Malandrines, de Isabella Portilla: astucia y existencialismo

Juan Manuel Zuluaga Robledo

 

 

Isabella Portilla conoce el oficio del periodista literario. Y sorprende, pues escribió su primer libro con tan solo veinte años, edad a la que obtuvo dos importantes reconocimientos: el Premio Guillerno Cano (2011) y el galardón a la Joven Promesa del Periodismo Colombiano.

Más adelante escribió Lectores (2013) y posteriormente viajó a los Estados Unidos, donde incursionó en la escritura cinematográfica. Su obra periodística y poética ha sido antologada en El impúdico brebaje (2015) y La vida es bella, (2019). Además, Portilla es graduada de la maestría en escritura creativa de New York University y es periodista de la Pontificia Universidad Javeriana, donde también cursó estudios en filosofía.

Será quizá por lo anterior que en su trabajo narrativo también subyace otra particularidad: un habitual cuestionamiento filosófico con miras a sondear y revelar los acertijos de la condición humana.

De eso da cuenta Malandrines (2011), publicado por la Editorial Planeta, un libro que se revela como un logro que no había sido alcanzado: conjugar la crítica social con preocupaciones literarias al agrupar una miscelánea de farsantes colombianos que quedan al descubierto no solo en sus engaños, sino también en su condición existencial.
Y es a través de la condena, o de la imposición vital de los personajes —según sus circunstancias— que empieza a retratarse la identidad de un país como Colombia. Gracias al tratamiento y mirada pelicular de cada caso, la autora logra crear una obra inteligente que se sirve de lo particular para constatar el talante hipócrita de la sociedad.

Personajes como el falso embajador de la India; la piramidista que saqueó el Meta; la anciana que engañaba a sus víctimas haciéndose pasar por bruja o el primer sicario del país que murió como un héroe, delatan la Colombia tramposa y artera, pero además, la Colombia crédula que muchas veces, y a pesar de lo evidente, los ciudadanos parecen obviar.

Son varios los detalles que sobresalen en el libro: el tratamiento de las crónicas conjuga el conocimiento de distintas disciplinas. La reportería es acuciosa y contundente. Y hay que resaltar el uso del lenguaje, que como señala la historiadora de prensa, Maryluz Vallejo, resulta “ágil” y portador de un ritmo “resistente a las fugas del lector”.

Tal vez por lo anterior, sumado al compromiso intelectual de la obra, Malandrines puede considerarse una rara avis, una singularidad en el panorama de la crónica latinoamericana.

Hablamos con la autora, que hoy reparte su tiempo entre la escritura de su primera novela, las columnas que escribe para el diario El Espectador y las clases que imparte en la Universidad de Nueva York.

 

 

Manuel Zuluaga Robledo. ¿Por qué escribir sobre este tipo de personajes?

 

Isabella Portilla. Desde siempre me gustaron las historias periféricas, marginales: hombres y mujeres sumidos en la miseria, que solo contaban con su ingenio para abandonar la pobreza y alcanzar una vida soñada. Hablo del Buscón, la pícara Justina, Felix Krull, P.B. Jones. Cuando tenía dieciocho años me propuse buscar estos personajes fuera de la literatura, en la vida real. Fue cuando apelé al periodismo.

 

JMZ. ¿Cuáles fueron los pasos a seguir para ir a cazar estas historias, para ir en busca de los malandros de carne y hueso?

 

IP. Empecé a investigar y a recolectar información. Lo primero que hice fue un rastreo en archivos de prensa. La lista fue larga. Tuve que quedarme con los más sui generis, los que me parecían dignos de ser tratados literariamente. Luego vino lo difícil: contactarlos. Gasté mis ahorros en viajes a distintas ciudades de Colombia. Algunos no aparecían, se habían esfumado, estaban en la cárcel o fuera del país, pero me empeciné en la búsqueda, di con cinco personajes y escribí las crónicas para presentarlas en mi tesis de grado de la carrera de periodismo. No tenía la pretensión de escribir un libro en aquel entonces, menos de publicarlo. Sin embargo mis maestros enviaron las crónicas a la Editorial Planeta, los editores me contactaron y me propusieron escribir cinco historias más. Fue así como el libro se materializó.

 

JMZ. ¿Cuáles son los personajes que se pueden encontrar en el libro y cuál es el hilo que une esas historias?

 

IP. Decía Heidegger que el hombre es un ser arrojado al mundo. Los personajes de Malandrines están moldeados por la libertad y la angustia que les provoca ese arrojo. Sienten que la vida es un lugar inhóspito al criarse en hogares pobres, destruidos, en un país que no les ofrece oportunidades ni condiciones favorables y por eso alteran sus credenciales e ideales.

En las historias del libro hay un común denominador —un sustrato: la renuncia de los personajes a ser quienes son o lo que la vida les ha impuesto que sean. Esta cuestión está presente en todas las crónicas. Por ejemplo, en “El escapista”, el polizón de Cali que de niño se fugó en un avión de carga a Miami y con el paso del tiempo llegó a convertirse en el ladrón internacional más perseguido del país. En su vida hay una marcada tendencia a la huida. Huye de su infancia miserable, de su país, huye de Andy Swindells, el detective que lo persigue, de los hoteles que roba, de las cárceles a donde va a parar. Huye de todo y sin embargo hay algo de lo que no puede huir nunca: de él mismo.

Otro tipo de renuncia fue la de Liliana Cáceres, quien fingió estar embarazada de séxtuples y sostuvo la farsa durante meses, engañando a todo el país. El origen de su mentira era una verdad insoportable: su novio se había enamorado de su mejor amiga, juntos iban a casarse. Cuando se enteró, sumida en la angustia, la joven se propuso recuperar al hombre a punta de hijos. Pero no de uno, ni de dos. ¡De seis! Y no de carne y hueso: los suyos eran hijos de trapo. Fue así como llegó a convertirse en “La barriga más grande del mundo’.

Al rastrear posibles casos, encontré uno que me llamó poderosamente la atención. De hecho, creo que esa crónica definió la línea existencialista del libro. Era la historia de un joven homosexual que nació en un caserío de la costa atlántica, hijo de un guerrillero muerto en combate. Un joven a quien le disgustaba su apariencia física, su nombre y su ascendencia. No le gustaba ser quien era, pero poseía algo, un único atributo para subvertir lo que la vida le había impuesto: su voz.

Desde niño se dio cuenta que podía imitar con mucha astucia cualquier voz que se propusiera. En pocos años se convirtió en “El rey de los farsantes”. Llegó a estafar a actrices, primeras damas, políticos y banqueros. La prensa lo bautizó “El estafador del jet set”. Este hombre se había sublevado contra su destino, se negaba a ser él y gracias a su voz le estaba ganando la pelea a la vida.

 

JMZ. Cuando le pregunté por qué escribir sobre este tipo de personajes, usted habló de búsqueda. ¿Qué era exactamente lo que buscaba al retratarlos?

 

IP. Quería conocerlos, llegar a comprender sus motivaciones, saber por qué decidían abandonar sus vidas para convertirse en los malandros que eran. Deseaba saber de dónde sacaban el ímpetu para jugarse el todo por el todo. Sin presentirlo, este ejercicio me sirvió, además, para diseccionar las capas sociales por las que los pillos deambulan. Me di cuenta, por ejemplo, de que el pícaro es espectador de la hipocresía de los políticos y de los dueños del país a quienes critica porque no dan el ejemplo que deberían, pero ellos mismos siguen teniendo como lema el “Todo vale” para cometer sus fechorías y conseguir el ascenso social que anhelan. Es como si, en el fondo, todo pícaro de poca monta deseara ser un político. Y ya sabemos que la mayoría lo logra.

 

 

 

Por Dominique Souse

“Nuestra labor es hacer visible lo invisible”

 

 

 

 

JMZ. Hablemos del trabajo de reportería de Malandrines. Algunas historias ocurrieron en años los 50 o principios de los 90, ¿Cómo realizó la investigación para poder relatar las historias de personajes que no estaban presentes?

 

IP. Ojalá se pudiera entrevistar a los muertos, pero como la ciencia aun no ha avanzado en ese sentido, no tuve más remedio que acudir al trabajo de historiadores y usar fuentes hemerográficas. Así, digamos, los resucité. Sin embargo, el reto no consistía en recopilar la información. Eso lo hace cualquiera. El reto consistía en organizar las historias y darles voz. ¿Cómo se pueden combinar los elementos narrativos para contar esas crónicas? ¿Qué técnicas utilizo? Antes de la escritura tuve que pensar en la armazón y en la estructura interna del relato. Cuando ya tenía el plano a recorrer y una vez clasificada la información, releía el material una y otra vez hasta desmenuzarlo. Era ahí cuando me preguntaba: ¿Cómo me gustaría leer esta historia? ¿Cómo logro capturar la atención del lector? ¿Cómo hacer que el material resulte entretenido? Pero más allá del entretenimiento, me preguntaba: ¿Cómo alcanzar la dimensión humana del personaje sin haber hablado nunca con él? Antes de sentarme a escribir sabía que debía tener las respuestas a esas preguntas y eso solo lo lograba después de leer y pensar en esos muertos por días y noches enteras.

 

JMZ. Hablemos ahora de los vivos. ¿Cómo fue el trabajo de campo para contar las historias de los personajes que sí pudo entrevistar?

 

IP. La meta era reconstruir los casos con la propia voz de los protagonistas. Cada vez que pude entrevistarlos, lo hice. Mantuvimos conversaciones múltiples en las que me entregué del todo. Viajé al interior de Colombia detrás de cada uno. Tan solo “La Bruja Atroz” se encontraba en Bogotá, recluida en una casa por cárcel. Los otros vivían en ciudades y pueblos alejados. Todos eran de difícil rastreo porque no se trataba de personajes públicos y vivían de incógnitos para seguir delinquiendo o para olvidarse de sus fechorías.

En el medio contacté a personas prestas a colaborar conmigo: periodistas, policías, amigos que hice en el camino. La solidaridad de la gente me parece lo más valioso de esta aventura. Por ejemplo, fueron muchas las peripecias que viví para encontrar a La barriga de trapo”. Viajé tres veces a Cartagena en bus. En el primer viaje hablé con todos los periodistas que cubrieron diez años atrás la noticia. En el segundo viaje, alquilé una moto y visité los posibles barrios donde podía vivir. Una pista me llevaba a la otra, hasta que en el tercer viaje di con su exnovio, “El machoe´trapo”, que estaba casado con la mejor amiga de Liliana. Él me dio el dato que necesitaba. Me dijo que Liliana era peinadora y trabajaba en las playas de Bocagrande. Fui hasta allá, recorrí la playa preguntando por “La barriga e´trapo”. La gente, menos mal, la recordaba todavía por ese apodo. Ayudaba el hecho de que en el carnaval de Barranquilla alguien se inventó un disfraz en su honor. Al final la encontré haciéndole trenzas a una gringa en medio de la playa. Lo primero que le dije cuando la vi era que le podía asegurar que nadie en la vida la iba a buscar tanto como yo.

 

JMZ. ¿Cómo accedió a los personajes que estaban en las cárceles? ¿Usted fue hasta esos lugares y los entrevistó?

 

IP. A algunos los visité en la cárcel y no tuvieron problema en concederme la entrevista, aunque el acceso de los periodistas a las cárceles colombianas sigue siendo dispendioso y burocrático. Con uno me pasó algo curioso. Una tarde, estaba trabajando en la sala de redacción de El Espectador. Ya había salido publicado el libro, y de repente entró una llamada a mi celular. Del otro lado de la línea dijeron: “Isabella, te hablamos desde la Presidencia de la República, recibimos tu libro, queremos invitarte a una reunión con el Presidente”. Era una voz de mujer, tenía el tono ceremonial de las secretarias de alto rango.

Yo no lo dudé y le pregunté: “¿Quién le dio mi número telefónico?” Me aseguró que lo consiguió en la editorial. De inmediato colgué. Llamé a Planeta a corroborar si recibieron alguna llamada. Y efectivamente, me dijeron que llamaron desde el Palacio de Nariño. Entonces lo supe. La llamada no era de Presidencia. Era Nelson David Escorcia. El rey de los farsantes me había llamado desde Cómbita, la cárcel más segura del país. Allí le llegó Malandrines.

Días después recibí otra llamada. Era Escorcia, ya no con la voz de secretaria, sino con su propia voz: una voz con acento costeño, melcochudo. Me dijo: “Cómo consiguió escribir mis secretos, nadie sabe lo que aparece en su libro, tan atrevida, seguramente va a ganarse un premio a costa mía, pero por otro lado, la felicito”.

Yo estaba anonadada. Le pedí que me concediera una entrevista. Durante el trabajo de reportería del libro pasé varios oficios al INPEC para verlo y él no quiso responderme. Esta vez del otro lado de la línea me contestó: “Ya salí de la cárcel. Es más, tenga cuidado porque mañana voy y la visito al El Espectador”. Yo le contesté que lo esperaba, que sería un gusto conocerlo. Le comenté que me encantaría publicar una nueva crónica sobre él, una más larga, con su versión. El encuentro nunca se dio. La crónica del libro que se titula “Una mentira nunca vive hasta hacerse vieja” está construida a partir de las voces de las víctimas. Sin embargo, considero un logro enorme el hecho de que él me llamara y me reclamara por haber contado su historia. Espero entrevistarlo alguna vez.

 

JMZ. Varios críticos resaltan la tensión que se maneja en las historias. ¿Malandrines podría leerse como híbridos entre crónicas y thrillers de suspenso?

 

IP. En realidad no lo había visto así. Yo diría más bien que el suspenso es una técnica narrativa que apropié de la literatura de ficción. Todos los hechos que se cuentan en el libro le hacen reverencia a la realidad. Sucedieron. Pero tal vez el suspenso que avizoras obedece a que este tipo de historias tiene varios rasgos en común con la estructura del thriller: un protagonista ingenioso, antagonistas como policías y detectives, y una trama que se resuelve entre la lucha de los dos. Ahora bien, no tengo problema con que alguien lea mis escritos como un híbrido entre crónicas y thrillers. O lo que quieran. Es más, me parece estupendo que un libro de crónicas pueda leerse de diferentes maneras. Me encanta que a pesar del corsé que aprieta al género y que lo ciñe estrictamente a lo periodístico se puedan presentar este tipo de polivalencias.

 

JMZ. En las historias abunda la rigurosidad en los detalles para crear atmósferas convincentes (la ropa que usaban los protagonistas, sus ademanes, conversaciones corrientes, el uso del tiempo exacto en el que ocurrieron los hechos, los prontuarios de los delincuentes, leyes y decretos, sentencias) ¿Cómo logró crear esos ambientes tan pormenorizados?

 

IP. Gracias a la reportería y a la investigación, preguntando y ahondando en los detalles. Son las particularidades las que enriquecen un texto. Quien escriba crónica debe indagar en ello, igual para quien escriba ficción. Decirlo no cuesta nada. Llevarlo a la práctica implica un desgaste físico y mental importante. Hay que obsesionarse. Cuando hago reportería debo controlarlo todo: cuándo preguntar, cuándo callar, cuándo desaparecer por completo para que el entrevistado revele eso que no le ha dicho a nadie, o que a pesar de haberlo dicho, siga ocultando un misterio.

Creo que hay que contar con una sincronía entre el instinto y la practicidad, hay que afianzar la técnica y la sensibilidad. Y eso último lleva tiempo. Por supuesto, hay que leer a plumas que han logrado lo que otros no. Por ejemplo, en las crónicas de Tom Wolfe o de Joan Didion, por nombrar un par, abundan esas gemas apetecidas, abrillantadas por voces implacables. El lector puede encontrar personajes complejos, como creados por un novelista experto, pero aquí se trata de personas reales, y lo conmovedor es que el cronista sea capaz de captar la esencia de cada individuo: su singularidad. A eso creo que estamos llamados en este oficio. No a contar lo sabido. Nuestra labor es hacer visible lo invisible. A esa invisibilidad manifiesta responde lo que intento contar.

 

JMZ. Los protagonistas de las crónicas son malhechores y criminales que han aparecido en el acontecer nacional, desde del siglo XIX, hasta ahora. ¿Piensa que estos personajes son la herencia de nuestro pasado colonial?

 

IP. Latinoamérica heredó la maldad junto con la picardía que venía en los barcos, cuando los españoles llegaron a colonizar nuestras tierras ¿Quiénes llegaron a América? La podredumbre española: ladrones, pillos, maleantes. Personas que no tenían nada que perder, a quienes la corona española puso como carne de cañón al pensar que los barcos se dirigían a la India.

Aquí llegaron los bribones, robaron a los indígenas, violaron a sus mujeres, nos gobernaron. Esto dio origen a una mixtura fascinante que hace que hoy seamos tan variopintos, pero fueron ellos quienes nos dotaron de identidad, a través del sincretismo cultural nos hicieron latinoamericanos. De ellos heredamos defectos y virtudes.

 

JMZ. En el prólogo de Malandrines, la periodista Maryluz Vallejo, sostiene que los colombianos, lo de pícaros lo llevamos en el ADN ¿Qué piensa usted de esta afirmación?

 

IP. Basta con ver sucesos tan cotidianos como una fila en un banco ¿Quién es el astuto en Colombia? El que no hace la fila, llega tarde y por ser amigo del cajero pasa primero.

El que puede sobrepasar al otro: ese es el más vivo, el más astuto. “El vivo vive del bobo” parece ser un lema nacional. En Colombia impera la cultura avivata, el fin justifica los medios y permite que estos sujetos pasen por encima de quien sea, como si nada. Ese lado oscuro nuestro es terrible, totalmente deplorable. Así somos. Así es nuestra idiosincrasia. Lo llevamos en el ADN. No hemos podido gobernar el país. No hemos podido salir del conflicto armado, en buena parte, debido a la maldad de los políticos. Nuestro mal principal es la corrupción ¿Cómo podemos definirla? Creo que no es más que la ventaja de los poderosos sobre otros para sacar partido. No es más que una picardía que al principio se comete de forma inocente, “sin querer queriendo”, pero después se nos impone como el monstruo que es y que tratamos de esconder.

 

JMZ. ¿De qué manera Malandrines cuestiona o pone en entredicho a la historia oficial? Hayden White asegura que la historia es como una ficción ¿Qué tanto de esto tiene Malandrines?

 

IP. Me parece que lo que no se dice en una crónica, esos espacios que posibilita el escrito para que sean habitados por el lector con sus reflexiones, crean una nueva versión de la historia. Malandrines responde a sucesos nacionales que ocurrieron en algún momento y que hicieron ver a Colombia como un país ingenuo, sumido a veces en una suerte de adolescencia eterna. Un país incapaz de llegar a la adultez. Por ejemplo, a través de la historia de “La barriga de trapo”, cabe preguntarse: ¿Por qué un suceso de estos despierta tantas ayudas y condolencias? Somos muy contradictorios. Nos conmueve que una mujer tenga seis, siete hijos de una sola camada y no tenga cómo abastecerlos, pero ¿Por qué no despierta nuestra atención la situación de las mujeres chocoanas? ¿Por qué somos tan indiferentes frente a lo que ocurre en el Pacífico o en La Guajira, con los niños que padecen hambruna y desnutrición? ¿Por qué el realismo mágico sí despierta nuestras pasiones y no la realidad a secas?

 

JMZ. ¿Cómo observa usted la psicología de los protagonistas de las crónicas? ¿Es una constante que todos sufran trastornos psiquiátricos? ¿Cómo se puede estudiar los fines que quieren alcanzar estos personajes? En muchos casos prima la irracionalidad. En otros, el afán de sentir adrenalina en medio de los actos ilegales, que ni siquiera logran gozar del producto de sus latrocinios.

 

IP. Algunos son mitómanos descontrolados. María Concepción Ladino se hizo pasar por bruja y le dio a probar bebedizos a su clientela hasta el punto que acabó con la vida de varios.

Muchos de los falsos curas que engañaban a los feligreses de Puente Nacional en la época de la Violencia se creían curas de verdad. Sin haber pisado jamás un seminario, vivían su mentira y ofrecían misa, confesaban, daban la comunión y exorcizaban demonios.

Otros no padecían trastornos mentales, pero el odio que sentían hacia ellos mismos y a sus circunstancias era tan intenso que hacían lo posible por evadir la realidad gracias a la astucia. María Elvia Rodelo armó un plan digno de película en el que inventó que había ganado una herencia y estafó a cientos de incautos que creyeron que los iba a sacar de la pobreza y, sin embargo, fue ella la única que salió de pobre.

Con Darío Mazuera ocurrió algo sorprendente. A pesar de que su vida estaba destinada al anonimato, recorrió el mundo, fue amigo íntimo de personajes como Antonio López de Santa Anna y Alejandro Dumas, y pese a convertirse en el primer sicario colombiano, murió como un héroe.

El arrojo y la renuncia vital es lo que hace fascinantes a los personajes. Es como si quisieran buscar lo literario que hay en ellos. Darme cuenta de eso fue sucumbir a un encantamiento. Fue un verdadero goce estético escribir este libro. Mientras lo hacía, me reía de todas las ocurrencias de los personajes, pero también me deprimía con la desazón que albergaban sus vidas. Los malandros son seres en crisis, no se conforman con la realidad de sus existencias, necesitan estar buscando otros suplementos, otras vidas. Pobres: se parecen a los escritores.

 

 

Juan Manuel Zuluaga Robledo es comunicador social y periodista colombiano de la Universidad Pontificia Bolivariana, y magíster en ciencias políticas de la misma universidad. Obtuvo una maestría en arte y literatura por Illinois State University y un doctorado en literatura latinoamericana por University of Missouri. Trabajó como periodista en Vivir en El Poblado en la ciudad de Medellín y dirige la publicación literaria  www.revistacronopio.com