Sobrio y Sencillo

Alberto Ferreras

 

 

El muerto al hoyo

y el vivo al pollo…

La Lupe

 

 

 

El Cementerio del Este era un cementerio sobrio y sencillo: parecía un gran jardín donde las lápidas apenas se levantaban un par de centímetros sobre la hierba bien cortada. Allí los muertos adinerados podían disfrutar de todas las comodidades que los humanos creemos que necesitan: árboles frondosos, ardillitas juguetonas y una plácida vista sobre el valle.

Los códigos estéticos del Cementerio del Este eran estrictos, tanto así que todas las lápidas eran casi iguales: sencillas placas de bronce que reposaban sobre la tierra, como almohadas que sofocaban dulcemente a los difuntos. Las únicas licencias creativas que se le permitía a los dolientes se limitaban al texto de la lápida, y aun así había una tendencia a la parca elegancia, al miedo al ridículo. La mayor parte de las tumbas apenas confesaban un nombre, un par de fechas, y una frase manida como “que en paz descanse” o “nunca te olvidaremos”. Llevar a tus muertos al Cementerio del Este era como llevarlos al Country Club, o a un costoso colegio privado, donde la espontaneidad se sacrifica por el buen gusto. Allí todos los difuntitos, vestidos igual y hablando en voz baja, podían pasar la eternidad sintiéndose superiores a los muertos que estaban en el peligroso Cementerio General del Sur.

El Cementerio General del Sur estaba en una zona francamente mala —claro, no había sido siempre mala, pero ahora era mala. Caracas era un carrusel donde, con el tiempo, los barrios iban cayendo de un estrato social a otro, y ya por varias décadas el antiguo Sur se había deteriorado hasta ser virtualmente irreconocible. Un siglo atrás ese cementerio había sido creado con aspiraciones parisinas; sus panteones de mármol y sus esculturas yacientes eran reconocidos como obras de arte. Al anochecer, si entrecerrabas los ojos y apagabas la luz, se parecía un poco al cementerio de Montmartre, pero al inclemente sol del medio día era dolorosamente obvio que las tumbas monumentales habían sido invadidas por tumbitas de pacotilla. Algún ambicioso administrador había decidido usufructuar el terreno vendiendo más parcelas de las existentes, arrumando unas tumbas contra otras como si se tratara de pasajeros apiñados en un vagón del metro, y claro, los muertos no se quejan tan a menudo como los vivos.

Pero por más apretados que trataron de enterrar a los occisos, el espacio se fue terminando, y como la gente insistía en seguirse muriendo, hubo que empezar a enterrar a los muertos en las colinas aledañas. La pared que protegía el terreno desapareció para favorecer la expansión, y las lomas se fueron cubriendo de cruces de yeso y flores de plástico. Al igual que los cerros de Caracas alojaban la miseria de los vivos, las empinadas colinas del cementerio alojaban la miseria de los muertos: mientras más arriba te enterraban, más humilde tu condición. Como si ni siquiera la muerte pudiera ayudarte a escapar de la pobreza.

El desprotegido cementerio se convirtió en un lugar para indigentes, amantes furtivos y delincuentes. Solo los parientes más dolidos, los aventureros y los estudiantes de fotografía se atrevían a visitar ese excéntrico destino.

Yo había visto el Cementerio General del Sur en fotos pero, en vista de que no se me había perdido nada allí, nunca me había acercado a visitarlo. Fue entonces cuando conocí a Eduardo y Marina.

Eduardo y Marina eran argentinos, en el sentido más estricto de la palabra. Eduardo era guapo, ocurrente, cultivado y había llegado a Venezuela pocos meses atrás para vigilar una herencia que la familia de su esposa Marina les había dejado. Como buen argentino, Eduardo era psicoterapeuta, pero después se le olvidaba que te lo había dicho y te decía que era psiquiatra, o fotógrafo profesional, o caricaturista, o escritor, o director de teatro. Eduardo se reinventaba un par de veces a la semana, dependiendo de su interlocutor. Decía que sus credenciales las había olvidado en Argentina donde, claro, con la gran reputación que tenía, nunca se le había ocurrido que le quedara nada por demostrar. Marina lo escuchaba y ponía los ojos en blanco, pero no se molestaba en desmentir o apoyar sus delirios profesionales. Todos nos preguntábamos si Eduardo había embaucado a Marina como trataba de embaucarnos a nosotros.

No eran ricos, pero las rentas que recibía Marina les permitían vivir sin trabajar, y así Eduardo podía pasarse los días fantaseando con grandes proyectos que lo catapultarían a la fama. Juntos salíamos al festival de cine francés, o a los conciertos de música clásica en el Aula Magna, y a menudo nos invitaba a su casa para comer un asado que siempre terminaba siendo sustituido por una pizza.

 

 

Yo me fui alejando de ellos por dos razones: primero, por un gato hermoso de angora que me producía unos terribles ataques de estornudos, y segundo, porque me fui cansando de los delirios de Eduardo; de su obra de teatro, su serie animada, su libro de fotografía, su congreso de psiquiatría… todos proyectos a punto de materializarse, que solo necesitaban un poquito de dinero, que me pedía a mí para hacerme un favor, porque cualquiera se mataría por meterse en ese negocio que él pensaba emprender. Siempre terminaba su presentación con un par de bocanadas de su inseparable inhalador contra el asma.

—¿Será que le tienes alergia al gato? —le pregunté por enésima vez.

—Eduardo se irá antes que el gato —contestaba Marina desde la cocina, para dejar claro que la presencia del gato no era negociable. Eduardo se encogía de hombros y se daba otro bombazo de Albuterol, antes de lanzar un resignado suspiro.

—¡Me tendré que ir yo! —añadía con una sonrisa.

Efectivamente, Eduardo se fue antes que el gato: seis meses después me llamaron para anunciarme que había muerto. Le había dado un fuerte ataque de asma y para no molestar a Marina había decidido irse al hospital en taxi. Por el camino lo fulminó un infarto al corazón y el taxista abandonó su cadáver en la puerta de una clínica.

Su muerte me afectó considerablemente. Por un lado era su juventud, por el otro las trágicas circunstancias de su deceso: solo en un taxi, abandonado en la calle, en un país prácticamente desconocido para él… Es cierto que Eduardo era un embaucador, pero era un dulce embaucador que no se merecía un destino tan amargo.

El velorio tuvo lugar en una funeraria sobria y sencilla. O mejor dicho: humilde pero decente. Pasé recogiendo a Laura, quien conocía a Eduardo menos que yo, pero había decidido unirse al duelo.

—No esperes a muchos dolientes —me advirtió Laura—. Llevan apenas un año en Cagacas.

Laura era una mujer fuerte y valiente, y aunque no podía pronunciar la “r” jamás conocí a nadie que se atreviera a burlarse de ella.

—¿Vas a ig al entiego? —me preguntó.

—No. No conocía tanto a Eduardo y el entierro me parece una cosa muy íntima —le dije.

La verdad es que yo nunca había estado en un entierro, solo los había visto en el cine, y me preocupaba que la inminencia de la muerte pudiera producirme un desmayo o una profunda depresión. Peor aún, me daba miedo que mi reacción, fuera cual fuera, se interpretara como un intento de ganar protagonismo en una tragedia que no era realmente mía.

Al llegar a la funeraria resultó evidente que éramos pocos: su viuda Marina, su vecina Ilse, Andrés el hijo de Ilse, Carlos otro argentino del grupo, Laura, y yo.

Entre rosario y rosario, Ilse se asomaba al patio a contarnos los pormenores.

—¡Que triste! ¡Un muchacho tan joven! ¡Tan lleno de vida! ¡Pero que entereza la de Marina! Sabes que al llegar a la morgue se le acercaron los buitres de las funerarias para venderle esos extravagantes servicios fúnebres pero ella fue inflexible: “quiero algo sobrio y sencillo”, les dijo una y otra vez. Sobrio y sencillo.

—¡Que entereza! —repetí yo sin estar muy seguro de lo que la palabra entereza quería decir.

En eso se acercó Carlos, el otro argentino.

—Venís al cementerio, ¿verdad?

—Pues la verdad no pensaba ir porque…

Carlos me interrumpió mirándome con sus ojos verdes de vikingo que por alguna equivocación histórica había terminado en las pampas argentinas, me puso su gigantesca mano en el hombro y me dijo: “Marina te necesita che”.

¿Marina me necesita?, pensé yo. Pero ¿cómo? si apenas los conozco. Le tenía simpatía a su marido, claro, pero siempre había pensado que era un estafador.

“Marina te necesita”, repitió el.

Yo me sentí honrado y a la vez un poco culpable, como alguien que se había ganado el premio sin haber jugado a la lotería, y volví a sentarme con los dolientes, mientras Ilse repetía: “¡Qué entereza la de Marina! ¡Si la hubieras visto! Ellos tratando de venderle lápidas y velas y coronas, y ella ‘no, lo más sobrio, lo más sencillo’”.

Finalmente el cortejo salió de la funeraria y Laura y yo manejamos en silencio hacia la autopista, mientras yo iba imaginando los eventos que me esperaban. Me vi junto a Marina, ella colgada de mi brazo, yo ofreciendo mi sólido apoyo mientras avanzábamos por la verde grama del cementerio, seguidos por un séquito de enterradores vestidos de traje negro. ¿Pero cómo reaccionaría yo ante la solemnidad de un entierro?

—¿Y si me da por reírme con los nervios? —le pregunté a Laura.

—¡Ay Albegto, pog favog! No pienses en eso. Cualquieg cosa, ponte a pensag en una canción tgiste, como la “Pavana paga una infanta difunta”.

Buena idea. No había manera de escuchar esa melodía sin ponerse emotivo.

Finalmente llegamos a la entrada de la autopista y me sorprendió ver que el cortejo doblaba hacia el Sur y no hacia el Este.

—¿Oye, se habrán equivocado? Por aquí no se va al Cementerio del Este… A menos que…

Laura y yo nos miramos ligeramente angustiados.

—Maguina no igá a entegag al pobge Eduagdo en el Cementegio del Sug, ¿vegdad? —Bueno, según Ilse, ella pidió lo más sobrio y lo más sencillo…

—¡Albegto pog favog! —me dijo Laura molesta por siquiera insinuarlo.

¿Cómo se le iba ocurrir a Marina enterrar al pobre Eduardo allí? Seguramente Marina, en su ignorante argentinidad, no se había dado cuenta de que el Cementerio General del Sur, no era lo que ella se imaginaba.

—¡Pobgecita! La caga que va a poneg Magina cuando lleguemos.

—Yo creo que se va a desmayar. Y cuando se despierte va exigir que lo llevemos a otro cementerio.

—Segugamente.

Entramos lenta y ceremoniosamente al camposanto y dimos un par de vueltas para encontrar la parcela. Confieso que aunque iba con cierta aprehensión, me alegró tener una excusa para ir a visitar un lugar indudablemente histórico, aunque estuviera en franca decadencia. Los panteones de antiguo mármol se habían mezclado con cientos de crucecitas de yeso y sarcófagos de ladrillos, formando un lúgubre arroz con mango donde ricos y pobres trataban de descansar estrechamente agolpados.

“Coño, aquí no cabe ni un muerto más”, tuve que decir, y Laura asintió con la cabeza. El cortejo se detuvo al pie de una colina. Laura y yo nos bajamos del auto para encontrarnos con Marina quien, cubierta por sus lentes oscuros, no parecía estar particularmente afectada por el aspecto del cementerio.

—Todavía debe estag en shock —me susurró Laura.

Al estar todos reunidos junto a la carroza fúnebre se volvió evidente que solamente había cuatro hombres en la procesión. Carlos me hizo un leve gesto con la cabeza, que bastó para dejarme entender que contaban conmigo para cargar el féretro hasta su descanso eterno.

Claro, en situaciones como esta, uno no pregunta qué tan lejos está la parcela del descanso eterno. Uno simplemente baja la cabeza, empuña el asa del ataúd, y silenciosamente le da gracias a Dios, porque si estuviera hecho de madera y no de lata, sería bastante más pesado de lo que ya era.

El empleado del cementerio, a quien obviamente no le habían pagado para que nos ayudara con el muerto, nos condujo por un estrecho sendero flanqueado de cruces de yeso. El sendero se terminó y frente a nosotros lo único que había era una empinada loma cubierta de tumbas. Cuando digo cubierta, es porque ni siquiera habían dejado espacio para caminar entre ellas. Sin ningún tipo de ceremonia, el empleado usó las lápidas como si fueran escalones y las cruces como si fueran un pasamanos; y así pisando de muerto en muerto fuimos tras él, con el pobre Eduardo dando tumbos en su cajón. Marina nos seguía con una rosa roja en la mano.

No sé cuánto tiempo tardamos en subir. El tiempo transcurre lentamente cuando cargas un ataúd por una montaña de tumbas. Al llegar a lo más alto, finalmente encontramos la fosa de Eduardo. Tenía menos de un metro de profundidad, lo mínimo para que cubriera el cajón. Empapado de sudor, di un paso atrás para reunirme con Laura quien había encendido un cigarro.

—Miga lo que tenemos aquí al lado.

A nuestro alrededor había tumbas profanadas, ataúdes rotos y huesos humanos regados por el suelo.

—¡Por Dios! ¿Pero qué pasó aquí? ¿Por qué saquean estas tumbas? ¡Si la gente que entierran aquí no tiene joyas, no tiene nada!

—No están gobando las joyas —acotó Laura— están gobando los huesos paga haceg vudú con ellos.

Los dos nos quedamos allí, mudos por un momento junto a la tumba de nuestro amigo.

El enterrador estaba a punto de dar la primera palada de tierra cuando Marina lo detuvo, y con un gesto ridículamente teatral dejó caer la rosa que llevaba en la mano. La flor rebotó en el ataúd y cayó fuera de la fosa. Laura y yo nos avergonzamos en nombre del muerto.

De regreso no cargamos el ataúd, pero sentíamos el peso de haber dejado a un amigo abandonado en un peligroso vecindario. Marina era la única que caminaba ligera como una mariposa.

De pronto me cruzó por la mente una idea terrible: ¿Sería posible que Marina se alegrara de la muerte de Eduardo? O peor aún: ¿Y si su insistencia de tener el gato en casa hubiera sido una manera de asesinar lenta e indirectamente a nuestro dulce embaucador?

—Mira lo tranquila que va —dije yo viendo a Marina avanzando entre las tumbas.

—Sí —dijo Laura—. Como si se hubiega quitado un muegto de encima.

 

 

 

Alberto Ferreras es un autor y cineasta venezolano radicado en Nueva York. Autor de la novela B as in Beauty (2009)­, y de la serie documental Habla de HBO, la serie animada El Perro y el Gato de HBO, la obra teatral My Audition for Almodovar y la webserie Madres y Comadres. Recientemente dirigió el documental Cada paso del camino y la serie de cortos The Lessons.