La mujer, el pan y el pordiosero

Lourdes Vázquez

 

 

 

Una o dos veces por semana, hago un alto en ese restaurante para pedir broccoli-and-black-bean-sauce-no rice. En una de esas ocasiones, me percaté de Bai, sentada en una de las mesitas del fondo, junto a otras dos chicas que rellenaban la masa del wonton. Por la forma como mantenía hundido el cuello y la cara en un libro, se veía que estaba sumergida en otro mundo.

Le pregunté un día: “¿Qué lees?” En aquel momento creo que hojeaba un libro de Cavafy. Digo “creo” porque el pasado reciente es una nube gris que se aleja o se acerca de acuerdo a mi estado de ánimo. Nada es claro, nada es sereno o utópico.

—¿Qué lees en estos días?, la interrogué en otra ocasión, cuando me trajo el menú.

—A un poeta chino.

—¿Quién?

—Wang Wei.

Te recuerdo todo esto para que comprendas la razón por la cual te cité aquí. Tú y yo y la noche fría de Park Slope, sucumbidos al cansancio, la temperatura y el hambre. Saliste a buscar un café, mientras yo me dejaba arrullar por el sonido de abejas de las conversaciones de las mesas adyacentes. Bai se acercó con su cuerpo pequeñito y gracioso.

—¡Hoy tienes compañía!, enfatizó.

Sonreí.

Regresaste encogido de frío, en contraste con tus manos, porque apenas podías sostener el café humeante. Procedí a hacer las presentaciones necesarias.

—Bai, él es un poeta húngaro: su nombre es Lazlo.

—Otro poeta… y dirigiéndose a ti preguntó: “¿tienes una tarjeta con tus coordenadas?”

Tú sonreíste, mientras introducías tu mano en el bolsillo derecho y sacabas la cartera. La piel de Lazlo es muy parecida a la de un trabajador de construcción: curtida, sin brillo, áspera, desamparada. Noté sus uñas descuidadas. Yo rememoré el himno húngaro que tanto te escuché cuando andabas contento:

Bendice al Húngaro, Señor, que la abundancia sea consigo; que halle tu amparo protector cuando se enfrente al enemigo; que deje atrás su adverso hado, y vea su trigo al fin maduro, este pueblo que ya ha pagado por su pasado y su futuro.

“Bendice este momento señor mío”, repetí calladamente y de inmediato te pregunté: “nunca he sabido cómo llegaste a Estados Unidos.”

Siempre te hice preguntas inquisidoras, quería saber mucho, mucho más sobre ti. Arqueaste la cabeza y con tu mano izquierda despejaste el cabello de la frente. “Amo ese gesto tuyo”, confabulé para mis adentros. “O me imagino que lo amo. O tal vez pienso que lo amo y entonces lo invento”.

“Llegué hace muchos años”, fue tu respuesta. “Llegué solo y más tarde traje a mis hijos. Desde muy joven supe que todo lo que Budapest representaba: monarquías, palacios, puentes, placas, funiculares, las leyendas de vampiros, los rusos y el paquete comunista, todo se había enmohecido”.

—¿A qué te dedicaste antes de ser académico?

—Mi primer trabajo acá fue en construcción y lo hice por una larga temporada.

—¿Y la mujer?

—No le interesó salirse de aquello y hasta hoy día cree que el agua potable de Budapest es la más pura de Europa. Esa fue una de las grandes razones de nuestra separación.

“Eres una tonta”, me dije. “Una verdadera tonta. Sabes que esto no va para ninguna parte”.

—Tenemos brandy, interrumpió Bai.

—Brandy en un restaurante chino. ¡Qué curioso!, comenté.

—Es solo para los de la casa, contestó Bai.

—Dos copas, entonces.

Permaneciste en silencio por un momento, escuchabas los ruidos de la noche y luego tu voz se produjo inmisericorde.

—¿Para qué me llamaste?

—Quería saber cómo estabas. Cómo te sentías después de la debacle. ¿Cómo están tus hijos? ¿Tu familia?

Con el meñique se tocó una pequeña herida en la frente.

—Todos bien. La familia más unida que nunca. Dentro de poco salgo para una conferencia en mi país. Espero encontrarme con gente conocida. Gente de bien.

—¿También con tu mujer?

No presté atención a las respuestas, más bien me concentré en aquella pequeña herida que a veces es el recuerdo. Cómo fue que nos conocimos, precisamente en una de esas conferencias. En el viaje de regreso coincidimos en el mismo vagón. En Amtrak, para ser más específicos, que es el homónimo de un virus moderno; uno que ataca a la población que usa el peor servicio de trenes del mundo.

Soñando con lo que quedó atrás

—¿Te acuerdas del viaje en tren?, indagué.

—Sí. Aquel fue un viaje especial. Tal vez una maldad organizada, a juzgar por la cantidad de indigentes, desempleados y discapacitados en el vagón; añádele a eso el menú de papas fritas viejas y el poco sentido de hospitalidad de los empleados. Viajar en tren en este país es confrontarse con los intestinos de su sociedad; un poco los sucitos de los desplazados.

—Lazlo, cuando te vi en aquella conferencia apenas me importaste. Me pareciste prepotente, ingenuo y machista. Caminabas dando zancadas de un lado a otro con una señora que presentabas como traductora y tenía apariencia de monja. Una monja salida de algún convento oscuro en las montañas de tu país, y tú: un hombre ordinario metido a escritor. Todos los poetas pululaban alrededor tuyo, confundiéndote con la abeja reina, por si les hacías el favor de traducirles su trabajo.

—No seas cruel.

—En este gremio nos prostituimos por una traducción, una invitación, una presentación, una publicación. Todos. Yo incluida. Pero al grano, me importaste más tarde Lazlo. Me importó el ciudadano que llegó de un país de la Europa del Este. Me importaste después de nuestro largo diálogo en el tren. Me dije: “un hombre pensante con el que puedes conversar de asuntos trascendentes y no los imbéciles que te han rodeado y que se nutren de tus desgracias, incluyendo aquellos con los que me sumerjo en los lados profundos del internet, en las cuevas del chat cuya fibra óptica se multiplica en millones de máscaras solitarias”.

—¿De qué me acusas?

—Estás a la defensiva. Te mantienes en guardia. ¿Te acuerdas de nuestra conversación en el tren?, le contesté.

—Sí. Como podría olvidarlo. Despotricaste contra los viejos sueños. Fuiste implacable.

Bai apareció con dos copas de brandy, calientes, sustanciales, con genio.

—No lo creo. Es más bien el coraje de haber sido tan ingenua, de haber creído en un mundo distinto.

—Está bien. Ganaste. ¿Qué quieres que te diga?, contestó Lazlo luego de haber exhalado un suspiro tedioso.

—La verdad.

—En esos días de nuestro primer encuentro tuve una serie de sueños extraños. Estabas al lado mío, mas solo podía rozar tus rodillas. Un gentío se arremolinó alrededor nuestro. ¿Quiénes eran?

—Tú sabrás. Yo solo sé que quiero perseguirte por el resto de mi vida, dije.

—Y yo a ti, pero la cama está ocupada y tú tampoco puedes controlar esos hábitos, esas costumbres que te consumen.

—Yo solo soy como soy. No se lo oculto a nadie y mucho menos a un excomunista. Son los más peligrosos. Traicionan, se pierden en el camino con las bolsas de oro, el armamento y las drogas dejando una retahíla de hijos y mujeres llorosas al paso.

—Lo que hago es asunto mío.

—Dime Lazlo, ¿cómo podremos entonces?, dime. ¿Cómo traficamos nuestros cariños? ¿Y qué me dices de mí?, ¿cómo quedo yo? Una mujer dando de beber y comer a un pordiosero desde una ventana.

La mujer, el pan y el pordiosero. ¿Conoces esa pintura?

—Es nuestra historia, Lazlo. Una mujer descansa en su ventana una tarde de verano luego de un largo viaje. Por la acera de su calle se aproxima este hombre y la mujer percibe el milagro de la vida.

—La mujer alarga la mano y le da un pedazo de pan al hombre, contesta Lazlo.

—Con la diferencia de que esta mujer extiende el brazo para consumar unas ansias. Un cuento. Un cuento eterno. Lo notas por lo subido del tono de los cachetes de la mujer. Avergonzada, continúa su proeza de ofrecer pan al hombre, que no es un pordiosero. No me parece. El título es desatinado. Ese hombre es timidote, lo percibes por la inclinación de la cabeza y la posición de sus brazos, pero está bien vestido y acicalado, además se ve muy bien alimentado.

El cuerpo de Lazlo tembló. Lo supe por una leve sacudida del torso… una levísima forma de decir “me llegas al corazón”, sin decirlo, sin pronunciar palabra.

—Lazlo, me di cuenta hace tiempo que no eres un consumista más, que te llenas de preocupaciones ajenas y existenciales, le dije.

Un silencio de noches gélidas se aproximó a nuestra mesa sacudiendo la felicidad. Ahora es cuando el tren de la vida se arrastra como una cucaracha herida. Un minuto, dos minutos… tres.

—¿Por qué y de repente tan callados?, inquirió Lazlo.

—No se tú, pero yo solo te observaba, como hacen los enamorados en las películas francesas.

—¿Y qué ves?

—Veo a un osado húngaro tratando de encontrar el ritmo de su existencia desde esta orilla.

Bai nos interrumpió para preguntar: “¿Ha publicado algo? ¿Tiene algún libro con usted?”

Lazlo sonrió. Bai sin darse por enterada continuó su monólogo con una erudición pasmosa: “A mí me gusta la literatura extranjera. He leído a Calvino, Haruki Murakami, Theodore, Hemingway y a Harper Lee, entre otros”.

Decía todo esto mientras recogía vasos y tazas de té y pasaba un paño húmedo en una de las mesas contiguas para finalizar con un: “¿Qué ordenan?”

No hubo respuesta.

“En lo que se ponen de acuerdo traeré más brandy”, dijo.

Busco a través de los cristales la noche niuyorquina.

—Sabes Lazlo, New York ya no es la misma ciudad, afirmé. Se ha convertido en un gran shopping mall con su lista repetitiva de Banana Republic, Gap, Ann Taylor y el desorden de panties y brassieres en las vitrinas de Victoria’s Secret. ¿Qué ha hecho este gobierno con la ciudad? Sus burócratas han reparado las aceras y recogen la basura, cosa que está bien, pero también sacan a los ajedrecistas y a los magos de Washington Square porque ahora todo se debe mantener de forma antiséptica. Y tú, Lazlo, ¿tú también participas de esta pornografía?

—Tú sabes que no. Tú sabes que yo traduzco lo que pasa y no me salgo de la periferia.

—No sé, a veces tengo dudas. De ti, de mí, de todos. Y cuando veo Park Slope tan limpio, con esa manada de mujeres jóvenes arrastrando cochecitos de bebé de mil dólares, o calzando stilettos que son equivalente a un mes de sueldo de una obrera de fábrica, me da un jé ne se qua visceral.

“Yo no”, interrumpió nuevamente Bai, mientras cargaba una bandeja repleta de platos. “Yo sigo siendo la misma Bai de Hong Kong que llegó aquí hace veinte años. Lo que me sigue importando es llegar a fin de mes, que me alcance para enviarle a mi familia y para poder comprar el incienso con que ofrecer a Buda”.

Ambas sonreímos.

—¿Es por eso que te vas? Lazlo me preguntó, sin hacer caso omiso a Bai.

—Por todo y por muchas razones. El frío uno lo tolera si la ciudad te brinda abrigo. Siento que la ciudad ya no lo hace. Lazlo, ¿conoces la historia de Eloise?

—???

—No me mires con esa interrogante en la cara, Lazlo. Hablo de un cuento de hadas, una leyenda de la ciudad. Eloise, la niña rica que vivía en el Plaza Hotel acompañada de la servidumbre. Una o dos veces al año llevaba a mis hijos al hotel para ver la casa de Eloise. Parábamos de frente al hotel alzando la vista por toda la verticalidad del edificio, mientras mis hijos preguntaban: “¿Es allí donde vive Eloise?”

—Eres una romántica, contestó Lazlo.

—Estoy comenzando a creerlo. Este asunto de los trust-fund-money-babies viviendo en NY ha traído un aire bastante enrarecido a la ciudad, y el alcalde y las juntas de planificación de distrito solo les sirven a ellos. Lo que se traduce en el aumento de fashionable bars, gyms, yoga classes, spas y una retahíla de nodrizas jamaiquinas y polacas. ¿Cuántos locales donde se imparten clases de yoga tolera una ciudad? ¿Cuántos spas? Lo curioso es que ya no consigues zapaterías, bodegas o farmacias.

—No me imaginé que te importara tanto.

—No te imaginas, porque no me conoces, Lazlo. Solo me tientas y te vas corriendo, pero soy muy interesante, muy interesante y me admiro mucho. Yo misma, sola y quieta con una copa de ron de mi país, me lo aseguro constantemente.

La carcajada de Lazlo azotó el local. Lazlo tiene una de esas caras de guerrero de algún cuadro antiguo, de esas pinturas que permanecen colgadas en algún castillo en Transilvania. Su cuello, más ancho que el de un leopardo, se hinchó poderosamente.

—No soy la mujer que da el pan al pordiosero, Lazlo. Tal vez soy su mamá o la tía o la vecina y a ella la estoy observando muy discretamente. Yo, por ejemplo, si me gusta ese hombre en la calle voy y lo tomo. Ella no. Ella espera por este todas las tardes. Lleva vigilándolo desde hace mucho. Él debe ser un empleado de banco o un burócrata, así que a la hora fija ella sabe que él pasará por su acera y va y se apresura a abrir la ventana.

—¿Y el pan?, pregunta Lazlo.

—El pan es un símbolo. Le está dando su corazón, su espinazo, su cuerpo con todo y escamas. Como las sirenas del mar. Te digo más, esta es la clase de noticia que no sale en los periódicos de provincia, sino que se mantiene como cotilleo, como chisme del barrio. Entonces viene un pintor y plasma la escena de forma extraordinaria en un lienzo que con los años se pone en subasta por unos cuantos millones de euros. Entonces es noticia nacional. El pintor se convierte en héroe y le erigen una estatua o llaman una calle con su nombre. A las gentes de otros pueblos les da curiosidad por saber a quién pintó, y en los paseos de domingos las familias van a parar al pueblo de la chica.

—En otras palabras, que además somos unos cuentistas…

—Qué te digo, mi querido Lazlo. Qué nos queda sino especular y ser testigos de la liberación de los prisioneros por la FARC, mientras la nieve nos derrota acá arriba, el frío te rompe las esperanzas y los pinos doblan el lomo ante el viento helado que se aproxima.

Mientras articulo mi discurso pienso que debería tomar la cara de Lazlo y besarlo, sin pedir permiso, como se le da un beso a un niño o a un hijo. Por segundos me aturde la posibilidad, pero la vida me sorprende.

—No me busques más —ha dicho Lazlo— puedo recaer.

—¡Qué curioso!, aseveré. Te juro que esa frase la escuché el otro día en la calle. Una mujer con un abrigo de leopardo y botas hasta las rodillas, y obviamente desencajada, gritaba a su celular: “¡No me llames, porque puedo recaer, carajo!”

—El mundo es cada vez más impredecible y tú y yo estamos bien insertados en él, aseguró Lazlo.

Alcanzo a ver a unas ardillas en la acera peleándose un pedazo de galletitas chinas y a Bai en su receso hundida en un libro, en medio de bolsas de comida listas para entregar. Una pequeña brisa se cuela por no se sabe dónde. El intenso olor a cuero del abrigo de Lazlo refresca el entorno. Cavafy me viene a la memoria:

Nuestros esfuerzos son similares

a los esfuerzos de los desafortunados;

nuestros esfuerzos son como los esfuerzos

de los Troyanos…

Me prometo no llorar.

 

 

 

Lourdes Vázquez. Escritora puertorriqueña. Entre sus obras, se encuentra la antología de poesía en italiano Appunti dalla Terra Frammentata (2012), la novela corta Sin ti no soy yo (2012) y la antología Cuando narradoras latinoamericanas narran en Estados Unidos (2009). Asimismo, el libreto A Porcelain Doll with Violet Eyes Staring into Space (2009), el poemario Salmos del cuerpo ardiente (2007) y Samandar: libro de viajes (2007). Ha ganado, entre otros, el Premio Internacional “Juan Rulfo” de cuentos.