Dos cuentos

Leonor Zaa Lizares

Presente Griego
 

—¿Un ataúd? ¿Dejaron en la casa un ataúd? ¿Escucho bien?, la línea está sobrecargada. ¡Deliras mujer! ¿Quién podría enviarme algo así por mi cumpleaños? Debe tratarse de una equivocación.

—O de una broma pesada —contestó Silvana, su esposa— además viene envuelto con un “enorme lazo rojo” —añadió, subrayando las sílabas con un tonito de ironía— He preferido advertirte para que no sufras un infarto cuando regreses a la casa.

Después de colgar el teléfono, Roque se acercó al mini bar que tenía en la oficina para servirse una copa de coñac, luego, observando su imagen en el espejo, alisó con preocupación su cuidada perilla; ajustó el nudo de la corbata y salió del edificio de su empresa en un suntuoso automóvil grana, su color predilecto.

Mientras conducía con premura en dirección a su casa, Roque se resistía a creer que alguien le hubiera jugado una broma de tan mal gusto. ¿Quién desea mi muerte? ¿Es una advertencia?, un momentito… ¿y si este infeliz se ha enterado? —dijo mascullando entre dientes— ¿pero, cómo? He sido muy cuidadoso hasta en los mínimos detalles. ¿El perfume? Difícil. Nadie conoce sus alcances.

Roque cavilaba, tratando de sortear el tránsito, esquivando baches, ómnibus ¡en fin!; y tras casi atropellar a un motociclista imprudente, llegó azaroso a su domicilio.

Después de abrir la cochera y estacionar su automóvil, ingresó veloz al vestíbulo. Allí lo esperaba un ataúd de caoba finamente pulido, adornado con un estilizado moño de seda púrpura. Perplejo, se detuvo unos instantes a contemplarlo. La luz de las altas teatinas resplandecía sobre el féretro, produciendo un impacto estético, siniestro, teatral; enigmático, como un presente griego.

De pronto, alucinado, pensó: ¿Y si está ella dentro de la caja? Se precipitó entonces sobre el féretro para desatar el lazo de seda que lo aprisionaba y abrir la tapa.

Tomó la cinta por uno de sus extremos. ¡Qué curioso! —murmuró Roque— Este nudo parece que lo hubiera hecho yo, es minucioso. La atadura, no obstante lo entreverada, cedió en sus manos con facilidad. Se disponía entonces a abrir la tapa, cuando escuchó una voz femenina que lo llamaba: “¡Roque! ¡No lo abras!”

El hombre, sobresaltado, creyó escuchar una voz de ultratumba y dando un alarido cedió en su empeño. Al levantar la vista, pudo comprobar aliviado que era su mujer quien clamaba desde las escaleras del segundo piso.

—¡Silvana!, eres tú. ¿Por qué gritas?, casi me provocas un síncope, ¿quieres matarme?

—¡Claro que soy yo! ¿Quién más? También yo estoy nerviosa. ¿Sabes Roque? Pienso que dentro del ataúd hay una bomba.

—¡Una bomba! —repitió— ¡Estás loca, mujer!

—No es tan descabellada la idea. ¿Por qué no llamas a la policía?

Roque, reflexionó en silencio. ¿Quién podría conocer mis íntimos detalles, el sello de mis nudos… la caoba, el contraste con la seda carmesí en la cabaña de invierno…? Falta, sí, el poder del perfume. Silvana no debe estar presente para cuando yo abra la caja. Dirigiéndose a su esposa le dijo: “Tal vez tengas razón, querida, pero no perdamos el tiempo con la policía. Mejor busca a tu hermano, él es un perito desactivando explosivos”.

El soñador

Cuando salió su esposa, se acercó al féretro en procura de abrir la tapa.

—¡Caramba! —exclamó— ¡Está bloqueada!

Buscó entonces en el bolsillo de su saco un cortaúñas que tenía en el reverso una afilada navaja, luego, con el mayor cuidado la introdujo en una ranura de la tapa… Esta, parecía ceder.

En ese preciso instante alguien intentó abrir la puerta principal. Roque contuvo el aliento. Debe ser Silvana, que ha olvidado algo, pensó, y de inmediato se escondió detrás de las cortinas de la sala.

En el acto, “ese alguien” ingresó con sigilo a la habitación, se detuvo unos instantes, luego Roque escuchó un ruido seco como el descorchado de una botella de champán, y percibió entonces un intenso aroma a sándalo que creyó reconocer. Mareado, ligero como una hoja arrastrada por el viento, perdió la conciencia. Cuando se recuperó no se acordaba de nada.

Más tarde llegó Silvana con su hermano Ernesto, quien portaba un gastado maletín negro. Al ver el extraño presente, moviendo la gorra escocesa sobre su calva, dijo: “¿A qué insano se le ocurriría enviarte algo así, cuñado? Y con una bomba además. ¿Sabes? —añadió en voz baja— Esto es cosa de faldas”.

Dicho lo cual, se aproximó al féretro, cauteloso como un felino antes de dar el zarpazo a su presa, aplicó el oído a la tapa de la caja para examinarlo. Ernesto, a cada paso que daba, entrecerraba y abría los ojos, giraban sus pupilas semejando diminutas esferas negras. Roque y Silvana aguardaban en vilo. Finalmente se detuvo y concluyó: “Más que el tic-tac de una bomba, escucho un latido. Hasta aquí llego. Yo desactivo explosivos, no corazones; a veces causan mayores tragedias”.

Luego tomando distancia de los “latidos”, mientras caminaba de espaldas con parsimonia en dirección a la puerta, añadió como despedida: “Lo siento cuñado, lo siento hermanita. ¡Qué pena! Esto no es lo mío”. Dicho lo cual se ciñó la gorra hasta casi taparse los ojos, cargó su maletín, y se retiró.

Silvana entonces le dijo a su esposo: “¿Qué esperas?, ¿también tú te vas a correr? Abre la tapa. Veamos si encontramos dentro a una ‘amiguita’ tuya. A lo mejor ya está muerta”.

Roque, con el rostro lívido, temía lo peor. Sobreponiéndose, le contestó: “Hazlo tú, si es lo que piensas; para mí, esto es una trampa. Me siento mareado, voy a descansar”.

Silvana, irritada le espetó: “¿Quieres descansar o tienes miedo? ¿Cuándo cambiarás?”

Decidida, se acercó entonces al féretro dispuesta a enterarse de una vez por todas de la macabra sorpresa. De pronto, el vestíbulo se oscureció. Silvana, presa de miedo, sintió un suave soplo sobre su oreja. Llamó a su marido con un hilo de voz: “¡Roque!, ¡Roque! ¿Tú has apagado las luces? ¿Hay alguien aquí?”

Un perfume embriagador de sándalo la envolvió como una nube… casi sin aliento, se elevó suavemente por un haz de luz encendido por sus quimeras.

Cuando despertó, descansaba plácidamente sobre un mullido sofá de la sala y no se acordaba de nada.

El ataúd había desaparecido.

Roque, con el rostro sombrío, hablaba con Ernesto en el garaje. Después de firmar unos documentos, le entregó, al experto en explosivos, dos llaves: la de su espléndido automóvil grana y también la de su furtiva e idílica cabaña de invierno.

Ernesto, al despedirse, dio vueltas una vez más a la gorra escocesa sobre su calva reluciente.

Abrió la cochera de la residencia de Roque y Silvana. Luego, hizo una llamada desde su celular y dijo con voz almibarada: “¡Hola tesoro!, ¡Misión cumplida!”

 

 

 

Extravío

 

 

¿Qué hacía yo entre los pajonales de aquella inmensa y solitaria pampa? ¿Cómo llegué allí y cuándo? Imposible que lo hubiera hecho en un vehículo; los caminos no existían, acaso el tiempo los borró.

Seguramente me extravié en algún lugar que no recuerdo y decidí caminar hasta donde mis fuerzas alcanzaran. Mi mente era una hoja en blanco, donde en algún instante se derramó una copa de vino y quedó impregnada la rosa cárdena que escondía mi historia.

Exhausta, me abandoné bajo la sombra fresca de los arbustos hasta quedar dormida.

De pronto, un extraño ruido me sobresaltó.

Divisé un toro en la planicie. Era un hermoso animal, negro como la noche; al descubrirme irguió la cabeza en estado de alerta. Con las orejas tensas, sacudió su cornamenta y sin dejar de observarme encorvó el lomo, escarbó la tierra y, dando un bufido terrible, la iracunda bestia arremetió contra mí.

“¡Dios me libre!”, exclamé.

¿Qué podía hacer en ese trance de vida o muerte? ¿Qué podía hacer, en la sabana desplegada como estopa en llamas, frente al animal imponente?

Sin razón atendible, asombrada, me despojé de mis vestidos hasta quedar desnuda. ¿No se desvisten por las noches los toreros furtivos en las dehesas ibéricas?

El toro, al percatarse, frenó su carrera, fue acercándose con movimientos elásticos e hipnóticos; se aproximó tanto, que vi en sus ojos reverberar mi figura, su aliento me envolvió… No recuerdo más.

 

 

 

Leonor Zaa Lizares. Poeta y narradora peruana. Sus poemarios incluyen: Sumac (1991), Cada mañana me saluda el día (1994), Acero y miel (1999), Rosa Castálida (2002) y El loto azul (2006). Hizo estudios de postgrado en el Centro de Psicoterapia Psicoanalítica de Lima, y es Doctora en Educación por la Pontificia Universidad Católica del Perú.