Tres relatos

Miguel Rodríguez Otero
 
 

Palabras y cuerpos
 

Hoy me han echado las cartas y me han confirmado la sospecha que tenía en mente los últimos meses. El tipo es vecino, le veo a diario, y le conozco lo suficiente como para saber que le da lo mismo lo que cante la baraja. Me dijo más cosas, sí, pero la única que me importa es esta. Así que después de verle y con la bendición de los ases, he decidido por fin que de una u otra manera siempre he vivido en Nueva York. Lo sé, en realidad es casi, pero ambas cosas vienen a ser un poco lo mismo, porque los que casi siempre han estado aquí empezaron a decir siempre a los pocos meses de estancia. De hecho, cuando llegué a esta ciudad llena de cuerpos y palabras descubrí que todo el mundo era de aquí, que algo de mí ya vivía aquí. Antes de ello, este lugar siempre me atrajo por su facultad de borrar los pasados, los que recuerdo como reales y también los otros: los imaginarios, los que fui inventándome y en los que era ciudadano de otros cuerpos y otras palabras —todos ellos tan atrás ahora— y que solo salen a la luz, indómitos y sin documentación, cuando a uno más le jode. Así pues, aquí he vivido siempre, entre Canal y Sanctuary, a medio camino entre cuerpos reales y palabras imaginarias, mis únicos puntos cardinales en este mapa desplegable sobre cuyos pasados y calles voy saltando como un niño a la rayuela.

A veces me llegan destellos de quién fui antes de empezar a ser el que siempre he sido, secuencias inconexas de otros acentos, otros rostros, fragmentos de un carnaval en otra ciudad de canales y afectos. Tal vez llegué aquí saltando esa rayuela, tal vez vengo de otro archipiélago o de otros santuarios, quizás navegué en góndola desde otros cuerpos a los que amé cuando era un corsario aprendiz. No sé por qué he venido precisamente aquí, cargado de enigmas, a esta ciudad cuyos fogonazos de lucidez me sacuden tan a destiempo. Cuerpos intermitentes; afectos intermitentes; canales interminables.

De vez en cuando dejo la góndola y tomo café con otros isleños; son piratas, trattoristas, navegantes como yo que parecen haber resuelto su propio laberinto de canales y afectos por medio de puentes entre sus islas, entre sus pasados, entre las palabras que recuerdan. Han hecho las paces con sus demonios reales y con los imaginarios, y puesto nombre a sus calles, a sus hijos. Mi vecino, el de la cartomancia, en realidad se dedica al pepperoni, y lo del futuro lo hace en ratos libres. Él hizo, me dice, un pacto con el diablo. “Como todos, no te engañes”, añade. “Lo que pasa es que yo lo sé. Casi todo el mundo lo olvida al día siguiente, por eso en ellos no tiene fecha de vencimiento”.

Me examino el cuerpo, no noto señales de un pacto violento, pero no recuerdo si he firmado algo. A menudo sueño con otros cuerpos que he dejado atrás, los que me auparon hasta lograr que no me ahogara en palabras y que ahora entreveo de continuo en los canales, una especie de espectros a los que no debo prestar demasiada atención si no quiero convertirme en uno de ellos. Les tengo miedo, no sé cuáles son sus pactos, ni cuánto de ellos haya acaso en mí. Sueño también con los que quedaron a medio camino; tal vez en realidad yo sea uno de ellos, esta ciudad está llena de atajos indeterminados, de palabras misteriosas, de cuerpos inconclusos. Y si soy uno de ellos, ¿por qué no estoy con ellos, por qué no me han dicho esto las putas cartas?, como un amor cuya ausencia devalúa cualquier pulsión posterior, un esfuerzo inerte, pues ni cuerpos ni palabras parecen ya tan reales como los que se fueron, y se convierten así en presencias inasibles, como los espectros de los canales, como los pactos que uno olvida. Tal vez ese fue mi pacto: el olvido.

Rescato los pasos de mis nacimientos incompletos por tantas ciudades, en tantas mujeres que me han recibido en sus cuerpos, que han inventado palabras para amarme y cubrir mis naufragios, para acercarme a tierra rompiendo mis propios desacuerdos y permitirme nacer aquí. Grito y lloro por mi vida en medio de todos los cuerpos, de los trasplantes que me marcan, de los puentes que cruzo buscando mi nombre entre calles y palabras; entre Canal y Sanctuary. Después de tantos años naciendo imaginariamente, por fin descubro y comprendo por qué estoy aquí, en Nueva York, la ciudad de canales donde se me cayeron las máscaras.

 
 R Rosario 6
 
Tela y costura
 

Si no te importa, amor, prefiero confiarte esto ahora que tal vez duermes, mientras respiro plácidamente tu espalda y a salvo ambos de palabras demasiado marcadas que desvelen en qué ocupo realmente las horas. ¿Cómo confesarte esto de otra manera? Me paso las tardes midiendo telas y distancias en pecho, pierna y espalda; haciendo e hilvanando patrones, tratando de casar retales y restos que inexplicablemente no paran de aparecer en los cajones del estudio, que decido rescatar y con los que me afano por confeccionarme una camisa con la que coincidir contigo haciendo un té como por casualidad. Y a menudo, justo cuando creo que voy impecable en caída y talle, siguen surgiendo tantos trapos viejos que insisten en convertirse en paño principal de mi vida, con remaches tan profundos y desgarros tan a flor de piel. En ocasiones, amor, incluso tú vienes desarreglada, con un descosido que te cruza la blusa y los ojos y en el que querría poner un estampado de flores o unos lunares flamencos; algo inadecuado y absurdo –—lo que sea— que te distraiga del dolor.

A veces la ensalada está lista y me pongo algo encima en cinco minutos, lo que sea que no muestre este proceso de cosido y remiendo que llevo a cabo con las telas que trato de recuperar para esta vida nueva. Qué puedo decirte, amor: la camisa de compra es cómoda, pero no es personal, prefiero poner la cena a pecho descubierto.

Otros días hilo más fino y acierto con el cosido, y llego a ti feliz por la pieza que estoy fabricando ese día, siento que la prenda me cae a medida, que te querré con holgura y sin arruga en el habla, y pondré la mesa como de cena de gala —pero sin invitados ni fantasmas, solo tú y yo. Hay veces que coso y, más que coser, remiendo; lo sé, labor de una vida, quién no lleva ya unos cuantos rotos encima. Pero no me malinterpretes, amor: no pretendo vestirme a doble forro ni hacer la raya en el pantalón, es por ir de la mano contigo sin los dedales puestos. Tan solo es que te quiero sin pliegues, sin doble botón, sin bolsillo interno, y todo lo demás ya me da igual, y ni me importan pasarelas, colecciones o vestidos de temporada.

Esto, como he dicho, quiero que lo sepas ahora que casi duermes, pues creo que no sabría cómo contártelo dentro ya de muy poco, en un par de horas… aunque ya imagino: lo más probable es que rompieras a reír, no de burla sino de cariño, que te echaras para atrás en la silla y luego hacia adelante aún riendo para darme un beso y llamarme tonto, y apartaras hilo y aguja y me lanzaras un cojín de puro espabilarse ya –—a ver, guapo, ¿me tomas las medidas? — y a salvo ya de la torpeza y el temblor de manos acierte a desvestirme de ropajes sin exhibir cicatrices.

Me miras desde el espejo lateral, con un poco de sueño aún entre las sábanas: me ves ligero, guapo, limpio en hebra. Permíteme confiarte esto, amor, ahora que hemos decidido no dormir.

 
 

El nombre del ángel
 

Mi padre, cuyos nombres aprendí a conocer con el tiempo, salió un día de un fresco renacentista y me enseñó que las cosas que yo señalaba con el dedo también tenían nombre. Desde ese instante el mundo dejó de ser callado y pasó a manifestarse como un juego constante, un truco de magia y de colores. Las cosas ahora eran pelota, merienda, tebeo, y la capacidad de llamarlas me daba una sensación de malabarista que solo calmaba la repetición obsesiva de lo que veía a mi alrededor. Todo en mi vida pasó a tener un nombre, real o inventado. Como mi padre: el pintor, el mago.

De igual manera, aquello que aún no lo tenía pasó a ser explicativo, a mostrar una naturaleza imprecisa o esquiva, variable, y a provocarme desconfianza y miedo. Lo que no se nombra no existe; tebeo, pelota, merienda, mi juego de magia. Entre las cosas de mi vida que fueron adquiriendo un nombre, mi padre me ayudó a ser cuidadoso con el de mi sombra, a la que asigné la mitad del mío propio: ángel. Mi oscuro me pareció el lugar idóneo para esconder (o tal vez resguardar) lo que nunca creí ser y que escapaba a mis propios conjuros. Así, de camino a clase mi ángel y yo jugábamos a llegar primero, o por ver a quién de los dos saludaría la rubia del grupo b y, sobre todo, si alguien sospecharía el secreto de nuestro desdoblamiento. Pero pasan los años y sigo atento a qué partes de mí muestre mi sombra, qué buscan o temen quienes abandonan el marco de sus vidas y me quieren. Nunca he sido dueño de ninguno de mis nombres. Quizás me hayan elegido para que aprenda a pronunciarlos, a reconocerlos en mí cuando alguien los dice. He sido, parece, el único depositario del tal conocimiento y de tal condena, de una magia tan escurridiza de percibir.

De mi oscuro he aprendido que hay personas a las que la permanencia de los nombres en el tiempo les proporciona calma y compañía, y otras a las que les lleva a la locura. Pero ninguna se acercaba nunca a mi sombra, a esta parte de mí que llevo puesta del revés; la que de tanto vivir sola se volvió loca y renunció a su nombre. Así pues, al igual que he hecho con tantas cosas, dejé de llamarla por el nombre, de jugar con ella, de mirarla como a mi igual; como si hubiera muerto algo en mí. Nadie comprende la magia oscura. Nadie habla de los nombres de sus demonios; quizás no los conozcan, tal vez así no exista la sombra en ellos. Lo que no se nombra no existe. Después de todo, ninguno de los dos llegábamos juntos a ningún sitio, siempre a medias entre la calma y la locura. Cuando decidí no nombrarla, dejé de percibir tantas vidas, tantos encantamientos: pelota, merienda, ángel. ¿En esto consisten los nombres? ¿En inventarse y olvidar palabras como en un juego malabar?

No acierto con los equilibrios, me caigo en todas las acrobacias mientras voy buscando el nombre oculto de las sombras de los otros, de mis otros más próximos, el resorte invencible que active el mecanismo de la magia; su ángel, por así decirlo. Desdecir la condena, conjurar el maleficio de que estamos solos, inventarme el hechizo de que ángel y sombra nos recomponen, que no son tan distintos ante la palabra, que somos algo más que silencio y miedo, más que locura y calma. La consciencia de que tales presencias me acompañan de continuo es mi única carta de presentación ante las vidas misteriosas de los otros, sin importar que estas sean sombras o ángeles; ambos viven en lo oscuro, en el mundo común que solo acertamos a nombrar en lo íntimo, en esta cordura dual. Merienda, caricia, lluvia.

Desconfío de la gente que no tiene o que no conoce su sombra. Siempre pienso que no tienen ángel, y para eso ni hay lienzo ni truco.

 
 

Miguel Rodríguez Otero. Narrador español y profesor de adultos en programas bilingües. Colabora con relatos en diversas publicaciones que recoge en la página http://elcucuruchodelpescao.blogspot.com.es. Ha colaborado con publicaciones como Almiar, Madrid, Aurora Boreal, Copenhague, Herederos del Kaos, San Francisco, La Ira de Morfeo, Santiago de Chile, Monolito, Ciudad de México y ViceVersa, Nueva York. Reside en Galicia.