Dos relatos

José Luis Cubillo

 

 

Un viaje inútil

 

 

Hacía un calor insoportable. Llevábamos más de dos horas buscando dónde comer y nos decíamos que en el primer lugar que encontráramos pararíamos. Luego, por unas razones u otras, no nos gustaba y seguíamos adelante a ver si descubríamos otro mejor. Pero ya era tarde y como no nos decidiéramos de una vez cerrarían todos los restaurantes. Definitivamente pararíamos en el primero que apareciera en la carretera.

Tuvimos suerte. Encontramos uno a la salida de un pueblo. Era una especie de venta y no había nadie. En el interior se estaba muy fresco, por el aire acondicionado, pero estaba oscuro como una cueva porque tenía todas las ventanas cerradas para que no entrara el sol. Nos quedarnos en el patio a la sombra de unos árboles.

Tomamos unos aperitivos y de segundo Concha se pidió unas truchas y yo un bistec. Mientras esperábamos a que nos sirvieran apareció una pareja de ancianos acompañada por dos jóvenes que parecían sus hijos. La mujer iba en una silla de ruedas empujada por uno de ellos. Su cabeza y sus manos sufrían irreprimibles espasmos y por la comisura de la boca le colgaba un hilo de baba. Al hombre le llevaba por el brazo el otro joven. Se acomodaron en una mesa montada para unos diez o doce comensales en una esquina del patio, bajo una parra.

—Este calor no hay quien lo aguante —dijo Concha abanicándose con la carta. Teníamos que habernos quedado dentro.

—Estaba muy oscuro —contesté—. Me gusta ver lo que como.

Íbamos de camino a casa. Habíamos pasado cuatro días recorriendo X como siete años atrás, en nuestro viaje de novios. Entonces preparamos el viaje a conciencia. Desde varias semanas antes de partir intercambiamos opiniones sobre dónde iríamos. Cuando nos decidimos recopilamos toda la documentación que pudimos sobre la zona y planificamos al detalle cada día. Por cada lugar que pasáramos sabíamos qué ver, qué comer, cuál era su historia y sus tradiciones más destacables. Pero esta vez improvisamos. Un día me dije: “Repitámoslo. Vamos para allá”. Concha no quería, pero acabé por convencerla. Y nos lanzamos al viaje.

Hasta la pareja de ancianos iban llegando una serie de personas, como en un goteo, poco a poco. Se saludaban con besos y abrazos y se sentaban junto a ellos a charlar mientras tomaban el aperitivo. Todo era apacible. No parecían tener ninguna prisa, como si pensaran pasar allí todo el día. En poco tiempo se juntaron los diez o doce para los que estaba preparada la mesa. Acabé por darme cuenta de que era una familia que se reunía para celebrar cualquier acontecimiento. Durante un tiempo estuve especulando sobre el parentesco de cada uno de ellos.

—Teníamos que habernos quedado en el primer restaurante que encontramos —dijo Concha.

—No te gustaba —repliqué—. Además, dijiste que era muy pronto para comer.

No la entendía. Cada día menos. Con ella nunca sabía a qué atenerme. Cambiaba de opinión o de carácter en cualquier momento sin motivo aparente. Siempre fue un poco veleta pero en los últimos tiempos se había agudizado su forma de ser. Sentía que se distanciaba de mí, que se me escapaba día a día. Cualquier intento por conectar con ella era como si la empujara a alejarse. La sentía como un jabón que tuviera en mis manos al que cuanto más apretara para retenerlo con mayor facilidad y rapidez se escurría.

Procedente de la familia me llegaban en oleadas retazos de conversaciones. Charlaban de mil asuntos mientras comían en buena armonía. Desprendían una gran serenidad y felicidad. A veces rompían todos a reír por el comentario de alguno de ellos. Uno de los hermanos cortaba en trozos minúsculos el filete que se estaba comiendo la madre y luego se los introducía en la boca. Vigilaba que los masticara hasta deshacerlos antes de tragarlos. Cuando no lo hacía así le llamaba la atención y la anciana se reía como si hubiera cometido una travesura. De cuando en cuando también le limpiaba con un pañuelo la baba que le resbalaba por la barbilla.

El sol esquivaba las ramas de los árboles y comenzaba a caer sobre nosotros como si nos fusilara. Me cambié de posición persiguiendo la sombra. Unas moscas paseaban por el mantel entre las migajas desperdigadas del pan. Las espanté de un manotazo. Concha tenía la frente perlada de diminutas gotas de sudor.

—Estas truchas están horrorosas —dijo con cara de asco.

—Pues el bistec no es nada del otro mundo, pero se deja comer —contesté.

—A ti todo siempre te parece bien —me replicó resentida.

—Tu problema es que nunca estás contenta con nada.

Empezamos a discutir como cada vez era más frecuente. Al igual que en las otras ocasiones fue por una insignificancia. A partir de nada nos dejábamos llevar por el resentimiento y la frustración acumulados a lo largo de estos siete años y nos enfrentábamos subiendo y subiendo de tono hasta culminar en un castillo de fuegos artificiales de reproches y argumentos absurdos.

—Este viaje lo he hecho por ti —le hice ver.

­—No te lo pedí. Menuda gana tenía —me soltó como un desplante.

A veces la odiaba. Me sorprendía que fuera capaz de hacerme perder los nervios, a mí precisamente, que era una persona tranquila y evitaba por todos los medios el enfrentamiento. Al principio fue dulce y cariñosa pero cada día se mostraba más arisca. La verdad es que con ella no se podía razonar. Había cambiado tanto desde que nos conocimos que se estaba convirtiendo en un signo de interrogación.

El camarero se acercó hasta la familia con una tarta. La recibieron con gran jolgorio. Uno de los hermanos colocó sobre ella unas velas. El resto felicitaba a la pareja de ancianos y les besaba y abrazaba. No paraban de hacerles comentarios. Al parecer era el cumpleaños de la anciana y además celebraban los cincuenta años de casados. Los dos estaban muy juntos y el abuelo cogía la mano temblorosa de la abuela. Ella sonreía como si entendiera algo.

—Vámonos ya —dijo Concha congestionada por el calor—. Estoy harta de este viaje.

—Me tomo el café y pido la cuenta.

No me veía celebrando las bodas de oro con Concha. Nuestra relación solo fue armoniosa al principio, de novios. En cuanto nos casamos empezó a estropearse. Esperaba entonces que con el tiempo se arreglaría, pero cada año era peor. Llevaba unos meses pensando que aquello no podía seguir así. Teníamos que ponerle solución aunque no me atrevía a planteárselo. Habíamos luchado mucho por salir adelante y a pesar de las dificultades en nuestra relación no quería hacerle daño. Podía malinterpretarme y por nada pretendía tirar por la borda siete años de mi vida como si no hubieran existido. No obstante este viaje había sido un intento, quizá el último, de arreglar nuestra situación, y como cualquier otro intento anterior solo la había empeorado. No quería decir lo que estaba pensando pero no me quedaba más remedio. Por fin lo solté con dolor.

—No podemos estar todo el día discutiendo, Concha. Ni tú ni yo somos felices.

—¿Qué sugieres?

—Tenemos que ponerle solución.

—Tienes razón —se apresuró a decir como si se quitara un zapato que la oprimiera—. En cuanto lleguemos a casa cojo mis cosas y me marcho. No me volverás a ver.

Su respuesta me golpeó en la nuca como un mazazo y quedé conmocionado. Antes de que pudiera reaccionar se levantó y se fue al coche.

—No quería decir eso, Concha… —me dejó con la palabra en la boca.

Fui a levantarme para ir tras ella pero llegó el camarero con la cuenta. Mientras sacaba como un zombi la tarjeta para pagar me di cuenta de lo que había pasado. Me arrepentí de haberle dicho lo que le dije. Tal vez había ido demasiado lejos. En cualquier caso, eso tarde o temprano tenía que ocurrir. Lo venía venir y por mucho que cerrara los ojos no lo evitaría, pero no entendía que a Concha le pareciera bien y que incluso mi propuesta significara para ella una liberación, como si la hubiera deseado desde tiempo.

Desde el coche Concha tocó el claxon para reclamarme y luego se puso a pintarse los labios. En la mesa de la familia comenzaron a cantar el “cumpleaños feliz” a la pareja de ancianos. Uno de los hijos encendió las velas. El abuelo trató de apagarlas, pero no tenía suficiente fuerza y pidió a su mujer que le ayudara. Ante el intento inútil de los dos fueron los hijos y el resto de la familia quienes las apagaron cómplices. Prorrumpieron en aplausos. Concha volvió a tocar el claxon pero esta vez con mayor insistencia.


Reality Show

 

 

Me había aficionado a los “Reality Show”. Lo que más deseaba después de un cansado y aburrido día de trabajo limpiando casas, era sentarme en el salón de la mía, en mi sillón favorito, frente a la tele con algo para cenar y una manta aterciopelada sobre las piernas a ver uno de ellos.

Me los conocía todos. Cada día de la semana había alguno en una u otra cadena y a veces incluso dos o tres en el mismo horario. Entonces pasaba por ellos con el mando a distancia para seguirlos a la vez. No tenía ninguno favorito. Me gustaba mucho el de los lunes, “Arrepiéntete”. Se trataba de personas que a causa de la estrecha convivencia que se produce con la familia los fines de semana, habían cometido en un arrebato alguna locura. Desde el programa pedían perdón a la persona perjudicada y trataban de reconciliarse. Siempre resultaba entrañable.

También me gustaban mucho el de los jueves y el de los viernes. El de los jueves se titulaba “Cuéntalo aunque no lo sepa”. Algunas personas lanzaban mensajes a otras que no se atrevían a decirlos personalmente. Me sorprendía la cantidad de sentimientos que llevamos dentro sin que encontremos nunca el momento de sacarlos. El de los viernes era sorprendente de verdad. Se titulaba “En algún sitio estará”. Se basaba en personas que buscaban a otras cuyo rastro, por azar de la vida, habían perdido hacía tiempo. Eran familiares, parejas, amigos, socios de algún negocio. Por mucha imaginación que pusiera una nunca llegaba a sospechar los caminos por los que la vida conduce a las personas.

En las pausas de la publicidad aprovechaba para ir al baño. Hasta ese momento aguantaba todo lo que podía para no perder detalle. Un día, allí en el baño, escuché unos murmullos y me asusté. Venían de lejos pero se oían como si estuvieran sobre mí, al otro lado del ventanuco que veía reflejado en el espejo desde el retrete. Parecía que dos personas estuvieran fuera hablando suspendidas en el aire en el hueco interior del edificio. Desde luego aquello era por completo imposible. No obstante me sorprendió y me intrigaba tanto que tuve la tentación de abrir el ventanuco para comprobar que en efecto no era lo que parecía. Solo me retuvo el miedo que siempre me había producido. Sabía que enfrente no había más que otro igual perteneciente a la vivienda del vecino —jamás lo encontré abierto aunque llevaba poco tiempo viviendo allí—, y hacia arriba y hacia abajo perdiéndose en la oscuridad entre suciedad y malos olores otros semejantes pertenecientes al resto de las viviendas también permanentemente cerrados como sellando no se sabía qué vergüenzas. De repente, antes de que me decidiera, los murmullos desaparecieron con el mismo misterio con el que habían surgido.

Pasaron unos días cuando en otra pausa publicitaria de otro programa volví a escuchar las voces. Esta vez eran gritos. Una mujer reprendía a un hombre con violencia. Estaba muy enfadada y se despachaba a gusto con él. El hombre, por su parte, apenas se defendía. Su voz nunca sobresalía por encima de la voz de la mujer y se dejaba oír solo de vez en cuando, por breves segundos, con apenas tiempo y fuerza para replicar, aceptando la bronca sumiso, igual que alguien que a punto de ahogarse, ya agotado, hace los últimos esfuerzos sin ningún convencimiento por mantener la cabeza fuera del agua.

Los argumentos no se entendían y solo se oía un barullo de gritos. Tenía curiosidad por saber en qué quedaba aquella discusión, pero la sintonía del programa que estaba viendo comenzaba a sonar y me marché. Una madre estaba a punto de aceptar a su hija, cual hija pródiga, que se había marchado de casa muy joven con un hombre que no la convenía. Con el tiempo el hombre llegó a abandonarla de malas maneras confirmando los vaticinios de su madre. Ahora la hija regresaba consciente de su error y arrepentida para satisfacción de la madre. Mientras contemplaba este encuentro no se me iban de la cabeza aquellas voces que oía en el cuarto de baño procedentes de no sabía muy bien dónde.

Al día siguiente no me pude resistir a regresar al baño sobre la hora en la que había escuchado las voces los días anteriores. El silencio era absoluto. Hice tiempo poniéndome pequeñas tareas como limpiar un poco o colocar los objetos de aseo. Mi espera se vio recompensada unos minutos más tarde cuando volví a oír una nueva discusión, esta vez más violenta si cabe que la del día anterior y en la que tanto el hombre como la mujer pugnaban por gritar cada uno más alto que el otro. Seguía sin entender nada, pero entre alguna que otra palabra suelta que sobresalía del guirigay de la pelea deduje que el hombre estaba harto de que la mujer le hiciera continuamente todo tipo de reproches y la amenazaba con marcharse. Ella, muy al contrario de lamentarlo, seguía humillándole diciéndole que era un inútil y le desafiaba a marcharse porque no creía que fuera capaz. Así estuvieron un tiempo hasta que llegaron a un punto límite y el hombre, en un último arranque de valor, se marchó. La mujer pareció celebrarlo y le advirtió que no volviera más. Se quedaba, decía, más descansada que si hubiera parido.

Me preguntaba quién sería aquella pareja. Llevaba poco tiempo viviendo en la casa y no conocía a nadie. Podía preguntarle a la vecina, pero no tenía confianza y además seguro que pensaba que era una cotilla. Un día que llegaba a casa por la tarde después de trabajar escuché en el descansillo de arriba que se abría una puerta. Me entretuve en abrir la mía para hacer tiempo a ver qué ocurría. La puerta se cerró y alguien comenzó a bajar la escalera. Enseguida apareció en el tramo de mi descansillo una mujer algo mayor que yo, de unos 60 años, con el pelo ralo, gris. Bajaba despacio, como si le costara moverse, aunque era delgada y parecía bastante ligera. No la había visto nunca. Cuando pasó a mi altura me presenté como una nueva vecina pero la mujer apenas me hizo caso. Me miró con cierto mohín de que le importaba un pito y siguió escaleras abajo sin detenerse.

Esa misma noche me encerré en el cuarto de baño. La relación de esa pareja me tenía más interesada que cualquier suceso de los que veía en los “Reality Show”, con el aliciente de que este era en directo, se producía a escasos metros de mi propia casa y a sus protagonistas me los podía encontrar por la escalera.

Estuve mucho tiempo esperando. Cuando ya había colocado y descolocado todos los productos de aseo personal varias veces, había limpiado lo que ya estaba limpio y comenzaba a perder la esperanza de que ocurriera algo nuevo, ya a punto de marcharme decepcionada, se comenzaron a oír rumores. El hombre había regresado. La mujer, vengativa, le restregaba orgullosa su certeza de que volvería. Qué iba a hacer él sin ella, decía. Pero para su sorpresa el hombre solo venía a recoger sus cosas. Ella no se lo creía. Él se marchaba definitivamente. Comenzaron a discutir, cada vez más violentamente. Por el hueco interior del edificio se precipitaba una cascada de insultos, golpes, carreras y un variado arrastrar de muebles. En ese escándalo se destacaban algunas frases por las que podía intuir que la mujer acusaba al hombre de ser un vago y vivir a su costa y el hombre a la mujer de estar medio loca y ser una alcohólica. Así estuvieron un buen rato hasta que el hombre se marchó definitivamente. La mujer, fuera de sí, le dijo que no volviera jamás. No pensaba abrirle la puerta ni aunque se lo pidiera de rodillas. Estaba segura de que no sobreviviría sin ella ni tres días y acabaría por regresar como un corderito a pedirle perdón.

Tardé tiempo en serenarme por lo que había escuchado. Me costaba coger el sueño y dormí mal. Unos días más tarde me encontré a la mujer en el portal. Ella venía de hacer la compra y de sus bolsas sobresalían varias botellas de alcohol. Para tirarle de la lengua le dije que unos días atrás me había parecido escuchar por el hueco interior del edificio una discusión de una pareja, y le pregunté si ella sabía de algún matrimonio vecino que se llevara mal. Sorprendida me miró con unos grandes ojos y me contestó que me metiera en mis asuntos. Yo salía del portal y me di cuenta que cuando ella comenzaba a subir la escalera me echó una mirada. No sé por qué, pero en esa mirada vi que la mujer sabía que le había intentado tender una trampa.

Esa noche presentía que me aguardaban sorpresas en el cuarto de baño. Fui a la misma hora de siempre y al poco comencé a oír a la mujer, hablando casi en susurros, arrastrando las palabras como si le costara un gran esfuerzo expresarse. No había ningún rastro de la seguridad y la firmeza que mostraba cuando hablaba con el hombre. Se lamentaba precisamente de que él la hubiera abandonado. Se culpabilizaba y prometía que si volvía no le regañaría más y le trataría como a un rey. Al final se puso a llorar y estuvo un buen rato deshaciéndose en lágrimas hasta que poco a poco fui perdiéndola y acabé por escuchar solo el agua de las cisternas bajando por las cañerías.

A partir de esa noche abandoné por completo los “Reality Show” y me encerraba en el cuarto de baño a la misma hora a escuchar a aquella mujer. Lo que ocurría cada día siempre era una sorpresa. A veces hablaba sin parar, como un torrente, fuerte y claro. Otras en cambio apenas era un murmullo. En alguna ocasión permaneció en silencio durante unos minutos, escuchando mi propio silencio. A lo largo de esos monólogos iba contando su vida y sus pensamientos. Había tenido una existencia plagada de privaciones y de errores a la hora de tomar decisiones que cambiaran el rumbo de su destino. Se prolongaban por tiempo indefinido que iba de unos pocos minutos a un par de horas. Su humor variaba de unos días a otros y a veces incluso en una misma sesión. Comenzaba triste, abatida, y según iba soltando su pena se iba animando. O bien comenzaba alegre y según se agotaba en su propia felicidad iba cobrando conciencia de su situación, de sus pérdidas, y comenzaba a ahogarse en su dolor. Pasaba con frecuencia de la suficiencia y la seguridad a la depresión más profunda. Hablaba para nadie, o para sí, o quizá, quién sabe, para mí.

Cuando a partir de aquellas confesiones nos íbamos a cruzar bien en la escalera, en el portal o en la calle, la mujer siempre me esquivaba. Evitaba por todos los medios encontrarse conmigo. Hacía como que no me veía y cambiaba de dirección. Una noche no pude resistir más la curiosidad y decidí asomarme al hueco interior del edificio para comprobar de dónde venía aquella voz y por qué extraño fenómeno la escuchaba allí mismo aunque parecía venir de lejos. Me subí a la taza del retrete, abrí el ventanuco y asomé la cabeza. Apenas vi nada más que oscuridad. Debía auparme y sacar la cabeza al hueco para poder ver bien lo que había por arriba. Me estiré todo lo que pude pero el pie se me fue de su apoyo y caí al suelo con todos mis kilos quedando encajada entre el retrete y la pared. Sentí un vivísimo dolor en la pierna que tenía bajo el cuerpo; la otra había quedado hacia arriba por encima de la taza del wáter. No me podía mover. Me invadió el pánico. Presentí la muerte. Nadie sabía que estaba allí. Nadie me podía rescatar. Era fin de semana y hasta que no fuera dos días más tarde a asistir nadie me echaría en falta. Grité entonces. Grité todo lo que pude, desesperada, en un intento que sabía inútil por pedir ayuda hasta que agotada por el esfuerzo y anulada por el dolor de la pierna acabé por perder el sentido.

Me desperté en la cama de un hospital con la pierna enyesada. No sabía cómo había llegado allí. En un momento en el que entró una enfermera le pregunté. Al parecer una vecina con el pelo gris y ralo había oído mis gritos y llamó a la ambulancia. Había estado allí para ver cómo me encontraba. Acababa de marcharse.

 

 

José Luis Cubillo es un autor y cineasta español. Tiene inédito el libro de relatos Y si no está aquí, ¡dónde está? Como guionista trabajó en Nijinsky. Marriage with God (2019) y como director tiene en su haber la Película al estilo Jafar Panahi (2018). Ganador del premio a la mejor idea original en el festival “Global Motion Picture Awards” 2018. Reside en Madrid.