Mujer en consulta y otros microrrelatos

Reina Roffé

 

 

Mujer en consulta

 

Se me va de los dedos la caricia sin causa,

se me va de los dedos… En el viento, al pasar,

la caricia que vaga sin destino ni objeto,

la caricia perdida ¿quién la recogerá?

La caricia perdida. Alfonsina Storni.

 

Tres veces al día, y no dos, me ocupo de aliviar mi enfermedad.

El oftalmólogo fue claro: “Límpiese los ojos por la mañana y por la noche, párpado superior e inferior”. Antes de irme, le pregunté: ¿de dónde es usted?, ya que él no me preguntaba de dónde era yo; de Siria, respondió con su acento árabe en la España ya babélica en la que vivimos extranjeros de diferentes procedencias. Y me diagnosticó conjuntivitis crónica. Todo lo que ahora tengo es crónico: gastritis crónica, conjuntivitis crónica… soy una clónica del dolor y la enfermedad.

“La higiene ocular es muy importante. Cada día se limpia usted los párpados y pestañas para quitar cualquier resto de legañas con toallitas especiales. Aquí le pongo el nombre”, y anotó. “O bien”, dijo, “puede usar un gel que también es para lo mismo. Pongo todo en la receta. Hasta aquí instrucciones sobre la higiene ocular externa. Para la interna, se echa en cada ojo solución fisiológica. Esto que le digo, siempre. Y para evitar orzuelos se aplica, durante una semana, esta pomada que le indico aquí”.

Él aprendió a decir “legaña”, le fue más fácil que a mí, precisamente porque su lengua nativa no es el castellano; yo no me acostumbro. Espontáneamente me sale lagaña, como lo he dicho toda mi vida en la Argentina de mi infancia.

Eso había dicho el oculista, con sus tropiezos y su acento voluptuoso como salido de las Mil y una noches de amor: Para siempre, todos los días, varias veces al día, cuidar mucho la higiene de los ojos. Palabras como maceradas en una bola de hierbas aromáticas, sonaban envolventes, arrulladoras. Pero, inmediatamente, volvió a mis oídos esa fea palabra, crónica, que no se refería a un relato de sucesos ni de testimonios, sino a lo que me he ido convirtiendo: una mujer que padece enfermedades de larga duración y las arrastra de década en década, un lastre crónico.

Ayer tenía arena en los ojos, muy rojos por dentro, una gran molestia y leía cualquier cosa. Cualquier cosa leo desde que tengo presbicia; “para que entienda”, me había dicho otro oculista como si yo no fuera capaz de entender, “lo que usted tiene es vista cansada”. Y problemas de visión: de cerca, de media, de larga distancia. Ahora ya de todas las distancias. Al pasar por el quiosco de periódicos, leí un titular: “Temporada de insectos aplastados en el paraíso”. Quedé perpleja. Volví sobre mis pasos. Decía: “Témpora de insectos aplastados en el parabrisas”. Me reí como una loca. Mamá también se reía sola, a veces. Tendría mi edad, quizás incluso algunos años menos que yo ahora, cuando empezó a tener estas irregularidades o faltas. En nosotras, todo se transforma en irregular y deriva en faltas o fallos. No le alcanzaban los brazos para alejar la revista y siempre recurría a quien tuviera más a mano con la finalidad de que le prestara el servicio de sus ojos y le leyera la letra pequeña, fuese en los envases de productos alimenticios o en prospectos, esas cosas aberrantes para la vista cansada. A mí me fastidiaba verla abrir los ojos, como si por abrirlos, pudiera ampliar su visión. Tantas cosas que critiqué en ella. Casi las mismas criticables en mí ahora. No escupas al cielo, te caerá en la cara.

Tres veces, no dos, me limpio los ojos. Ya no siento la arena del desierto en ellos, y parece que, por esta vez, el orzuelo no brotará. Y la caricia perdida, rodará… rodará… Pues mañana, señor oculista sirio, esto habrá pasado un poco, nunca del todo porque es crónico, ya sabemos, y no tendré que volver a su consulta. La caricia sazonada con hierbas aromáticas de sus palabras, ¿quién la recogerá?

 

 
Despertar

 

Alguien me acariciaba. Entreabrí los ojos y, después de unos segundos, pude ver en la penumbra del cuarto a mi madre sentada en el borde de la cama. “Hoy es tu primer día de clase”, me dijo. Yo tenía seis años y la certeza de que algo importante iba a ocurrirme. Cuando salimos a la calle, creí otra vez estar flotando en el éxtasis del sueño. El barrio entero parecía haber huido o estar oculto detrás de los vapores espesos descolgados del cielo que convertían la ciudad en una lejanía. Los edificios existían solo en fragmentos o aristas; el resto permanecía cubierto por una pátina entre blanca y grisácea que extremaba la sensación de melancolía. La ausencia de color y de luz, la inestabilidad de todo lo corpóreo en las calles, producía vértigo, la extrañeza de andar suspendida en la atmósfera. Cada esquina irrumpía y se manifestaba en tanto nuestros pasos avanzaran, para perderse de inmediato, como se perdían las bocinas de los coches que intuía deslizarse por las calzadas, ya que también los sonidos se habían apagado.

No sé cuánto anduvimos hacia un horizonte borroso, fugitivo. Quizás yo aún no tenía noción del tiempo, pero tampoco importaba demasiado, se había disuelto en la nebulosa de aquella mañana. Sin embargo, debió de ser una caminata de apenas veinte minutos, aunque para mí el día comenzó a desperezarse muy lentamente, hasta que, por fin, con la claridad todavía indecisa del sol, la ciudad recobró su fisonomía. Fue la primera vez en mi vida que vi la niebla en Buenos Aires.

 

Anita Pantin (10)

 
Pasaje sin retorno

 

No bien llegó a la playa que tanto recomendaban, se echó a andar con los pies descalzos donde la arena húmeda le permitía desplazarse sin esfuerzo. Le habían dicho que el lugar tenía mucho encanto, lo cual no significaba nada. Sin embargo, reconoció que era encantador, especialmente porque no había nadie en ninguna dirección y entre cielo y mar, y esto creaba una atmósfera anómala, mágica, suscitando un sentimiento de extrañeza y, a la vez, de placidez, de soledad dichosa.

Observó que no había ser vivo o muerto elevándose, tampoco llovían mariposas ni revoloteaban gaviotas ni rebuznaban burritos peludos y suaves, esos que parecían de algodón. Era un alivio.

El agua estaba limpia de sirenas, algas y medusas. Sobre la playa, ningún castillo de arena ni mensajes en botellas. El aire era, en esencia, puro, como si un filtro inteligente lo hubiese preservado del olor de las resacas y también de las comidas elaboradas con recetarios exóticos, herencia de alguna abuela de corazón grande que cultivaban en tierra y en mar mujeres y marineros.

De oírse algo, solo se oía el romper de las olas. Ecos, risas, llantos, griterío, discusiones viejas de antiguos tertulianos era lo que el viento se llevó de allí.

Que se supiera, desde aquel rincón de la costa jamás se había visto naufragar un trasatlántico, hundirse la barca de inmigrantes ilegales o que arribaran a él piratas o traficantes con alijo de cocaína.

La historia había ignorado la existencia de este lugar o el mismo lugar se había opuesto a entrar en ella resistiéndose a servir de escenario, ya sea de insignes batallas como de peleas entre espadachines y malandras. Nada de héroes en sus páginas ni de reyes depuestos. Tampoco consignaba desgracias personales o ecológicas. Ni una palabra sobre cuerpos de ahogados. Ninguna crónica sobre animales contaminados o muertos por vertidos tóxicos en sus aguas. Ni una mancha de aceite ni un tiznón de petróleo de la orilla al horizonte. La naturaleza, además, le había ahorrado tempestades y maremotos.

Las revistas de chismes no habían registrado hasta ahora la presencia de príncipes, magnates y famosos bajo el sol discreto de esa playa. Ningún film había dado cuenta de su peculiar belleza ni se rodaron jamás idilios de verano o escenas pasionales.

El lugar era como un libro en blanco. ¿Qué otra cosa podía ser ese sitio vacío de contenidos y efluvios, despojado de personas, personajes y fantasmas, esa especie de isla de nada y de nadie? Podía ser, y era, el paraíso.

 

 

El paro

 

Era el gobierno más eficaz de la historia. Había solucionado uno de los problemas endémicos del país: el desempleo. Con un decreto, aumentó los festivos, favoreció los puentes, triplicó las vacaciones anuales. Con otro, bajó el impuesto a los automotores y el precio de los vehículos. Fomentó el turismo nacional y liberó la velocidad máxima permitida en autopistas, carreteras y vías urbanas. La mortalidad por accidente creció tanto que la población quedó reducida a su cuarta parte. Hoy, hay un superávit de ofertas de trabajo que no se pueden satisfacer.

 

 

La histeria del tiempo

 

Un día como hoy es dádiva y alimento para los que siempre hablan, o peor, escriben del tiempo: por la mañana, lluvia torrencial; al mediodía, muchas nubes en el cielo, disipadas rápidamente por un fuerte viento que todo se lleva por delante; quietud y sol radiante a primera hora de la tarde; nuevas nubes al atardecer; agua nieve por la noche; tormenta eléctrica de madrugada. Un día como hoy es fuente, y simiente, de todas las indecisiones.

 

 

Reina Roffé. Narradora y ensayista argentina. Entre sus textos narrativos se encuentran las novelas El cielo dividido (1996) y El otro amor de Federico. Lorca en Buenos Aires (2009), así como el libro de relatos Aves exóticas. Cinco cuentos con mujeres raras (2004). Sus libros de ensayos incluyen Conversaciones americanas (2001) y Juan Rulfo. Las mañas del zorro (2003). Reside en Madrid.