Yo no he visto a Linda

Armando Romero
 

 

Yo no he visto a Linda, le dijo que oyó, parado en la puerta de su casa mientras acechaba ulular los autobuses. Era cierto. El que no hablaba, el negro Argemiro, no el otro, Rodríguez, empalideció su rostro frente a esta oída negativa, que dejaba abierta de par en par la pregunta. Asimismo, de la alta cáscara de su frente quemada por el sol, la de Rodríguez, salió un pájaro como sierpe que preguntaba de nuevo, anhelando. Varias a buen sol podían ser las respuestas, porque uno de los tres, aunque hay más, cruzó la esquina marchándose, sin prestar oído, y sin embargo oyendo. Desapareció sin que le importaran los autobuses. Se perdió. Desapareció. Lo digo y lo repito. Pero si te veo desde aquí, Beto, no te desaparezcas por la puerta de esa casa. Desapareció. Para volver después, pura chicanería.

¿Cuántos quedaban entonces sin haber visto a Linda, y el sonido de sus faldas también? ¿Dos? ¿Tres?

Si de Linda se trataba, eran pocas las preguntas, tal vez esa sola. Por ejemplo, ellos sabían, por haberlo visto por los agujeros, que en las mañanas Linda se rasuraba las axilas con una navaja de zapatero; y así, el pelo de su vagina, entre las piernas, lo afeitaba, dejando un camino por los labios; las mismas piernas se depilaba como las pestañas. Era mucho lo que de pelos dejaba Linda en el lavacara, en el piso del baño, más el olor a jabón de Reuter, aceitoso. Luego de unas pantaletas con adornos entremezclados clavaba sus extremidades en una tela oscura y sedosa, su pecho aireaba una blusa holgada y la falda quería decir bandera hasta mucho antes de las rodillas. Linda caminaba unos metros hasta el tocador, y de la lengua al lápiz y de los ojos al azul, dejaba también un rosado toque ligero en sus mejillas, y hacia el cuello, de nacimiento como cisne, aplicaba la yema de los dedos que cargaban un olor de esencias invitantes. Luego taconeaba alta por el andén hacia la calle.

Ella era el animal que todos los días venía a despertar furias en el pelo revuelto de los hombres de la cuadra. Así que la pregunta y su respuesta, yo no he visto a Linda, eran claras como un trueno que se viene galopando por la planicie, ni formularlas uno debía.

Linda había tomado la costumbre de no mirarlos a ellos, de no reparar en permanencias o inmanencias. Se restregaba las calles contra el cuerpo pero no los miraba ni hacia dónde ni cómo; iba y venía que su trabajo era de secretaria del médico asesino frente a la plaza de Jesús Obrero, y no les dejaba rastro de mirada ni por el rabillo, ni por las comisuras la menor sonrisa, ni el gesto de una oreja en movimiento para quitarse el pelo de la cara. Fantasmas contra la pared eran ellos entonces, ya fuera aceitando las bicicletas, tocando la guitarra o una armónica, devorando a trozos una conversación a palo limpio. Le decían “mamita me como tu cocinado, y la raspa”, “me gusta tu cuerpo más que mi balón”, “estoy como un timbal por ti”, y todo al vacío; pobres muchachos, decían las viejas. Linda no daba de sí nada que la hiciera permanencia, era cruel como fugaz.

Mujer de otro tampoco, o comprobárselo imposible porque si dije que tenían un ojo abierto hasta los adentros de su alcoba y su baño, todo de su cuerpo lo conocían mas no de compañías ni presencias. Se comentaban sí fechorías indecibles con el médico asesino, subterráneos hasta la botica, mesa de disección, camillas acostada en tijera, altos espejos de cirujano, pero nadie trajo prueba ni renglón parecido, mucho debido a que el médico asesino no dejaba tiempo más que para el manotazo sobre el dinero, la lista de remedios infinita y el ataúd acolchado. También de allí se dice algo, pero ya eso tenía una pata entre los vampiros y el decir se estremecía, no vaya la verdad a desangrarnos.

“Rumores, eran solo rumores y mentiras”, cantaba el negro con su serpiente desde la cabeza, Argemiro, o ese otro que desapareció, para aparecer luego de la no respuesta, Beto, detrás de la esquina, aunque aquí parado, no el otro, ¿cuántos eran?, tampoco la había visto, Rodríguez.

Vamos pues a decir que este día decidieron ellos investigar la ausencia de Linda y lo que pasó. Lo que pasó también por encima de la calle con su ausencia.

Un autobús de la línea amarilla, el día anterior, había dejado un reguero de personas por estos lados, y ahora estos deambulaban, perdidos, a la espera de otro autobús, sin saberse cuál, que los sacara de la pesadilla azul de nuestro barrio. Uno de ellos angeleaba por las doncellas hasta que alguien lo aplastó definitivo de un chancletazo; otro había metido sus patas de mosca en la piscina melosa del bar y allí estaba hasta el agote de las rancheras; mas otro languidecía de poeta contra un poste esperando la iluminación del bombillo; y todavía de otro se podía apostar en la dirección del humo de sus cigarrillos; tras uno el otro, y así los demás.

Pero toda esta confusión no había puesto claves en los pies listos a encontrar a Linda; por lo contrario dificultaba una visión directa cargándola del estallido en vano de lo casual, lo sorprendente. ¿Adónde tanto rostro si el ausente era el de Linda? Y la respuesta no llegaba.

Ninguno de ellos tuvo pelos en la cabeza que no apuntaran hacia el horror al pensar y decir sin expresar espanto que se podía dar parte a la autoridad, a la policía. Los tombos entremezclados en la salsa del barrio, a ellos venidos por su nombre, era lo imposible como realidad. Así que descartada esta nube, bajados de ella, les quedó en función la empresa personal, aguda y silenciosa.

Habiendo comprobado hasta la oscuridad de los agujeros en las paredes y ventanas de su casa que Linda no pernoctaba notablemente en los ventisqueros deliciosos de su cama o su baño, empezaron a buscarla a pregunta partida y secreta por los andurriales, a esperarla sin resultado hasta ver desaparecer al médico asesino en su berlina, leer las estrellas en la noche en busca de ese taconeo titilante. Nada de nada, pura empanada, hermano. Era Argemiro con el golpazo en la frente.

Recurrieron al hilo embrionario de la morgue, los hospitales, las cárceles, la chorrera de prostitutas por la calle quince o la carrera diez, la idea de un escape hasta con el embolador de dientes amarillos o la posibilidad de un camino hacia la droga por los meandros de la plaza de mercado, la gallera. Pidieron informe discreto a los merodeadores, a los revendedores, a los salteadores, a los reducidores, a los encomenderos. Consiguieron un contacto firme con el serial de bares y cantinas que tenía “El gallo”, el hombre tenaz de la legalidad oscura, como bien se lo llamaba por esos lados. Leyeron por dobles y a veces tres cada graffiti indescifrable, enigmático o crucigramático en las paredes y los inodoros. Se acostaron con el sueño de una revelación divina: ángel contra la pared en llamas, mensaje de allá. Y nada, tampoco.

Fue mucha frustración para tan poca paciencia, y le cambiaban los frenos otra vez a las bicicletas. Fue mucho olvido, tanto, que ya no les importó que esos abandonados por el autobús se hubieran aposentado en el barrio, azules de puro miedo, ahora envidia, mañana gozo. Sin embargo, este día, el poeta desde su bombillo agusanado de versos cantó el poema del jefe Daniel Santos que ahora se cita:

Yo no he visto a Linda

parece mentira

 
R Rosario 10
 

Lo encuellaron aunque no tenía corbatín ni mancornas en las muñecas, y a una bocacalle lo llevaron sin gran patada limpia pero buen empujón, a decir su verso o su prosa, como lo quisiera, pero que soltara cómo el verso, el jefe, y de dónde la intuición, el conocimiento, la metáfora, y de cuándo él estar allí mientras ellos buscaban, y por qué de desafiarlos ese día, y cómo se había enterado, qué más sabía. Y el poeta cantó que también la amaba, que era él y no otro el que azucaró la gasolina en el motor del autobús para allí quedar siempre. Contó una historia de amor desde las ventanillas del autobús; al final de su salmodia dijo de haberla visto entrar a la casa para nunca salir, y él estaba desde entonces alumbrado a la esperanza del poste de la esquina, solo y solo así.

Me le cayeron a risotada enferma y limpia a pleno rostro al desafortunado poeta de versos libres e imaginación condenada al amor, pues es de no creerse que ahora repite una y otra vez lo que ellos sabían bocarriba o bocabajo, al revés, de patas a cabeza a techo o todo lo contrario. No puede ser entrar si no salió y no puede salir sin entrar, y con esto nos quieres confundir, poeta maldito. No te permitiremos ese laberinto ni la manera de tomar la taza por la oreja, y se volvieron a rascar de risa la barriga hasta arribar al cansancio. Lo dejaron tranquilo, pero con gusano y todo se les quedó la idea, especialmente a Beto, conocedor del otro lado de la calle, desaparecido visto tras la esquina; y Rodríguez casi con gracia dijo, y si está adentro, coño de su madre, el poeta este; y Argemiro hasta más no negro, ahora con la frente puesta a la duda metódica, se quedó cavilando, esa especie de dulce pegajoso entre los dedos una tarde sin agua en la calle llena de sol y de polvo.

Pero vacilaron en el vacío de cómo es posible, no puede ser, durante todo el tiempo que se hizo necesario para volver a cambiar los frenos de las bicicletas, enderezar los rines o darle lustre al manubrio. Entonces se dijeron a perseguir esa huella dejada por el poeta, quien ahora entre otras cosas, había substituido al poste de la esquina y alumbraba como un bombillo. De inspiración hasta las medias consumido.

Tenían que desarmar la casa de Linda para que nadie se enterara de la búsqueda y armarla de nuevo, poco a poco, en el lote vacío de enfrente, fue la idea que se le ocurrió a Beto, y Rodríguez y Argemiro aplaudieron, aunque ello les tomara años fue su aserto. Sin embargo pronto pasaron a noche limpia, al otro lado, siempre de trabajo, primero las puertas, las ventanas, las paredes, los muebles de la sala y esa parte del techo. Y aunque más tarde todo se tornó tan lento y minucioso, aceitados seguían trabajando en el desmonte y la reconstrucción, como lo harían con las balineras de las bicicletas, que pocos o ningún vecino notó este juego de espejos giratorios en el pleno del barrio.

Fue un trabajo bello, no hay por qué negarlo, porque desmantelaron a milímetro el comedor, la alcoba, los asientos, el tocador, y con qué delicia a yema llevaron por la calle como volando, la cama, la bañera, las alfombras, el armario y los utensilios de la cocina. Ya estaba el techo completo al otro lado sobre las paredes.

Y he aquí la imagen final:

Nada habían encontrado; el poeta maldito, a causa de o a pesar de estar tragado de inspiración hasta lo último de sus filamentos, había mentido, era de suponerse, en la línea secreta de sus versos, pues ahora solo restaba fuera del espejo que permitía el traslado, la caja blanca de la nevera, sola contra el espacio desierto de lo que era ahora el enfrente casi vacío. Y temerosos de la extraña visibilidad o modalidad de lo ineluctable, fue decisión a tres voces transportar la nevera a plena luz del día a su nueva realidad al otro lado, a fin de hacerla invisible como le sucede a lo obvio: tres hombres cargando en la espalda una nevera para con ella atravesar la calle.

Rodríguez abrió la puerta de la casa, que ya habían terminado de reconstruir, y Argemiro fue quien dio el último empujón a la nevera hasta el otro ángulo de la cocina. Y todo estaba en paz con el vaho de una desilusión restante, cuando el mismo Argemiro, sudando el pobre, abrió la nevera en busca del contacto frío de una gaseosa, y vio que Linda estaba adentro, congelada, y todavía masticaba el mismo mango, parece mentira.

 

 

Armando Romero. Poeta, narrador, ensayista y traductor colombiano. Sus obras incluyen A vista del tiempo. (Antología poética 1961-2004) y las novelas La rueda de Chicago (2004) y Cajambre (2012). Es Charles Phelps Taft Professor de la Universidad de Cincinnati.