Un día en la vida de Zunilda Roa

Esteban Bedoya
 

 

 

Asunción parecía serena, recostada a orillas del río como una vieja y humilde dama a quien le encanta hablar guaraní. Bella y aromática, perfumada con el azahar de los naranjos callejeros que volvían el aire denso y empalagoso. Era una ciudad para andar sin apuro, hecha a escala humana, como dijera Le Corbusier; un sitio que no despertaría sospechas sobre la existencia de un criadero de demonios; la mayoría, camuflados, otros, enseñoreándose sin tapujos. Pero invisibles a los ojos del viajante “distraído”, quien no notaría las miserias, cuando solo veían el lado festivo en la amabilidad de anfitriones de la calidad de Doña Asunción Palavecino viuda de Boseto, dama de vieja alcurnia, cuyo nombre honraba a la capital del país.

En el año 63, la matrona doña Asunción hacía hurras al Partido oficialista, por haber logrado consolidar su concubinato con los militares, exitosa gestión que, además, logró expulsar a los díscolos jóvenes del Partido Colorado, quienes denunciaron el autoritarismo de los contrabandistas y pedófilos, de un gobierno que se hacía llamar patriótico. Hacía unos pocos años, el dictador había apresado a varios de esos dirigentes, expulsado a otros, y propinado un golpe mortal a los lunáticos imitadores de la Revolución Cubana, quienes, entrando en distintas columnas desde la Argentina, fueron liquidados sin contemplación; unos degollados, otros lanzados vivos desde aviones. El régimen de terror estaba impuesto, y parte de la sociedad paraguaya optó por el silencio, a cambio de seguir con la vida sin sobresaltos. Esa era la recompensa para quienes aprendían juiciosamente el libreto de los mandamases. Gente acomodada, que destacaba por la rabiosa defensa del régimen y por ser duros críticos de los curas comunistas “que no hacen más que transmitir el odio a los campesinos”. Repetida cantinela, que se escuchaba durante los juegos de canasta entre señoras, o en reunión de caballeros, que sazonaban los encuentros festejando sus proezas sexuales con niñas de diez o doce años.

Para guardar las formas, ninguno de ellos faltaría a la misa dominical, y mucho menos, dejaría de tener la imagen de la virgen de Caacupé, en un sitio privilegiado de sus casas. Zorros de pelajes vistosos, conocían el discurso oficial y se esmeraban en repetirlo, llenándose la boca con loas sobre el gobierno de Paz y Progreso.

Así, con la tradicional hospitalidad paraguaya —que sonaba en la guarania, Bienvenido hermano extranjero—, se recibía a los pocos visitantes que llegaban hasta el corazón de la América del Sur. Entre los ilustres destacaron, el príncipe Felipe de Edimburgo, Rockefeller, Pinochet, Nixon y Perón, y otros… Seguramente, ninguno de ellos se habría enterado de la vigencia de las mazmorras de la inquisición, ni del secuestro de niñas campesinas; de eso no se hablaba con extranjeros. Si alguien de buena posición económica o social, hubiese tenido la desgracia de ser pariente de un liberal, o colorado de tendencia comunista, lo tendría que repudiar públicamente, en voz alta, a fin de evitarse citaciones periódicas a la comisaría Tercera, o al departamento de Investigaciones, con el riesgo de quedar enjaulado por un largo periodo.

Dentro de la chatura moral e intelectual de los acomodados correligionarios, enriquecidos a costa de chupar de las tetas del Estado, había un grupo minoritario de “cosmopolitas” que había probado las mieles de la cultura, viajando con frecuencia, ya sea en misiones oficiales, para la apertura de alguna cuenta en Suiza, o haciendo contactos para enviar señoritas jóvenes como damas de compañía. La familia Palavecino, destacada por su refinamiento, y por el compromiso de la matrona en favor de la educación cristiana de jóvenes huérfanas campesinas, formaba parte del grupo más allegado y chupamedias del “rubio” —como se conocía al tirano. Por esas razones de peso, y por la desinteresada lealtad demostrada al Señor presidente y a su Señora esposa, se encomendó a Doña Antonia Palavecino viuda de Boseto, la grata tarea de recibir al ilustre extranjero, que honrara a nuestro país al solicitar la ciudadanía paraguaya.

 

 

***

 

 

Los empleados de la casa de la viuda Palavecino se movilizaban a ritmo versallesco, esmerándose en los preparativos, para llegar sin contratiempos al gran festejo. Hacía una semana que el nazi Joseph Mengele había obtenido la ciudadanía paraguaya, y algunos de sus entusiastas aprendices consideraron oportuno realizar una cena en su honor. Esta debería ser impecable, y para tal fin se hizo preparar un sofisticado menú que incluía sprätn del Báltico, ahumadas y arenques comprados en un almacén de Buenos Aires. Las fotos del Duce y del Führer engalanaban el salón comedor, para dar marco apropiado a la lista de invitados.

Cualquier esfuerzo se justificaba ampliamente, dado que Mengele, además de haber “honrado” al Paraguay con su elección, era ni más ni menos, un mimado del presidente Stroessner. Por lo tanto, por expresa disposición de la dueña de casa, se reconocerían “justicieramente” sus experimentos para contener la barbarie del mestizaje.

La ocasión ameritaba que la viuda, Doña Asunción, hiciera los arreglos personalmente para que el flamante compatriota fuese satisfecho en sus demandas. Así, a nadie pasó desapercibida la presencia de una joven embarazada haciendo las veces de mucama; pulcramente uniformada e instruida para atender al ilustre científico. Zunilda Roa temblaba ante tal responsabilidad, pero era consciente de la oportunidad de escaparle a la pobreza en caso de caer en gracia al “doctor que había acabado con los judíos” —eso decían los demás empleados de la casa. Ella pasaba por un momento de euforia, el hijo de la patrona le había endulzado los oídos con historias sobre la generosidad del alemán con las chicas bien educadas… ¡Tal vez le consiguiese un trabajo bien remunerado con una buena familia europea! Ahora esa posibilidad estaba a su alcance, solo tenía que mirarlo fijo a los ojos, como cuando aceptó el beso de su primer novio en la escuelita de Carapeguá, así, el viejo caería en sus redes… Pero no, Zunilda no se animó, ella no era valiente ni aventurera; como hija menor había sido la malcriada y nunca aprendió a tomar decisiones. Seguramente por eso, cuando estaba sirviendo vino, los nervios la traicionaron y salpicó unas gotas de cabernet sobre el pantalón de lino del Doctor. La mucama dejó escapar un gemido lastimoso ante la mirada ofuscada de la patrona. Al silencio de los comensales siguió el soponcio de la sensible Dolores Rioseco de Boseto, secreta admiradora de Joseph.

Pasado el mal rato, y seguramente como consecuencia del exabrupto, el doctor Mengele posó los ojos sobre Zunilda, quien quedó inmóvil, arrinconada en el amplio comedor.

 

 

***

 

 

 

 
Se habían retirado los últimos invitados, cuando el huésped de honor fue conducido a su habitación por el hijo de la viuda, este se encargaría de atenderlo con la deferencia acostumbrada. Un criado los seguía a un par de pasos cargando el maletín y el sombrero del visitante. El varón de la casa se despidió ceremoniosamente en la puerta: ¡Profesor Usted nos honra con su presencia!… que pase una muy buena noche. Mientras, el criado apoyaba el equipaje sobre un banco maletero.

La habitación había sido refrescada desde temprano con un aparato acondicionador que chorreaba la humedad como si fuesen las lágrimas de una dama mojigata. El criado —que no emitía más sonido que su respiración— hizo un gesto con la mirada para señalar la presencia de la mucama, luego se retiró un par de metros, y quedó aguardando una orden, pero el “ilustre” lo ignoró, y se acercó a la muchacha para hablarle al oído.

El aborigen, en su papel imperturbable de criado multiuso, siguió con indiferencia la forma en la que Zunilda ayudaba a desvestir al Señor; sollozando sus disculpas por la torpeza cometida con el vino. En tanto, el viejo se apretaba contra los pechos altivos de la Señorita Roa, mientras le olfateaba la negra y brillante cabellera hispano guaraní. La temerosa Zunilda, guardó doloroso silencio cuando el ilustre le apretó los pezones como si hubiesen sido roscas de relojería.

—¡Por el indio no te preocupes!

—¡No Señor! —A la muchacha le tenía sin cuidado la presencia del sirviente, su única preocupación era que no funcionase el consejo dado por una amiga experta en las artes del sexo: “Agarrále de allí” —le había dicho. Sacó fuerzas alimentadas en el instinto y metió una mano en la bragueta del amplio calzoncillo. Mengele reaccionó con un suspiro, que para la joven sonó a caricia en lengua gringa, Scheisse, Scheisse, repitió Joseph. —¿Te gusta Doctor? El nazi no respondió, se limitó a observarla como había hecho con decenas, centenas de mujeres “seleccionadas” con quienes pasaba las noches antes de enviarlas a las cámaras de gas… Se estimulaba con los recuerdos, creyéndose un dios que decide sobre la euforia de un día más de vida o sobre el terror del exterminio inminente. Y como emisario del mal, se vanagloriaba apoyando sus manos diabólicas sobre la cabeza de la campesina, que lo satisfacía pensando en una vida mejor. Cuando eyaculó sobre Zunilda María de los Ángeles Roa Fernández, Mengele dedicó un pensamiento a los dueños de casa: “Feos, serviles y utilitarios”. Luego se tiró pesadamente de espaldas sobre la cama, dejando a la joven de rodillas, a la espera de una señal.

—¡Ven, siéntate a mi lado!

La joven acató, y con acento servil le preguntó — ¿Se siente bien el Doctor?

—¿Por qué?… —Zunilda se limitó a responder: ¿Me visto?

—No… así está bien… Cuéntame, ¿Qué te han dicho de mí?

—¡Nada!

—¿Nada?… ¡No puede ser, algo te deben haber dicho! —levantó el tono de voz con evidente fastidio, atemorizando a la joven.

—¡Bueno… algo escuché a los empleados!

—¡Sí! Exclamó con cierto entusiasmo. ¿Y qué te dijeron?

Zunilda dudó, no se acordaba bien de lo que se había hablado sobre el Doctor alemán, pero algo tenía que responder, entonces decidió arriesgarse e intentó repetir de memoria lo escuchado en la cocina. —Que Usted es un judío muy importante… y que seguramente por ser muy buena persona… seguramente me podrá conseguir un buen empleo como hizo con otras chicas.

Mengele sintió una estocada que le revolvió las tripas, el odio le desencajó el rostro y agachó la cabeza para no exponer su inconmensurable indignación. Sospechó de los enemigos sionistas… ¿Esta damisela sería una infiltrada… trabajaría para Wiesenthal? Respiró profunda y repetidamente ante los sirvientes. Zunilda, incómoda ante silencio del doctor, en un último acto de arrojo se animó a preguntar: —¿Es Usté un judío importante?

La respuesta no se hizo esperar; un golpe de puño dio de lleno en el pómulo de la chica dejándole marcada la cruz del anillo. Esta cayó pesadamente sobre el piso mientras un hilo de sangre empezaba a recorrerle la mejilla. El nazi comenzó a gesticular como hacía su Führer, pronunciando frases incomprensibles con su vozarrón germánico, mientras la adolescente, presa del terror intentaba silenciar su llanto. El viejo se paseaba desnudo, amenazante, como si lo peor estuviese por venir, entonces como muestra de sumisión bien aprendida, Zunilda se sobrepuso al dolor y preguntó suplicante: —¿El Señor quiere que lo limpie?

Mengele no respondió, quedó inmóvil, pensativo como un náufrago que desde la calma chicha parpadea al descubrir el sol radiante en el horizonte. Era paz, pura paz en su mirada que trepaba hasta lo alto del techo colonial. Entonces, como si se despertase de una larga siesta, bostezó con la enormidad de una galaxia, y dando muestras de haber olvidado lo ocurrido, comenzó a batir acompasadamente los dedos sobre el colchón. La joven entendió que esa reacción era propia de alguien de su enorme talla… que de tan superior podría ausentarse, aislarse del populacho. De hecho, los recuerdos de Joseph viajaron muy lejos en el tiempo, al mismísimo “Anus Mundi”, sitio donde tantas veces se había deleitado con el humo de los crematorios

—¡Vístase que vamos a mi consultorio! —ordenó Mengele dando por terminado el silencio. Zunilda respondió sorprendida, juntando sus bártulos a las apuradas… Valiente e ignorante, parecía convencida de haber pasado el riguroso examen del doctor. De ahí en más, solo algo bueno le podría ocurrir, por eso, cuando Mengele le susurró con tono optimista —¡La ciencia te lo agradecerá!, ella respondió espontáneamente con una sonrisa.

Desde la oscuridad, la dentadura del criado se asomaba tras una mueca burlona. Conocía los hábitos de su amo, y ante un chinar de sus dedos, acudió diligente para cargar el maletín y garantizar, en caso de rebeldía, la obediencia debida al ilustre. El criado fue el último en salir de la pieza, asegurándose de apagar las luces y trancar la puerta.

 

 

***

 

 

Se entregó al sueño roncando una canción, estaba relajada y dejaba caer los brazos por los costados de la camilla. Su imagen y perfume de campesina extraviada entusiasmaban al médico. Consumado encantador de serpientes, vestía un uniforme azul que daba marco a la corbata angosta salpicada de lunares blancos. El alemán que ponía cuidado en su apariencia, más no fuese para día de morgue, se inclinó sobre la paciente haciendo destellar su peinado engominado bajo la lámpara del quirófano. Con mano exploradora presionó el abdomen y sintió las patadas del feto. —¡Bien! —exclamó. Luego pidió un cuaderno a su asistente y realizó anotaciones en un idioma anclado a principios del mil novecientos. —Páseme las inyecciones, ordenó. Abrió una caja de acero inoxidable en la que se hallaban alineadas cinco jeringas. Una a una, inyectó las gruesas agujas a la joven, quien al cabo de dos minutos reaccionó con una intensa aceleración del ritmo cardíaco y con retorcijones estomacales.

Como si un instante pudiese ser infinito, Zunilda soñó sin apuro en el momento cuando dijo adiós a su abuela. Soñó que la vieja flotaba bajo los resplandores de un mediodía de julio. Tras ella, las flores de un lapacho sonaban a monedas de oro sacudidas por el viento fresco del Sur. Era un tintinar de murmullos familiares que se fueron apagando ante la atenta mirada del demonio.

Zunilda Roa nunca volvería a soñar. Solo roncó, roncó unas pocas veces, hasta quedar dormida para siempre.

 

 

 

Esteban Bedoya es un autor, diplomático y arquitecto paraguayo. Ha publicado, entre otros, las novelas El apocalipsis según Benedicto (2008), Los Malqueridos (2013) y La colección de orejas (2013). Además, La increíble historia de Olivo Monguto y otros cuentos australianos (2017) y ¡Aguante Arzamendia! (2018). Reside actualmente en Canberra.