Persistencia de la acacia

Antonio López Ortega
 

 

(A modo de poética)

 

 

La reseña familiar es esquiva cuando imagina mi rostro de infancia. Quiere verlo redondo, apaciguado, expectante. Mi madre postula una fotografía: un marinerito sentado en una poltrona, con franela a rayas y boina torcida; mi padre remite a otra instancia: un Tarzán niño, semidesnudo o en pañales, las piernas encajadas en la horqueta de una acacia en flor. Las edades son difusas, o no coinciden del todo: en unas soy un varoncito de tres años, en otras un bebé de seis meses. Y a partir de un momento dado, todo se mezcla: no sé si es el marinerito el que está en la acacia, o si es el bebé el que está en la poltrona, chupándose el dedo. A estas alturas, ya el retrato originario es uno solo, con protagonistas varios. Mi madre defiende la poltrona, mi padre la acacia, y cada quien vela por su imagen, quizás porque un recuerdo borroso siempre será preferible al olvido. No tengo señuelos claros, y a estas edades ya no quisiera tenerlos; prefiero la confusión, la alternancia, que alimento a través de las visiones de mis antecesores. Puedo postular un marinero en pañales, puedo postular una poltrona subida a una acacia (atalaya del vigía que nunca seré), puedo postular una rama encendida que entra por cualquier ventana hasta llegar a la poltrona.

Era de esperar que los elementos se disiparan. La franelita de rayas la volví a encontrar en otra fotografía, franjas negras y blancas, pero esta vez estirada, cubriendo el pecho de un pirata. A la sazón, ese pichón de corsario tendría unos seis años y esgrimía un sable de palo, sin poder asustar a nadie. Me parece que en la fiesta carnestolenda de un club petrolero, el disfraz fue una solución de última hora, la madre siempre agitada, y de lo que sería el prospecto de Zorro, el héroe televisivo, terminó saliendo el pirata desganado, tristón. Asombra de la foto, sin embargo, el parche mal recortado, con tijeras gruesas, que hace del pirata un tuerto, y quizás un pañuelo rojo anudado de un lado de la cabeza, más ajustado de la cuenta. El niño ve por un solo ojo, y no sé si esa versión de la realidad le interesa, unilateral y fragmentaria.

De la poltrona solo hubo una muerte lenta. Formó parte del mobiliario que termina arrinconado en las esquinas que ya nadie transita. Hay allí un esplendor venido a menos, que pierde brillo conforme pasan los años. Si en Punta Cardón, lugar de nacimiento, fue el estigma envolvente que un trashumante corredor italiano vendía como la última apuesta veneciana, ya en Bachaquero, cinco años después, era la pista de aterrizaje de nuestros avioncitos o la montaña que escalaban nuestros soldados de plomo. De brazos gruesos y cuero repujado verdoso, la poltrona podía desaparecer al más obeso. Era un artefacto mullido, que absorbía hacia las profundidades, finalmente incómodo para cualquier visitante, que envejecía con cierta nobleza. Hay que tratar de imaginársela, en los últimos años, desvencijada, con el cuero desvaído y las hilachas al aire libre, algún resorte se desprende de su regazo como el brazo que se estira para no morir al fondo del foso, en donde terminan tirando al cadáver, héroe de guerra que ya nadie recuerda.

Pero la acacia, vale decir, persiste con el tiempo, crece junto al niño, aunque en otro suelo o en otro espacio. No es tampoco un elemento unitario, de identidad distinguible, porque la mente puede confundir las acacias de Paraguaná, las originarias, sembradas en hileras tanto en Cardón como en Judibana, con la que crecía al frente de su casa en Campo Carabobo, un apartado residencial donde vivía la nómina ejecutiva de una gran empresa petrolera. Esa acacia, la de Lagunillas, sembrada apenas a treinta metros del lago de Maracaibo, es la que funde pasado y presente, es la que reúne en un solo rapto encendido todas las otras acacias en las que el niño pirata o el Tarzán de turno pudieron haberse trepado. La memoria puede sintetizar imágenes con pocos elementos, y vale decir que la fotografía remota tomada con cuerpito semidesnudo y en pañales tiene como telón de fondo la acacia de Lagunillas. Hay que tratar de imaginarse a un orangután bebé, pelaje rojizo sobre ramas lustrosas, o quizás más bien a un lémur de Madagascar, ojos abiertos que quieren comerse al mundo, para entender por qué una acacia puede transplantarse por otra. En el rompecabezas que es la reconstrucción de una vida imaginada, cualquier pieza venía en nuestro auxilio.

Guantánamo en mi corazón

De las variantes de acacias que crecen en suelo americano, para que la imagen sea más precisa, detengámonos en la que por todos los países del Caribe se conoce como flamboyant: un término francés para distinguir la oscilación de una llama. Se distingue por su tronco robusto, que se hincha para defenderse de los vientos marinos; también por sus ramas lustrosas, sin nudillos, aptas para que los niños las trepen. Sus hojas son diminutas, frágiles, que crecen como flechas de punta invertida, y entre marzo y julio, por lo general, se dan a la floración, en una paleta de tonalidades que puede ir del naranja amargo hasta el más rústico bermellón. Manchas de rojo intenso comienzan a poblar la geografía venezolana para disfrute de los viajeros y estupor de los visitantes. Las acacias crecen en jardines, en barrios residenciales, en pueblos playeros, en patios abandonados, no dando tanta sombra, pues la luz solar traspasa las frágiles nervaduras, como esplendor. Dígase de una vez por todas con el riesgo del caso: la acacia es esencialmente una apuesta estética, que se consume en el parto anual de su belleza, siempre renovada y siempre expectante. Hay años en que la estampa rojiza es más fuerte que en otros, hay también temporadas en que la floración es más abarcante que en otras, pero lo que al final persiste es la tentativa por forjar una composición, una acuarela, una imagen que se deshace, aun en los suelos más pobres o abandonados. Quien tenga la dicha de apreciar un ejemplar que en días contados del año pierde todo el ramaje verdoso y solo expone la nube florida al rojo vivo, entenderá por qué la vida puede ser un pálpito o una desazón. Tanta belleza concentrada en un solo punto, no nos quepa duda, pudo haber sido un error de cálculo de los dioses.

Vayamos ahora a la flor, esa campánula que se deshace en pliegues tan finos, como de papel de arroz, o quizás al bulbo verdoso que la contiene, justo antes de prender como una gota a punto de reventar por tanta preñez contenida, para tratar de entender por qué la suma de estas cuentas crea un rosario tan incandescente. Y es que la acacia, variante flamboyant, postula en el fondo un incendio, quizás sumergido, de llama fría, más quieto que vibrátil, más expectación que movimiento, pero incendio al fin. ¿Qué quema el flamboyant, qué consume entre sus ramas? Se diría que el instante, se diría que la parcela precisa en la que el pasado se vuelve futuro. En esos casos extremos, con ejemplares que surgen de improviso como manchas perfectas ante nuestros ojos, el flamboyant suspende el tiempo, tiene la capacidad de alterar la secuencia de las cosas, y situarnos en un tiempo anterior, cuando el devenir no se contaba ni fraccionaba en decimales, cuando la memoria no era el pasto de la humanidad y nos conformábamos con algo que, a falta de mejor nombre, podríamos llamar revelación. Ciertamente revelación florida, pero no únicamente. De todas las excrecencias de la acacia, también las vainas, esas espadas colgantes que quedan después de la floración, símbolo de que la belleza se renueva, despliegan en su interior un orden genético francamente demoledor. En receptáculos que parecen hendiduras de moneda, creciendo en paralelo, descansan las semillas como verdaderos viajeros espaciales. Son criaturas siderales que pueden alcanzar los dos centímetros, y su caparazón oscila del marrón terroso al negro petróleo, como para simular que en su interior no haya tanta belleza como la que luego se despliega. La vaina curva de las acacias se asemeja al cinto de los pistoleros, municiones que la naturaleza resguarda para provocar otro tipo de muerte, quizás la del espíritu que desfallece frente a tanta floración encendida.

La acacia de Lagunillas dio para la construcción de una guarida, maderos improvisados que clavábamos sobre la piel lisa y esta vez sangrante; también dio para arreglos florales, que componíamos torpemente para llevarle a la madre como centros de mesa; también dio para coleccionar bulbos verdosos y determinar cuál hinchazón descubriría la primera flor; también dio para todas las escaramuzas de nosotros los espadachines insaciables. No se podrían contar las vainas astilladas, quebradas, destrozadas, que terminaban dispersas en el jardín como el máximo despojo de nuestros campos de batalla. Veíamos, por supuesto, nuestras armas rotas o magulladas, pero no alcanzábamos a reconocer que, con cada rotura, las semillas iban al suelo, listas para germinar, listas para sumar más belleza a la belleza bajo la cual nos hacíamos las heridas imaginarias. La sangre, vale decir, no corría por el suelo, sino por sobre nuestras cabezas, suspendida como nuestro cielo más próximo.

Añoro al niño que posa sobre la acacia en la vieja foto que preservan mis padres, y la añoro porque no recuerdo con exactitud la escena. Tan solo elaboro a partir de ella y forjo una niñez distinta cada vez que me place. En esa niñez se funden el pirata tuerto, el Tarzán de pecho, el espadachín de ocasión, todos vivos y revueltos gracias a la acacia. Me pregunto por qué este manto protector ha persistido tanto a lo largo de mis años, sangre contenida en el espacio que reproduzco cada vez que los meses de primavera me devuelven ese fuego preciso. Y me digo que la acacia persiste porque nunca me he bajado de ella, porque desde allí sigo viendo el mundo, encaramado semidesnudo y en pañales. Todo lo demás es falso, todos los otros puntos de vista son ficticios. Estoy en la acacia, inmóvil, y si acaso cuando viajo creo advertir que admiro otra acacia en cualquier recodo del camino, sépase bien que la visión es forjada: no es el caminante recién llegado el que ve a la acacia; es más bien el viejo niño el que desde la acacia me ve llegar como si el viajero estuviera descubriendo la floración de la primera vez.

No encuentro otro lugar para el escritor que la horqueta de mis primeros años. Estoy apoyado entre dos ramas, como un orangután que se aferra, sin bajar nunca a tierra, siempre viendo hacia abajo, e ignorando quién toma la foto. Estoy en mi guarida, en mi casa de maderos maltrechos, entre paños menores o como Dios me trajo al mundo, viendo todo lo que no es la acacia. Se supone que el niño no se ve como parte de la belleza, y por lo tanto ignora si su gesto acaricia al mundo, y es quizás por ello que un fotógrafo termina acercándose, quizás para pescar la imagen de la inocencia. Que la niñez persista entre la horqueta, que es la mirada anterior que todo escritor necesita, mientras las alteridades vienen a su consuelo con la idea de que recorren y captan el mundo. Desde la acacia llameante el crío sigue viendo todo lo que no es belleza, y si acaso alguien lo fotografía expectante desde la horqueta, no se vea en esa intromisión más que la duplicidad que toda escritura necesita para saberse existente.

 

 

 

Antonio López Ortega. Escritor venezolano. Entre sus libros de narraciones se encuentran: Lunar (1996), la novela Ajena (2001), la compilación de cuentos breves Río de sangre (2005), Fractura y otros relatos (2006) e Indio desnudo (2008). Autor de los ensayos: El camino de la alteridad (1995) y Discurso del subsuelo (2002). Es también compilador de la antología de nuevo cuento venezolano Las voces secretas (2006) y coautor de La vasta brevedad (2010), antología del cuento venezolano del siglo XX.