Doce notas biográficas sobre Andrés Fröberg

Mario Valero
 

 

 

I.

 

Se sabe poco de él. Buena parte de los escasos datos disponibles provienen de Colombeia, el vasto y heteróclito archivo del independentista venezolano Francisco de Miranda, publicado fragmentariamente. El nombre de Andrés Fröbreg también puede encontrarse en algunas cartas rubricadas por Miranda en las que figura como su destinatario. Así mismo, un tal A. Forbes aparece en algunas notas de crédito fechadas en Londres en 1785. De acuerdo con los archivos de la Royal Chamber of Trade and Commerce en Trinidad, existió una firma comercial en Port Spain bajo la denominación comercial de A. Froberger Succ. Otras fuentes señalan que aprovechando su posición de sirviente de Miranda, Fröberg usó diversos pasaportes y alguna que otra patente de corso para desaparecer a conveniencia. En Venezuela el historiador Enrique Bernardo Núñez intentó escribir una biografía fabulada de las andanzas de este anónimo personaje y no pasó de escribir algunos apuntes bibliográficos sobre el Generalísimo. Núñez era un historiador sui generis, obsesionado por la descripción historiográfica meticulosa. Escritor cauteloso, evitaba lo discursivo y aspiraba a producir la palabra más elocuente, le mot juste. Aunque en este breve opúsculo sobre Fröberg sus largos años como amanuense parecen afectar su estilo. Su reseña de un supuesto diario escrito por Andrés Fröberg es un ejercicio apasionado y minucioso, el trabajo preciso de un empeñado cronista oficial:

 

En ningún otro documento oficial o privado, fuera cual fuera su intención o su destino final, el encomio se convertiría en un sutil medio de detracción. La discreta mención de la peripecia europea de F. de M. se convierte subrepticiamente en un alegato contra su integridad histórica. Ninguno de nuestros héroes descendió jamás en el curso de unos cuantos párrafos a la precaria condición de gentilhombre, de ciudadano proscrito, de paria errante. La espontánea sinceridad que alienta las palabras no puede evitar su servilismo y nada, absolutamente nada puede absolverlas: el daño es irremediable y trágico.

 

 

II.

 

Es imprescindible imaginarnos a Fröberg, una mofletuda cara nórdica que sostenía paradójicamente un cuerpo fibroso y ágil, de movimientos un tanto torpes. Debemos auspiciar su presencia simple y genuina. Un hombre de cachetes sonrosados y gestos toscos que despertaba un sentimiento inmediato de confianza apenas se le conocía. Sin embargo, de acuerdo con los datos existentes Andrés Fröberg poseía una frágil constitución física. Era sobre todo un hombre jovial y un tanto soñador, aunque lo distinguía un espíritu dado a la melancolía. Sus acciones delatan a un hombre ingenuo y de temperamento desconfiado, fiel a su señor y a sus ideas hasta la muerte. La fidelidad era en él un rasgo natural, la razón de ser de un espíritu virtuoso. La lealtad incondicional era su única convicción y quizás su peor defecto. Aceptadas estas premisas debemos comenzar a hilvanar uno a uno los capítulos de su posible biografía. Los primeros cubren sus años en algún fiordo del norte, trabajando en el campo bajo el sol perenne del verano boreal, soñando incansablemente con una vida de aventuras durante los largos inviernos en aquella tierra de bosques anegados y lacónicos. Probablemente entre los años de 1785 y 1790 encontrará a Don Francisco de Miranda y su ilustre destino. Sobre todo hay que relatar el transito azaroso y pleno de aventuras que conduce a Fröberg hasta sus días finales. Debemos encontrar un pasaje apropiado en Heródoto o quizás en Séneca que nos sirva de epígrafe a las peripecias de esta vida peculiar. Presentar su anónima aventura como la equilibrada contraparte de la extraordinaria epopeya mirandina.

 

III.

 

En una carta de 1796 Fröberg escribe a su señor Francisco de Miranda, a quien llama Monsieur de Meran, las siguientes palabras:

 

Con la más espontánea candidez debo confiarle mi muy respetado y apreciado señor M. de M. que los sufrimientos y privaciones que nos trae el infortunio no nos hacen superiores al resto de los hombres. Viéndome en este estado he llegado a pensar que la desolación más que afinar el carácter lo embota a tal punto que confundimos el pesado fardo de soledad que arrastramos con la gravedad del carácter.

 

Andrés Fröberg pasaba entonces por un mal momento debido a su creciente deuda con acreedores londinenses. Un percance que se traduciría para él en descrédito y agobio. No sucedía así con su señor americano a quien las circunstancias parecían siempre favorecer. Para el Generalísimo el destino no era más que esa línea endeble que separaba la gloria del fracaso y el error. Durante meses Fröberg no había recibido noticias de su señor y ya comenzaba a sentirse fatigado y solo en la City. Apenas si leía los periódicos y no se atrevía a caminar por Piccadilly como era su costumbre por temor a ser reconocido y vilipendiado en plena calle. Pasaba largas horas encerrado en su pequeña habitación escuchando sordamente la algarabía de la plebe que ascendía desde las calles abarrotadas. Años antes se había hecho, a espaldas de su señor, adicto al rape, vicio que lo mantenía en un estado de permanente vigilia. Había aprendido a beber el buen escocés que alivia la flema británica, aunque bajo las adversas circunstancias en que se encontraba solamente amilanaba su ansiedad saborear con avidez de adicto unos sorbos del pésimo whisky que arribaba clandestinamente de las colonias. Flotar sobre sus punzantes vapores lo reconciliaba por momentos con la usura británica y su miserable destino. No existen indicios de que Miranda hubiera tenido jamás noticia de estos gustos secretos de su inestimable ayuda de cámara.

 

IV.

 

Fröberg jamás pudo entender la admiración de Mister Miranda por los ingleses, considerando que el americano era muy parco en sus elogios. Tampoco entendió nunca su excesiva desconfianza de los franceses, a quienes trataba con tanto recelo como a los de la península:

 

¿Es que no has visto mi fiel Andrés las caras de estos europeos que pueblan por igual los salones cortesanos y los caminos vecinales? Al verlas se produce en mi corazón una extraña mezcla de sentimientos. Todos están agotados, reducidos a caricaturas por el peso de su historia y de sus cortes corruptas. La civilización europea solo existe en los papeles; quizás la excepción sea la Inglaterra que intenta corregirla con protocolos burocráticos.

 

Este fragmento pertenece a una carta inconclusa encontrada en los archivos de Miranda, estaba dirigida a Andy Fröberg y fechada en 1801. Obviamente jamás se despachó.

 

 

V.

 

La crónica de Núñez sobre Fröberg seduce al lector en sus comienzos. Libro escrito con frases cortas, cinceladas, precisas; el escenario para una gran historia se va levantando impecable frente a nosotros. Desde el primer momento tenemos la impresión de que algo sorpresivo va a ocurrir, aunque nunca acontece. En la medida en que avanza, la crónica se va transformando en una cámara de resonancias donde solo se escuchan los ecos de la truncada epopeya mirandina. Al final se reiteran, azarosas, imágenes disparatadas de intentos frustrados y proyectos abortados. Entendemos la intención del cronista, sus textos muestran un caos de historias que el lector debe arreglar a su albedrío, pero este artificio interesante termina por impacientar al lector. Núñez intenta esconder bajo su enjundiosa historiografía el apego a un recurso retórico, similar a lo que ahora denominamos stream of consciousness. Bajo las voces sueltas de los múltiples narradores se escucha, sin mayor esfuerzo, el destemplado susurro del sesudo profesor de historia y cronista que fue Núñez. Un detalle curioso: en su crónica Núñez no certifica la frágil salud de Fröberg. Tampoco menciona la brevísima aventura del ayudante de cámara nórdico en el Nuevo Mundo.

 

VI.

 

A Fröberg la más mínima correría lo agotaba. Se cuenta que en 1788, en Berna, después de una serie de caminatas junto a su señor, enfermó gravemente. Logró recuperarse, pero el sangrado y la constante aplicación de lavativas agudizaron sus ataques de melancolía. Aunque aún era joven, comenzaba a cansarse demasiado pronto. Dormitaba casi todo el tiempo y sus servicios resultaban cada vez más ineficientes. El médico que lo examinó en Zurich aseguró que su cuerpo estaba bien, que su problema era más bien de ánimo. Aunque pagaba a punto sus consultas médicas y le compraba toda clase de remedios, Fröberg sabía que el señor de Meran requería cada vez menos de sus servicios. La cabeza del americano estaba en otra cosa, sus sueños y descalabros no le permitían ver la miserable condición en la que se encontraba su ayudante. Sin embargo, el corazón boreal de Fröberg nunca le hubiera permitido pensar que su señor se podría cansar de él o, peor aún, que su enfermedad podría ser resultado de tantos apuros y privaciones que había tenido que pasar junto a Miranda. A pesar de su enfrentamiento con acreedores en Berna y Lieja, de su abandono londinense, de sus insoportable amistades francesas, el señor de Meran era un hombre integro, confiable. ¿Y si tuvieran razón aquellos que decían que leía demasiado y que perdía demasiado tiempo en ensoñaciones?

 

VII.

 

Núñez habría escrito una interesante biografía si hubiese dejado a un lado sus escrúpulos de historiador. Para recrear la aventura de Fröberg se requería de los recursos de la ficción, única posibilidad de organizar los fragmentos dispersos de una vida pasada a la sombra de un héroe. La historia premia los escrúpulos, no así la literatura. La biografía, por otra parte, es una tradición ausente de nuestra literatura. Se requiere una moral protestante y obsesionada por la idea de la “verdad”, para escribir con tan minucioso detalle sobre los hechos más insignificantes. La influencia anglosajona es evidente en la obsesión de Núñez por descubrir una verdad última y redentora. Pero estas premisas pueden reducir la biografía a un género superficial, inútil. De cualquier forma, no favorece a la figura de Fröberg esta recreación a la manera de un espejo que refleja la vida del Generalísimo. Hubiera preferido a un Fröberg que por contraste o complemento iluminara esas zonas oscuras de la aventura de Miranda, que Núñez intencionalmente evita mencionar, mostrando un poco convincente pudor. Estos dos hombres convivieron bajo las más diversas circunstancias durante muchos años, años cruciales y definitivos para ambos.

 

VIII.

 

¿Cuándo fue la última vez que el señor y su ayuda de cámara se encontraron? ¿Dónde? ¿En qué circunstancias? Existen varias versiones y coinciden en Londres durante la segunda residencia de Miranda, tras el fracasado intento de liberar a la entonces Capitanía General de Venezuela. Miranda, en medio de su entusiasmo libertario, había terminado por olvidarse de su buen Andrés. Acababa así con una responsabilidad moral que no podía darse el lujo de continuar costeando exclusivamente de su bolsillo. La pensión prometida por Francia aún no llegaba, aunque no parecía importarle. Nada ni nadie lo detendría en su azarosa carrera hacia la gloria. Con los años los acontecimientos solo precipitarían las cosas y Miranda terminaría en Cádiz, completamente solo y alejado del mundo. Sobre este último encuentro en Londres existen muchas versiones.

 

 

IX.

 

De nada le valió expresar a viva voz el nombre de su señor ante los acreedores, ¡así estaban las cosas! A quién podía importarle en Londres su trato con Pitt ¡ese maldito agente del rey que solo sabía cargar de impuestos a los hombres de bien! El usurero de Turnbull se rió de buena gana cuando le contó los pormenores del affair que el señor D’Merand había sostenido con La Gran Puta Alemana que gobernaba la Rusia imperial a su antojo. “¡Ya quería la mastodonta teutona tener su ejemplar americano!”, fue todo lo que Turnbull alcanzó a responderle. Tampoco le interesó a nadie que hubiera visto en persona al Príncipe Eduardo, danzando borracho en una fiesta campestre cerca de Ginebra. Ni que hubiera tropezado en sus andanzas con marqueses castellanos y polacos, condesas húngaras e italianas que se contaban por cientos en aquellos años o con nobles rusos de toda calaña. Nadie creería que aquel bullicioso tropel de sedas y miriñaques decidía el destino de Europa, apenas con una leve sonrisa o un simple mutis. ¡Tanto era su poder, tan poca su nobleza! ¿Pero, acaso la aristocracia había desaparecido en tan pocos años? ¿Acaso se habían olvidado ya del Americano ilustrado y curioso que las cortes españolas desacreditaban porque llevaba consigo muchos libros? Nadie recordaba al señor Maryland o al señor de Meroff, o al señor de Meyrat, o al señor de Martín a quien se admiraba sin recelo en Rusia y se esperaba ansiosamente en América. “¡Mientras sea alguien seré José Amindra!”, le confesó exaltado su señor aquella vez que había velado por él tres días seguidos con sus noches, hasta que el señor de Merand salió de la prisión en que había sido injustamente recluido. ¡Los franceses habían acabado tan pronto con todo! La tradición había desaparecido o quizás él también debía trasladarse a la América española, como lo proclamaba con achacosa insistencia su señor. De nada le valió, ante los sordos británicos, todo aquel pasado glorioso que repetía en sus historias. Fue enviado a prisión y liberado paupérrimo, sin un techo donde refugiarse. Se las arregló como pudo, viviendo de limosnas, haciendo pequeños mandados o urdiendo triquiñuelas para llevarse un mendrugo de pan a la boca. Aprendió el cockney y llegó a entenderse sin problemas con traficantes y putas. Se empleó como estibador en South Hampton hasta que logró ponerse a flote, pero cuando pensaba que el agua volvía a su cauce, un maldito soplón pagado por Turnbull lo denunció. Amaneció tirado en uno de los malecones, inconsciente y sin un chelín. Volvía una vez más a su punto de partida.

 

 

X.

 

Un buen día el destino se puso a su favor. Se enteró de que un barco cargado de filibusteros y mercancías se dirigía a Jamaica. Maltrecho como estaba, se alistó de cocinero y fue aceptado. Casi había olvidado ese don que le había prodigado la señora Devanburg durante aquellos meses que esperó en Burdeaux por las nuevas de su señor que parecían no llegar nunca. La señora Devanburg cocinaba mejor de lo que calentaba el lecho, viuda ejemplar y paciente y dispuesta a transmitirle todos los secretos de sus potajes. Pero todo eso formaba ya parte del pasado, un pasado lejano, irremediablemente perdido. Fröberg llegó a Kingston sin mayores inconvenientes. Allí tuvo que trabajar algunos meses más en la mansión del capitán para completar el importe de su pasaje. Los días pasaban plácidos y lentos pero él no olvidaba la razón de su viaje, tan solo esperaba el momento propicio. Se embarcó de nuevo en un viejo bote, que transportaba especias y whisky hasta Port Spain, para darse cuenta que había llegado tarde una vez más. El señor de Meran había pasado por allí apenas unos días antes en ruta hacia la costa venezolana, pero no tardaría en pasar de nuevo por Trinidad, tan seguros estaban todos del fracaso de su empresa. Con la paciencia aprendida de servir durante tantos años a un caballero tan inestable, Fröberg decidió esperar. Por un tiempo trabajó de peón en los ingenios azucareros, aprendió entre negros sagaces el rudimentario oficio del alambique. Se empleó luego de ayudante de tendero, llegó a ser conocido por escribir documentos comerciales en un correcto inglés británico. Meses después, cuando se dio el momento en que pudo reunir algún dinero, ya sus nebulosos ideales europeos habían comenzado a disiparse. Durante aquel año Miranda navegó inútilmente entre Kingston, Barbados y Puerto Príncipe, esperando una ayuda que nunca llegó.

 

XI.

 

Al final de su crónica, Núñez menciona una carta llena de reproches dirigida al señor de Meran, que en aquel momento se encontraba en Londres. Fröberg, ya completamente arruinado, había desaparecido de la vida de Miranda sin dejar rastro. A través de esta carta, el señor de Meran vuelve a saber de su antiguo sirviente. En este pasaje, singular dentro de esta crónica, Núñez se desprende de la historia para crear unas líneas perfectas:

 

Al leer la desesperada carta que le dirigía su ayudante de cámara [Miranda] pudo ver que ambos no eran sino las caras distintas de una misma moneda. Piezas complementarias de un vertiginoso rompecabezas: él en su aventura, su fiel sirviente en su desgracia. Ambos formaban parte de un fresco inacabado cuya contemplación no era privilegio de sus contemporáneos. Pero esta visión del Generalísimo, pasó certera frente a sus ojos apenas por un instante, como las pinturas de Mentz que recordaría obsesivamente en sus interminables días de encierro en la Carrara. Otros asuntos más urgentes le llamaban y el vaivén de los acontecimientos lo arrastraba incesantemente. Las circunstancias no le permitieron responder a esta misiva de su querido ayudante de cámara Andrés Fröberg.

 

 

XII.

 

Otra versión, no menos fidedigna, afirma que Andrés Fröberg amasó una importante fortuna como comerciante y exportador de añil. Convertido en un contrabandista ejemplar, traficó suficiente whisky para emborrachar a todo el Caribe. Se hizo de una buena mansión, casó bien y olvidó sin remordimiento alguno a su primera mujer “la más dulce de todas las mujeres”, como la había descrito alguna vez en una de sus cartas a Miranda. Fervoroso creyente de los principios liberales de la monarquía inglesa, celebró abiertamente la desgraciada pérdida española de las colonias en el Nuevo Mundo. En lo que respecta a las Guerras de Independencia y al surgimiento de las nuevas repúblicas americanas decía: “esta supuesta hazaña no es más que un paso, ya alcanzarán completamente su tan ansiada libertad cuando dejen de soñar tanto”. Frase que solía repetir mientras bebía grandes sorbos de añejo escocés, emulando el estilo sentencioso de su otrora ilustre señor. Lo único que el acomodado y rechoncho Andrés Fröberg lamentaba era que la tan ansiada fortuna hubiese llegado a su vida con tanto retraso.

 

 

 

Mario Valero. Autor y crítico venezolano. Escribe narrativa de ficción y ensayo, con particular interés por los géneros híbridos, las artes visuales y el cine. El presente texto forma parte de su Manual de Historias de Venezuela, una colección de textos inédita. Es Profesor Asistente de español y cultura latinoamericana en el Departamento de Lenguas y Culturas Modernas del Fashion Institute of Technology en Nueva York.