Solos y con misericordia

Dayan Gamboa Flores

 

 

―¿Cómo has estado, vos?

―Lánguido, vacío como el estómago de un trabajador por la mañana, y solo.

―¿Y tu gata sarnosa?

―¿Afrodita? Me mordió.

―¿La mataste?

―Peor que eso, ya es muy vieja y la regalé con un don enfermo que goza maltratando a sus animales.

―Siempre te las arreglas para encontrar el peor fin. Pero todo lo que hagas tiene justificación por haber nacido huérfano.

―Eres justo, Dilio, sabes valorar tus oportunidades, las privaciones de los otros, y ponerlas en una balanza para hacer conjeturas a consciencia… Te criaron unos buenos padres.

―Demasiado buenos. Ese fue el error que les costó la vida.

―Se murieron porque te querían mucho.

―Y porque me metieron a la cárcel. Pero ya olvídalo, José, eso fue hace dos años. Ahora estoy libre y nos dirigimos a ejecutar una operación. Es nuestro reencuentro. ¿No te sientes alegre?

―No estoy del nada alegre, me siento solo.

―Pues ya no lo estás, vos. He regresado, ¿o crees que es un sueño?

―No hay nada más real que esto.

―Entonces agita el trapo que vamos a lavar. ¿Trajiste tu pistola?

―Sí, con dos balas.

―¿Volviste a disparar ebrio?

―Ayer. No tenía otra cosa en qué distraerme y sabes que me gusta disparar.

―Y lo haces mejor borracho.

―Es que me apasiono al doble.

―No debiste haber regalado a Afrodita, era…. Pero qué demonios, ¡ya estoy aquí!, no la necesitas.

―Quizá mañana regrese por ella, a menos que el loco la haya ahorcado. Dilio, me estoy arrepintiendo, ¡iré por ella inmediatamente!

―A ver, espérate…

―¡No me jales!

―Estás llegando a un pico, camarada. Deja que te calme… No llores.

―El bosque está muy frío.

―Qué querías, es otoño. Esto es una playa comparado con la cárcel.

―Te crees muy fuerte, ¿no es así?

―Me creo lo que soy, ni más ni menos.

―No somos nadie, no tenemos ni oficio ni profesión. Ya no se diga trabajo.

―Nadie lo serás tú. Yo tengo una misión. Yo tengo un amor.

―Tu amor te dejó cuando te metieron a la cárcel. Se casó, ¿no te lo dijeron?

―Olvídalo, no a ese amor me refiero sino a la gente.

―¿A tu amor por la gente? Eso tiene un nombre.

―A que la gente esté bien. Hace dos años sentías lo mismo, ¿ya se te pasó?

―Me siento abandonado por esa y por toda la gente del universo. Cuando se acostumbran a recibir cosas gratis ya ni las gracias te dan.

―¿Y para qué las quieres? No seas avaro.

―Para hacerme a la idea de que sirvo para algo bueno en la vida.

―Sirves, José, tanto como yo o cualquiera, que otra gente no lo comprenda, no es tu culpa, únicamente su defecto.

―Necesitamos que la gente nos devuelva el cariño.

―No y no. Camina… Hoy somos la justicia. Hasta aquí no quiero volver a escuchar sentimientos.

―Cómo.

 

 

Dilio y José penetraron en el bosque y no intercambiaron una palabra hasta cruzar el cerrito y llegar al otro lado del pueblo donde los recibieron las casas de los funcionarios, empresarios locales y residentes extranjeros. Asomaron las cabezas por el tronco grueso de un pino más viejo que la suma de sus edades.

―Ya se fue el sol. Qué vamos a decir.

―Que visitamos a mi tío. El guardia ya me conoce.

―¿Es el mismo de aquellos tiempos?

―Lo ratifiqué. Está llegando la hora de su turno.

―Eres muy calculador, no sé cómo te dejaste atrapar por la policía.

―Me urgían unas vacaciones.

―¿Y no se te hicieron muy largas?

―El tiempo justo, amigo, ni más ni menos.

―¿No te desesperaste?

―Cuando no hacía nada, por eso me acostumbré a leer. Los escritores serían muy buenos ladrones.

―Esos escritores idiotas son pura jactancia. No serían capaces de llevar a la realidad ninguna de sus invenciones.

―No sabes lo que dices, mejor cállate.

―Conque ahora muy culto.

―¿Ves la casa de chimenea azul? Es esa.

―Está tirando humo.

―Como debe ser.

―¿Tienes frío?

―Nada más en las orejas. ¿Y tú?

―El bosque está frío, yo no.

―De algo te sirvió vivir en las calles. Se te hizo la piel de bisonte. Mírate, ni un chaleco te pusiste. Eres de hielo.

―Tú también has de haberte curtido en la celda.

―No lo creas, compadre, personas buenas me mandaban cobijas apenas comenzaba el otoño. Además una tía me llevó todos los abrigos de mi padre. Al salir los doné a los internos, y por supuesto que muchos ya los había perdido a cambio de protección… Ya casi es la hora.

―Dilio, ¿si mejor nos arrepentimos?

―Seríamos malos hombres.

―Quiero una vida tranquila en retiro.

―Si no tienes nada.

―Como toda la vida.

―Dime, ¿para qué otra cosa servimos?

―Es verdad. Pero a mi corazón ya no le gustan estas emociones.

―Qué te dije: nada de sentimientos, por ahora. El designio es lo único que llevaremos dentro.

―No somos robots de pila.

―Ahí está llegando, ve… Lo reconozco, aunque se cortó el pelo… Su forma de caminar es la misma.

―Es muy chaparrito, ¿no?

―Déjalo, vos, su padre es un enano de circo. Bajemos, pero no vayas a chocar con los árboles y a picarte otra vez el ojo con una rama.

 

 

Dilio golpeó la caseta del vigilante saludando a través de una ventanilla. Éste salió portando un cubre boca azul.

―Hola, mi querido Fernando, cómo estás.

―No contento, Dilio, con frío. ¿Y tú, cuándo saliste?

―Hace dos días.

―¿Vas a ver a tu tío?

―Sí, un momento nada más.

―¿Él es tu amigo?

―El mejor.

―Pues pásenle de una vez, voy a meterme a la caseta. Se recrudece la helada… No vayan a robar. Te lo encargo.

 

 

Los amigos caminaron a lo largo de la banqueta como gatos curiosos, admirando las mansiones, sus jardines y su despampanante iluminación.

―Si quieres después de esto nos retiramos.

―Cuánto es.

―Tanto como nunca hemos cogido, vos. Millón y medio.

―Alcanzaría para bastantes.

―Te lo he dicho.

―¿Y cómo lo supiste?

―Tengo un espía.

―¿Dónde está el dinero?

―En un compartimiento oculto debajo de la tierra.

―¿Del jardín?

―Sí, de un jardín interior.

―¿Quién te lo dijo?

―El propio hijo del dueño. Lo conocí en la cárcel, a donde su padre lo metió por el hecho de ser mampo, y bajo la justificación legal de robo… Entonces ese muchacho, cuando supo que yo iba de salida, me contó de tal cantidad. Me suplicó que se la robara y yo se lo prometí. Sabes que soy un hombre de palabra.

―Qué bueno que traje mi llave maestra.

―Así está el plan. Solo está el señor. Su esposa y su hija se fueron a vacacionar a Orlando. Si bien el mampo me confesó que todos los jueves como hoy sale de su casa a las 7:55 de la noche y se dirige al centro a tomar café con sus amigos de la universidad y que vuelve a eso de las diez.

―¿Es esa?

―Sí. Son 7:48. No debe vernos al salir. Sigamos adelante y reculamos cuando suene el motor.

―Lindo coche. ¿No robamos uno así en el 2014?

―Sí, sí, de ahí salió para dos meses. Fue un buen año para nosotros. Yo me fui a Argentina. Tú por idiota decidiste donar tu paga. Además te invité y no quisiste ir.

―Acuérdate que estaba empezando a tener novia.

―Sí, muy hermosa tu chimuela.

―Qué otra cosa podía pedir un quemado como yo.

―Estás quemado de la oreja y el cuello, no exageres.

―Un desperfecto es horrible, donde sea. Parece una exageración para ti porque estás limpio.

―Era una buena chimuela, la verdad. Lástima que te dejó cuando supo que eras ratero. ¿Ves?, no fue por las quemaduras. Hay muchísimas cosas peores.

―Oí un motor.

―Es él, pégate a las sombras… Qué puntual.

 

 

Dilio y José observaron los muros, la cornisa. Efectivamente no había cámaras de seguridad por el momento, pues según el mampo, su madre le dijo que el sistema había atravesado dificultades y que la empresa proveedora lo había desinstalado para su reparación, comprometiéndose a instalarlo nuevamente dentro de una semana. La llave maestra funcionó sin problema.

―Ni cámaras ni perros, José. De haber uno te echarías a acariciarlo aunque te arrancara un dedo.

―Lo sabes bien que son mi familia. Saliendo de aquí iré a recuperar a Afrodita… Qué manera de vivir de esta gente…

―Es poco, no has visto la casa de mi tío.

―Ya lo creo, es político.

―Se enojó como un toro cuando lo vincularon conmigo en un reportaje de periódico. Pero supo hacerse el quite.

―Me están dando ganas de llevarme ese sombrero. Es muy fino.

―Objetos materiales no. No somos ladrones cualesquiera. Estamos ejecutando una venganza de justicia (como ángeles) y salvando el estómago de una comunidad.

―¿Entonces es ahí?

―Justamente. Debajo del jarrón.

―¿Cómo alguien puede tener un jardincito adentro de su casa?

―Si supieras que unos hasta cine y gimnasio tienen. Pero manos a la obra.

―¿Hay caja?

―Una de madera. ¿Lo puedes creer? Al señor le da miedo olvidar la combinación.

―Es un hombre singular.

―Y muy imbécil… Manos a la obra pues.

 

 

El jardincillo estaba encerrado en un cubículo de tres por tres, libre al aire y la luz. Había césped, dos hortensias y dos bancas de madera. En medio de aquello figuraba el jarrón de porcelana. José lo desplazó y empezó a arrancar el césped con las garras de sus propias manos. Dilio inspeccionaba susurrando: “Más, más”, hasta que dieron con la caja a manera de cofre que solamente portaba un candado que José despedazó con su martillo, pues la llave maestra no funcionó.

―¿Cómo lo vamos a sacar de aquí?

―Lo echaremos al bosque por la barda trasera y al salir lo recogemos. Mételo a las bolsas; mitad y mitad.

―Lo bueno que son puros de a quinientos.

―¡Me lleva el infierno! Vi unos faros… ¡Se apagó el motor!

―¿Oíste la puerta de un coche?

―Regresó el maldito. ¡Vámonos!

―¡A dónde!

―Al patio. Apaga la luz del jardín… ¡Vamos!

―Ya…

―¡La puerta está cerrada con llave!

―No jodas, Dilio, se echó a perder la llave maestra. ¡Terribles cálculos!

―Lo sé, vos… A… A la cocina no, ni al baño…

―Se abrió la puerta principal… ¿Está chiflando o es mi imaginación?

―Ni modo, ¡a la cocina!

―A lo mejor olvidó algo.

―Mientras se vaya pronto y no se le antoje un vaso con agua.

―Y que no vea el jardín también… Sus pisadas suenan como piedras con eco. Dilio, van a atraparnos.

―Traje mi pistola. Saca la tuya. Ese hombre es peligroso.

―¿Está hablando con alguien?…

―Una mujer gritó.

―¿Gritó o rio? Yo también lo escuché.

―Vamos a acercarnos a la puerta.

―Están discutiendo.

 

 

Los ladrones oyeron lo siguiente, durante un minuto que entre ellos permanecieron silenciosos:

―¡Quítate la ropa! Para eso te contraté.

―Ya no me gustó cómo habla. Déjeme ir.

―Después de que te quites la ropa y todo lo demás. No voy a desaprovechar el tiempo en que no está mi esposa.

―Allá afuera hay otras mujeres, yo le puedo recomendar unas que están más acostumbradas a hombres como usted. Yo no tengo mucha experiencia.

―La ganarás, muchacha, tenlo por seguro. Vamos a mi habitación. Sube.

―Déjeme ir y le prometo que le mando dos acompañantes.

―Tú me gustas. Eres muy hermosa. En las calles nunca he visto a ninguna parecida… No soy un monstruo. Voy a controlar mi temperamento. Sube.

 

 

Los ladrones no escucharon más.

―Qué asco, José.

―Subieron. Podemos irnos en paz con estas bolsitas. Hay que aventarlas por el muro y de una vez. Escuché que tiró las llaves a una mesa… Mi feliz retiro.

―Ponte la máscara.

―Para qué.

―Además de las bolsas vamos a sacar a esa mujer de aquí.

―No estoy de acuerdo. Habías dicho que nada de sentimientos.

―Hazme caso y ve a tirar las bolsas mientras yo pienso cómo le vamos a hacer…

 

 

Los cómplices se detuvieron al principio de la escalera.

―¿Trajiste el silenciador?

―Sí pero no garantizo que funcione, vos, está como oxidado.

―Por qué no lo probaste.

―No pensé en serio que lo fuéramos a necesitar. Este era un robo pacifico, noble, hasta que ese hombre se reveló como un monstruo.

―Me importa, como siempre, Dilio, pero no sé si más que el deseo de retirarme tranquilo al lado de mi gata.

―No te preocupes, amigo, después de esto viviremos en paz porque si no lo hacemos a mi va a carcomerme la consciencia por muchos años.

―No vamos a componer al mundo por más esfuerzos que hagamos.

―No es por el mundo, es por mí.

―Entonces yo por delante.

―Gustas de cuidarme, eres un buen amigo.

―Escuché otro grito.

―¡Rápido!

 

 

Dilio abrió la puerta apuntando el arma. El hombre y la mujer quedaron perplejos en su posición: él de pie con los pantalones abajo y ella ―una joven de pelo ondulado y vestido rojo― hincada a sus pies.

―¡Súbetelo, infeliz!, ¿no ves que mi amigo está a punto de quedar traumado?

―Qué es esto, quiénes son ustedes…

―Noooo, ¡qué es esto! Pareciera que está a punto de morir una mujer.

―¡Largo de mi propiedad!

―Súbete los pantalones o disparo, maldito infeliz.

―Estoy en mi casa y uso los pantalones y los calzones hasta donde se me antoja.

Dilio disparó. La bala pasó a un lado del hombre, impactando sin sonido en la almohada de la cama.

―Sí que sirve.

―Nos salvamos. Ya estoy preparado. Sé que lo vas a matar.

―Con esa su actitud ya lo creo.

―No te atreverías. Eres un ladrón encapuchado. Sabes que no vas a matar, por eso te cubres. Te lo diré por última vez, no me voy a subir los pantalones. ¡Bésame el culo!

―Éste habla como Trump, Dilio.

―Ven acá mujer, puedes irte.

La mujer corrió hacia los ladrones:

―¡Temo por mi vida!

―Márchate tranquila y nunca vuelvas a meterte con hombres de esta especie. A partir de hoy José será el ángel de tu guarda.

―Gracias, muchachos. Mejor si matan a este maldito perro, me dijo unas cosas horribles. Es el hijo del mal. Y un impotente.

―Vete ya, nada más déjame una tarjeta para ponernos en contacto.

―Aquí está. Chicos, se los agradeceré de por vida. Fue mi primera mala experiencia y me salvé. Un beso para ambos. Hasta pronto.

 

 

El hombre, sangrantes los labios, accedió a subirse los pantalones.

―¿Vinieron por el dinero, verdad? No les diré y no lo encontrarán aunque me maten.

―Ya lo encontramos, señor. Y está fuera de la casa.

―No les creo.

―No le llames señor, José, no lo acredita. Además no vamos a darle explicaciones. Saca la soga de la mochila y átalo.

―¿Crees que me voy a dejar sin pelea? Ya he sido humillado suficiente, más que en toda mi vida.

―¿Y lo que le hacías a esa mujer no era algo mucho peor?

―Le iba a pagar, y el doble, pero no resistió mi fantasía, pero yo tenía que seguir. Ya estaba pactado de palabra.

―Eres un ser repugnante.

―Y ustedes peor que roban al prójimo. Al menos yo trabajo para ganarme el dinero y pagarme mis cosas, por más repugnantes que te parezcan.

―Asimismo nosotros somos más de lo que crees pero jamás que nos ufanemos de ello. Te estoy educando, maldito, para que aprendas cómo debe comportarse un hombre en sociedad.

―Jajajajaja, ¡se me estruja el estómago de risa!

―No te preocupes, yo te ayudo. José, también cúbrele la boca con la cinta. Se va a quedar aquí hasta que regresé su familia sin que nadie lo pueda escuchar, porque no me voy a llenar las manos de sangre tan sucia.

―Apenas se me acerque tu amiguito le voy a reventar un puñetazo en la cara y una patada en los testículos. Ante todo prefiero morir.

―Morirás, pestilente. Ya eres viejo, te cuelga la piel y vendrá el cáncer. Pero yo no voy a matarte aunque sea lo que Dios más quiera.

―No otra vez, Dilio, por favor.

―No, hermano, ya he tenido bastante.

―Si no quieres matarme, váyanse. Llévense el maldito dinero, puedo hacer la misma cantidad en menos tiempo del que ustedes tardarán en gastárselo… Prometo no denunciarlos.

―Nosotros deberíamos denunciarte a ti, estabas violando a una dama.

―Jajajajajaj. Yo conozco a damas de verdad y no se parecen a ella.

―Esta es una discusión sin fin. Manos a la obra. Vamos a amarrarlo, José. Entre dos no hace falta poder bruto.

―Gritaré.

―Hazlo.

―¡Ahhhhhhhhhhahhhhhhhhh!

―¡Toma!

 

 

El hombre permanecía inconsciente en el suelo de la habitación, boca arriba, cruzadas las piernas como un boxeador noqueado.

―Ya estuvo, Dilio, lo amarré perfectamente. Ahora vámonos.

―Sí… ¿Tocaron el timbre?

―Otra vez… y otra…

―Tranquilo, debió haberse escuchado el grito del canalla.

―¿Si llaman a la policía? Se alterarán los vecinos.

―No habrá tiempo. Vamos a cruzar el muro y entrar al bosque inmediatamente.

―Siguen llamando. Me mata ese timbre, te lo juro.

―Olvídalo, si timbran es porque no tienen llaves. Bajemos con precaución. ¿Le sellaste bien la boca?

―Con todas mis fuerzas.

 

 

Los ladrones cruzaron el muro sin, en apariencia, ser vistos por nadie. Descubrieron sus rostros frente a las bolsas de dinero.

―Yo llevo las dos, Dilio, no te preocupes.

―¿Sabes qué? Perdonemos a ese infeliz, no quiero su dinero. Es un ladrón de cuello blanco. Y para que se dé cuenta que nosotros somos rateros distintos, y que podemos soltarle el dinero hasta a un enfermo mental, sin ningún problema. Vámonos. Échalas de regreso… A ver qué hacemos mañana.

―¿Y la comunidad?

―Que se las arreglen ellos, yo tengo que preocuparme por mi vida. Me siento muy solo, amigo.

―Espero llegar a tiempo…

 

 

 

Dayan Gamboa Flores es un autor mexicano. Sus textos han sido publicados en distintas revistas y en 2007 obtuvo una mención honorífica en el concurso “Criaturas de la noche” en Saltillo, Coahuila. Reside en México.