habían congregado los otros parroquianos que habían salido del “Stonewall”, así como los transeúntes y turistas que se detenían por curiosidad. “¿Qué pasó?”, preguntó alguien. “Es una redada”.

Enseguida llegó un furgón de la policía donde comenzaron a subir a los arrestados: los empleados de la Mafia, los travestis y los menores de edad. Los que más resistencia oponían eran los hombres disfrazados de mujer, pero particularmente la lesbiana travestida que opuso tan violenta resistencia que en tres ocasiones quisieron subirla y en tres ocasiones logró escabullirse violentamente de sus opresores. Entonces un policía le dio un golpe en la cabeza con el bolillo. Alguien suplicó que la dejaran en paz. Otro gritó “gay power. Los más jóvenes comenzaron a tirar monedas de un centavo a los policías gritándoles “coppers” y “cerdos”. La policía arremetió. Debían de haberse congregado más de quinientas personas en los últimos quince minutos. Los presentes llamaban a sus amigos por los teléfonos públicos pidiéndoles que vinieran al “Stonewall”. Los clientes de los otros bares de homosexuales del vecindario llegaban atraídos por la curiosidad y la conmoción. La lesbiana en un gesto de desafío se dirigió a la multitud aglomerada en Christopher Street y les dijo: “¿Y ustedes por qué no hacen nada?”. Un puertorriqueño les gritó “cerdos” y les tiró una botella de cerveza que se fue a estrellar contra la ventana del bar. Poco a poco los policías iban perdiendo terreno y se refugiaron dentro del bar. La lesbiana sangraba por la cabeza y la multitud enardecida se arremolinó alrededor del furgón zarandeándolo con la intención de volcarlo. Los choferes hundieron los aceleradores y escaparon a toda velocidad. Un hombre se le acercó al único policía uniformado que había quedado en la puerta y le tiró una moneda de veinticinco centavos a la cara. El policía comenzó a sangrar e inmediatamente buscó refugio en el interior del “Stonewall”. Las canecas de la basura comenzaron a estrellarse contra las ventanas del edificio, los vidrios empezaron a astillarse y la turbamulta enfurecida se acercó con piedras, latas o con cualquier cosa que encontraba a su paso y arremetió con decisión las puertas y ventanas del bar. Carlos Alberto miró el cielo y se dio cuenta que esa noche había luna llena. Freddy le extendió la mano y juntos se fueron caminando hacia la Avenida Séptima rumbo al apartamento de King Street.

Después de esa noche, Carlos Alberto no volvió a saber más de Freddy.

El 20 de julio invitó a Rodrigo y Lautaro para que le acompañaran a una fiesta en Brooklyn, en el apartamento de un amigo que había venido recientemente de Barranquilla. Esa noche, entre varetas y Ron Medellín, observaron por la televisión el alunizaje del Apollo 11.

En agosto, Rodrigo le convenció que se fueran en bus hasta Bethel. Faltó al trabajo y llegaron al festival de Woodstock viajando en ácido y de buen humor. Por la noche escucharon a Ravi Shankar y en la madrugada a Joan Báez. Luego hicieron el amor. Se despertaron casi al mediodía rodeados de extraños y embadurnados de barro. Se desayunaron con brownies que había traído Rodrigo en su mochila. A las dos prendieron el primer vareto escuchando a Santana y en la madrugada tuvieron un orgasmo en el concierto de Janis Joplin y The Kosmic Blues Band. Finalmente el lunes, después de la intervención de Jimmi Hendrix, tomaron el autobús de regreso a Nueva York.

En diciembre, festejó su cumpleaños en casa de Rudy. Beatriz había preparado una lasaña y Rudy abrió una botella de vino de su colección. Cumplía veintiún años con todo lo que representaba la mayoría de edad, tanto en los Estados Unidos como en Colombia. Rudy habló con entusiasmo de los Mets, el equipo que había seguido fielmente desde su llegada a Nueva York en 1961 y que ahora, finalmente, se coronaba campeón. Cuando Beatriz se retiró para acostar a Pamela en su habitación, Carlos Alberto pensó que esa era la ocasión.

—Rudy, desde hace tiempo tengo algo que decirte… Soy homosexual.

Rudy permaneció en silencio. Se levantó, caminó hasta su biblioteca, escogió un libro y se lo entregó a Carlos Alberto.

—Eres muy joven para decidir que eres homosexual. Lee ese libro y te enterarás de las fases sexuales.

—No es una fase, Rudy. Yo sé lo que me gusta.

—¿Te has acostado con una mujer?

—No, pero…

—Pero nada. Acuéstate con una de las amigas que van a oír cantar a Andy en “El boquerón”. Y lee el libro. Cuando hayas tenido experiencia, volvemos a hablar. Si después de eso estás convencido que sí lo eres, entonces no tendrás que preocuparte por mí. Te sabré aceptar tal como eres.

Se despidieron con un beso en la mejilla, como era la costumbre entre los hombres de la familia Rivadeneira, y Carlos Alberto se sintió finalmente libre.

En febrero comenzó a trabajar en la papelería de una empresa en Broad Street, a pocos metros de Federal Hall.

El 7 de marzo se enteró por la prensa que había explotado una bomba en la calle 11 entre las Avenidas Quinta y Sexta, justo a la vuelta de un apartamento de una pareja que Carlos Alberto frecuentaba. Al continuar leyendo el artículo, se dio cuenta que la bomba había explotado por accidente y que sus fabricantes pertenecían a un grupo radical de izquierda autodenominado Weather Underground. Sintió como si una corriente eléctrica le recorriera el cuerpo de la cabeza a los pies. Ese sábado terminó en un amanecedero, el “Snake Pit”, un bar minúsculo y agradable que no pertenecía a la Mafia, situado en un sótano en la calle 10 y la Avenida Séptima, al que Carlos Alberto y Freddy iban con frecuencia durante sus amores pues el administrador también era alemán. A las dos de la madrugada ingresó al bar y le saludó.

—¿Sabes algo de Freddy?

—Lo último que supe fue que se había ido a Cuba. Algo que tenía que ver con Vietnam. Tú sabes lo loco que es.

Carlos Alberto no quiso saber más. Sintió las manos heladas, pidió un whiskey y se lo tomó de un tirón. En el traganíquel sonó “Aquarius / Let the Sunshine In”. Recordó que había visto Hair en Central Park el verano pasado sufriendo de una resaca mortal. Justo en mitad de la canción, se escucharon unos golpes en la puerta. A escasos nueve meses del “Stonewall”, el mismo policía que había dirigido la redada entró al “Snake Pit”. Desconectó el traganíquel y pidió atención.

—Escúchenme bien. No les va a pasar nada si hacen lo que les voy a decir. Afuera está un furgón. Salgan en fila india, suban las escaleras y entren al vehículo. Acomódense lo mejor que puedan. Iremos a la Sexta estación de policía donde les pediremos sus identificaciones y luego podrán irse a sus casas sin más.

El vehículo estaba estacionado, bloqueando la escalera con su parte trasera para evitar que alguien pudiera escaparse por los costados del furgón. Detrás de Carlos Alberto venía un latinoamericano farfullando. Le volteó a mirar y se dio cuenta que era muy joven y que sudaba excesivamente, particularmente a esas horas de la madrugada.

—Tranquilo, que nada va a suceder.

—¿Vos creés? Vine de Buenos Aires hará más de un año y la visa ya se me venció. Tengo terror que me deporten por eso o por homosexual.

—A lo mejor nos dejan ir. ¿No ves que hay casi doscientas personas detenidas? No sabrán qué hacer con nosotros.

Al llegar al cuartel en la calle Charles, todos bajaron en fila india y subieron por las escaleras hasta el segundo piso, donde un agente de policía, sentado en un pequeño escritorio, iba anotando las señas de cada uno de los detenidos.

El recinto era muy pequeño para tanta gente y los ánimos se fueron caldeando, a medida que el tiempo pasaba y los trámites no se hacían con la debida diligencia.

De repente, se escuchó un golpe seco y gritos de dolor. En la confusión, Carlos Alberto se enteró que el argentino había saltado a la calle tratando de escapar. Corrió hasta la ventana y vio que el cuerpo lo tenía atravesado por varias flechas de hierro que formaban la cerca en el primer piso del cuartel. Unos minutos después llegaron los bomberos que lograron cortar las flechas y le transportaron al hospital.

Alguien comenzó a cantar entre dientes “America, The Beautiful” y paulatinamente se le fueron uniendo otras voces hasta sonar con estridencia por todos los rincones del cuartel. Tal vez temiendo que aquello se fuera a convertir en otro “Stonewall”, el sargento anunció que podían despejar el salón ordenadamente e irse a sus casas.

El 19 de abril Misael Pastrana salió elegido presidente de Colombia en unos comicios que su contrincante, el ex dictador Rojas Pinilla, denunció como fraudulentos.

Al día siguiente, recibió en el correo la ficha del metro que le enviaba el ejército para que se presentara al examen médico en un lugar de Brooklyn.

El 8 de mayo a mediodía, Carlos Alberto salió de la empresa, pasó por la puerta de la Bolsa de Nueva York, ascendió las escalinatas del Federal Hall y se sentó a disfrutar del sándwich que había comprado esa mañana en King Street. En ese instante, vio que un millar de estudiantes protestaban con pancartas los asesinatos en Kent State University, cuatro días atrás, así como la guerra con Cambodia y Vietnam. A los pocos segundos, centenares de obreros con cascos hicieron su aparición por los cuatro costados portando banderas de los EE.UU. y pancartas que decían “America, Love it or Leave it”. En el cruce de las calles Wall y Broad se había formado una barrera de policías. Los obreros la rompieron y procedieron a perseguir a los estudiantes hasta hacerles caer y luego les golpearon con sus cascos hasta hacerles sangrar. En ese momento alguien izó la bandera de Cambodia en la azotea del edificio ubicado frente a la Bolsa de Nueva York.

A la semana siguiente, se presentó al lugar que le habían indicado. Había alrededor de quinientos jóvenes desnudos en un patio gigantesco y muchas estaciones con mesas, médicos y enfermeras con batas blancas. Solo tenía tres opciones: declararse pacifista u homosexual o someterse al examen. Los residentes legales no podían ser homosexuales ni pacifistas pues así lo habían declarado bajo juramento al adjudicarles sus visas.

Los cuerpos sudorosos de los adolescentes espejeaban al sol en medio del calor agobiante del mediodía. Carlos Alberto aspiró el aire enrarecido, cerró los ojos y el rumor ensordecedor se disipó por un instante.

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Miguel Falquez-Certain es un autor colombiano y reside en Nueva York desde los años sesenta, donde se desempeña como traductor en cinco idiomas. Su obra poética, dramática y narrativa ha sido distinguida con numerosos galardones. Es autor de seis poemarios, de una noveleta y de seis obras de teatro; así como de cuentos, ensayos y relatos. Book Press–New York publicó Triacas (compilación de su narrativa breve) y Mañanayer (compilación de su poesía) en 2010.