Encuentros con Neruda (parte de un manuscrito inédito de recuerdos fugitivos)

Suzanne Jill Levine

 

 

Leonardo García Pabón, un poeta boliviano que daba clases en Oregon, se encontraba entre un grupo de tres o cuatro jóvenes poetas con quienes me encontré en Santiago de Chile, en julio de 1991. Gracias, en parte, a mi amistad con Cecilia Vicuña, poeta y artista de instalaciones quien para entonces vivía en Nueva York y con cuya familia me estaba quedando en Santiago, los había conocido mientras participaba en una conferencia universitaria. Escapamos felizmente al tedio de la conferencia y uno de los poetas locales nos condujo hacia el oeste en un viejo Toyota para visitar la casa (que se había convertido en museo) de Pablo Neruda en Isla Negra. “Isla Negra”. Me pregunté por qué la llamaban así. Por lo que recuerdo creo que era debido al color de la arena. Emir Rodríguez Monegal y Rita Guibert, amigos de mi época neoyorkina, me habían contado historias sobre las visitas al maestro en su peculiar cabaña playera encaramada sobre el feroz Pacífico; generosamente guarnecida por el gran bardo, quien era un entusiasta coleccionista de miscelánea, con enormes juguetes y meticulosos grupos de escarabajos, partes de antiguos barcos, y otros curiosos o cotidianos objetos, que adquirían connotaciones mágicas en el aura de domesticidad del bardo. Emir había ayudado a Rita a organizar su libro de entrevistas con Neruda y otros famosos escritores latinoamericanos titulado Seven Voices —la razón que la había traído a Isla Negra.

La casa había sido establecida recientemente como un museo nacional. Antes de llegar al museo, que se encontraba un poco al sur del pueblo, paramos a almorzar en un viejo y sencillo restaurante cerca de la playa, donde nos sirvieron un banquete marino y un delicado y delicioso vino blanco chileno bien frío. Durante el día, le había contado a Leonardo mis tres encuentros con Neruda. De esta visita surgió un poema de Leonardo dedicado a mí, que traduje para hacer mutuo el homenaje:

 

Isla Negra is the immense shadow of an imaginary ship

floating on a sea rocked by wind smelling of permanent rain.

 

An imaginary ship in love with a migrating dove

found in fossils buried at the bottom of the sea

in the remains of the shipwreck of a giant

that sank like the Titanic

embracing the iceberg of language.

 

To traverse Isla Negra

you have to take with you that inaccessible ship

down the road invented by her long laugh

the laugh of a translator in love with the sea.

 

In that sea await more dangers

than the infinite words of Neruda’s verse:

prows crazed by the insomnia of seeing themselves in photographs

captain caps that gave into the charms of the octopus,

ships imprisoned in pharmacy flasks thirsty for liqueurs.

 

On a late afternoon in August invisible sirens hover

singing to the ears of sailors caught off guard

and verse by verse they lead them into the sargasso sea.

 

On a stormy day in Isla Negra the ghost

of the poet dreaming

his aura of high spirits, good food and egomania

mirrored in the labyrinthine

collection of ships, liqueurs, postcards, insects.

 

Yes, mirrored in his solitude.

 

If only he could exchange his whole sea for a verse,

for a single verse he wrote

when he resided on earth…!

 

If you traverse Isla Negra without sinking into the weight of your

words

 

you will see that there are no islands

nor the color black in the wild wind.

In Isla Negra all is as imaginary

as the sirens his ghost

can no longer hear.

 

And you will discover why the translator is in love with the sea

and how her long laugh is the beacon of the lighthouse on earth

where many languages can finally be

walking around.

 

 

Durante aquella visita a Chile también me encontré con Gonzalo Rojas, uno de los grandes poetas mayores todavía en circulación en aquel entonces, y recordé un agradable almuerzo con él y Cecilia, donde llegamos a la conclusión de que Chile cuenta con tantos poetas porque el español chileno tiene una musicalidad especial, enriquecido por las ricas lenguas indígenas de la región. Me gustó esta explicación antropológica —y pienso que Emir la hubiera escuchado con suma atención.

La primera vez que me encontré con Pablo Neruda fue en 1970. Me encontraba viajando con su ya mencionado amigo y biógrafo Emir Rodríguez Monegal, el ingenioso y erudito crítico literario uruguayo, comparado en su tiempo con Edmund Wilson. Desde los años sesenta hasta su muerte, en 1985, Emir sería una estimulante presencia en la arena literaria latinoamericana; un creativo lector que espoleó el interés por los nuevos escritores, de Borges a Sarduy, del modo como Bunny Wilson había hecho con los anglo-modernistas. Cuando joven ya un ávido lector, Emir, nacido en 1921, descubrió su vocación a la tierna edad de quince años, mientras leía las sorprendentes reseñas literarias de un extraño escritor argentino llamado Borges, descubiertas en El Hogar, una revista femenina a la cual se suscribía su madre. Cuando lo conocí en 1968, siendo una joven estudiante graduada, Emir era ya un conocido hombre de letras, aunando los mundos de la innovación literaria y el discurso académico; primero con sus reseñas, artículos, libros y edición de revistas, y desde 1969 como jefe del Departamento de Español de la Universidad de Yale. Emir, quien acababa de aceptar este puesto académico, en aquellos días andaba siempre en tránsito, y esta vez lo habían invitado a una conferencia del Instituto Iberoamericano en Caracas, Venezuela. Lo que más recuerdo de aquella mega conferencia fue su atmósfera de dilatada bacanal: interminables cocteles en esa descentrada y extendida ciudad latinoamericana que parecía, con sus amplias avenidas llenas de veloces automóviles y aire contaminado, una versión tercermundista de Los Ángeles; y donde la única manera de circular era en auto con chofer, a fin de llegar a todas aquellas recepciones en embajadas o mansiones de los exclusivos enclaves residenciales donde se mezclaban los académicos latinoamericanos con los autores célebres, y corría el whisky. Aunque uno no se hubiera terminado el trago, el boyante camarero —de seguro un poco tomado también— te quitaba el aguado trago de la mano reemplazándolo con un fresco y contoneante whisky en las rocas.

Emir, un caballero en sus cuarentas largos, y la joven de veintitrés años que era yo entonces, conformábamos una reciente “unidad” —una “pareja llamativa”, como Manuel Puig nos definió con uno de sus eufemismos argentinos. De cualquier modo, el punto álgido de aquella visita era una invitación a un elaborado banquete, temprano en la tarde, (empezando a las dos o las tres) en honor del gran Pablo, en la contemporánea mansión diseñada en varios niveles del novelista Miguel Otero Silva, quien no solo era un hombre adinerado sino, lo que estaba entonces muy de moda, miembro del Partido Comunista. Emir y yo nos dedicamos a admirar una gran escultura de Henry Moore en el jardín de uno de los muchos moderne niveles; yo estaba impresionada y casi en shock de que una obra de un artista contemporáneo tan famoso fuese la propiedad privada de alguien. Fue entonces que aprendí el término “comunista de champán” —otro sinónimo sería “marxista de butaca”.

Tal vez porque yo era la persona más joven en aquella larga mesa de aproximadamente veinte invitados —aparte de Pablo y Matilde, su atractiva esposa, Miguel Otero, su elegante anfitrión, y Emir, honestamente no puedo recordar quién más estaba presente, pero ha debido ser una augusta reunión— me pusieron amablemente al lado del gran poeta. Era la primera vez que asistía a un banquete formal, donde un camarero o sirviente uniformado trajo una bandeja de plata ricamente decorada, de la cual cada invitado se servía y, para más inri, yo era zurda. Remover de la bandeja una porción del pescado exquisitamente preparado —era uno de esos affaires de pez entero, incluyendo los ojos— y llevarlo hasta mi plato con un grácil gesto resultó ser una ardua empresa plagada de embarazosas dificultades, como sucede en muchas escenas cómicas de las películas mudas. Pero el reto por excelencia fue el postre: un mango entero con un pequeño cuchillo al lado. La gentil voz de Pablo vino a mi rescate, cuando vio mi atormentada vacilación: “Jill”, lo pronunció correctamente con una “g” suave, “yo te lo corto”; y dulce y metódicamente cortó mi mango en pequeños bocados. Para mí este acto caballeresco fue casi como las atenciones de un amante; me sentí a la vez honrada y sin palabras, y un intenso rubor sirvió para agradecérselo. Cuando traían el café Matilde anunció que Pablo iba a dormir una siesta, y así fue como aquel hombre grande como un oso se levantó y ágilmente, como por arte de magia, desapareció en el laberinto privado de aquella lujosa casa.

El segundo encuentro sucedió un año o dos después en Nueva York, tras una emocionante lectura pública del gran bardo en la 92 St. Y. Todo aquel que era alguien en el mundo de la poesía estaba allí, incluyendo a Allen Ginsberg y a Yevtushenko (vestido con una camisa rosada —extrañas las cosas que una recuerda), críticos y periodistas de los principales periódicos y revistas. Al finalizar, un grupo selecto que incluía a Emir, a mí y al traductor de Neruda al inglés, fuimos invitados a cenar al penthouse en Central Park West del historiador de arte chileno Leopoldo Castedo y su diminuta pero dinámica esposa, Carmen Orrego; y donde todos nosotros —los distintos traductores de poesía, incluyendo al temperamental Robert Bly y al suave Nathaniel Tarn con su seudo pero no obstante sexy acento británico— asistimos transfigurados, escuchando al gran hombre contar una historia acerca de la fabulosa bestia marina que había quedado varada en las costas de Isla Negra justo frente a su casa, una casa que visitaría 20 años después.

El tercero y último encuentro fue ciertamente para mí el más apasionante. Esta vez Emir y yo éramos los únicos invitados, en febrero o marzo de 1972, a la embajada chilena en París. Recientemente nombrado por Allende embajador en Francia, Pablo y su esposa Matilde fueron los anfitriones, en las dependencias privadas de la embajada, de nuestro íntimo dîner à quatre, maravillosamente preparado à la française, empezando con un apéritif en la sala; y aquí pude sostener o más bien abrazar uno de los juguetes, un gigantesco oso de peluche casi del tamaño del poeta mismo. La pièce de résistance de esta sencilla y deliciosa comida fue precisamente el apéritif, un invento del propio Pablo, como apuntó orgullosamente: un coctel servido en una larga flauta de champán; una especie de kir royale con el jugo de una grosella que, según él, solo crece en el Círculo Ártico.

Poco más de un año después escucharía, en medio de las terribles noticias que nos llegaban de Chile, acerca de su repentino fallecimiento. Ya sabíamos que estaba luchando contra un cáncer, aunque no se mencionó en el transcurso de nuestra cena, y tampoco percibimos signos visibles de la enfermedad. Con todo, todos sospechábamos que su muerte, durante el golpe que aniquiló a Allende, fue el resultado, no de su avanzada enfermedad, sino de un subrepticio asesinato para librar a Chile de sus héroes marxistas, profetizando los tiempos que venían.

 

Traducción de Alejandro Varderi

 

 

Suzanne Jill Levine. Traductora, ensayista y crítico literario norteamericana de amplia trayectoria. Es autora, entre otros, de The Subversive Scribe: Translating Latin American Fiction (1991) y Manuel Puig and the Spider Woman (2000). Ha traducido a numerosos escritores latinoamericanos, entre ellos a Jorge Luis Borges, Julio Cortázar, Adolfo Bioy Casares, Manuel Puig, Guillermo Cabrera Infante y Severo Sarduy. Es profesora de la University of California, Santa Barbara, donde dirige el programa doctoral de traducción. Ha obtenido el PEN American Center Career Achievement award, entre otros reconocimientos.