Paula Varsavsky
“Estoy en pareja y muy bien”, me dijo Hernán, tirado en la cama de un hotel alojamiento a donde habíamos ido por tercera vez. Tenía una leve sonrisa de satisfacción, se la vi reflejada en el espejo esfumado del techo. Su comentario me resultó un tanto extraño, quizá me chocó, pero no quise seguir pensando en eso: me ponía celosa.
Intenté minimizarlo: mucha gente que está casada, coge con otros u otras, y no necesariamente por eso cree que su matrimonio está mal. Sin embargo, había algo más.
“No voy a poder ir a tu cumpleaños”, me anunció por teléfono, la noche anterior a mi gran fiesta. “Me voy a Santa Rosa a una festejo familiar”. Yo había contado con su presencia. Fue una puñalada en el peor momento. Tuve que pasar el día con el peso del desplante. Durante la fiesta también sentí que su ausencia me aturdía.
Pensé que ese hecho era suficiente como para terminar la relación: me hablaba muy mal de él. Sin embargo, dos días después de mi cumpleaños, volvió de Santa Rosa y me llamó por teléfono. Vino a mi casa, tarde, con un ramo de flores. Fuimos a tomar algo a un bar cercano. “Sos muy querible”, me dijo, y me dio un beso. Nos reconciliamos. Sentí que me dejaba llevar. Mi convencimiento no era total, pero él me gustaba. No podía ir en contra de mis ganas de volver a estar juntos.
En seguida dejamos de ir a hoteles alojamiento, empezamos a coger en mi casa. Hernán venía cuando mi hija no estaba, los días que ella iba a la casa del papá.
“¿Dónde vivís?”, le pregunté un día mientras me llevaba hasta el cine donde yo me encontraría con una amiga. Luego, se iba a cenar con su mujer, sus hijos, su hermana y el marido. “Por Medrano y Corrientes”. Le miré el perfil, estaba manejando. Lo noté un poco incómodo. No pregunté más.
Cada tanto recordaba que una noche en un bar le había preguntado qué hacía su mujer: “Estudia historia y también trabaja”, me respondió. “Tiene veintisiete, veintiocho años”. Me miraba con los ojos rojos y cansados. No pidió nada, solamente un vaso de agua. “Mañana voy a hacerme varios análisis de sangre muy temprano. Tengo alta presión”.
“Pensar que yo tengo una familia y estoy acá”, dijo Hernán, recostado en el sofá de mi casa. Solíamos hacer el amor en ese sofá azul claro. Había tenido que lavar las fundas de los almohadones varias veces. Volvió a insistirme con que estaba muy bien con su mujer, que su matrimonio funcionaba excelentemente. Supuse que no tenía sentido decirle que semejante bienestar me resultaba sospechoso. En definitiva, me dije, es problema de él.
A veces me hablaba de sus padres, de su infancia en Santa Rosa. Todo sonaba perfecto. Lo que no lograba entender era por qué había venido a vivir a Buenos Aires a los dieciocho años si estaba tan bien en casa de sus padres. “Vine a estudiar a la Escuela de Bellas Artes”. Después me enteré de que había dejado en segundo año.
“Estoy yendo a ver 800 balas de Alex de la Iglesia, ¿querés venir?” “Sí, vamos”, contesté. Fuimos a un cine en Belgrano donde daban películas que ya estaban por sacar de cartel. Éramos casi los únicos en la sala. La pantalla tenía un rayón en el medio. Nos abrazamos y nos besamos. Parecía que a Hernán no le importaba que lo vieran conmigo por la calle. Desde el primer día que nos habíamos besado en un bar, me abrazó en público.
Al día siguiente, me llamó otra vez para ir al cine. Era viernes. Hernán durmió durante casi toda la película. Me dio vergüenza que roncara. A la salida, me dijo que estaba muerto de hambre. Lo invité a comer a mi casa, a pesar de que estaba mi hija. Supuse que a esa hora ya dormiría. En realidad, yo ya había comido. Le ofrecí media tortilla de papas y una ensalada. Vi que también había berenjenas con vinagre balsámico, se las di. “¡Qué buena tortilla!”.
Lo invité a mi cuarto. “¡Está tu hija!”, dijo indignado. “Ya duerme hace rato, no se va a despertar”. “Estás loca”, me dijo, después de sacarse la ropa.
“El sábado a la noche no voy a poder” “¿Por qué?” “Y, bueno, los sábados a la noche, no sé, en la situación en que estoy…” “¿Qué diferencia hay entre un viernes a la noche y un sábado a la noche? ¿Los viernes podés verme y los sábados no?” Permaneció pensativo.
El sábado siguiente a las nueve de la noche sonó mi celular. Recién llegaba a casa, había dejado a mi hija a dormir en la casa de una amiga. Era Hernán. “Vos siempre estás bien vestida”, me dijo cuando subí a su auto. Llevaba puesto un pantalón celeste y una remera a rayas diagonales negra, celeste y beige.
Fuimos a ver un documental que a él le interesaba, después de la función había un diálogo con el director y el protagonista. Después cenamos en un restaurante de comida árabe, de una cadena que había poblado Buenos Aires. Hablamos de trabajo, de la posibilidad de llevar al cine una biografía de Silvina Ocampo que yo había escrito. “¡Qué distinto se habla en la cama!, ¿no?”, me comentó en casa unas horas más tarde.
Tenía dos entradas para ir a ver la ópera Madame Butterfly al Colón. Decidí invitar a Hernán. En principio, me contestó que iba a ver si podía. A pesar de que faltaban pocas horas para la función, decidí no volver a llamarlo. A último momento me contestó que sí. Nos encontramos en la puerta del teatro.
En el primer intervalo fuimos a dar una vuelta. Por equivocación, nos invitaron a pasar a un coctel organizado por la Asociación de amigos del Teatro Colón. Hernán puso cara de felicidad. Tragaba canapés sin parar. Me dio un cierto rechazo. En el segundo intervalo buscamos los baños. Hernán demoraba en salir. Yo esperaba en el pasillo. “Hablaba por teléfono”, me dijo. Cuando estaba por empezar el último acto me contó que había hablado con su mujer. Lo llamó porque el hijo mayor estaba enfermo. “Me modificó”. Pensé que se iría. Sin embargo, se quedó hasta el final. Después me llevó a mi casa. “Que se mejore tu hijo”, le dije al bajarme del auto. “Claro que va a estar bien”.
Al tiempo me pareció que la relación no podía seguir. Mi idea había sido coger algunas veces. Sin embargo, cada vez se prolongaba más. Un día, luego de que me pidió que le consiguiera entradas gratis para una obra de teatro donde trabajaba una amiga mía, le anuncié nuestra despedida. Se lo tomó muy mal. Empezó a hablarme de cuánto me quería, de lo arrepentido que estaba de no habérmelo dicho antes. Me mantuve firme.
Empezó a escribirme e-mails donde me decía cuánto me extrañaba, lo abatido que estaba por no verme. Los escribía a las tres o cuatro de la madrugada. “Si en marzo te separás, llamame”. Volvimos a vernos, yo también lo extrañaba. Nuestro reencuentro duró poco. Otra vez le planteé lo mismo.
Unas semanas más tarde, cuando yo ya estaba lista para salir con alguien que me iban a presentar, me llamó Hernán. “Necesito verte”. Vino a mi casa. Conversamos largo rato. “Hernán: ¿de qué trabaja tu mujer?” “Es una especie de secretaria” “¿Por qué especie?” “Bueno, es más bien recepcionista”. Me la imaginé sentada detrás de uno de esos típicos escritorios de oficina. “¿Qué hace concretamente?” “En realidad, es telefonista”.
Al día siguiente me llamó para contarme que se separó.
Una noche, en el sofá azul donde solíamos recostarnos, me contó que una sobrina suya había sido abusada sexualmente. Su hermano y la mujer, los padres de la niña, acusaban al abuelo de haberlo hecho. “¿Dicen que fue tu papá?”, pregunté. “Parece que cuando le preguntaron, Anita dijo que el abuelo la tocó ahí. Entonces la llevaron a una psicóloga para saber si era cierto. La psicóloga dijo que algo pasó, que no hubo penetración pero que sí, le habrán hecho chuparle la pija… Sospecharon de mi papá y de un novio de la mucama. A la mucama la echaron, a mi papá no le dejan ver a los nietos”. “Pero más allá de buscar culpables, ¿qué hicieron?”
Volvimos a hablar del tema varias veces. Siempre me sorprendía que la sobrina no le interesara en absoluto. Caíamos nuevamente en quién había sido, en que el padre había venido desde La Pampa, solo, para contarle todo esto a Hernán. “Mi papá lloró. Creo que fue la segunda vez en mi vida que lo vi llorar. La primera fue cuando murió su papá”.
“Lo que le pasó a tu sobrina me parece denso”, le dije. “Tendrían que hacer algo para ayudarla”. No me contestó.
“¿Virgen?”, le pregunté.
“¿Sandra era virgen?”
“Sí, todas las minas con las que salí eran vírgenes”.
“¿A los veintipico de años?, es la primera vez que oigo algo así”.
“Vos porque no conocés Santa Rosa, allá es muy común”.
“Pero Sandra es de acá”.
“Y sé que en el año que llevamos separados no cogió con nadie. Te cuento una cosa: una vez nos fuimos de vacaciones a Uruguay por quince días. No cogimos ni una sola vez. Estábamos en carpa, en un camping. Todas las noches me decía que no porque nos iban a oír”.
Un fin de semana, Hernán se fue con los hijos a Santa Rosa al bautismo de un sobrino. Era un nuevo hermanito de la sobrina abusada. Le dije que lo había pensado y que, en realidad, me parecía acertado que su hermano y la mujer, se ocuparan de averiguar quién abusó de su hija. De todas formas, creía que era importante que la ayudaran.
“Conozco mucha gente que fue abusada sexualmente y los padres ni siquiera hicieron nada”.
“¿Tanta gente? Yo solamente supe de una hermana de mi abuela y todos lo comentaban como algo muy traumático”.
“¿A quién conociste?”
“A una gordita… lo contaba como si fuera el fin del mundo”.
Me quedé con la duda de quiénes serían todas esas personas abusadas. Sospeché de la exmujer. Me contó que el padre de ella es alcohólico y trabaja de guardaespaldas. Supuse que, en esa familia, podía pasar cualquier cosa.
Una noche estábamos por cenar en la cocina de mi casa, mi hija no estaba. “¿Quién más conocés que fue abusado sexualmente?”, pregunté ya totalmente intrigada.
“Yo”.
“¿Vos? Pero, ¿cómo? ¿Cuándo?”
“Tendría unos seis años… una vez estaba jugando en el jardín de mi casa y me llamó un vecino. Hernán, ven, que te quiero mostrar algo. Estaba trepado a una escalera puesta sobre el muro que dividía los dos jardines. Fui…”
“¿Y?”
“Me hizo de todo”.
“¿Cómo de todo? ¡Qué horror! ¿No intentaste irte?”
“Yo lo tenía totalmente olvidado. Una mañana, hará un mes, me desperté y me acordé de esto. Para mí era como un juego. Tenía seis años”.
“Pobre, ¿cuánto tiempo duró?”
“Un montón, hasta que nos mudamos. Se llama Roberto. Era el hermano mayor de una amiga mía. No sé qué edad tenía. Le pedí a mi mamá que averiguara ese dato pero todavía no me contestó. Roberto me mostraba fotos de la novia, me decía que iba a ir… nunca fue”.
No supe cómo seguir la conversación. Creí que era cruel seguir preguntándole. Me dio pena, horror, curiosidad, asco, atracción…Yo tenía una hija de la misma edad…
“Hoy estuve con mis padres. Vinieron a Buenos Aires. Están de paso a un viaje al Caribe. Pasé cuatro horas con ellos. Les conté esto que me pasó cuando era chico”.
“Me imagino cómo estarían… ¿Qué te dijeron?”
“Pero Hernán, vos nunca me dijiste que te dolía la cola, protestó mi mamá. Mi papá no dijo nada”.
Paula Varsavsky es escritora, periodista y docente. Publicó las novelas Nadie alzaba la voz, traducida al inglés con el título No One Said a Word y El resto de su vida. Sus cuentos han sido publicados en revistas y antologías de la Argentina, Estados Unidos, Inglaterra y Francia. Especialista en literatura inglesa y norteamericana, escribió el libro de no-ficción Las mil caras del autor. Reside en Buenos Aires.