Instantáneas

Gerardo Piña Rosales

 

 

 

La vida como vuelo. Solo hay que enfocar el objetivo —un 38-400 milímetros— que me permite acercarme a esos tejados de adobe, a esas veletas de herrumbroso hierro, a ese ángel de metal que, de puntillas, sobre la veleta de un coso de nubes, cita al águila, echando al viento su peplo, mientras esconde la espada que San Jorge le ha prestado para el momento de la verdad.

 

 

 

¿Para qué sirven los poetas? Le pregunté una vez a un condiscípulo más dado al vaso que al verso. Me contestó: ¡Para hacernos la puñeta! Era, por lo menos, una respuesta. La mayoría de la gente no la tiene. Y si la tiene, será siempre vaga, imprecisa, escurridiza, y hasta despectiva. Llegué a la punta norte de la Isla, y después me alejé por el malecón de piedras, por donde asomaban sus pinzas los cangrejos. El mar se encrespaba por momentos. El viento paralizaba en los aires las embestidas de gaviotas y alcaravanes.
 
A lo lejos, el ulular de una sirena. Y de pronto, el ojo del faro iluminó las aguas, y la oscuridad dejó de serlo por unos instantes. Para eso sirven los poetas: ¡para iluminar nuestras noches oscuras del alma!

 

 

 

Allí estaba, a los pies de la marmórea estatua sedente, como un joven dios de la alegría y de la gracia. Ese gesto, ese brazo en alto, esa pícara sonrisa quedaron fijos en la retina de la cámara, compañera fiel de todos mis escopofílicos rastreos en busca del momento decisivo, del momento irrepetible que solo yo, en la soledad de la cámara oscura, habría de auscultar hasta la saciedad. Oh, bello zagal, ajeno a la sombra vil que te persigue, hambrienta de verdad y de belleza. De no ser por el poema, de no ser por la inocencia que encierran las palabras, las palabras del poeta, mis fauces de lobo te hubieran devorado, para llevarte siempre, dentro, muy dentro de mi corazón podrido.

 

 

 

¿Llegada o salida? Salida, salida a un país lejano, a un país donde anidan otros amores y otras traiciones. Una pequeña historia que solo la cámara puede revelar. Éxtasis ante el principio de la separación. Un homme et une femme. Un hasta pronto. Penélope y Odiseo. Y el Otro. El otro, que aguarda impaciente en el tren a que suba ella, con los ojos aún llorosos y la sonrisa pérfida de la traición. Están a 20 o 30 metros: Odiseo desesperado, Penélope desesperada. Todo lo resolverá el destino cuando el tren donde viajan se salga de la vía, y en pocos segundos, se convierta en un amasijo de hierros retorcidos, en una ola de fuego más ardiente, más abrasadora que el amor.

 

 

 

Dios no cuida a sus criaturas. A Dios le importa un carajo que media humanidad sea esclava de la otra media. Preguntémosle a esa mujer, a esa vagabunda, a esa paria, homeless, clochard, bum, sin hijos, sin padres, sin hermanos, sin amigos. Pero huye de nosotros porque apestamos. Huye de nosotros porque prefiere su guarida subterránea al jodido shelter, al refugio donde fue violada y golpeada. La acosan las manos, nuestras manos, nuestras manos que solo quieren abrazarla y cuidarla, nuestras manos que solícitas se empeñan en arrastrar a la mujer lejos de su guarida, lejos del cubículo de cartón y latones que constituye su hogar, su última morada, donde morirá, sin Dios, pero con ratas, mientras los trenes cruzan raudos con un rumor de réquiems y aleluyas.

 

 

 

Porque ya se sabe, hay que defender a la patria, a esta patria tan difícilmente recuperada. Porque el mal existe, y debemos luchar para que ese virus maligno que nace en el desierto no infeste nuestras ciudades, no seque nuestros ríos, no despedace a nuestros ciudadanos en nuestras escuelas y nuestros supermercados.
 
Y aunque no nos ataquen, siempre conviene que ataquemos nosotros primero. Hay que demostrarles que somos los más poderosos, y lo somos porque somos el pueblo elegido de Dios. Y nunca, nunca más se ensañarán con nosotros. Esta vez estamos alerta.

 

 

 

El laberinto de Kafka no es un laberinto de humo, porque en Kafka todo es claro, diamantino, aunque su mundo siga siendo un laberinto. Cuando aquella mañana, después de turbadores sueños, la cucaracha-la-cucaracha, comprobó que se había convertido en un pobre ser humano. Las otras cucarachas, la toleraron durante un tiempo, pero llegó un momento en que su presencia en la comunidad cucarachil se hizo insoportable, y un día, mientras el hombre dormía, todas a una, se introdujeron en su garganta, y allí, en las gelatinosas cavidades de la laringe, depositaron sus larvas.
 
Lo que sigue es historia.

 

 

 

No, no hemos podido revelar el secreto a la Santísima Trinidad. Debemos conformarnos con este secreto, más banal, más prosaico. La rueda de la fortuna les ha dado cita. No, no se puede tener todo en la vida.
 
Una u otra. Día y noche. Luz y oscuridad. Silencio y grito. Mujer y Madre. Amor en dos eternidades.

 

 

 

En Nueva Orleans, los embalsamadores cobran 25 dólares por componer la fisonomía del muerto; 45 dólares por dotar al rostro del difunto semblanza de sosegada resignación; 60 dólares por dotar al rostro del difundo semblanza de cristiano contentamiento.
 
La Bonne Ercilie no pide dinero por resucitar a un muerto, pero sí un pacto de amor indisoluble.

 

 

 

Primero convierten el mundo en un polvorín; luego, en medio de fanfarrias y apretones de manos, de abrazos y beatíficas sonrisas, firman tratados y convenios de paz y de amistad. Y encima, tenemos que estarles agradecidos, a ellos, a los políticos, a los estadistas, a los representantes de la guerra y de la paz.

 

 

 

Gerardo Piña-Rosales. Autor español, fotógrafo, editor y profesor de CUNY. Entre sus libros destacan: Narrativa breve de Manuel Andújar (1988), La obra narrativa de S. Serrano Poncela, crónica del desarraigo (1999), Locura y éxtasis en las letras y artes hispánicas (2005, coedición) y Escritores españoles en los Estados Unidos (2007, editor). Ha publicado también las novelas Los amores y desamores de Camila Candelaria (2014) y El secreto de Artemisia y otras historias (2016). Dirige la Academia Norteamericana de la Lengua Española y Correspondiente de la Real Academia Española.