NY / París / NY

Celeste Olalquiaga
 
 
El puerto
 

Todas las noches, al sacar la basura, miro hacia el río y recuerdo que vivo en una isla. Por alguna razón, me cuesta entender esta ciudad como un puerto, aun cuando siempre me ha excitado su intercambio frenético. Ahora, con un fin de invierno que se alarga y la mente distraída, veo las calles oscuras y húmedas bajo el fulgor rosado de la medianoche y me imagino en un muelle cinemático (algo así como Querelle, quizás) paseándome entre bares —el olor a pescado inundando el aire— feliz, sexual, ligera. Una vida que apenas conocí. Manhattan se ve tan densa con niebla esta noche que la cuadra entera podría estar flotando en medio del mar sin que lo supiéramos. Últimamente, les ha dado a las gaviotas por volar entre los edificios, sus largas alas batiendo lentamente hacia arriba y luego dejándose flotar tranquilamente por encima de las calles. Quiero elevarme con ellas hacia el cielo. He comenzado a decirle adiós a mi ciudad.

 
 
Fire Island
 

Por aire, tierra y mar, todo se incendia. En el lejano oeste, la combustión espontánea de la sequía y el calor; cual una larga cinta de celuloide, bosques enteros se prenden en franjas negras y anaranjadas. Al otro lado del planeta, una reliquia de guerra encuentra su tumba en el fondo del océano, su fuego interno impermeable al hielo del Ártico. Más cerca de lo que ahora llamo mi casa (mi gato, mis libros, una colección azarosa de conchas y semillas), un avión se convierte en un pájaro en brasas a los pocos segundos de despegar. Ciento trece personas conocen lo que es ser un misil dirigido hacia una violenta colisión. En cuanto a mí, estoy en una isla desértica donde el polvo cubre los caminos, los perros y hasta los árboles; lugares llamados “Amnesia” y “Privilege” arden a mis pies. ¿Qué es este fuego quemando por dentro y por fuera?, ¿qué este remoto planeta calcinándose entre mares interminables?

 
 
Fluctuat nec mergitur
 

Nací en un país largo y estrecho que se aferra a los Andes para no caer en el Pacífico. Poco después, comencé mi vuelo hacia el norte a través del Caribe, en una nación donde todos sueñan con ir a la playa. Allí pasé muchos años en un valle atravesado por una cloaca abierta donde a veces caen los carros. De joven me mudé a una isla brillante cuyos muelles son lo único que queda de un activo comercio marítimo. Hoy en día, las cosas le llegan por tierra o aire y todos olvidan que hay agua en sus orillas. Tras un buen tiempo, crucé el Atlántico hacia una ciudad que comenzó en mitad de un río que la divide en derecha e izquierda. Atravieso este río todos los días, viendo a un lado edificios antiguos, del otro, modernos. Entre ambos, la masa acuática pasa del verde al marrón, de tranquila a turbulenta, de alta a baja. “Fluctuat nec mergitur” es el emblema de este lugar, una nave colonial meciéndose sobre olas. O nadas o te ahogas, podría ser su traducción; o al menos eso creo yo.

 

Anita Pantin (5)

 
La coronación
 

Su oficina era muy elegante. Las paredes en laca roja estaban repletas con diplomas familiares que cubrían dos siglos y tres países, antigüedades japonesas, vitrinas con todo tipo de reliquias profesionales, desde extraños y amenazadores instrumentos bucales hasta amarillentos modelos dentales. La dirección era una de las mejores de París. Él era alto y desarticulado, una especie de aristócrata cansado con un acento perfecto y un aire juvenil. Me puse en sus manos y las encontré sorprendentemente toscas: mis labios parecían molestarle, mi quijada dura como la de un caballo. Días después, la creciente inflamación de mis encías me obligó a llamar a mi antiguo odontólogo, el de cuello y dedos rojos y gruesos, una sala de espera llena de muebles de segunda mano y una planta polvorienta. Le tomó varias semanas deshacer el trabajo del otro. Yo iba y venía con mi tapiz de yoga en la espalda, cancelaba citas, imploraba clemencia, lloraba. Absolutamente desilusionada del príncipe que casi me deja sin corona; y de haber caído, una vez más, en esos oscuros encantos.

 
 
La hora azul
 

Quizás sea solo en París, donde uno descubre todos los matices del gris, que esa hora llamada por los franceses “entre chien et loup” (entre perro y lobo), llegue a la perfección. En ella el color lo es todo, o más bien la ausencia de color, con el pasaje gradual de una tonalidad pastel a otra otorgándole a la ciudad una suavidad engañosa. Frecuentemente, hacia el final del día, los edificios y los árboles se confunden con el cielo en un tono azul cobalto, así como la gente en el metro se funde en una masa neutra. Si uno mira hacia arriba, lejos del agite urbano, el momento es profundamente tranquilo. La ciudad luz puede ser lenta y pesada, su humor tan espeso y turbulento como las corrientes del Sena. Mejor que cualquier pronóstico, el río anuncia el tiempo, cambiando del verde luminoso al chocolate en polvo, siempre vivo y temperamental, a pesar del lodo y la basura que hacen que sus aguas tengan cero visibilidad. Entre perro y lobo hay siglos de domesticación, o quizás apenas un suave resplandor azul.

 
 
White Nights
 

Todas las noches me despierto a las cuatro horas de haberme dormido. A veces sobresaltada por un sueño, otras a medias, con una parte de mí luchando por seguir durmiendo, mientras el resto me niega tal escape. A veces logro adormecerme y obtener un descanso completo. Con más frecuencia, doy vueltas por un par de horas, me levanto, observo mi apartamento parisino iluminado por las luces de la calle y, finalmente, caigo en una pesada modorra. Me levanto exhausta y empiezo el día con retraso. He escuchado todas las explicaciones posibles, ajustado la posición de mi cama, evito la televisión, bebo tisanas calmantes, tomo o no una ducha caliente antes de acostarme. Para nada. Siempre he sospechado que se trata de un caso permanente de jetlag, una resistencia interna a quedarme en este lugar prestado, atenta al llamado constante de la ciudad que nunca duerme.

 
 
Flying Blues
 

Partida y regreso. Hacia y desde. Dentro y fuera. Arriba y abajo. Despegar, aterrizar. JFK, CDG. Proceda, deténgase. Por favor, gracias. Ventana o pasillo. Té o café. Vacío, ocupado. Paisajes helados. Cúmulos, nimbos. Día y noche. Sentada, parada. Atardecer, amanecer. Negocios o placer. Hoy aquí, mañana allá. Llorar o reír. Frío y caliente. Cansada, aburrida. Ladies and gentlemen. Mesdames, messieurs. Cabeza abajo. Este, oeste. Viejo, nuevo. Rápido, lento. A favor o en contra. Temprano, tarde. Abrir y cerrar. Liviano, pesado. Familia, gatos. Hogar. Dormida, despierta. Izquierda, derecha. Soltera, casada. Libre, ocupada. Dar y tomar. Amigo o enemigo. Alegre, triste. Vacía, llena. En tránsito permanente. Adelante, atrás. Callado, ruidoso. Suave, áspero. Fácil, difícil. Sí o no. Día, mes, año. Ahora o nunca. Bonjour, bonsoir. Hello, goodbye. NY/París/NY. Ida y vuelta.

 
 

Celeste Olalquiaga es una autora chileno-venezolana. Sus publicaciones incluyen Megalopolis: Contemporary Urban Sensibilities (1992) y The Artificial Kingdom: A Treasury of The Kitsch Experience (1998). Ha obtenido, entre otros reconocimientos, las becas Rockefeller y Guggenheim. Reside en Nueva York.