Juan Pablo Sutherland
1
Mi vida en la zona oeste de la ciudad fue tan detallada por el diario de mi madre que lo guardé por mucho tiempo para que nadie conociera su existencia. Cuando leí algunas de sus páginas no pude pensar en nada durante días, me avergoncé por la posibilidad que alguien lo pudiese leer, vi que mi amor propio caería al suelo como un vaso roto. Lo escribió por muchos años, creo que, desde nuestra niñez, yo nunca podría haber intuido ese trance interno de escribir por tanto tiempo. En aquella casa la atmosfera reinante envolvía intensamente todo como si cada uno de nosotros fuésemos combatientes de una guerra no conocida, pero declarada subrepticiamente por mucho tiempo, guerra donde no habría ningún armisticio para nuestro futuro. Éramos de alguna manera sobrevivientes de una epidemia, de una desolación que era la desolación de todos. No sería justo pensar que yo y mis hermanos no vivíamos, si vivíamos en la delicada línea de una fotografía que a ratos se borraba en nuestras cabezas.
El día que mi madre partió y me entregó el diario, fue como si me hubiese regalado la explicación de su vida y de lo que fuimos cada uno para ella. Ese año, el país comenzaba incrédulo a vivir una nueva década y mi madre, partía al norte de Chile iniciando un nuevo momento de nuestra rara vida familiar. Meses antes, la voz quebrada y nerviosa de Julia, me contagió de entusiasmo por su futuro: me contaba un secreto. Ese día la abracé fuerte, y le dije: te mereces todo, anda. Nosotros nos quedamos acá. Y así fue, sin mediar una gran despedida y sin avisar a sus amigas, ni siquiera a mi abuela, mi madre una mujer de 47 años se fue de casa como una adolescente detrás de su amor naciente, uno nuevo, uno que le volvía el aire fresco a sus días amargos. Con mis tres hermanos nos quedamos en aquella casa al oeste de la ciudad como si nuestro más querido afecto se hubiese perdido sin posibilidad de recuperación. Tanto mi hermano mayor como el menor resistieron por muchos meses y años a esa decisión de Julia. Algunos lloraban solos en sus habitaciones pensando en la crueldad del abandono. Yo los consolaba sin pensar que en mi fuero íntimo la extrañaba como todos. Sin embargo, había adquirido una felicidad melancólica, cosa rara, pues nunca pensé la felicidad con aditivos. Casi por arte de magia nos habíamos transformado en adultos prematuros, cuestión que trajo días de completa convulsión interna. Yo vivía de optimista, mi hermano mayor de pesimista y con una desconfianza en la vida que a mí me provocaba más temor. Roberto era el mayor, cabizbajo y taciturno, se encerraba en su dormitorio ensimismado. Por años fue una verdadera proeza sacarlo de la casa. Un amigo alguna vez me dijo que él vivía en un bucle de tiempo oculto para el resto y que algún día lograríamos verlo, estado que él disfrazaba de distancia y timidez. De cualquier manera, mi hermano mayor, resistía a mis invitaciones continuas, al cine, a un mitin, a una marcha, a una misa roja, a una fiesta de barrio, todo para él era demasiado esfuerzo. Yo habitualmente pensaba con curiosidad lo distinto que éramos.
El jardín resistió la ausencia de Julia, y tuve que aprender a cuidarlo, aunque no me lo pidió. Todos los días al levantarme recordaba entre sueños, el agua cayendo al jardín desde la manguera verde llena de roturas, daño beneficioso que hizo más efectivo el riego de los arbustos, plantas y ese pasto desordenado que crecía a la entrada de la casa. El jardín se volvió salvaje sin ella, los arbustos comenzaron a crecer en cualquier dirección, el naranjo y el limón, se tornaron algo otoñales, aunque estuviésemos en plena primavera. Los gladiolos, flores que nunca me gustaron debido a recuerdos infantiles en el cementerio general fueron los que más florecieron.
Pancho, seguía yendo a una academia de futbol que luego de años de práctica tendría que dejar por falta de apoyo familiar y económico. No había sido voluntario dejarlo a la deriva y sin su mayor deseo. En el barrio ser futbolista era lo mejor que podía pasarle a alguien. Un futuro de películas que, si iba bien, funcionaba como sacarse la lotería. En cambio, yo me había relegado a una pieza a escribir sobre el diario de mi madre. Cada noche leía una página y escribía un párrafo para acompañar esas líneas, algo así como estar escribiendo un diario paralelo. En ese camino comencé a escribir tan estrechamente como el diario de mi madre. Esto no significaba que deseaba ser escritor, al contrario, yo deseaba alejarme de alguna actividad solitaria como la escritura, deseaba ser lo que el destino me llevara por fuerza natural. Escribir siempre lo encontré aburrido, solitario y una práctica demasiado ensimismada para alguien como yo. Sentía que el futuro en mis manos y que este pecado de prepotencia sería mi mayor logro. Deseaba el mundo, aunque el mundo me comió a mí.
Por esos meses iniciales, todo era nuevo. Roberto no quería trabajar y yo me confundía pensando si había sido una buena decisión la ida de mamá de casa, sin embargo, esas dudas no las comentaba con nadie. Por noches enteras miraba la pared vieja de mi dormitorio y recorría las fotos, casi como un ejercicio de exorcismo para no olvidarla. Yo había dejado pegadas fotografías de ella y de mis hermanos. Estaba hipnotizado, me fijaba en los detalles, quién reía, si nos veíamos tristes o alegres, si algo afloraba de cada uno, si pudiese develarse lo que sucedería con ellos más adelante. Padre ya no teníamos, eso era obvio a esas alturas. Solo teníamos el vago recuerdo de unas bellas postales de plazas con palmeras y algunos regalos de navidad llegados desde el norte de Chile por alguien que no vivía con nosotros. Un desconocido nos enviaba fotos y regalos una vez al año, eso era todo.
En el vecindario, las mamás de nuestros amigos nos miraban de manera extraña, como si de repente hubiésemos pasado a formar parte de una nueva tribu, de una nueva y peculiar raza familiar. Se detenían de una manera muy poco espontanea cuando íbamos al negocio de la esquina a comprar. Yo me daba vuelta muy rápido, girando mi cabeza a propósito y lograba captar cierta morbosidad en esos rostros entrometidos. Todos ellos nos escrutaban pensando: “pobres chicos, abandonados, solos y tristes”, y de inmediato, yo les devolvía una mirada insolente, de rabia y extrañeza. La Sra. Rosa, una ex amiga de mi madre, se afanaba en preguntarnos dónde se había metido nuestra madre. Yo no decía nada, solo emitía frases cortas y sin ninguna claridad. Ella me miraba enojada por no sacarme nada y se iba caminando con esa cojera que yo no soportaba: -no sé, puede que vuelva pronto decía sin entusiasmo. El rumor se había desatado por el barrio, mi madre era acusada por el pelambre y chisme vecinal. Mientras tanto nosotros seguíamos en nuestra casa inventando una nueva forma de vivir sin mamá.
2
Partí a las ocho y media de la mañana al norte de Chile. No he dormido en un día y las pastillas se agotan. Gladys me ha conseguido una nueva dosis. Ayer conversé con Juan y sus palabras han quedado perdidas y dando vueltas en mi cabeza. Todo fue muy rápido, como si alguien me hubiese tomado de la mano y yo sin fuerzas partiera detrás de esa mano que no conozco, o creo conocer. Mi hermano, dice que no me preocupe, que todo saldrá bien. Se vuelve un peso este amor sin mis hijos. Subo al bus y nadie me despide, lo prefiero así. Roberto no habló conmigo, Francisco se escondió en el baño, Emilio no sabe nada y Juan se las ingenia para darme aliento. El desierto es interminable como mis obsesiones, vuelvo a dormir unas pocas horas y la aridez de esta tierra me deja como una planta seca que no sabe lidiar con un paisaje desconocido. Gladys hablaba atropelladamente, me da fuerzas, pero ya no importa. Creo que voy en busca de un amor, pero arranco de una batalla, de una guerra de años. Estoy cansada, las piernas me pesan, el humo del cigarrillo Belmont que tengo en la mano ya no me deleita. Fumo mecánicamente, como esperando un ejercicio sin pausas, como lecciones aprendidas que ya se vuelven inconscientes y bien ejercitadas. La promesa del amor me inquieta, me conmueve, me asusta. Los hombres de mi vida se vuelven fotos veladas y lejanas, pese a ello, voy de detrás de una. De una nueva imagen de mí. Hijos y madres como una enredadera sin fin. Qué hago, qué digo. No puedo llorar, ya he llorado mucho, la humedad de las lágrimas saladas que tengo acumuladas en mi cuerpo provoca una intensa alergia en mi piel. Ya no sueño, solo arranco por mí. Quiero dormir, y el frío se cuela por mis pies, por mi vida, el ruido del motor es un sopor que se vuelve sueño lejano, droga sin sonido ni pausa. Todo con un mismo ritmo. En el bus alguien tiene pesadillas, balbucea y exhala un silencio árido y sin sentido. Pego mi rostro al vidrio, las estrellas se ven nítidas y parte de un manto inmenso. Intento contarlas y son demasiadas, aparecen todas como los problemas que se vienen a mi cabeza. El tiempo es una torpeza, alguien vuelve a roncar en el bus Tarapacá y yo intento dejar en paz esta idea de mí sin mis hijos. Me atormenta la idea de ellos solos en casa, Francisco metiendo a sus amigos al patio a fumar, Roberto buscando sus libros que nunca encuentra en el fondo de la habitación, Emilio jugando hasta muy tarde en la calle, y Juan organizando su vida política. Todos ellos, mis hijos, mi cuerpo, mi extensión que dejo en el poniente de la ciudad, como si dejara una parte de mi cuerpo anclado, lejos, sin conexión con mi centro. Periferia de brazos, manos, cabeza, corazón, uñas, centro: de penas y alegrías, de sueños y derrotas. El bus avanza y el frío se cuela de nuevo por mis pies, sacó un chal de mi bolso y me cubro completamente hasta mis brazos. El bus va en completa oscuridad cruzando el desierto de Atacama. Vuelvo a cruzar este desierto. El padre de mis hijos cruzó este desierto cuando lo dejé abandonado hace treinta años atrás. Yo hago ahora el mismo recorrido, cruzo por una tierra amarilla, una tierra blanca, una tierra oscura, una tierra donde nada crece, solo la infinita huella desaparecida de algunos que cruzaron, que dejaron un vestigio, una desperdicio, un vaso, una chatarra, un espacio marcado, una roca con un nombre, un animita en medio del camino, se vuelve espectral y carne viva para el nuevo caminante.
3
Mi madre cruza el desierto de Atacama sin mí y Roberto busca sus libros en el baño de la casa. Cruza Atacama, el desierto más árido del mundo según la enciclopedia Salvat que mi padre me envió del norte hace 8 años atrás. Mi hermano cuida excesivamente esa enciclopedia. El año pasado me pegó dos patadas en el culo por dibujar dos cruces nazis sobre la foto de los milicos de la junta militar. Una patada por cada cruz me dijo. Se enojó muchísimo. Mi hermano es así, impredecible. Ahora busca un libro en el baño, son arrebatos extraños, sin sentido, pero él lo invade siempre desde esa atmosfera rara, lejana y obtusa de ser un hermano mayor que nunca quiso serlo, me dejó a mí con el lío. Entro al baño y Roberto mira el techo como si de alguna esquina estuviese colgando el libro que busca.
—¿Qué haces?
—Qué te importa, dice arqueando sus cejas gruesas y colorinas
Salgo y Francisco duerme en el pasillo en un colchón. Julia lo habría sacado de ahí en dos tiempos. Anoche llegó con dos amigos, un tipo guapo y otro muy feo. Hermanos los dos. Estuve con ellos un rato en el dormitorio que comparte con Emilio. Fumaron marihuana hasta que les dio hipo. Mi hermano duerme con los ojos entreabiertos, y el rojo de sus ojos se va lentamente para no dejar huella del fumadero. Le pego una patada.
—Pancho, levántate, duerme en tu pieza.
—Ya, déjame.
—Oye, levántate, duermes en el pasillo, no seas bruto.
—Ya déjate, balbucea.
Lo miro, recorro su crespos, su cuerpo en crecimiento y lo cubro con una frazada. El vuelve a refunfuñar con sueño pendiente. Camino al patio y me siento en una silla vieja bajo un limón enorme que plantó mi tío Manuel. Lo miro detalladamente, y sus hojas se ven pobladas de un cristal diminuto y trasparente, repleto de hormigas y otros bichos minúsculos. El árbol es enorme, y al parecer, resiste a los embates de una peste en avance.
6
En el sueño un niño con cabeza de gato me mira por la ventana, yo sé que ese niño soy yo, pero no puedo dejar de mirarlo. Levanta su mano y me indica una ventana, yo miro y veo a mi madre con un tipo alto, oscuro y de rasgos muy definidos. Ella le habla, le suplica, le ruega algo que no entiendo en el sueño. El niño gato mira de nuevo, yo vuelvo a mirar y ya no veo a mi madre, solo veo al tipo que ahora patea a un gato negro en la sala. Creo que soy yo, pero no puedo saberlo. Miro nuevamente, y no hay nadie, solo reconozco la voz de mi madre desde un pequeño jardín al otro lado de la casa. Canta una canción antigua, de esas que escuchaba cuando niño. La letra de la canción me hace llorar, como si al cantarla mi madre me dijera algo triste, melancólico y silencioso a la vez.
7
El cassette se mueve lentamente. La radio Sony tiene un golpe en la esquina superior y yo apretó PLAY. Una canción de Congreso me deja pegado en el techo. Hace frío, como hace frío en todas las casas de mis amigos aquí al oeste de la ciudad. Leo a Rodrigo Lira, un tipo extraño, gigante y con unas patillas descomunales. Ayer lo conocí en el Pedagógico. No hablo nada, solo compartimos un banco de madera que yo ocupo regularmente para leer.
8
Iquique es como una postal vieja de los años 70, siempre primaveral con mucha luz, mar azul intenso, arenas doradas y edificios que comienzan a comerse el paisaje. De las postales que mi padre me enviaba en los 70 a los 80, ahora se suman las de mi madre. increíblemente siguen con el mismo aire, pero se ven desteñidas y sin el glamour de los 70, quizás este tiempo es gris e imposible cambiarlo. Veo a mi madre caminando por playa brava y sus olas tormentosas, veo a mi padre como un fantasma que la sigue. Mi madre en los 80 le dijo a papa que nos iríamos todos luego de dejar a Enrique, mi padrastro, pero no lo logró, y nosotros con Roberto, Pancho y Emilio quedamos arrumbados a una ilusión que se nos fue, que se nos arrebató. Las familias son como una gran lista de amores y abandonos que se van chequeando al avanzar cada una de nuestras vidas.
Ayer leí 20 páginas del diario de mi madre y creo que no dice todo lo que sucedió. Hay lugares no dichos, que no se nombran, lo leo cada noche antes de acostarme y su estatuto de verdad me asusta. Quizás me provoca terror lo que no está dicho, lo que no se ve, lo que no se cuenta. Y si mi madre no lo escribe tendré que hacerlo yo. Y lo haré obligado, sin placer, pero resuelto por una idea del detalle, de la pequeña verdad al borde del camino. Incluso hay días que la extraño y también oculto un insoportable reproche de sus decisiones. ¿Una debería amar a su madre incondicionalmente? Los hijos al parecer se vuelven tan insoportables en ese cauce natural de reclamo amoroso como las madres.
9
(24 abril 1974, Pudahuel)
Cada retazo, cada mezclilla, cada color, cada puntada, cada desecho sirve para armar una escena, una anécdota, una rabia, un amor. La mano va frágil uniendo los retazos. Afuera comienza el otoño y Juan ya no vendrá por mucho tiempo. Amanda se quedará con el mientras pasé la tormenta acá. Enrique es la pieza de este patchword que no puedo integrar. Mi madre no lo entiende y se enoja conmigo cuando le cuento. Ella no lo quiere y tampoco Juan.
1976 (Gay con Av. España, casa de Amanda)
Juan corre más rápido que Roberto, el día que nació todo fue fácil y la fluidez de su parto me indicó su hambre de vida. Roberto al contrario fue un trance difícil, es como si no quisiera salir, hubo muchos días de intentos. Una hermana incluso me recomendó que tomará una malta con huevo para facilitar. Nunca entendí ese secreto popular, pero finalmente resultó. Juan se mueve rápido, aunque es frágil, torpe y curioso. Roberto ensimismado mira al jardín sin lugar fijo.
Juan Pablo Sutherland. Es un narrador y activista LGTB chileno. Entre sus publicaciones se encuentran los libros de narrativas y autoficción Nación Marica: Prácticas culturales y crítica activista (2009), Se te nota (2018), Papelucho gay en dictadura (2019) y Grindermanías. Del ligue urbano al sexo virtual (2021). Es académico de la carrera de Licenciatura en Lengua y Literatura del Instituto de Humanidades de la Universidad Academia de Humanismo Cristiano de Santiago de Chile.