La fuerza del mundo

Alfonso Mallo

 

 

Fathering imposed an obligation that was more than your money, your body, or your time, a presence neither physical nor measurable by clocks: open-ended, eternal, and invisible, like the commitment of gravity to the stars.

Michael Chabon, Telegraph Avenue.

 

 

Falta una semana para el día del padre y recién me doy cuenta de que lo único que tengo, además de sus papeles, es el recuerdo un poco borroso de una vez que visitamos juntos un centro comercial. La caja de plástico está casi en el mismo lugar donde la dejé cuando la enfermera, al final, me la dio con algo de culpa y sin entender bien qué pasaba. La mujer me miraba fijo a los ojos. La caja tenía mi nombre sobre una etiqueta blanca y pude adivinar que la había comprado el viejo en un supermercado. Esa era toda su mística, todo su legado. De alguna manera y aún sin decírmelo, él me enseñó que había que tener siempre, más libros que los que cualquier persona era capaz de leer, pues hacerlo era una forma de atrapar el infinito. Y la caja de plástico común, ordinaria, diseñada para guardar esas chucherías sobrantes en las casas, estaba llena de papeles que podría haber leído pero que algo, ahora que no estaba, hacía que se tradujera en una tarea imposible; igual a la de los miles de libros: infinita. Esa caja y un recuerdo congelado en la memoria eran lo único que me había dejado; pues incluso los libros, la casa, el auto y todo lo que tenía, hasta poco antes de caer enfermo, lo fue vendiendo con una meticulosidad que, de haber hecho un dedicado esfuerzo menor, podría haber pensado como parte de un plan maestro para no dejarme nada.

Pienso todo esto mientras, por la ventana, la luz de la tarde entresaca ese polvo volador que llama a la tristeza porque se hace visible. Marca las líneas luminosas entrando en diagonal. La caja, intacta desde su muerte, me trae a la realidad como hace tiempo no ocurría. El resplandor del celular sobre la mesa, que no va a sonar, parpadea un poco —un mensaje, un aviso cualquiera— y no logro despegar ni de la caja ni del recuerdo en el centro comercial. El viejo tenía esas cosas que lo hacían parecer, a veces, un poco loco. Y aunque compartimos algunos años de manera intensa, al final creo que siempre estuvimos solos. Él por su lado, yo por el mío. Como la estufa que, ahora aquí, aunque está prendida, no calienta nada.

Enciendo el computador. Nadie me escribe y solamente repaso los avisos de ofertas, tiendas, pornografía, cursos, todo eso. A veces, llegan correos de mamá desde el otro país y sé que está mejor de lo que estuvo con el viejo. Tiene un novio bastante más joven, dos autos y un perro chico, de esos horribles que ladran todo el tiempo. Supongo que de alguna manera lo quiere —al perro; al tipo no tengo idea y me da lo mismo— aunque jamás pude convencerme. Nunca supe si había dejado al viejo por él, si empezó a acostarse con el tipo en la época en que estuvieron separados pero siguieron compartiendo la casa, o si todo empezó después. Cuando ella se fue, luego de varios meses donde se cruzaban sin hablarse y vivían como si fueran desconocidos, el viejo siguió habitando en el cuarto que se había hecho hacer en el patio y dejó la casa vacía: entraba varias veces al día para ir al baño y comer algo.

En esa época tenía dieciséis años y el asunto me importó poco, pues creía que las cosas que pasaban eran inevitables y todo lo que experimentaba como una conspiración contra mí, de pronto, en un segundo maravilloso, comenzaba a despejarse. En la cocina nos cruzábamos por las noches y algunas mañanas, cuando por algún motivo inexplicable salía temprano, pues prefería quedarse encerrado casi todo el tiempo. Mamá se fue una tarde y le escribió una nota, que nunca leí, pero que imagino breve y clara. El viejo no me dijo nada el primer día ni el segundo ni el tercero y yo tampoco pregunté. A la semana, me pidió que lo dejara tranquilo y que hiciera lo que quisiera porque ella no iba a volver, así que a partir de ese momento fuimos oficialmente libres. Después terminé el colegio, me mudé al departamento y seguimos más o menos igual durante trece años hasta que se murió, hace dos meses, de una leucemia que lo condenó al encierro hospitalario y me obligó a mostrarle mi lado más secreto.

El mundo está lleno de imbéciles, pero la sonrisa de Amalia en la puerta del edificio confirma que, aunque la generalización parece suficiente, hay casos que necesitan una categoría especial. Desde que murió el viejo, me persigue con esa cara bobalicona y un par de tetas que, mal que me pese, se parecen a las de mi mamá: gigantes, bien arriba y un poco salidas de cuadro; como si quisieran escaparse de su cuerpo por los costados. Creo que nos conocemos desde que éramos chicos, del barrio, pero ahora han pasado los años y, más allá de algún momento de debilidad en que estuve a punto de tocárselas pero solo me animé a llegar al hombro, su presencia me abruma como un chorro de espuma rosada y alegre. No lo creo, pero parece estar pendiente de todo lo que hago.

Hay veces en que las casualidades son tan inverosímiles que encontrármela allí, con el dedo listo sobre el citófono en mi número de departamento, no hace más que confirmar que la historia tiene una única dirección, hacia un futuro imperfecto y cargado de hechos involuntarios. Me mira desde esa cara bobalicona y algo bella, y me dice “te estuve esperando” con una sonrisa que hubiera querido aplanar de una trompada certera. Pero no. Hago una mueca equivalente, largo un “bien”, como al descuido, y trato de esquivarla para salir del hall de entrada lo más rápido posible. La ventaja que siempre le otorgué a no tener un trabajo fijo, en ese momento me hizo desear todo lo contrario: si tuviera una rutina de oficina, las posibilidades de cruzarme con Amalia se hubieran reducido al momento de la entrada y al de la salida. Ahora, en cambio, cada vez que atravieso la puerta, voy a comprar el diario o a tomar un café, siento sus ojos en la nuca con una incierta esperanza de algo que no podría definir y quizás ella tampoco.

Cuando papá murió, apareció en el velorio y hasta lloró por los tiempos idos. Hacía veinte años por lo menos que no nos veíamos, pero la enjundia de su pecho, esa tarde de verano apenas contenido por una pollerita blanca, logró que nos trenzáramos en una conversación llena de recuerdos infantiles y evocaciones desacertadas. Yo no estaba realmente triste ni tenía nada mejor que hacer, así que ahí, frente al cajón del viejo y con la caja de plástico a un costado, pasé el momento de una forma inesperada, sin saber que esa presencia, venida desde años inocentes, acabaría convirtiéndose en una pesadilla. Tanto que, en algún momento, llegué a pensar que todo era idea de él; que la había contactado desde el hospital para refundar el vínculo y dejármela adosada, como el recuerdo en el centro comercial o la caja, tal vez con la esperanza de que mi vida tomara otro rumbo, o por el sencillo deseo filial de saberme acompañado cuando él no estuviera. Eso contrastaba con su presencia en la historia, que nunca había sido tan importante como para querer preservarla en el tiempo. Quién sabe. El asunto es que ahora, cada vez que cruzo la puerta, la imagen de Amalia es lo primero que se me viene a la mente y, con ella, un destilado más o menos acucioso de variaciones homicidas. De hecho, suelo alternar entre métodos rápidos y eficaces, con otros donde el acoso psicológico, el sufrimiento gratuito y la tortura física ocupan la mayor parte de la fantasía, que siempre trato de prolongar pues me provoca un profundo placer.

En aquellos años, entre los dieciséis y los casi treinta, hasta la época del hospital, la imagen del viejo quedó detenida en un cuerpo estático que pasaba las horas encerrado en el cuartito del patio. Antes de eso y hasta que se fue mamá, la imagen era muy parecida, solo que quizás me hablara un poco más porque compartía con nosotros la misma casa. Nunca supe lo que hacía pero lo veía, a través de las ventanas grandes, casi todo el tiempo sentado, quizás leyendo, quizás trabajando, no sé. A veces hablaba por teléfono y enviaba correos electrónicos, o escribía en unos cuadernos alargados, pero la mayor parte del tiempo permanecía callado y quieto. Callado y solo. Hubo cosas de las que tuve que hacerme cargo y las veces que atravesaba la puerta de ese lugar —que olía a tabaco y a él— era para llevarle alguna correspondencia, las cuentas que había que pagar, o para avisarle que habían tocado el timbre y un tipo preguntaba por mamá. Me pasaba un manojo de billetes, agarraba los sobres o negaba con la cabeza, según fuera el caso, y me hacía un gesto para que me alejara cuanto antes. Mis amigos me visitaban en casa. A veces pasaba la tía Angélica para verificar que las cosas estuvieran en orden o que siguiéramos vivos. Pero el tiempo iba avanzando, con la indolencia que me llevó a conseguir, al terminar el colegio y poco después de la mudanza, un trabajo menor vendiendo seguros y fondos mutuos a cualquiera que estuviera en la guía telefónica, y que podía hacer desde la casa.

Una noche en que casi abro la caja, hace un par de semanas, decidí salir a hacerme mierda. Tomé por la avenida y me metí en el primer bar que encontré: una botella de vino, una porción de papas fritas. Después, doblé a la izquierda y en un café que se llamaba “Aruba” —tenía las puertas cerradas y los vidrios opacados con carteles de publicidad—, conocí a una colombiana de culo inmenso que me impulsó a meterme en el cuerpo todas las porquerías que el dinero podía comprar. Más tarde, después de un rato en un reservado, donde la chica hizo todos sus esfuerzos por lograr que se me parara y no pudo, me quedé sentado en un silloncito rojo, admirando una fauna de tetas enormes y tipos de saco y corbata, que libaban de vasos transpirados, como si fuera el último minuto de la humanidad sobre la tierra.

El calor se mezclaba con el humo del cigarro y las luces ordinarias —como ampolletas dentro de tarros de duraznos, diría— que recortaban la realidad en un video mal editado. Algo que podía o no ser verdadero pero estaba ahí, inmutable. El recuerdo del viejo, la caja de plástico y mi mamá aparecían en los rostros de los desconocidos hasta que, en un instante imposible de precisar, vi a Amalia, vestida como si fueran las diez de la mañana, sin apuro ni sensualidad, mirándome desde arriba con un rictus censurador. “Vas a superar esto”, me dijo, y extendió la mano para que se la tomara; pero giré un poco y me concentré en una rubia que, en ese instante, se abrazaba al caño plateado, a una altura del piso que era imposible de explicar con las leyes de la física conocida. Ella inclinó la cabeza hacia un lado, apenas, y volvió a decir “vas a superar esto”, mientras fijaba los labios en una sonrisa torpe, queriendo expresar una empatía que yo no podía sentir y en ella me pareció genuina. Como nunca la miré, prefirió irse tan fantasmal como había llegado.

A los dos o tres días, apareció en el bar de la esquina de mi departamento. Mientras leía el diario y tomaba un café sin pensar en nada, ella se sentó con el ritmo de quien llega tarde a una cita varias veces pospuesta. “Quiero ayudarte a superarlo”, me dijo primero, y después hizo una seña al mozo para indicarle que quería lo mismo que estaba tomando yo. Agarró una servilleta y la dobló en dos, luego en cuatro, luego en ocho. “Mira”, dijo, “ahora estás así: doblado”. Sus dedos largos apretaron un instante el papel sobre la mesa y me mantuvo la mirada, en tanto el mozo ponía la nueva taza a un costado y le preguntaba si iba a querer azúcar o endulzante. No respondió nada pero no dejó de mirarme. Cuando el camarero se fue, desplegó una esquina de la servilleta y dejó que pasaran algunos segundos. “Así, ¿ves?”, dijo, y tiró hacia afuera la esquina contraria a la que había desplegado antes. Unos segundos más y lo hizo con la tercera esquina. “Tienes que abrirte despacio, así, para recuperar la forma”, agregó, “aunque a veces creas que es imposible”.

Si bien parecía lo contrario, el viejo no había dejado de vivir. Con el tiempo entendí que quizás lo único que necesitaba era que mamá lo dejara para, por fin, dedicarse a hacer lo que fuera que hacía sin que nadie le rompiera las pelotas. Cuando era chico, mamá insistía en que saliéramos juntos. Yo pasaba casi todo el día con ella. El viejo, en casa o en una oficina en la que trabajaba nunca supe bien de qué, era más un nombre dicho al pasar que una presencia real con la que se pudiera contar. A veces pienso que mamá lo dejó por eso, por haberse convertido en una sombra de sí mismo entrando y saliendo de la casa. Al llegar, le daba un beso en la frente cuando ella estaba cocinando, por ejemplo, y se encerraba en la habitación a ver televisión. Casi nunca comíamos juntos: él esperaba a que estuviéramos dormidos y se servía un plato, un sándwich, cualquier cosa. Cuando despertaba para ir al colegio, él seguía durmiendo o ya no estaba pero podía ver las huellas de su actividad nocturna en la cocina, los platos sucios y el olor penetrante de los cigarros negros que fumaba entonces. Mamá no decía nada, pero cuando se le metía en la cabeza que debíamos salir —“llévalo a la plaza, cómprale un helado, algo…”, decía, como si ninguno de los dos estuviéramos allí— las cosas se ponían peor, y el viejo se desdibujaba todavía más.

En la escuela me preguntaban si mi papá realmente existía. A veces respondía que sí y otras veces que no. Cuando lo afirmaba, después venía una retahíla de preguntas previsibles acerca de lo que hacía, de qué equipo era y qué música escuchaba. Yo no podía responder ninguna, así que prefería inventar que nos había abandonado y el tema quedaba ahí: los otros niños bajaban la cabeza, asumiendo que era una historia trágica cuyo recuerdo podría hacerme daño, y no insistían. Mamá percibía todo eso, pero nunca me habló del tema. Los períodos en que el asunto de la salida se volvía un eje central de nuestras vidas eran los peores. Duraban dos o tres semanas, pero la furia de mamá contrastaba tanto con la pasividad del viejo que siempre me pareció que hablaban de otra cosa; de algo que nada tenía que ver conmigo ni con mis paseos fuera de la casa, sino que era una cosa de ellos. Incluso, a veces, ni siquiera eso: era una manera de estar en el mundo, un río de historias familiares que llevaba cientos de años fluyendo por el mismo lugar, hasta que un cambio en la topografía del terreno las había obligado a encontrarse sin escapatoria posible. No se gritaban, no se pegaban y apenas los gestos indicaban que estaban atravesando un período de salidas frustradas. Entonces, vino la época en que mamá empezó a dejar la casa algunas noches, los fines de semana. Pasaron los meses, el ritmo de sus salidas aumentó y ella nos abandonó para siempre, un jueves de invierno, cuando el sol de la tarde empezaba a extinguirse con esa melancolía que siempre tienen los lugares con poca luz. Nunca, salvo una vez, logró su objetivo y esa vez, la única vez, ni siquiera se enteró. Ahora ya es muy tarde para contárselo: el viejo está muerto y ella vive en otro país.

Ana Lia Werthein. obra6

Por debajo de la puerta veo un sobre grande, amarillo, que pasó torcido y quedó atascado antes de entrar del todo en el departamento. Mientras me agacho —la sangre en la cabeza se acumula haciendo presión— y antes de mirarlo, adivino que es una nota de Amalia. Demoro el momento de abrirla porque, primero, me llama un cliente para preguntar si el seguro que le había vendido hace unos días incluía los “eventos de Dios”. La cláusula siempre me causaba gracia y tenía que ver con aquellas desgracias, más allá de los terremotos y los incendios, a las que están sometidas las cosas: huracanes, hordas enfurecidas, granizos gigantes, rayos asesinos. Corto y vuelvo a ver el sobre sobre el escritorio. Hace varios días que no veo a Amalia y hace meses, desde que murió el viejo y lo enterramos que, salvo con ella, no tengo comunicación con nadie que me conociera de antes. Abro el sobre y, primero, caen dos fotografías: en una estamos ella y yo en el patio de la casa de mi infancia. Tenemos ocho o nueve años y jugamos, sentados sobre la tierra, con unas piedras que están acomodadas con la forma de una estrella. Recuerdo la escena. No puedo reconocer si la sombra que se proyecta de la persona que saca la foto es la del viejo o de alguien más. La otra está sacada desde la vereda, y captó el momento cuando encendía un cigarrillo en la mesa del café que está en la esquina del edificio donde vivo. Me dio un poco de miedo verla: si la sacó ella, me estaba espiando o algo por el estilo y eso me hace sentir raro, un poco fuera del mundo. Más adentro, en el sobre, hay un papel doblado varias veces. Leo.

Dice que no quiere que nos veamos nunca más, que está cansada y que hizo todo lo posible por redimirme. Con una caligrafía un poco infantil —agregó unos dibujitos en la esquina de arriba. Lo que dice choca un poco con la manera de expresarlo, que quizás recordaba mejor de nuestros años escolares. Dice que lo que pasó no fue del todo malo, que le sirvió para crecer y que, aun cuando el sexo no fue tan bueno, de todas formas lo disfrutó, si bien llegó el momento de emprender su propio camino. Dice así: “Mi propio camino”. Dice que lo nuestro no puede ser y me pide disculpas por si, acaso en estos meses, estuvo confundida y, si al mismo tiempo, todo el asunto me confundió. Dice que también me perdona “eso” —dice así, sin nombrar el hecho: “eso”— y que alguna vez, en cualquier momento del futuro, nos vamos a volver a encontrar y quizás podamos ser amigos de nuevo. Dice: “Entonces, nos daremos cuenta de que tuvimos dos vidas y que las dos fueron diferentes. Una pasó cuando éramos chicos y quedó intacta para siempre. La otra, es esto que ahora termina y todavía no sabemos si vamos a recordar con cariño o con pena”. No firma, pero al final, separada del resto, hay una palabra: “Besos”.

Nunca tuve suerte con las mujeres ni hice ningún esfuerzo especial por tenerla. Quizás haya sido que me faltó la imagen del viejo atrás, empujándome a hacer una vida de hombre, quién sabe. Hay días en que lo pienso de esa forma, pero en general no. Una de las últimas veces que vi a Amalia me di cuenta de que todo eso podría tener alguna explicación en la caja que me había dejado: ella siempre jugaba con papeles y era casi lo único que tenía del viejo. Una herencia inexistente pero cargada de papeles. Esa misma tarde, entendí la señal. Después de conversar un rato en el café, la invité a un hotel y dijo que sí. No hubo resistencia ni explicaciones. Me miró detrás de sus grandes tetas, tomó algunas servilletas y dijo “vamos” con naturalidad; como si hubiera sido algo que esperaba o, mejor, como si un rayo del pasado, de la infancia más remota, una fuerza de ese mundo imparable en el que vivía, la hubiera obligado a la resignación de lo que tenía que pasar.

No recuerdo ahora muchos detalles pero sé que a partir de cierto instante, desnudos en la cama ordinaria, ella se quedó callada. Y recuerdo que ese rato fue muy largo, quizás de horas, y que el humo del cigarro que se acumulaba formaba una atmósfera un poco irreal. Empecé a hablar y ella no dijo nada. Le conté de la única vez que había salido solo con mi viejo. De la vez que fuimos a un centro comercial. Le dije que tenía once años, que era el día del padre y que lo tenía grabado en la memoria con todos los detalles, con los olores, el transcurso del tiempo, las luces de la calle, el ruido de las micros y ese murmullo citadino que, cuando se vive, se percibe de manera diferenciada y no como la suma de todo lo que pasa. Le conté que, al cruzar la puerta automática, el viejo se había quedado parado debajo del chorro de aire frío que una máquina largaba desde arriba.

Me parece que le costó entenderlo. Avanzamos por los pasillos iluminados. Las señoras nos pasaban muy cerca cargadas de bolsas y sus hijos se adelantaban corriendo hasta la curva más cercana. Los vendedores, a esa hora temprana de la tarde de verano, conversaban en la puerta de los locales o tenían la vista fija en los computadores, adentro. Algunos, los menos, atendían a los clientes, que en ese momento eran en su mayoría mujeres y hombres mayores. El viejo miraba alrededor sin comprender del todo lo que pasaba y yo, que había ido antes muchas veces con mamá, trataba de guiarlo para mostrarle alguna cosa que me interesaba: tenía la esperanza de que termináramos en el patio de comidas. Más que por mí, que no tenía hambre, en ese momento me hubiera gustado verlo comer a él. La juguetería, un poco más adelante, extendía sus brazos tentadores y desplegaba miles de posibilidades. El viejo pasó por esa vitrina con la vista clavada en el frente y siguió hasta un círculo enorme que comunicaba los seis pisos en una inmensa altura que terminaba en un techo transparente. Miró hacia arriba y dijo: “subamos”.

Fuimos hasta las escaleras mecánicas y empezamos el ascenso sin recorrer cada nivel. Lo único que parecía importarle era llegar a lo más alto. Pensé que quería estar más cerca del cielo, que era una mancha azul de treinta metros de diámetro sobre nosotros. Al llegar me puso por un segundo la mano en el hombro y nos acercamos a la baranda vidriada. Miró hacia abajo y se quedó quieto. Lo imité tratando de buscar el objeto de su atención pero no vi nada destacable: las mismas personas que se movían, de un lado a otro, y aparecían y desaparecían del círculo inferior con el paso apurado. Después volteó la cabeza hacia arriba y se pegó más a la baranda. Parecía que hacía presión sobre ella, como si probara su resistencia. Me dio miedo y creí que podría ceder: su caída me arrastraría sin remedio. Levantó ambos brazos y los extendió hacia arriba. Desde mi altura sentía que quería tocar el vidrio que nos protegía de la intemperie o el cielo mismo y que, de alguna manera, lo estaba logrando. Esa ensoñación duró un instante, que pudo haber sido breve, pero que ahora quiero recordar con una expresión común: fue una eternidad. Tan lento como los subió, bajó los brazos, dijo algo en voz muy baja, que no entendí, y me arrastró por las escaleras hacia abajo para ir a casa. Nunca más volvimos a salir juntos.

Amalia se movió un poco y se incorporó en la cama. La penumbra le transfería una belleza extraña que tal vez fuera más bien la ilusión que producía su profundo silencio. Me miró directo a la cara —no a los ojos— y recorrió mi cuerpo flácido entre el humo del cigarro que apenas se movía. Esperó. Cuando estaba por abrir la boca para decir algo que podría haber adivinado, casi en todos sus detalles, le di una bofetada. Sonó fuerte y el impulso la obligó a girar la cabeza hacia el lado contrario. Sin mirarme, se levantó, juntó sus cosas y se fue. En ese momento me pareció imposible, pero ahora, solo, aquí, con una caja de papeles que no me pertenecen y que no leeré jamás, creo que en cierta forma logré perdonarla.

 

 

Alfonso Mallo es un autor argentino y vive en Santiago de Chile, donde se desempeña como editor. Ha publicado Luz de la inquietud (relatos, 2003), Los incendios (novela, 2005) y País de detalles (diarios, 2012). En 2011 y 2014 obtuvo la Beca de Creación del Consejo Nacional de la Cultura y las Artes de Chile. Fue finalista del concurso de cuentos de la revista Paula en 2014.