Nueva York o la cartografía de lo híbrido

Consuelo Arias

 

 

Nueva York y su energía, su caos y sus infinitas posibilidades me han sostenido y abrigado. La ciudad ha sido el único elemento estable y unificador en mi vida y me ha permitido consolidar las partes dispersas de mi fragmentada psique. Nueva York siempre ha sido un laboratorio de hibridez, un espacio que acoge a todos aquellos cuya subjetividad se define por la diferencia. Las múltiples identidades que me han definido, se hallan íntimamente vinculadas a este locus de la multiplicidad.

De niña, era una galleguita gordita y tímida que no sabía inglés y se hallaba atrapada en vestidos de volantes y protegida en una burbuja —congelada en el tiempo— de una familia de inmigrantes. Luego, me transformé en una adolescente norteamericana rebelde y descontrolada, que odiaba todo lo que le pareciera mínimamente hispánico. Después, fui una lesbiana separatista. Más tarde, me casé y me convertí en una mujer hispana que odiaba a los gringos. Mi formación académica es igual de heterogénea que mi historia personal. Estudié en los colegios del peor sistema educativo de los Estados Unidos, seguidamente en un college público, y terminé los estudios doctorándome en la Universidad de Princeton.

Para tratar de comprender el enigma de mis identidades culturales y lingüísticas, he escrito mucho sobre mi vida durante los últimos diez años. Haber nacido y haberme criado en la ciudad de Nueva York, constituye un elemento esencial de mi identidad y de la invención de un yo marcado por la hibridez étnica y sexual. Mi trayectoria personal se caracteriza por una serie de transformaciones camaleónicas, que han surgido tanto de los estímulos que ofrece la ciudad como de mis neurosis particulares. En estas últimas, constantemente se yuxtaponen una aspiración un tanto rígida a la homogeneidad —la cual identifico con la madurez o con el tener un yo estable—, junto a un impulso hacia la fragmentación y la fluidez, que a su vez identifico con la inmadurez y la inestabilidad. Tengo muchísimas experiencias de dislocaciones culturales y sexuales, donde domina la sensación de desarraigo y el deseo desesperado de encontrar un espacio propio.

Todos estos recuerdos giran en torno a cómo he vivido mi pasión por el español y el inglés, y en torno a la gente. Son muchas las historias de conexiones profundas con amigos, maestros, amantes… seres afines vinculados a dos tierras, España y Puerto Rico. Aunque Nueva York siempre ha sido el centro geográfico de mi vida, es aquí donde he añorado esos dos espacios —a la vez reales y míticos— que me definen.

No puedo negar que se trata de una nostalgia por lo que nunca fue mío, un anhelo por un lugar donde podría vivir, respirar y amar en español. Una y otra vez me he preguntado cómo se puede sentir nostalgia por un lugar que nunca fue propio. Quizás esa sea la pregunta que ha guiado estas reflexiones, estos recuerdos de experiencias que han ido definiendo mis raíces, heredadas y elegidas. Y es que la lengua también es una tierra que habitamos, una configuración de otro tipo de territorio.

Solo en los últimos años he podido comprender las conexiones entre estas identidades múltiples, y el hecho que cada nueva etapa, o nueva “conversión”, conlleva un rechazo tajante y un distanciamiento radical de la fase anterior. Las mutaciones y las transformaciones que han dominado mi historia, siempre han surgido de la búsqueda de una “autenticidad”, de una “esencia” que defina mi verdadero yo. Cuando me enamoré de una mujer, me “convertí” en una lesbiana que repudiaba su bisexualidad. Cuando redescubrí mi lengua materna, me transformé en una hispana que rechazaba tanto el inglés como la cultura dominante estadounidense. En ambos casos, logré construir una vida de fronteras impermeables, entre el espacio que definía la antigua identidad y la nueva. El problema es que las fronteras suelen ser porosas; y esto lo descubrí a medida que fueron pasando los años.

Gran parte de mi trayectoria personal está íntimamente ligada a la efervescencia social y cultural de los años sesenta y setenta. Yo era joven e ingenua, intelectualmente inmadura, y estaba excesivamente marcada por las corrientes ideológicas de finales del siglo veinte —el feminismo y las políticas de la identidad— para comprender que las fronteras y las identidades son permeables y fluidas. Me resultaba imposible integrar mis yos heterogéneos y la simultaneidad de mis múltiples perspectivas y concepciones del mundo. Ariel Dorfman ha señalado lo siguiente en sus memorias, centradas en sus vivencias biculturales y bilingües: “Instintivamente elegí refutar la persona compleja y fronteriza que un día llegaría a ser… Me negué a tomar el atajo que me llevara a la condición híbrida que ahora tanto valoro”.

Mi historia está compuesta de excesos y extremos, de tachaduras y reinvenciones, que han configurado mis oscilaciones vertiginosas entre varias sexualidades y varias culturas. Aunque, en principio, las políticas de identidad y el feminismo constituyen espacios de la disidencia, y le dan una voz a grupos tradicionalmente silenciados y marginados, ambos movimientos se han hecho rígidos y excluyentes. Hacia los años noventa, una nueva generación de teóricas desmanteló la inflexible ortodoxia del feminismo con respecto a la sexualidad (la politización del lesbianismo, el control ideológico del deseo, el repudio de la heterosexualidad). Por otra parte, y por la misma época, intelectuales como Homni Bhabha cuestionaban las endebles bases teóricas de las políticas de la identidad, y postulaban un estado intermedio donde se pudieran negociar los múltiples componentes del yo, quedando así desmantelados los binarismos estériles. Proponían realidades múltiples, borrosas, ambiguas. Lo que Bhabha denomina “estados in-between”, es decir, fronterizos.

En este momento de mi vida me he ubicado en un espacio externo a esa noción del yo, basada en la etnicidad o la sexualidad, y me hallo intelectual y visceralmente alejada de las implacables y estridentes doctrinas del feminismo de los años setenta y de las políticas de identidad. Para mí, y para los que vivimos las convulsiones sociales de las últimas décadas del siglo veinte, las subculturas donde nos hemos ubicado —con sus excesos y extremos— nos han dado un sentido de colectividad poco común, cuando se comparan con las tendencias principales de la cultura estadounidense. Una cultura, caracterizada por el individualismo militante y la ausencia de memoria histórica. Y quizás, para muchos, esta experiencia de comunidad es lo que más nos atrajo a estas nuevas ideologías.

 

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LeonorMendoza_Tepuy

 

Nueva York es la meca para la autoinvención, es un lugar cuyas calles están pobladas de extranjeros, nómadas, desarraigados. Los que nacimos aquí en los microcosmos claustrofóbicos de las colonias de inmigrantes, a veces llegamos a ser lo que se esperaba que fuéramos. Otros, como yo, decidimos reescribir el guion con el que nacimos y expandir los límites de nuestra identidad, por lo que nos hemos transformado en seres que horrorizarían a nuestros padres inmigrantes. Algunos tuvimos que vivir vidas dobles para que no se enteraran de lo que éramos: “Fíjense en la gente. Esa cuarentona de pelo corto, por ejemplo, que habla sola mientras sale de la boca del metro en Bedford Stuyvesant camino a visitar a su novia puertorriqueña… Pues a ella la bautizaron en la calle 14 de Manhattan en la iglesia de Nuestra Señora de Guadalupe, en el corazón de la colonia española, en el 1957”…

La ciudad de Nueva York ha sido la autora omnipresente de nuestras historias. Las calles, la gente, los sonidos y las imágenes son sus musas. La autoinvención constituye uno de los mitos de la ciudad; pero como muchos mitos, también es una realidad —específicamente la mía. Soy yo la mujer que sale de la boca del metro soñando con la isla de mi novia, con sus palmeras y sus gentes. Soy yo la que toca a su puerta pensando en sus rizos esparcidos en las sábanas malvas de raso, en esa cama con cabecera elaboradamente tallada en Bali, en sus uñas esmaltadas color carmesí y en la diosa hindú que lleva tatuada en la espalda. Soy yo la que disfruto de su impecable bilingüismo, de su español puertorriqueño, de su inglés a la vez sofisticado y callejero.

Cogí el guion que me entregaron al nacer y lo tiré por la ventana, como muchas veces he hecho con las cuentas. Con cada nueva persona, con cada nueva esperanza de encontrar mi lugar en el mundo, he escrito un nuevo guion, que a su vez descartaría cuando apareciera el próximo amante. La pasión y el deseo de echar raíces pueden verse como una combinación extraña, pero no lo es para mí, ya que con cada nueva relación, siempre ha surgido la posibilidad de pertenecer a una nueva comunidad, a una nueva colectividad, y compartir una nueva lengua. En el mundo del lesbianismo separatista, en el que me moví a finales de los setenta, el impulso que dominaba era el de la realización de un deseo; como señalaba Adrienne Rich, “a dream of a common language”. Se trataba del lenguaje del deseo entre las mujeres, de la interconexión de los vínculos, de la reciprocidad de la sexualidad lesbiana. En el universo hispano donde comencé a moverme, a mediados de los ochenta, el elemento unificador era la lengua española, cuya heterogeneidad se ponía de manifiesto, pues todos vivíamos en esta metrópolis.

Se suponía que me convirtiera en otra persona, pero esto no sucedió. Se suponía que fuera una joven lista, pero no demasiado, que viviera en Queens y trabajara de maestra en una escuela primaria. Se suponía que me casara con un galleguito, que a su vez trabajara en una oficina haciendo lo que se hace en las oficinas. Se suponía que dejara a los niños en casa de mi madre al irme al trabajo; que todos los domingos acudiéramos a las tres de la tarde a comer, unas veces a la casa de mis padres y otras, a la de los suegros. Se suponía que hablara español macarrónico con acento gallego e inglés con acento de Queens. Se suponía que le mandara a mi madre postales de cumpleaños escritas en español y plagadas de errores ortográficos. Se suponía que hubiera llevado el pelo largo y liso con mechas discretas, adornado con una cinta de terciopelo, las uñas con manicura “francesa” y las piernas envueltas en medias color natural. Se suponía que hubiera fumado a escondidas en el patio trasero de la casa, y hubiera vestido unos trajecitos de colores neutrales —con camisetas de poliéster para el trabajo y faldas de vaquero o conjuntos de punto, con zapatos de medio tacón, para los fines de semana. Todo de buen gusto. Se suponía que mi mayor preocupación hubiera sido el que mi hija se quisiera hacer un piercing en la lengua.

Pero no, esa no soy yo, nunca me acerqué al modelo que, en el fondo, es la fantasía de mi madre. Llevo el pelo corto y lo tiño de negro con destellos color berenjena. Mis uñas van, o comidas, o esmaltadas de azul eléctrico. Mis faldas son de tubo negras. Mis camisetas, negras de spandex. La chaqueta, de cuero negro. No llevo zapatos, sino botas negras de obrero con tacón de cuatro pulgadas. Solía llamar a mi padre franquista papi; algo que él aborrecía, pues le sonaba demasiado a como hablan los puertorriqueños. Probablemente me habría dicho que le hacía pensar en la gente que vive del Programa de Asistencia Social, y no quiere trabajar preparando sándwiches, lavando platos y limpiando tazas del wáter, como hacía él. Y yo, aún llamo a mi madre mami y no mommy, como lo hace mi hermano, pues él es muy norteamericano. Él le decía daddy a nuestro padre; algo que a este le resultaba tan extraño como papi, pero en el fondo era más aceptable culturalmente pues, después de todo, “estamos en América”.

¿Y mi novia? Apareció en mi vida justo después del florista ecuatoriano gay, al que le gustaba llevarme amarrada con una correíta por las mazmorras bizantinas de los clubs sadomasoquistas. Después de la neoyorriqueña con cuatro hijos y un marido enfermo de cáncer. Después de mi niño canario bisexual —mi “hermana del alma”. Después del poeta italiano “a la Byron”, especialista en teoría literaria, a quien solía llamar “el amor de mi vida” —ahora me doy cuenta que es solo uno de los amores de mi vida. Después de mi profesor, mentor, que me convirtió a la hispanidad y al hispanismo. Después de la judía lesbiana, quien hizo que se despertara en mí el deseo por las mujeres… Mi historia erótico-amorosa es tan híbrida como mi identidad lingüística y étnica.

Mi padre nació en Galicia; y aunque mi madre nació en Nueva York, de pequeña la mandaron a Galicia. Mi español, sin embargo, nació en el Caribe. Heredé mis tradiciones de los maestros, los amigos, los amores. Todos extranjeros, todos desarraigados Y cada uno de ellos, un guía a su propio paraíso hecho de recuerdos de Castilla, Puerto Rico, Cuba, Galicia, Canarias, La Mancha… recuerdos que se hicieron míos, que canibalicé. La geografía de mi lugar en el mundo también es inventada. No soy de ningún territorio concreto del mundo hispánico, sino de Nueva York, ciudad que ya pertenece a la extensa geografía del español. No tengo ningún país al que pueda regresar, a diferencia de los inmigrantes y, a veces, sus hijos. Mi única tierra es esta metrópolis. Una vez Madrid fue la ciudad que añoraba. Ahora, el Viejo San Juan es la futura morada que imagino. El tercer punto de mi cartografía, vagamente triangular, podría ser Galicia, aunque todavía no la conozco. Mi padre, un hombre al que tampoco conocí, a pesar de haber vivido con él desde mi nacimiento, murió hace tres años. Desde entonces, a veces Galicia me llama.

 

 

Consuelo Arias ha publicado la traducción de Las Christmas: Favorite Latino Authors Share Their Holiday Memories, editado por Esmeralda Santiago y Joie Davidow y la traducción de Dionisio Cañas El gran criminal. Ha estudiado performance con Holly Hughes, Lois Weaver y Susana Cook, y presentado monólogos de comedia en Bluestockings y el Niuyorican Poets Café. Actualmente, es profesora de Filología Española y de la Mujer en Nassau Community College, SUNY.