Gonzalo Sobejano
Plaza visitada
Ligeramente cae la lluvia frágil
sesgando el aire de la alteada plaza.
Bajo sus hilos la ciudad se impregna
de nube unida, ilimitado nácar.
Música hiriente aquí de todo brota:
onda que al corazón ruinoso cala
como aguja abrasante, melodía
de antigüedad profunda y revelada.
Esta es la hora del pesar extremo.
Este el espacio de la herida máxima.
Una tarde cualquiera de algún día
sentirse huésped en la vida larga.
Mirar sobre la acera huir las hojas
a su unidad creciente arrebatadas.
Ver cómo en la resaca de los hombres
es la esperanza lo que pierde playa.
Y yo, siervo difícil, en el centro
de la tierra impotente, desde mi alma
visitadora, entre el error de todos,
mendigo imbécil de una luz soñada.
Actrices
Oigo la voz de Greta Garbo
—tenue, rendida, mentirosa—
en ajadas películas,
y besarle quisiera la ancha frente,
no los labios,
para aplacar el vuelo de sus ropas.
De Alida Valli admiro el gesto íntimo
en la sonrisa lenta,
y en la apresada lágrima
que a su hermana mayor dedica un niño
sin saber nada
del deseo y sus áridas veredas.
Sentí más tarde un tacto de cabellos
acariciados por la propia mano,
los torneados hombros,
la cintura, las ancas,
los muslos albos, las rodillas
de tu cuerpo en la historia,
ante el mar de la sombra.
Fin de semana
De donde tú vienes,
por donde tú pasas,
adonde tú llegas
allí siempre es viernes,
sábado mañana
y hoy, domingo, fiesta.
Septiembre, once
O harp and altar, of the fury fused
(How could mere toil align thy choiring string!)
Hart Crane: “Proem: To Brooklyn Bridge”
Ni un latido de viento a la despierta
capital del afán nada anunciaba.
De repente —y después— dos rayos sordos
sangraban muerte en lívidas cascadas.
La mañana era azul, desnudo el cielo,
dócil la tierra al sol de la esperanza.
Era un martes, un once de septiembre.
Ascendía la paz entre las ramas.
Dos blancos faros de presencia última,
y dos hoces —dos fauces— que los tajan.
La mañana se abría: martes, once
de costumbre, de olvido, de bonanza.
Mañana madre: desayuno, escuela,
regresar al taller de la jornada.
Quieta mañana. Ni el más leve soplo
de brisa a las ventanas alcanzaba.
Dos cóndores concéntricos, prendiendo
en ambos talles sus precisas zarpas,
desarbolaron a las ciegas vírgenes,
violaron a las pálidas hermanas.
Quedó del rapto un arenal de humos
manando del osario de las brasas.
Quedó un cerco de exvotos y crespones
y un hervidero de banderas gárrulas.
Queda esta llave de metal de piedra,
este nervio de altar, plectro del arpa.
Firme acorde en la red, mantiene el puente:
ese brazo tendido a otra mañana.
El caballo de Troya
(Riverside Church, Claremont Avenue, New York)
El montañoso templo da la espalda
a la avenida en calma donde vivo,
cerrando su fachada solitaria
al parque y a la ruta junto al río,
a la otra orilla del lejano oeste
por donde el sol se pierde.
Amasado en cemento que semeja
pálida greda demacrada, eleva
la muda mole de su laberinto,
pétrea colmena de órbitas vacías.
Alcázar del Olvido.
Por una calle, en cuesta, de este barrio,
de pronto el caminante ve en la cima
la magna tumba de pavor callado,
y siente la amenaza, y se desvía.
Sí es triste ver de cerca el monumento,
aciago es contemplarlo a la distancia
erguir su altura odiosa,
su torva torre como el cuello tenso,
con las orejas cortas,
de un caballo que ve la muerte vasta.
El caballo de Troya.
Templo abismal, poblado de vacío,
reinar debiera en una plaza sola.
Como en un cuadro
de Giorgio de Chírico.
Desierta luz y sepulcrales sombras.
Gonzalo Sobejano. Poeta y crítico literario español de amplia trayectoria. Entre sus obras se encuentran los estudios: La novela española contemporánea: 1940-1995 (2003). Doce estudios (2003), Lección de novela, España entre 1940 y ayer (2005) y Clarín crítico, Alas novelador (2007). Es profesor emérito de Columbia University.