Elssie Cano
Saber asumir son dos cosas muy diferentes
El agudo ruido de la sirena del carro de policía irrumpió en el tranquilo vecindario. Por los altoparlantes del vehículo se escuchó la voz de un oficial: Carlos Liberino sal inmediatamente de tu casa. ¡Si no lo haces nos veremos obligados a sacarte a la fuerza!
Atraídos por el alboroto los vecinos salieron de sus casas a pesar de la llovizna que caía incesante. Con paraguas en manos hombres y mujeres se situaron frente a la casa del mentado Carlos Liberino para no perderse detalle del operativo policial. Mientras tanto cada uno daba su propia versión de lo que podía ser la razón para que la policía buscara al susodicho.
—Yo sabía que este Carlos Liberino andaba en malos pasos. Por fin van a agarrarlo —dijo alguno.
—Con esa pinta y esos gestos se ve que el fulano es una ficha. Dios nos ha protegido, pudo habernos hecho daño, pudo matarnos —dijo otro.
—Nos pudo violar —gritó una mujer.
—Ese tipejo es un pedófilo, he visto como mira a los niños escondido tras los árboles —añadió otra voz.
—Ese gordo infeliz debe ser colombiano, sale en las noches llevando paquetes sospechosos —con saña lanzó otro su veneno.
—No, para mí que ese tigre es dominicano. Es un matatán que cree sabérselas todas.
—Puede ser venezolano —intervino una voz femenina.
—Si fuera venezolano el “chamo” estaría muerto de hambre. Saben que el Maduro tiene a su gente a dieta obligatoria. Con esa panza que se gasta el desgraciado tiene que ser mexicano de tanta tortas y tacos que se atraganta —maliciosamente dijo otra mujer.
—Quién nos puede asegurar que el rufián desgraciado no sea un ñañito ecuatoriano. No todos son indígenas. Muchos lucen normales —comentó un incapacitado mental.
En ese momento llegaron un carro de bomberos y una ambulancia. Como el supuesto delincuente no salía de su casa por propia voluntad, dos policías se vieron obligados a entrar al edificio y sacarlo a como diera lugar.
Por la bocina, que olvidaron apagar, se escuchó a uno de los oficiales comentar: Carlos Liberino se escapó del quirófano del hospital, los médicos lo reportaron, y si no lo regresamos a tiempo está en peligro de morir de un infarto.
Las 11:11 de la mañana
Al cavilar sobre las limitaciones del espíritu humano,
siéntese algo así como abatimiento de rey destrozado,
nostalgias y desfallecimientos de águila alicortada y
prisionera.
S. Ramón y Carvajal
El amor a mi persona no tiene medida. A mi entender yo soy lo más importante que existe en el mundo. ¿Qué pueden importar los otros, si yo estoy vivo y siento y respiro y pienso? No crean que por pensar de esta manera me sienta egoísta, culpable, o, sea un prepotente. Nada de eso. Yo soy la justificación y prueba suficiente de mi proceder ¿Qué más necesito?
Puede ser que mi educación en la fe cristiana y mi fuerte pasión por la metafísica me hayan arrastrado a este desasosiego, a estas inquietudes que otros pueden calificar como irracionales. ¿Puede alguien explicarme como ser racional cuando estamos tratando de lo más esencial? Mi persona.
No creo que sea egoísmo el tener conciencia de la propia existencia y quererlo todo para mí. Me atrevo a creer que la naturaleza, el mundo, se hicieron para mí, exclusivamente para mí. Por mí existe lo que nos rodea, y puedo acaso sentirme culpable de algo tan natural y humano: el amarme sobre todas las cosas del mundo y querer existir para siempre en alma y cuerpo.
Estoy acostado en la oscuridad de mi cuarto y los pensamientos cruzan terribles por mi cerebro. Enciendo un cigarrillo y veo su luz brillando en la noche. Aspiro el humo lentamente, paladeo cada bocanada, igual como hago con cada acto de mi vida, sintiéndolo en conciencia, viviéndolo minuto a minuto: un horrible defecto de mi personalidad. De repente esa lucecita se apaga en el cenicero al terminarse el cigarrillo, y al verla extinguirse, ese pensamiento que me espanta me estremece una vez más: la idea de morir. Morir, cuando yo deseo vivir para siempre, prolongarme sin medida en el tiempo. Y es que no puedo por un segundo imaginarme no existiendo. ¿Qué significa morir? Dejar de pensar, de sentir, perderse para siempre, o lo que es peor convertirse en la nada. Los otros pueden morir, yo no.
Insensatos, necios, estúpidos, los que afirman que con la muerte se alcanza la paz eterna. ¿Es que no pueden entender? ¿Para qué quiero yo la paz, si estoy muerto? Prefiero mil veces los martirios de un infierno, pero estando vivo. Estoy desesperado, me digo, al borde de la locura. En mi angustia pido que en mí se cumpla un milagro. ¡Quiero ser para siempre! ¡Oh Dios, si tú existes, yo existo también!
Los días se desenvolvieron como siempre, con esa morbosa exactitud del tiempo en este espacio; como los vivimos los humanos, en sucesiones, de presente en presente, o mejor dicho de pasados inmediatos que no podemos retener ni repetir; sin imaginarme que algo inesperado cambiaría esa dimensión.
Dos meses más tarde, la revista para la cual me desempeño como editor gráfico, me envió con un equipo de técnicos y periodistas a cubrir un reportaje en el sur del continente. El avión que nos transportaría partió con la exactitud planeada. 9:20 de la mañana. Todo estaba normal y en calma. Los pasajeros miraban una película en las pantallas de los televisores y mis compañeros bebían cocktails de cortesía, mientras reían por centésima vez los mismos cuentos obscenos que conocían de memoria.
A las 10:45, la azafata nos instó a ponernos los cinturones de seguridad. Se habían presentado dificultades técnicas y nos veríamos forzados a aterrizar de inmediato. Cruzábamos una deshabitada región en territorio centroamericano, cuando los motores del avión empezaron a fallar y el aparato comenzó a dar tumbos antes de que los pilotos empezaran las maniobras de aterrizaje. Consulté mi reloj y leí: 11:11 de la mañana.
Horrorizado ante la posibilidad de un accidente, grité con todas las fuerzas anticipando lo terrible. Iba a morir. No había magia que lo evitara. No era justo, iba a morir como cualquier gusano. ¿Por qué me diste la vida? pregunté en un acto final de rebeldía contra un ser invisible, inconmovible, absurdo, y probablemente indiferente. ¿Con qué derecho me la arrebatas?
Lo último que recuerdo es mi grito de espanto, unido al de la tripulación, al explotar el avión en mil partes.
Cuando desperté, estaba tirado de bruces sobre el suelo. La sangre me corría fresca por la cara, me dolía todo el cuerpo a causa del golpe al caer en tierra. Mucho después pude comprobar que no me había roto ningún hueso. A duras penas pude sentarme, arranqué mi camisa y até con ella mi cabeza herida.
Entonces, miré a mi alrededor y quedé desconcertado, asustado. En el lugar no había nada. Sin colores, vegetación o agua, el campo se extendía desolado e inmenso. Di la vuelta, y pude darme cuenta de lo sucedido. El avión estaba hecho pedazos, un ala aquí, el fuselaje unos metros más allá, los asientos desperdigados por otro lado; varios de los pasajeros yacían en el suelo, unos despatarrados, otros totalmente desbaratados. Me acerqué casi a rastras, y con asco fui chequeando cuerpo por cuerpo. Todos estaban muertos. ¡Qué horrible espectáculo! Regados sobre la tierra se hallaban restos con forma humana. Cuerpos inanimados, alimento para aves de rapiña, basura. Yo era el único sobreviviente y estaba rodeado por cadáveres.
Sin importarme de lo adolorido que me encontraba, salí en busca de alguien que pudiera ayudarme a escapar de este campo sembrado de terror. Anduve hasta no poder con mis piernas, a veces a rastras, otras cayendo de bruces. Entonces me percaté de algo no usual. El sol brillaba, pero a pesar de lo temprano de la mañana y de estar el cielo despejado, su luz era pálida, como vista a través de un grueso vidrio. Me asaltó una duda. ¿Es que yo había muerto también y era este el umbral hacia la nada? ¿Era esta la muerte? Pero no, si seguía pensando es que estaba vivo ¿O es que no dejamos de pensar aun estando muertos? Sacudí la cabeza tratando de alejar esos malsanos pensamientos. Inhalé profundo deseando llenar mis pulmones de vida y hasta el aire me resultó esquelético.
Cuando había perdido las esperanzas de encontrar algo o alguien, descubrí con alegría unas formas dibujándose a los lejos, y lo más rápido que me lo permitieron mis cansados pies llegué al lugar. Lloré más de miedo que de frustración. Había caminado en círculo y allí estaba otra vez el avión y su macabra tripulación. Consulté la hora: eran las 11:11 de la mañana. Pensé: Esto no puede ser, de seguro que el mecanismo de mi reloj tiene que haber fallado con el accidente. Pero no, no era así, en la soledad del lugar podía escuchar con toda claridad su tic tac sin que las manecillas alteraran su posición.
Finalmente, el cansancio venció mis fuerzas y pude dormir, era eso lo que necesitaba. Cuando despertara, el mal sueño habría terminado y escucharía la voz de la azafata anunciando el final del vuelo.
Creo que desperté dos días o dos segundos después. Qué importancia tenía el tiempo si allí estaba el avión en pedazos, la sangre chorreando fresca por mi cara, la angustia de chequear uno a uno los cuerpos sin vida, comprobar que era el único sobreviviente, caminar hasta más no poder en busca de ayuda, constatar la misma hora en mi reloj y finalmente descubrir que el tiempo se había detenido.
Para siempre serían las 11:11 de la mañana. Esta era una pesadilla de la que no podría escapar. Eternamente estaría dando vueltas a mi momento final. Recorriendo perpetuamente el mismo círculo, angustiado y sufriendo por siempre el dolor de mis heridas que no cerrarían jamás. Y, frente a mí, la visión de los otros miserables, inertes y patéticos. Era esto lo que deseaba, cualquier martirio pero vivo. ¡Estoy vivo! grité entre carcajadas y sollozos. ¡Soy eterno! Nunca moriré.
No, no pude más. Esto era espantoso, insoportable. Mi materia y mi espíritu no resistían el tiempo infinito, caí de rodillas al piso y llorando imploré con las pocas fuerzas que me restaban: ¡Necesito morir! ¡Quiero morir!
Cuando abrí los ojos, vi las paredes blancas y supe que estaba en el cuarto de un hospital. Una enfermera chequeaba mi pulso en ese momento. Al sentir mi mirada, observé a la mujer estremecerse, dándome la impresión de que ella estaba mirando a un muerto regresar a la vida. Alarmada, llamó a varios médicos. Uno de ellos entró sonriendo, y luego dijo: Amigo, usted es un milagro. Fue el único sobreviviente del lamentable accidente. Lo encontraron inconsciente con esa grave herida en la cabeza y ha estado en coma desde entonces. Y chequeando el tiempo en su reloj cronometrado, añadió: Exactamente 46 días y 7 horas. Por su reloj se supo que el accidente ocurrió a las 11:11 de la mañana, ya que con el impacto esa hora quedó registrada.
He vuelto a mis actividades usuales, no me queda otra alternativa. Las cosas más terribles suceden y la vida sigue su rumbo indiferente. Así está establecido. Debo aceptar y vivir de la misma manera que cualquier otro humano, por mi voluntad o sin ella. Hablando de mi horrenda experiencia, quiero decir que lamentablemente estoy más desesperado que antes. Mi sueño de un deseo, o mi deseo de un sueño, se ha vuelto en mi contra. Se ha transformado en esta angustia que me está consumiendo. Estoy plenamente convencido que soy lo más importante del universo y que seguiré vivo aún después de la muerte. Sin embargo, confieso: ¡Tengo pavor a la eternidad! El tiempo infinito, absoluto o inexistente, duele en mi conciencia hasta el punto de la locura. Es por eso por lo que siento que la tierra se abre a mis pies, cada vez que leo en un reloj las 11:11 de la mañana.
Elssie Cano es una autora ecuatoriana. Ha publicado La otra orilla y otros relatos (2000), así como las novelas Idrovus (2018) y Creando a Eva (2020). Coeditó la antología Residencia en Nueva York. Cuentistas hispanos (en) (de) Nueva York (2021). Pertenece al colectivo editorial de la revista HYBRIDO Cultural Project for Latino Arts and Literature. Obtuvo un título en Ingeniería Mecánica de The City College, CUNY. Reside en Nueva York.