Una mentira nunca vive hasta hacerse vieja

Isabella Portilla
 

 

Julio Mario Santo Domingo es, si no el hombre más rico de Colombia, uno de los más ricos del mundo. Su padre, Mario Santo Domingo, fue uno de los pioneros de la aviación comercial. El 18 de julio de 1919 viajaba como copiloto en un avión construido en madera y tela, al lado de William Knox Martin, a quien llamaban “El intrépido americano”. Como lo habían planeado, sin que el avión aterrizara, a tres metros del suelo de la plaza de Puerto Colombia, el empresario Santo Domingo lanzó un saco con 60 cartas en su interior. De esa manera, 16 años después de que los hermanos Wright hicieran el primer vuelo de la historia, nació un invento formidable (por lo menos, antes de la aparición del e-mail): el correo aéreo.

Al crecer, Julio Mario y sus hermanos, Luis Felipe y Ramón, construyeron poco a poco un magnifico emporio empresarial cimentado en gran parte en el de su padre. Crearon una compañía de exportaciones e importaciones que abrió paso a una sociedad de transportes de mercancías; lideraron la industria cervecera y compraron numerosos bienes hasta lograr una verdadera proeza financiera.

De edad madura, en medio de la construcción de la gran bonanza, el prestante Julio Mario se casó por primera vez con Edyala Braga, una hermosa y sofisticada aristócrata brasilera con la que tuvo a su primer hijo: Julio Mario.

La vida de Julio Mario Jr. estuvo guiada por las obligaciones que acarreaban sus ineludibles intereses como empresario, sin embargo, desde muy joven dejó ver el predominio de su espíritu rebelde mientras se criaba en Paris, lejos de su padre.

Después de una agitada juventud, Julio Mario Jr. se trasladó de Francia a Estados Unidos, en donde conoció a la que sería su polo a tierra, Vera Rechulski: una brasilera de origen suizo que se convirtió en la madre de “Julio Mario III” y Tatiana Santo Domingo.

Ya a fines de los años sesenta, don Julio Mario padre se había convertido en un magnate con gran influencia económica, política y cultural. De alguna manera, todos los colombianos tenían que ver con el plutócrata, ya fuera como empleados de sus empresas, consumidores de sus productos o protagonistas de las publicaciones de sus medios de comunicación. Tenía participación en 110 compañías con activos que superaban los quinientos millones de dólares. Era propietario de la cervecería de Barranquilla. A su cargo estaba la distribución de la cerveza Águila y Transportes Industriales S.A. Tenia acciones en Siderúrgica del Atlántico y Paz del Rio, Inversiones Rurales y Urbanas, Sanpac y Petroquímicas de Colombia.

Para ese entonces, Beatrice Dávila, una barranquillera hacendada, elegante, culta y de buena familia (una de sus más lejanas primas) se convirtió en su segunda esposa y madre de sus otros dos vástagos: Alejandro y Andrés.

Alejandro, ahora administrador de la fortuna Santo Domingo, presidente de Valoren —el conglomerado industrial de la familia— es novio de Amanda Hearst, una rubia norteamericana, de 26 años, heredera de la gran fortuna del imperio de las publicaciones Hearst, modelo y estudiante de historia del arte, a quien no es difícil encontrar todos los fines de semana en las páginas sociales de los medios neoyorquinos.

Andrés está casado con Lauren Davis, hija del dueño del grupo Perrier, editora de moda, chica Vogue, una especie de Carrie Bradshaw neoyorquina, pero más adinerada. Su matrimonio, a lo mejor el más significativo despliegue de glamour que haya tenido lugar en Colombia, aún resulta memorable. Ivanka Trump, Barbara Bush, Camilia Al Fayed y la princesa Frydal de Jordania acompañaron a Lauren mientras le daba el sí a su flamante novio, ataviada con un vestido de Nina Ricci que descolgaba numerosos metros de seda por las calles empedradas de Cartagena.

Ni Alejandro ni Andrés tienen hijos. Los últimos en la descendencia Santo Domingo son los vástagos de Julio Mario Jr. La menor, Tatiana, es novia desde hace casi seis años de Andrea Casiraghi, el hijo mayor de Carolina de Mónaco. Se conocieron cuando estudiaban en el Liceo Jeanne d’Arc de Fontainebleau, en París, y solían pasar vacaciones esquiando en Suiza. Carlota, la hermana de Andrea, fue la celestina del romance. En la fiesta de su cumpleaños, los dos jóvenes sellaron el compromiso. Desde ese momento Tatiana ha acompañado a la familia real en varias oportunidades, y a los ojos de muchos es una joven encantadora, pues, aunque plebeya, es descrita por la prensa europea como “la heredera millonaria latinoamericana”. La primera vez que Carolina de Mónaco la vio estuvo de acuerdo con el noviazgo, y de Tatiana se le oyó decir: es guapa, educada y rica.

De julio Mario Santo domingo Rechulski, es decir, el tercero de la sucesión y hermano de Tatiana, a la luz del día no se conoce prácticamente nada, a pesar de que la vida privada de una de las familias más importantes de Colombia ha sido el centro de atención de publicaciones nacionales e internacionales.

Lo que hasta hace un par de años se descubrió es que Julio Mario Santo Domingo —si no el hombre más rico de Colombia, uno de los más ricos del mundo— tenía un tercer nieto.

 

 

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Juan Rolando Hidvegi, el gerente del hotel Sheraton Four Points de Medellín, recibe una llamada de parte del grupo empresarial Bavaria. Una secretaria le informa que el día siguiente llegará, en un avión privado, procedente de Europa, el nieto de Julio Mario Santo Domingo. Quiere asegurarse de que el mismo sea quien lo reciba y lo aloje en la suite del hotel. Todos los gastos corren por cuenta de la empresa.

El dueño del mejor hotel de la ciudad acude a la cita. Llega acompañado de una pequeña comitiva al aeropuerto de Rionegro. Busca con su mirada al nieto del gran empresario. Hay cierta expectativa por saber de quién se trata, porque no ha tenido la suerte de cruzarse con ninguno de ellos. Entonces lo ve. Es moreno. Está sentado en la sala Vip. Ojea una revista. De repente, como intuyendo que está siendo observado, el joven alza la mirada.

Es cuando Hidvegi corrobora su fealdad: tiene la frente enorme, los ojos saltones, como de rana, y la nariz achatada. No importa: es el nieto de Julio Mario Santo Domingo; puede llegar a heredar una inmensa fortuna.

Cuando se estrechan la mano, al saludarse, el hotelero nota algo raro en su tono de voz. Parece amanerado. Después de un leve cruce de palabras, Hidvegi sabe que el muchacho es gay.

El posible heredero de una gran fortuna solo lleva consigo una pequeña maleta de lona. Hidvegi le pregunta por su equipaje. Alguno de sus empleados lo debió refundir cuando de Londres voló a Madrid y de Madrid a Bogotá para terminar en Medellín. La pregunta le causa molestia, dice que probablemente despida a ese empleado inepto que extravió sus pertenencias.

Mientras es conducido a un Mercedes Benz, propiedad de Hidvegi, el joven sostiene un monólogo de 15 minutos. Se llama “Luis Fernando Santo Domingo”, tiene 18 años, estudia en Eaton College, el mismo lugar en donde conoció a su mejor amigo, Santiago Pastrana, hijo del entonces presidente de la Republica. Vive entre Londres, París y Nueva York, y de vez en cuando visita Colombia. Sus visitas son pocas y fugaces; lo hace solo cuando su abuelo se lo pide o cuando la familia entera se reúne en Barú. En las últimas vacaciones que tuvieron lugar en la paradisíaca isla, su abuelo le confesó que él era su nieto preferido y que, probablemente, ocuparía su lugar después de Alejandro. Eso lo hizo muy feliz.

Está cansado del viaje, quiere tomar una ducha larga y satisfacer su hambre. Más adelante se reunirá con algunos funcionarios de la Alcaldía; así cumplirá con el propósito de su visita.

Cuando llegan al hotel, Hidvegi lo acompaña a comprar ropa en las boutiques del lobby. Le paga sus compras. Minutos después, mientras el nieto de don Julio Mario se aloja en la suite y descansa tranquilamente, Hidvegi recibe una llamada de Beatrice Dávila de Santo Domingo. Llama a preguntar por la llegada de su nieto.

Luis Fernando cumple la cita con los funcionarios. Hablan de la economía regional y del progreso de Medellín. El joven escucha atentamente a los políticos, participa en la reunión, guarda la compostura. Luego almuerza con algunos de ellos en el mejor restaurante de la ciudad. Los gastos corren por cuenta del hotel.

A la mañana siguiente, después de haber tenido una noche esplendida en la suite de lujo donde se hospeda, se presenta ante Hidvegi. Le dice que está fatigado y quiere ir a descansar a San Andrés. Hidvegi no duda en complacerlo. ¿Cómo negarse?

Le sugiere visitar la isla con su hijo, quien tiene más o menos su edad. Cree que los dos pueden llegar a ser buenos amigos. Entonces los presenta, les compra pasajes, les da a ambos dinero y un par de tarjetas de crédito para altos ejecutivos; a su hijo por obvias razones, y a Luis Fernando Santo Domingo porque no podrá pagar sus gastos con su tarjeta de libras esterlinas. Los lleva al aeropuerto. Los lazos entre las dos familias van a empezar a estrecharse.

De regreso al hotel, a Hidvegi lo constriñe un pensamiento. Recuerda a Luis Fernando, desde que lo vio en la sala Vip, leyendo una revista del corazón. Recuerda su sonrisa descuadrada, sus ojos de anfibio, su pelo negro, rizado, y se detiene a analizar por qué si todos los Santo Domingo son blancos, apuestos, de facciones definidas y bastante altos, el físico del muchacho no se acerca a ninguna de esas características. Cosas de la genética. A lo mejor es adoptado. Debe ser la oveja negra de los Santo Domingo, cree (y esa apreciación le resulta bastante literal).

El físico del muchacho se evapora de su cabeza por unos minutos, pero de pronto recuerda un detalle terrible: Luis Fernando habla de las telenovelas colombianas con el mismo fervor con que lo haría un ama de casa, o una muchacha de servicio que no se despega del televisor. ¿Cómo podía seguir los melodramas si vive en Londres?

Cuando llega al hotel, Hidvegi entra a la suite donde el joven estaba alojado. A un lado de la cama yace el pequeño morral de lona. Al abrirlo se lleva una espantosa sorpresa: en medio de un libro religioso aparece un tiquete terrestre de Barranquilla a Medellín de Expreso Bolivariano, una libreta trajinada con datos de la Presidencia y un video de pornografía homosexual.

Al día siguiente, a las seis de la mañana, Hidvegi viaja a San Andrés, recupera a su hijo y denuncia al farsante ante las autoridades.

En seguida lo detienen.

El hijo de Hidvegi está a salvo. No sospecha siquiera que con quien estaba estrechando lazos no era el heredero de los Santo Domingo, sino un impostor.

 

 

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El más importante banquero de Colombia se llama Luis Carlos Sarmiento Angulo. Es el presidente del Grupo Aval, un holding dedicado a la banca, las telecomunicaciones y la finca raíz. De él, Sarmiento Angulo es dueño del 90% de las acciones y también es propietario de una organización financiera que lleva su nombre. El magnate consiguió su riqueza en los años cincuenta, cuando, después de graduarse de ingeniería civil en la Universidad Nacional, en Bogotá, construyó varias edificaciones que le hicieron obtener reconocimiento dentro del gremio. La decisión de independizarse la tomó después de que liquidaran la primera empresa en la que trabajaba como contratista.

Con los 10.000 pesos de sus prestaciones se compró una camioneta Chevrolet y se fue a construir casas en las zonas más violentas de Colombia, adonde ningún otro ingeniero pensó ir. Después compró numerosos lotes en distintos lugares; construía y vendía a buen precio. Con ansias de financiar a los clientes de sus viviendas, se dio cuenta de que necesitaba comprar un banco. Pero en ese momento no encontró ninguno por falta de licencias. Tampoco pudo fundarlo. Fue cuando en 1971 se topó con una entidad en bancarrota llamada el Banco de Occidente; y poco a poco, ofreciendo a siete pesos la acción, se quedó con el 80% de las acciones y logró consolidarla como una de las más importantes del país.

De esa manera se dedicó a comprar entidades bancarias, hasta que se convirtió en el hombre con más bancos en toda Suramérica.

Además de una fortuna superior a los 6.000 millones de dólares, hoy, Luis Carlos Sarmiento Angulo tiene cinco hijos, once nietos y una cuatrimoto con la que pasea los fines de semana en su finca de recreo.

El millonario se casó con Fanny Gutiérrez de las Casas, a quien conoció cuando estaba en tercero de bachillerato en el colegio La Presentación del barrio capitalino de Chapinero. Después de ayudarle a hacer las tareas de algebra y matemáticas, durante el bachillerato, los dos se casaron siendo muy jóvenes. De esa unión nacieron Adriana, quien dirige hoy la junta del Banco de Occidente; Marina Claudia, representante de la fundación; Luis Carlos Jr., actual presidente del grupo Aval; Sonia, ex embajadora de Colombia ante la Unesco; y Luz Ángela, directora de la junta de AV Villas.

 

 

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Adriana Sarmiento Gutiérrez llama por teléfono al padre Marcelino Hudson, el párroco de la iglesia de San Francisco de Asís, en San Andrés. Le dice que hace poco detuvieron a un muchacho y es su protegido. Necesita que lo dejen libre lo más pronto posible. El padre Hudson llama de inmediato a Fidel Corpus, el defensor del pueblo de San Andrés, quien a la vez es el mejor abogado de la isla.

Corpus no tiene que hacer mayores trámites para sacar al muchacho que enfrenta dos cargos (uno por estafa y otro por secuestro); tan solo paga una fianza y se lo lleva a su casa.

Poco después, Adriana Sarmiento hace otra llamada. Esta vez se comunica con Salvador Castellotes, el gerente del Banco de Occidente de San Andrés. Los dos se conocen desde la universidad. Hablan amigablemente. La conversación es corta, pero recuerdan un par de episodios de su juventud. De todas maneras, Adriana insiste en el motivo de su llamada: protección para el muchacho.

Castellotes llama a Corpus y entre los dos se encargan de planear todo para que al protegido de Adriana no le falte ni le pase nada.

El joven sigue de vacaciones. Se despierta tarde todos los días, va a la playa, almuerza en la casa del abogado, que vive solo, o come con el dinero que recibe de él, por solicitud de Adriana.

Dos semanas después, el muchacho conoce a Eligio Corpus: pintor, hermano de Fidel. Le pide alojamiento por una noche en su casa. Él acepta. En esas Fidel recibe otra llamada de su buena amiga. Le dice que en poco tiempo estará en la isla y recogerá al muchacho; se tarda porque su padre está muy enfermo y permanece internado en la clínica Shaio, en Bogotá. A Fidel todo le resulta muy sospechoso, así que verifica la información. Llama a un cardiólogo amigo suyo que trabaja en la clínica Shaio y le pregunta por la salud de don Luis Carlos. “¿Sarmiento Angulo? Pero si él nunca ha estado aquí”, le responde.

Fidel ha caído en una trampa. Lo sabe. Va por el joven a casa de su hermano. Con el feroz desprecio de lo que no quiere volver a verse, Corpus le paga un tiquete aéreo a Cali, en primera clase, porque no encuentra más. Cuando ya lo tiene lejos de su vista, se entera de que el muchacho se ha llevado más de diez millones de pesos en joyas de la casa del pintor.

 

 

 

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El sobrino de Luis Carlos Sarmiento Angulo está en Cali. Se hospeda en el hotel Pacifico Royal. No va a tener que pagar absolutamente nada porque de eso se encargará la Gobernación. Está en esa ciudad porque quiere ver con sus propios ojos las obras sociales que ha hecho el padre Javier de Nicoló, con ayuda de los fondos de su familia.

Un chofer lo transporta en una camioneta blindada, por solicitud de la primera dama del departamento, quien se convirtió. desde que arribó a Cali, en una de sus mejores amigas. A ella se le ocurre organizar un evento para que el sobrino del importante banquero colombiano exponga sus ideas en pro del desarrollo de la región.

El joven está aterrado frente a las cientos de personas que lo observan y esperan oír un perspicaz mensaje de ese lado. De pronto le hace el quite a los nervios y se desenvuelve bien en la oratoria; sin embargo, a los presentes no deja de inquietarles su tonada afeminada. En las mesas se oye un cuchicheo: “Es el sobrino marica de Sarmiento Angulo. Pero es un marica inteligente”.

Alguien desconcertado por la presentación del joven llama al empresario. La verdad queda al descubierto. El jefe de seguridad del mismo doctor Sarmiento se lleva al joven en frente de los invitados.

Lo meten a la cárcel.

Después de varios días de detención, pasa lo de siempre: como los buenos borrachos, paga y se va.

 

 

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Andrés Pastrana Arango, hijo del ex presidente Misael Pastrana, gobernó en Colombia desde 1994 hasta 1998. Su gobierno se caracterizó por los infructuosos diálogos de paz que llevó a cabo con la guerrilla de las Farc y por la entrega de cuatro municipios que fueron utilizados por los rebeldes como campamentos, refugios militares y de secuestrados y zonas de procesamiento de cocaína y marihuana.

Una de las críticas más sonantes a su cuatrienio, además del Plan Colombia, fueron los numerosos e injustificados viajes que hizo al exterior en compañía de su familia, en aras de impulsar el comercio internacional.

 

 

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En Ottawa, Nohora Puyana de Pastrana recibe una llamada. Se trata de “Hansell Dupont”, enviado de la Corona Británica. Quiere que la esposa del presidente sepa que pronto estará en Colombia para donar 160 millones de dólares a los centros de menores.

La primera dama recibe con gratitud la noticia y le pide a Dupont el número de vuelo para estar pendiente de su llegada a Colombia una vez que arribe al país con su esposo. Desprevenido, Dupont le responde que tan pronto confirme esos datos la vuele a llamar.

Minutos más tarde, una secretaria de Julio Mario Santo Domingo llama a la British Airways y pide una sala de cortesía Vip a nombre de Hansell Dupont; confirma la hora de llegada del avión y los datos particulares del vuelo.

Esa misma secretaria llama al Palacio de Nariño, dice que habla de parte del enviado de la Corona Británica y que el señor Dupont llegará al día siguiente.

Una caravana con tres camionetas y varias motos de la Policía escoltan el BMW en el que Hansell Dupont es trasladado del aeropuerto internacional El Dorado al Palacio de Nariño. Allílo espera la primera dama.

Cuando se encuentran, la sorpresa los invade. Él la admira en secreto. Ella lo adula en público. Hablan de sus vidas, del mandato de Pastrana, de la reina de Inglaterra y de los trámites de la donación a los niños pobres.

Instalado en el hotel Casa Medina, una semana después de llegar a Colombia, Dupont le expresa a la primera dama la preocupación que tiene por su seguridad. Al instante, el presidente se comunica con el embajador de Inglaterra para tranquilizar al enviado de la Corona, y es cuando el castillo de naipes de desploma: el hombre que va a donar 160 millones de dólares a los niños pobres de Colombia no es más que un mentiroso.

 

 

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Luis Fernando Restrepo Arbeláez, de 18 años, hijo del propietario de una cadena de almacenes de Medellín y enviado de la Unicef, desea donar 20 millones de dólares al departamento del Atlántico.

Él mismo llama a Rodolfo Espinosa Meola, el gobernador, y le expresa su deseo. El político, entusiasta, acuerda una cita para recogerlo en el aeropuerto de Barranquilla. Así lo hace. Le da la bienvenida y lo acompaña al hotel El Prado, donde se alojará los próximos días. Le asignan una camioneta blindada y dos escoltas a su disposición. Al día siguiente, después de almorzar en uno de los restaurantes más costosos de la ciudad, Espinosa Meola lleva a Restrepo a visitar a unos damnificados, las víctimas de una catástrofe natural en Usiacurí, un municipio a 38 kilómetros de Barranquilla.

Durante el trayecto Restrepo no deja de hablar. Habla de la ciudad, del beneficio que representa para la sociedad la cervecería Águila, de la amistad de su padre con Julio Mario Santo Domingo, de doña Beatrice Dávila, de toda su parentela costeña. De Nohora, los niños y del ex presidente.

El gobernador lo oye atentamente, pero le desconcierta que hable mezclando diferentes acentos. A veces parece argentino, otras, chileno y otras parece un gringo tratando de hablar español. Pero no existe ni la mínima posibilidad de que, como dice, sea paisa.

Discretamente, Espinosa Meola se comunica con el Departamento Administrativo de Seguridad y averigua por el sujeto.

Dos horas más tarde, los funcionarios del organismo le informan al gobernador que está en frente de un impostor. No hay donación alguna de la Unicef, él no es quien dice ser y tampoco es amigo de ninguna persona influyente de la vida nacional.

Las ilusiones de las víctimas de la catástrofe natural en Usiacurí se rompieron en pedazos. Lo mismo pasa con las del gobernador.

 

 

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El nieto de Julio Mario Santo Domingo, el enviado de la Corona Británica, el delegado de la Unicef y el sobrino de Luis Carlos Sarmiento Angulo y su hija Adriana Sarmiento son, increíblemente, la misma persona. Su nombre: Nelson David Escorcia Ternera. Su historia: la prueba de que una mentira nunca vive hasta hacerse vieja.

 

 

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Cuando llovía, salía solo de su casa y se sentaba al lado de una piedra grande; de cobertizo usaba un techo de palmas podridas y armaba figuritas de barro. Una gorda y de sombrero era una señora pomposa y elegante. Otra, más alta y esbelta y con corbata, era el marido de la dama distinguida. Después de poner las figuritas de pie, empezaba a armar diálogos, imitaba la voz de la señora y luego la del hombre que le respondía que la llevaría de compras para que se le quitara la depresión.

A eso jugaba Nelson David Escorcia Ternera cuando tenía diez años y vivía en Pivijay, un caserío del Magdalena, al norte de Colombia. Para ese entonces, su papá, Nelson, guerrillero de las Farc, había muerto en un tiroteo contra el Ejército. Bertha, su mamá, se había vuelto a casar con un monstruo que constantemente lo violaba.

Dos años después se escapó de la casa disfrazado de niña y fue a parar a un centro de reclusión para menores. Sus compañeros, abandonados en esa especie de claustro donde las monjas les enseñaban a leer y a escribir, no paraban de burlarse de él porque era homosexual y por eso siempre lo mandaban “a comerse un burro”.

Cuando ya no soportó las burlas se fue del instituto diciendo que un buen día volvería cargado de dinero y entonces los miraría a todos por encima del hombro. Esa promesa no la cumplió jamás.

Al emprender su aventura, solitario, en las calles de Cartagena, lo volvieron a violar. Desde ese momento se dedicó a ejercitar la lengua, el musculo más potente del ser humano: chupó falos e impostó voces. Con lo que ganaba con las dos acciones compraba comida, alquilaba un cuarto y compraba numerosas revistas de farándula. Todas se las devoraba. Cuando una persona le impactaba, leía incansablemente sobre ella hasta conocer el detalle más insignificante de su vida. Gracias a las lecturas de las revistas del corazón pudo apoderarse con éxito de cada papel que falseó. Gracias a las fotos, a los chismes y a los escándalos de las publicaciones, que para una mente intelectual no pueden ser más que desperdicios lingüísticos, este hombre pudo convertirse, gracias a su inteligencia y a sus potentes cuerdas vocales, en el hombre de las mil voces.

En audacia podía sobrepasar a un ajedrecista. No hay duda. Se valía de la sorpresa que causaban sus llamadas cuando maravillosamente impostaba la voz de un importante magnate colombiano, de sus secretarias, sus esposas, o alguno de sus familiares. Siempre recurría a frases hechas para hacer que sus víctimas se sintieran valiosas. “No sé qué haría sin ti, nadie más puede hacerme este favor, sé que no me defraudarás”, les decía, cuando del otro lado de la línea contenía la risa para no delatarse.

Estuvo detenido siete veces sin enfrentar ningún proceso judicial porque en Colombia la suplantación es una falta ex-carcelable; hecha la trampa, el farsante pagaba una módica fianza y en seguida quedaba en libertad.

Pero después de dejar a un lado las bribonadas menores, cuyas penas podía afrontar fácilmente, Escorcia Ternera se estrelló de frente, en marzo de 2004, con una condena de 13 años de cárcel que le impuso la juez Lester María González cuando quiso dedicarse a la extorsión.

Ocurrió cuando conoció por Internet a un seminarista de Bogotá deseoso de una aventura sexual. Escorcia se hizo pasar por Juan David: un joven, serio y discreto. Los dos hombres planearon ese mismo día una cita en un hotel cerca del seminario, en donde tuvieron relaciones sexuales. Cuando se despidieron, Juan David le cobró al seminarista 550.000 pesos por el servicio a domicilio. A pesar de la sorpresa, el seminarista accedió y le pagó el dinero para quitárselo de encima.

Dos semanas después, Juan David se apareció en las instalaciones del seminario. Quería más dinero. Para evitar un escándalo, el seminarista volvió a pagarle una generosa suma. Pero Escorcia, al percatarse de que podría sacar mayores utilidades, fue nuevamente al seminario y le relató a un sacerdote todo lo ocurrido. “Si no me da tres millones de pesos, les cuento todo a los noticieros y puedo armar un escándalo mayor”, le hizo saber.

Al seminarista, a quien expulsaron inmediatamente del claustro, no le quedó más remedio que acudir a la Fiscalía. Por medio de agentes encubiertos pudieron capturar a Escorcia cuando simulaban entregarle el dinero de la extorsión.

Entonces lo encarcelaron. Esta vez la condena era larga de pagar.

Pero cuando todos creían que el Rey de los farsantes —como lo llamó la prensa— no podía hacer nada tras las rejas, se equivocaron. La prisión representó para Escorcia un extenso inventario de sainetes que terminaron por enloquecer al sistema jurídico colombiano.

Al abogado Carlos Andrés Gómez, hijo de un ex presidente de la Corte Suprema de Justicia, lo llamó Fanny de Sarmiento. Le dijo que tenía un ahijado un poco irracional y le pidió que lo ayudara a salir de prisión. Al rato lo llamó el mismo Escorcia, quien le encomendó que le llevara varias revistas de farándula, especialmente ¡Hola! El abogado accedió a la petición de doña Fanny, y a pesar de que recorrió toda la ciudad en busca de la publicación, también cumplió con el cometido fijado por su supuesto ahijado.

Al vice fiscal de aquel entonces, Francisco José Sintura, lo llamó el magnate venezolano Gustavo Cisneros. Le dijo que tenía un amigo en una cárcel colombiana y necesitaba de su ayuda para apelar la condena. Sintura accedió a estudiar el caso.

A Antonio José Cancino y a su hijo, Iván, reconocidos abogados penalistas, los llamó desde Nueva York Beatrice Dávila de Santo Domingo para que defendieran de un lío jurídico a uno de sus sobrinos. Los dos fueron hasta la cárcel a hablar con el muchacho.

Lo mismo sucedió con el bufete de abogados del ex fiscal Alfonso Gómez Méndez, y con el ex director nacional de fiscalías, Justo Pastor Rodríguez, a quien doña Fanny de Sarmiento le dijo que tenía un sobrino que estaba injustamente detenido en la cárcel.

Todos los abogados —diez en total— fueron a visitar al hombre a la cárcel, lo vieron, le entregaron sus pedidos, y cuando leyeron el expediente se mordieron los labios por la tremenda patraña de la que habían sido víctimas.

Dada la peligrosidad del mentiroso, el director nacional de fiscalías, Justo Pastor Rodríguez, le informó del caso al fiscal general de la nación y trasladaron al muchacho al Centro Penitenciario Regional de Alta Seguridad de Cómbita, la cárcel más segura de Colombia, en donde se encuentran los delincuentes más peligrosos del país, vigilados por una instalación de cámaras de video de alta resolución, sensores de fabricación norteamericana que prenden fuego cuando detectan a un cuerpo pasar por un corredor, 400 vigilantes penitenciarios y siete anillos de seguridad interna y externa conformados por el Ejército y la Policía.

Pero a pesar de la seguridad, desde allí no ha dejado de imitar voces. Al fin y al cabo, el único elemento que necesita es un teléfono.

Desde Cómbita, Escorcia ha llamado a pesos pesados del mundo de las comunicaciones como Gabriel Reyes, presidente de Rcn televisión; Gonzalo Córdoba, presidente del diario El Espectador; Mauricio Vargas, reconocido periodista de la revista Cambio y ahora escritor, entre otros tantos.

A una primera dama la engañó diciéndole que era un viejo conocido que había compartido con ella una cena en Nueva York. Le dio detalles, le recordó los nombres de los comensales que la rodeaban, le recordó cómo iba vestida y hasta le dijo qué comió en aquella ocasión. Cuando notó amabilidad y familiaridad en las palabras de la señora, el estafador le pidió que le hiciera llegar a la cárcel de Cómbita una lista inverosímil: tres millones de pesos; dos jeans al estilo camuflado; cuatro juegos de sudaderas; numerosos pares de zapatos Tommy, Nike, Diesel y Adidas; diez bóxers de marca; diez pares de medias; jabones de aromaterapia; una colección de Los reyes malditos; libros sobre la vida de Juana de Arco y la reina Isabel I de Inglaterra y varias revistas del corazón. Después de colgarle, la primera dama, pávida, azorada, se comunicó con el DAS. Todo era producto de la locura del estafador.

Jorge Sierra Vergara, el fiscal que tuvo su proceso durante tres años y medio, aseguró que Escorcia es un hombre único e inolvidable. Entre personas e instituciones llegó a engañar a más de un centenar. Y en la audiencia pública, Escorcia lo invitó a La Mansión, un motel al norte de Bogotá, en donde le pagaban por sus servicios sexuales entre cinco y ocho millones de pesos. “Yo cobro según lo retorcida que sea la mente del cliente”, recuerda el fiscal que le dijo el marrullero en plena audiencia.

En el Instituto Nacional de Medicina Legal lo describió como una persona histérica con componentes narcisistas y una capacidad infinita para mentir.

Al Pinocho colombiano no le gustaba ser quien era. Le tocó llamarse Nelson David por capricho de sus padres; ser negro por su linaje; feo por sus genes y pobre por herencia. Quería ser sacerdote, obispo o militar. Pero lo que más le hubiera gustado ser era una mujer rica. Una reina, una política, o una esposa de un político. Cualquiera que ostentara dinero y poder.

Un día descubrió que si quería cambiar de vida le tocaba cambiarse a sí mismo. Lo descubrió cuando, interesado en los derechos de los homosexuales, quiso comunicarse con Anders Kompass, un importante comisionado de la ONU para los derechos humanos en Latinoamérica.

Cuando le avisó a la secretaria que Nelson David Escorcia —un muchacho de la costa— estaba en la línea y quería hablar con Kompass, el joven se quedó esperando una hora, hasta que la secretaria lo atendió y le dijo que Mr. Kompass no se encontraba. Entonces decidió llamar nuevamente, esta vez con la voz ronca y seca que le escuchó en una entrevista a Beatrice Dávila de Santo Domingo. Marcó. Preguntó de nuevo por él. La secretaria de inmediato lo comunicó. Cuando tuvo en la línea al delegado no supo qué decirle y entonces colgó. Pero colgó sabiendo, con toda certidumbre, que ese iba a ser su nuevo estilo de vida; y que su voz, ese don preciado de ventrílocuo, iría a cambiar el rumbo de sus días.