Noemí Ulla
Bailarina de tres brazos
Con tres brazos la mujer bailaba. Dos se extendían para el lado izquierdo y el otro, quedaba solito del lado derecho. Se movía con agilidad y mucha gracia. Cuando llegó hasta mí pude ver que uno de los brazos de la izquierda no se articulaba; era de madera, fino como palo de escoba, pero ella lo movía con el otro desde el hombro y así daba la ilusión de que eran gemelos. En la cabeza llevaba unos velos que caían sobre la espalda y los hombros. Con seguridad que la cascada de esas gasas trastornaban la visión del brazo muerto y le prestaban movimiento.
Mi padre dijo con autoridad: No mires. Pero ya era tarde, había visto todo lo que mi padre no quería que viera. A su lado mi madre sonreía diciéndole que me dejara mirar y que así entendería. ¿Qué debía entender? me pregunté en silencio para no turbar el momento de fragilidad del diálogo de mis padres, en que él terminaba por admitir y ella por restarle importancia al espectáculo. ¿Y qué? —agregó mi madre—, no es más que un brazo de madera.
Y ahí se detuvo. Ella conocía todas las reglas del silencio, conocía el valor de la pausa para que mi padre midiera las palabras que ella decía mientras sus ojos verdes vagaban distraídos por la penumbra del circo. No había espectáculo de circo que papá no viera con toda la familia. Solía decirnos a los más chiquitos que en su infancia no lo habían llevado al circo y entonces, disfrutaba con nosotros de ver elefantes y damas chinas, la flor azteca y el juego de los cuchillos. A veces se volvía grande como con la mujer de los tres brazos y pensaba demasiado en nosotros, pero por suerte estaba ahí mamá para recordarle la infancia.
Cuando salimos del circo el parque se había poblado de personas y de sombras que debíamos atravesar. Era raro andar de noche por el parque, el que de día conocía tan bien por el andar de los cisnes y los patos del lago; se me ocurrió que se trataría de otro parque en otro lugar del mundo. Pregunté si estábamos lejos de casa para atender a la voz de mamá diciéndome “sí” e imaginar entonces que si me llegaba a perder en medio de los árboles ellos estarían a mi lado para salvarme. Después me dio por pensar que mi hermana mayor se las ingeniaría para tener tres brazos, ella siempre estaba inventando cosas que maravillaban a todos y yo no podía hacer más que quedarme en éxtasis viendo cómo sabía hacer los juegos más raros del mundo. Los altos faroles del veredón iluminaron de pronto unas caras conocidas a quienes mis padres saludaron con amabilidad, diciéndome que yo también debía saludar a los antiguos vecinos de la calle Catamarca. Saludé cuando ya habían pasado, saludé al aire y a los cisnes que se estarían deslizando ondulantes por el agua del lago. Pensé en el río y en los veleros que surcaban el agua dejándole dos colitas enruladas de ángulo agudo. Papá me preguntó si me habían gustado los números del circo y vi que le guiñaba un ojo a mamá, seguramente por el miedo que me habían dado los leones.
En el coche, sentada solita en el asiento de atrás, porque mis hermanos no habían querido ir al circo y ya tenían otros gustos, conversé con la mujer de los tres brazos. Le pregunté por qué le gustaba su brazo de palo y le conté las cosas que hacía mi hermana mayor. Mi padre, como siempre ocurría, me preguntó si estaba hablando sola otra vez. Ellos no podían verle el brazo de palo, ni ese brazo ni los otros ni a ella con sus largos velos, y me resultaba difícil decirles que ella estaba sentada en el coche conmigo, y que hablábamos, y que, como a mí, le daban cierta impresión los árboles del parque por la noche. Por fin comprendí que ella, tanto como yo, deseaba llegar a su casa, el circo, y la abandoné mirando cómo cruzaba la espesura.
Esa noche no fue una noche como tantas. Al llegar a casa, mis hermanos miraban televisión con los vecinitos del barrio. Papá se enojó muchísimo y cuando fuimos a la mesa mi hermana mayor le pidió disculpas con toda seriedad, mientras movía tres brazos como yo le había contado que hacía la mujer del circo. Papá quiso demostrar que estaba disgustado, pero muy pronto soltó la risa y se volvió a iluminar la noche.
El amigo de las palomas
Una mañana, al cruzar la calle Tucumán de espaldas a los Tribunales, encontré el nombre del paseo que tantas veces había recorrido sin descubrirlo. Las enormes letras del cartel anunciaban: Paseo Dr. Luciano Florencio Molinas. Pensé en mis lejanos compañeros de facultad, cuando ninguno de nosotros quería hacer la tesis de doctorado por considerarlo burgués y obsoleto. Años habían pasado, pero curiosamente unos días antes había oído decir en una mesa redonda de escritores, que jamás revelaban ni revelarían el título de doctor en los datos de sus libros. Las cosas no habían cambiado demasiado. Por suerte el revoloteo de unas palomas que se asentaron en un espacioso cantero en busca de granos, me sacó de esas reflexiones un tanto progresistas, o “progre” como se decía con dejo burlón en la actualidad. El hombre tomó un puñado de arroz y con firme ademán lanzó el alimento a las impacientes aves domésticas.
—Hace tres años que hago esto —dijo mientras caminaba elevando los brazos en dirección de las palomas y agregó enseguida —primero les traía un cuarto de arroz. Ahora son tres kilos.
Me pareció algo exagerado, y le contesté:
—Ellas lo esperan —pensando que hombre tan singular habría podido llevarles también otros granos de menor costo.
El hombre, siempre afirmado bajo el cartel de mi ilustre conciudadano, el estadista demócrata Dr. Luciano Florencio Molinas que daba nombre al paseo, precisó con seguridad:
—Prefiero más dárselos a ellas que a la gente —y siguió de largo como si yo fuera otra paloma.
Se me dio por seguirlo. ¿Qué vivienda ocuparía el raro personaje, más amigo de las aves que de los hombres? A unas tres cuadras de allí lo vi entrar en un lujoso edificio de Avenida Santa Fe que no coincidía con su modesta apariencia. El encargado no era, ya que estaba limpiando la vereda un muchacho de mediana edad, a quien el amigo de las palomas saludó con reserva. No me atreví a preguntar al conserje de quién se trataba, no tenía el desparpajo ni la habilidad de Columbo y el hombre tampoco parecía dispuesto a la intriga, enfrascado como estaba en fregar la vereda. Pensé que era una anécdota más de la gran ciudad y seguí mi camino.
Horas más tarde debía encontrarme con el hombre que había sido el amor de mi juventud e imaginé cómo me comportaría, ¿como Charlotte Rampling frente a Jean Rochefort en el film que había visto en los últimos días De amor y desencuentro, donde la vacilación entre el amor y el odio acumulados durante tantos años de no verse, creaba en la protagonista una furia absurda, rayana en el patetismo? Decidí distraerme, llegaba la hora de las clases de italiano que debía dar al grupo de estudiantes.
Portami i girasoli ch’io gli trapianti
nel mio terreno bruciato dal salino
e mostri tutto il giorno agli azurri specchianti
del cielo l’ansietà del suo volto gialino.
Escuchábamos decir a Miguel, uno de los estudiantes, en la voz de Eugenio Montale y venían al recuerdo aquellos días de verano en que mi padre volvía del campo trayéndome la hermosa flor, dos girasoles, para ilustrar la clase de botánica con mis compañeras y la maestra de sexto grado.
Tendono a la chiarità le cose oscure,
si esauriscono i corpi in un fluire
di tinte: queste in musiche. Svanire
è dunque la ventura delle venture.
Volvía Montale en la voz de Anita, otra de las lectoras, y cada uno de los estudiantes daba a Montale la entonación particular que le sugería el famoso poema. Lo había llevado Miguel, pidiéndome que lo leyéramos y comentáramos en clase.
El sol iba cayendo con pereza mientras observábamos la tarde sin preocuparnos del calor del verano.
Cuando encontré al amor de mi juventud, sentado a la mesa de la amplia confitería, dejó a un costado el diario de la tarde y me recibió confundido. No fue fácil hablar al principio. Nos mirábamos a los ojos y cada uno de nosotros esperábamos a que el otro iniciara una conversación interrumpida durante muchísimos años. Él fue quien habló primero.
—¿Qué vas a tomar? —dijo con dulzura, y sentí que mil cuchillos herían mi corazón por haberlo defraudado. Apenas esas palabras en apariencia convencionales para lo que nos había reunido de nuevo, me trajo su paz, su estar más allá del mundo que nos rodeaba, siempre lejos de cualquier discordia, tal vez la misma lejanía con que había resuelto apartarse de mí. Para su criterio yo lo había engañado allá lejos en el tiempo, viéndome con un novio anterior durante nuestra primera ruptura.
Hablamos de nuestros hijos, los hijos de cada uno de nosotros, sin que nada turbara los sentimientos. Pero de pronto, como sacando conejos de la galera, él recordó a mi madre y a mis hermanas, en momentos muy precisos que detalló con calma. Después, mucho después, llegaron leves reproches. De ambas partes, y allí, por un instante, se nos quebró la voz y la noche. Sin embargo pude decir lo que quise, mientras él escuchaba con sabia mansedumbre argumentos que ya habían perdido todo sentido. También él dijo cosas inoportunas, pero en un momento me tomó una de las manos y balbuceó: ¡Cuánto tiempo!
Lo miré muy adentro de los ojos negros y afirmé entre el ir y venir de la gente que pasaba a nuestro alrededor: ¡Cuánto te quise! Él sonrió como solía hacerlo cuando estaba feliz, y ya en paz, nos separamos. No quise que me acompañara, solo por verlo irse. Ya habíamos partido nuestras vidas y así debimos aceptarlo. Vi su silueta. Alto, delgado y lento, caminó entre los plátanos y los jacarandaes. No hubo girasoles, tampoco lluvia de arroz para celebrar la unión que no fue. Como a palomo y paloma, nos arrulló la luz de la oscura noche.
Noemí Ulla. Autora argentina de amplia trayectoria. Sus títulos recientes incluyen los libros de relatos Una lección de amor y otros cuentos (2005), En el agua del río (2007) y Nereidas al desnudo (2010), así como los ensayos Obsesiones de estilo (2004), De las orillas del Plata (2005) y Variaciones rioplatenses (2007). Es Académica de Número de la Academia Argentina de las Letras.