Ana Ilce Gómez: dueña de un esplendor

Por Juan García

 

Selección y nota de Eva Gasteazoro

 

 

Esa mujer que pasa

¿Quién es esta mujer que pasa

esta sombra,

esta noche?

¿Quién conoce su nombre?

¿Quién la nombra

del otro lado de la nada

para nada?

¿Quién es esta mujer que pasa

y no deja nada de sí?

Solo su paso rueda en la noche,

solo su voz.

 

Ana Ilce Gómez

 

Para referirme a esta gran poeta nicaragüense sigo los pasos de nuestro Sergio Ramírez Mercado —Premio Cervantes, 2018—, quien escribe la Introducción a la Poesía reunida de Ana Ilce Gómez. E inicio con “Esa mujer que pasa”, un poema que la define dentro de su intimidad profunda, su sensualidad, su precisión en el lenguaje; un poema que me lleva a querer saber más de su obra, de ella misma. ¿Quién es, de dónde sale?

Ana Ilce Gómez (1945-2017) es una de las poetas líricas más importantes de Nicaragua. Nace y crece en Masaya, en el barrio indígena de Monimbó. Autodidacta, comienza a escribir desde niña; jugaba con lo que veía, tocaba, oía, en una casa llena de naturaleza. A pesar de las dificultades económicas, su padre —un artesano múltiple, creador de imágenes religiosas—, logra inscribirla en un colegio privado con monjas educadoras.

Según muchos que la conocieron y admiran, fue una mujer retraída; prefería mantenerse al margen de la publicidad. Las ceremonias del silencio (1975), un primer libro, reúne sus poemas de juventud, antes publicados en revistas y suplementos, como La Prensa Literaria que dirigía el maestro y gran poeta, Pablo Antonio Cuadra. Poemas de lo humano cotidiano aparece en el 2004. Sus poemas de los últimos años son parte de la Poesía reunida, que se publica en España, en el 2017. En su madurez, dice Ramírez, “es dueña de un esplendor, como pocos en nuestra literatura… escribió sobre el amor, la muerte y la profundidad en las conexiones emocionales”.

Ana Ilce recibe una licenciatura en periodismo por la Universidad Nacional Autónoma de Nicaragua (UNAN-Managua). Eran los años 60, época en que se une a grupos de poetas de su generación, con quienes compartía su obra y recibía comentarios. Más tarde, obtiene una Maestría en Gestión y Organización de Bibliotecas en la Universidad de Barcelona, años en los que viaja por Europa. De regreso en Nicaragua, trabaja como divulgadora de prensa para el sistema bancario, en el Banco Nacional y luego en el Banco Central, donde funge como directora de la biblioteca. Desde el 2006, Ana Ilce fue miembro de la Real Academia de la Lengua. Fue madre soltera y asumió la causa y lucha por los derechos y reivindicaciones de las mujeres.

 

 

Esta tarde

 

Esta tarde en que la lluvia cae

mis huesos crujen.

 

Mi carne espesa,

ciega de alegría

husmea sobre pálidas hierbas

la cercanía del amor.

 

Escucha su llamado

rompiendo con violencia el aire,

mientras en la agotada tarde

mi húmedo corazón espera.

 
 

Estoy sola ahora

 

Estoy sola ahora, pero él ronda mi vida afuera.

 

Das vueltas alrededor de mi cuerpo.

Sé que estás ahí.

Sé que siempre has estado en tu pequeño estrado

bajo el sol, esperando que yo salga

—contra viento y marea, rabioso y terco

aguardando la hora de mi amor—.

 

Pero sé que estás ahí donde no estoy,

donde nunca —mi vida— he estado

donde jamás me buscaste ni te hallaste

para trocar tu victoria en mi derrota y mi muerte

en tu vida.

 

Ahora das vueltas alrededor de mi cuerpo.

Ahora estoy sola.

 

Muy lejos de donde tú, en mi eterna búsqueda

golpeas irrefrenablemente la puerta gritando con

toda tu alma: “¡Sé que estás ahí!”.

Donde no hay ya claridad

ni huella alguna que te salve.

 
 

Encuentro

 

Esta tarde me he encontrado con la muerte

caminando como si nada.

Nos cruzamos miradas puntiagudas

que llegaban al alma.

Ella altanera, yo humildosa

le mostré mis rodillas canceradas

mi sombra coja

mi vestido de novia ya vestido.

 

Ella sonrió y me dijo

que ese era el aguinaldo de mi tuerce,

que el de ella ya vendría.

 
 

Yo he militado

 

Yo he militado no sin gloria

en las lides del amor

y mi obra no podrán destruirla

ni las lluvias persistentes

ni la perenne marcha del tiempo.

Porque mi arte no fue inútil

ni siquiera contigo,

contigo que jurabas no conocerme

pero que un día llenaste

la ciudad entera con mi nombre.

 
 

Érase una vez

 

Jugamos y perdimos, eso es todo.

Cada pareja vuelve por su oveja.

 

Esa fue la charada

esa fue la clave

donde quien pidió mano tuvo frío.

Esa fue la historia: Érase una vez…

Que termina tan luego que comienza

(¡Y así también fuera el Sueño

de una noche de verano!)

 

Jugamos y perdimos. Y desde antes:

“No es bueno que el hombre esté solo”.

Y tú jugaste a no estar solo

con serpiente

o sin Eva.

 

Ahora cara por cruz.

Y entonces ojo por ojo,

ese tu frágil corazón por el mío,

mi amor desangrado por el tuyo

y este pago de sombras

por aquel pequeño préstamo

de luz.

 
 

En Sorgono

 

El pequeño Sorgono saliendo de entre la maleza

de los Gennargentu

es triste como el cementerio de Masaya.

Su Ristorante Risveglio con su gran N al revés

en medio de Sorgono ahumado y frío

deja caer su sombra.

(¡Ha muerto el Albergo D’Italia!)

Solo el pequeño pueblo se levanta

frente a los tupidos Gennargentu

con sus manadas de cabras alertas,

con sus ovejas merinas estrenando

sus hermosos cencerros,

con su atajo

con su rastrojo

sus esteras de junco

su tristeza de sábado por la tarde

su pila de alcornoques tirados en la sombra

su Ristorante,

además del posadero con la peche sucia

y de la muchacha siciliana envuelta en su chal

que lleva la ropa

que trae la copa

que deposita la sopa. ¡Eterna sopa de

coles del flamante

Risveglio!

Los alrededores de Sorgono son

semejantes a un pueblo

del Westcountry inglés o del campo de Hardy.

 

En Sorgono (terminal y ganglio de

carreteras interiores)

las vacas se tienden en el camino que va a Oristano

unos hombres de aire torpe

fuman sus amados cigarros de Macedonia

una mísera vela llora luz

un pastor se mueve como en sueños.

Desde Sorgono es mejor ir a Nuoro que a Abbasanta.

 
 

Carta

 

Recuerda amado, cuando nos conocimos

bajo la gran sombra del Palazzo Corvaia, frente

al gris remolino de la vía del Corso; recuérdalo.

 

Recuerda cuando música, pantera, amante, dueña del amor

yo clavaba mi ojo en el tuyo

y no había pie entre nosotros de distancia.

 

Recuerda las idas y venidas, las vueltas y revueltas

y el amor muriendo y floreciendo. Y nada más.

(Cuando yo era para ti como aquella lejana

dulce muchacha de Brest).

 

Recuerda de todo esto. De todo eso que me quedó

aquella mañana en la cruel terminal de Reggio,

la dulce marejada que nos llevaba,

la que nos traía,

el agua mansa,

el líbrame Dios.

 
 

Vida viva

 

En abril nació mi hijo. En el trasfondo de un amarillo

mediodía vino a pluralizar mi estación sobre la tierra. Desde

entonces los tibios, hondos ojos de sus entrañas hacen por saber

la vida, por saborear lo que yo le di. Así toma en pequeños

sorbitos el azúcar amanecido de mis manos, miedoso de dichas,

llenando hasta el borde de agua dulce mis ríos de calva arena.

Cada día que pasa sé que será menos de mí y más del mundo

que le he dado, mientras yo, sintiendo que torno irremisible a la

soledad de Eva, deseo con todas mis fuerzas que sea eterno este

momento en que lo sé allí, trotando como un animalito dichoso

al pie de su leona herida de vida.

 
 

Aguamarga

 

Brizna de nada. ¿Quién tiene fósforo por tiniebla y sostiene

en el dedo el palillo moribundo? Yo tenía, medía, daba el tiempo.

Veía la rosa de los cuatro vientos. La rosa ridícula. Preparaba

mi lección. Responso y golpe de gracia ante la mesa del maestro.

Pero quien hila sobre el viento no obtiene sino la tela frágil como

rosa de papel carbón. Porque la clave nuestra no es soñar, sino

esperar el sueño.

 
 

Letra viva

 

Vamos en viaje con la vida. Todos adultos y yo como pollo

recién salido de la cáscara. Venimos de un punto harto verdadero

a cerrar sobre esta calle imaginaria. Y no, no resucitaremos como

Lázaro. Atrás el profeta, la sibila délfica, y el nigromante porque

sólo ha de triunfar la zarpa y el dentellazo puro de la muerte.

Entre tanto a mí denme el reposo, el hosco sello de mujer con el

hombro que sostenga la poronga de agua nueva y recién hecha.

Que al fin y al cabo, nuestro único dominio será esto: el horror

a la fosa común, la espalda inadecuada para el golpe que nos ha

de partir.

 
 

Extraña multitud

 

Los ojos de esa extraña multitud

persiguiéndome en la noche

cerrándome los sitios

acusándome de haber cometido

el amor.

 
 

La muerte no es una mujer

 

La muerte no es una mujer

con el cráneo pelado y una corva guadaña

entre las manos.

La muerte es un hombre que galopa

entre las noches que columpia el insomnio.

Es un varón disfrazado de oscura damisela.

Tiene unas rosas en las manos

y un cordel para colmar el cuello.

Alguien un día dibujó a la muerte

con rostro de doncella. Pero ella es él,

pálido, abyecto,

que en la noche se llega hasta mi sueño

y como un perro fiel

me hace aspirar su aliento de témpano

y misterio

y con fría insistencia se me acerca

y me lame los pies.

 
 

Ningún fuego, ningún puñal

 

Ningún huracán

ningún cuchillo

ningún rayo partiendo la sombra en dos

ningún áspid devorando la vid

ningún veneno en las oscuranas y fulgores

de Hamlet

ningún infierno de Dante

ningún círculo

ningún fuego sobre el estupor de Babilonia

ninguna piedra en la pétrea mano

de Andrés (lanzada a tantos kms por hora).

ningún toro en la tarde de Manuel Rodríguez.

Nada. Nada ni nadie

sombrará o derribará

a esta mujer

que sabe que proviene del vientre

suave y palpable de otra mujer

y no de una insólita

costilla.

 

 

 

Eva Gasteazoro es una autora, traductora y artista de performance nicaragüense. Ha publicado las novelas Todos queríamos morir (2015) y Niña nocturna (2019); así como la traducción El dialecto olvidado del corazón, poemas de Jack Gilbert (2015). Ha presentado obras de teatro/danza nacional e internacionalmente y colabora con diversas revistas literarias. Reside en Nueva York.