Memorias de una prisionera política*
Ana Margarita Gasteazoro.
Foto: Judy Blankenship
Díganle a mi madre que estoy en el paraíso, es tanto el relato de una activista política en la sangrienta guerra civil de El Salvador, a fines de los 70 y principios de los 80, como la lucha personal de una mujer llena de vida e independiente, dispuesta a encontrar su propio camino dentro de una sociedad conservadora.
Ana Margarita Gasteazoro (1950-1993) pertenece a una familia salvadoreña de la clase alta, muy bien relacionada. A pesar de que sus actividades políticas traen gran dificultad con la familia, Ana Margarita logra mantener una constante relación familiar.
Su vida la lleva a estudiar y a vivir en Estados Unidos, en diferentes partes de Europa y en Jamaica. Al regresar a San Salvador, en 1976, comienza a trabajar por el cambio político. Llega a ser una de las mujeres de mayor rango en la oposición legal con el Partido Social Demócrata: el MNR, a nivel nacional e internacional, y luego se integra de forma clandestina a un grupo guerrillero.
La Guardia Nacional la arresta en 1981. Ana Margarita (AMG) pasa dos años en la Cárcel de Mujeres de Ilopango, donde organiza a las prisioneras políticas; sale de la prisión en 1983, bajo una amnistía general a los presos políticos, y se exilia en Costa Rica. A los 43 años muere de cáncer, en 1993, en San Salvador.
Eva Gasteazoro
Los capítulos anteriores relatan cómo Ana Margarita Gasteazoro se une a la organización guerrillera FPL (la “Orga”); comienza a entrenar con su mentor, Sebastián, en seguridad y armas; y a trabajar en comunicación y logística. Eventualmente, ella y Sebastián se vuelven una pareja y pasan a vivir juntos.
En los siguientes fragmentos, de los capítulos 12 y 13, Ana Margarita relata los primeros días después de ser arrestada por la Guardia Nacional. Su familia no sabe dónde está. Se le da por desaparecida.
12
Nadie sabe, a nadie le importás
A medida que me fui involucrando en el trabajo clandestino, me fui dando cuenta de los peligros que corríamos, y que nuestras vidas estaban en riesgo. Mucha gente desaparecía en ese tiempo. Muchos cuerpos aparecían tirados en las calles, algunos mutilados y mostrando las huellas de tortura. Nunca se sabía lo que iba a suceder ese día. O si ibas a morir.
Como resultado, tomé la decisión de asegurarme de que mi relación con Sebastián estuviera en buena forma cada mañana cuando me iba de la casa. Sin importarme qué, tenía que salir con buen ánimo, decirle adiós a Sebastián y dejarlo con un recuerdo dulce. Soy una persona complicada, peleo mucho y puedo ser horrible, odiosa. Pero fijé ese objetivo: antes de salir de la casa debíamos estar en paz. También no deberíamos dejar que la situación en la que estábamos involucrados destruyera nuestra vida personal. Era como llevar dos cargas pesadas al mismo tiempo, había que mantener el equilibrio.
La noche anterior a la que nos arrestaron, Sebastián y yo tuvimos una pelea. Yo había estado tratando de llegar a casa temprano. Por primera vez en meses íbamos a pasar la tarde juntos, solos y sin nada más que hacer. Pero cuando llegué a casa, Sebastián me dijo que él traería a un compañero para trabajar en la tarde, y que por razones de seguridad, él y yo no nos podíamos ver. Me desilusionó mucho, y encima, tendría que darles de comer. Me molesté. Le dije que solo había sardinas y sopa; que había habido una reunión al mediodía y se lo habían comido todo. La olla de frijoles que yo solía hacer cada dos días se había terminado. Y entonces fue él que se molestó. El típico salvadoreño, si no hay arroz y frijoles, no hay comida. Sardinas no era suficiente. Sopa no era suficiente.
Tuvimos un gran pleito. Pero a la mañana siguiente cuando desperté, me volví hacia él y le dije, “siento mucho lo de anoche”. Todavía era oscuro, antes del amanecer. Él tenía que irse temprano y los dos teníamos el día muy ocupado. No había tiempo para conversar sobre lo que había pasado. Nos acariciamos un poco. Él se fue al baño, y alguien tocó la puerta. Cada vez que pienso en eso, me siento contenta. Por lo menos no hubo resentimiento entre los dos.
Como en la mayoría de las casas en El Salvador, la puerta de entrada era una puerta de seguridad hecha de hierro pesado, con paneles de plástico para que entrara la luz. Hace mucho ruido cuando se toca normalmente, pero esa mañana la golpeaba un puño fuerte. Al momento de escuchar los golpes supe lo que iba a pasar. Sebastián salió del baño y no tuvimos que decir nada. Habíamos vivido con esa posibilidad durante mucho tiempo para que de repente nos sorprendiera.
Ambos manteníamos nuestros documentos en un sobre pequeño cerca de la mesa de noche, listo en caso de que ocurriera algo así. En un segundo decidimos que él corriera a recoger los papeles, y yo abriría la puerta. Él ya se había puesto los pantalones. Agarró los papeles y corrió hacia atrás de la casa donde tendíamos la ropa.
Le di unos segundos y caminé hacia la puerta. El compañero que Sebastián había traído a la casa la noche anterior, ya estaba listo, medio vestido en el pasillo. Había dormido en el comedor, y no nos habíamos visto. Pero no era el momento para decir nada.
Esperé otros segundos, le quité la llave a la puerta y abrí. Inmediatamente entró una escuadra de hombres: ¿treinta?, ¿cuarenta? Un regimiento completo entró por la puerta. Los hombres comenzaron a registrar toda la casa. Mientras entraban les dije fuertemente que quién les había dado la orden para registrar mi casa. Me dijeron que no necesitaban ninguna orden y continuaron abriendo todo y rompiendo todo lo que no podían abrir.
Iban vestidos en uniformes verdes y botas militares. Llevaban rifles M-16. Los uniformes no tenían identificación ni hombreras, ni insignias que pudieran indicar a qué fuerza pertenecían. No recuerdo las caras. Cuando entraron, parecían los típicos gorilas de la Guardia Nacional. Me corría la adrenalina, me mataba el terror, imposible recordar las caras.
El otro compañero no se movió, no me dijo nada, trató de parecer lo más normal posible bajo las circunstancias. Yo fui hacia el teléfono en la sala, pensando que lo primero que tenía que hacer era llamar a alguien para que supiera lo que estaba ocurriendo. Mi hermano Javier sería lo mejor. Levanté el teléfono antes de que uno de los hombres lo arrancara de la pared y me gritara que yo no podía llamar a nadie.
En la parte de atrás de la casa se oía una conmoción. Después me di cuenta de que no solo habían rodeado mi casa, sino toda la cuadra. Capturaron a Sebastián tan pronto como él se subió al techo. Ahora lo estaban golpeando a culatazos.
Cuando lo trajeron de regreso a la casa, lo empujaron hacia el dormitorio y nos ordenaron vestirnos. Yo llevaba puesto un pijama de mangas largas. Ellos observaron a Sebastián quitarse sus pantalones y a mí el pijama, y también cuando nos estábamos vistiendo. Entonces nos separaron, se llevaron a Sebastián al comedor y a mí me llevaron al cuarto de enfrente. Por momentos podía ver desde ahí, el pasillo hacia el comedor y tener una idea de lo que estaba pasando. Amarraron al compañero y lo pusieron en una esquina en el garaje. A mí no me ataron inmediatamente. Comenzaron a interrogarme.
La falta de insignias en sus uniformes daba miedo. Era importante saber qué fuerza de seguridad había venido, porque unos son peores que otros. Continué preguntándoles quiénes eran y ellos no me decían, así que me negué a contestar cualquier pregunta que me hacían. Era un reto. Mientras tanto, los hombres que hacían el registro estaban destruyendo toda la casa. Abrían los muebles y destrozaban los colchones con cuchillos. Rompieron el cielo raso de la casa. Tiraban los libros al piso. Cuando terminaron con el primer piso se fueron arriba y tiraron todo al suelo, aunque los cuartos estaban vacíos.
Yo, todo el tiempo atenta, tratando de ver lo que le hacían a Sebastián. Había entre 6 y 10 hombres en el comedor con él. Primero le pusieron una venda en los ojos y lo pusieron boca abajo en el sofá. Entonces le amarraron las manos por detrás con el nudo favorito de la fuerza de seguridad. Es muy simple: un pedazo de cuerda que amarra los pulgares juntos, pero extremadamente doloroso para la circulación, y mantiene la sangre en las manos. Una vez amarrado, uno de los soldados tomó dos alambres largos y los colocó en el tomacorriente de la pared, tomó los otros extremos, y comenzó a darle choques eléctricos a Sebastián en los pies. Yo no podía ver mucho, pero podía escuchar a Sebastián gimiendo. Fue horrible, y no había forma de detenerlos. O quizás sí había.
Decidí decirles que yo era miembro del MNR. Eso hizo que se ofuscaran y concentraran su atención en mí. Era la primera pieza de información que tenían desde que el operativo había comenzado. Y creyeron que habían encontrado algo sumamente importante. Pero desde que comenzaron a maltratarme me negué a decirles nada más. Solo les repetía que yo era miembro de un partido político legal, y que eso era del conocimiento general.
Como no iban a ninguna parte conmigo, enviaron por un oficial superior, un capitán. Cuando entró, inmediatamente vi que tenía la insignia de la Guardia Nacional en el cuello. Eso significaba que era realmente una mala situación. La Guardia Nacional era capaz de matarnos, como lo habían hecho antes con mucha gente. Así que le dije al capitán: “Mira, yo he sido militante del MNR en los últimos seis años. Soy la única aquí involucrada en algo político. Sebastián no sabe nada de mí ni de lo que yo hago”. Hubiera sido mucho peor si se daban cuenta de que éramos de la organización. Puse al MNR en ese momento para protegernos a los tres. Con todo el trabajo internacional que yo había hecho, calculaba que sería un gran escándalo tan pronto como el MNR se diera cuenta de que me habían arrestado. Yo era conocida como una socialdemócrata. Pensé que de esa forma arriesgaba poco, debido a la solidaridad internacional que el MNR podría traer por uno de sus miembros.
Ya era de día cuando nos sacaron de la casa, quizás las 7:00 de la mañana. Primero me vendaron los ojos con una de mis toallas de cocina, y me amarraron. Luego nos sacaron de la casa. Yo no podía ver ni escuchar lo que estaba pasando con Sebastián ni con el otro compañero. Los guardias me tiraron en la tina de la camioneta, y ahí comenzó todo. Yo tenía miedo de que nos llevaran a diferentes lugares, pero ocupaba mi mente tratando de distinguir los sonidos y las vueltas en la ruta que seguíamos. Mi casa estaba en una calle principal, y yo decía en mis adentros: estamos girando hacia la avenida, doblamos a la izquierda, vamos hacia… y así sucesivamente.
El viaje fue casi derecho, pienso que nos dieron un par de vueltas para confundirnos. Después de 30 minutos me imagino que llegamos al lugar: la Policía de Hacienda y la Guardia Nacional están uno frente al otro. Me di cuenta porque sentí cuando cruzamos sobre los túmulos en la calle, justo frente a ambas barracas. Luego nos detuvimos.
Yo no sabía nada del otro muchacho en la casa, ni su nombre. Y nosotros no teníamos una leyenda que dijera lo que él hacía en nuestra casa. De hecho, nuestra seguridad estaba tan bien hecha que yo sabía muy poco de Sebastián. Yo no sabía lo que él hacía, y en ese tiempo él no sabía lo que yo hacía. Obviamente yo tenía alguna idea de las áreas generales en las que él trabajaba, y él conocía las áreas en las que yo trabajaba, pero sin detalles. Éramos amantes, pero habíamos sido muy estrictos con la compartimentación.
Después de que me sacaron del carro me hicieron subir por unas gradas. Cuando me preguntaron:
—¿Nombre?— y les grité:
—¡Ana Margarita Gasteazoro!
Lo hice para que el otro compañero lo pudiera oír, si acaso estaba cerca. Era la única cosa que yo podía pensar en darle un poco de información. El guardia que me estaba interrogando me dijo que yo no tenía que gritar.
Después de esas primeras preguntas me sentaron en el piso, y me esposaron los brazos a una silla. Sentí que era un cuarto grande y que había más personas ahí, pero todo estaba en silencio. Solo podía escuchar murmullos y pasos de la gente que iba y venía. A causa de mi nerviosismo, tenía que hacer pipí a cada rato. Significaba llamar a un guardia, que venía a quitarme las esposas, esposarme a su propia muñeca y llevarme al baño. Yo todavía con los ojos vendados, y solo contaba con una mano para bajarme los pantalones y encontrar el asiento del inodoro. Algunos de ellos eran muy cabrones. Mientras me llevaban al baño me decían “voltéate”. Yo me volteaba y me topaba con una pared.
Uno o dos de ellos se portaron decentes conmigo. De nuevo, debido a mi nerviosismo, tenía la boca seca, y continuamente tenía sed. Pedía agua a cada rato. Uno de los guardias fue bueno. Me preguntaba, “¿señora, está Ud. bien?” En cierto momento él me quitó las esposas y me sentó en una silla de madera. Me hizo sentir muy bien al levantarme del piso y sentarme en la silla, y esa vez, solo esposó uno de mis brazos.
Fue un día tan largo como horrible. Nos habían agarrado como a las 4:00 de la mañana. Y llevaba en ese gran cuarto más de catorce horas. No había nada que hacer más que estar sentada con los ojos vendados, tratando de escuchar lo que ocurría. En algún momento, encendieron la televisión, lo cual se sumó al ir y venir de la gente. Pero también había sonidos ahogados de tortura, gemidos que venían de otro cuarto. En la distancia se escuchaban gritos. Quizás era intencional de parte de la guardia hacerlo de esa forma, para aterrorizar a quienes estábamos esperando turno.
Vendada, y debido a la confusión general, no pude darme cuenta de la hora. Cerca de las 9:00 de la noche, el guardia decente vino y me dijo: “aquí tiene algo de comer” y me dio una tortilla con frijoles, pero le dije que no tenía hambre, solo sed. Él me dijo, “tiene que comer, necesitará de todas sus fuerzas para aguantar”. Pude sentir cierta humanidad en él. Me tomé el riesgo y le dije: “señor, mi esposo es calvo y tiene barba, lo trajeron aquí conmigo en la mañana. ¿Puede sentarlo cerca de mí?”
De repente me di cuenta de que pusieron a alguien en el piso a la par mía, y lo estaban amarrando a mi silla. Era Sebastián. Con la mano que tenía libre le toqué la cabeza y el hombro. Por su camisa pude sentir que estaba todo sudado. Me di cuenta más tarde que lo habían torturado de nuevo, y que los dedos de sus pies estaban gravemente dañados debido a los choques eléctricos. Pero cuando le pregunté, “Sebastián, ¿cómo estás?”. Él simplemente me dijo, “bien, ¿cómo estás tú?” Eso fue todo lo que nos dijimos porque en ese momento un hombre gritó, “¿quién puso a estos dos juntos?”
Y hubo un gran alboroto mientras nos separaban y lo desataban de la silla. Pero fue un momento magnífico; pude tocarlo y supe que él estaba ahí, que no se lo habían llevado y asesinado. Lo volví a ver un año después, gracias a una coincidencia.
Dos minutos después de que se llevaran a Sebastián, llegaron más guardias y me sacaron de la silla, sacaron la venda de los ojos, y me amarraron los pulgares en la espalda. Me sacaron del cuarto, me llevaron hacia abajo, al primer piso, y luego fuera del edificio. Eran dos guardias, y fueron muy rudos conmigo. Mientras me empujaban y me puyaban con los rifles, me decían continuamente “mujer con cerebro de hombre”. Que nunca me debía haber involucrado en actividades de hombres. Me decían de forma grosera: “¿Estás loca?” Y se decían uno a otro con burla y disgusto, “esta mujer no es una mujer, es un hombre”.
Estaba lloviendo. No sé por cuánto tiempo caminamos, pero ellos seguían golpeándome y puyándome. Yo me caía a cada rato. Me levantaban con los brazos y seguíamos caminando. Cruzamos un campo. Podía sentir la grama húmeda con mis sandalias y cuando me caía. Después pasamos por un terreno más rústico y duro, hasta que finalmente llegamos a otro edificio. Todavía estaba vendada y era oscuro, pero pude sentir el concreto bajo mis pies y pude distinguir que habíamos llegado a la luz.
Entramos a través de un garaje, y después de una corta caminata llegamos a otro cuarto donde pude escuchar un aire acondicionado. Pensé, “ahora me van a torturar, este es el cuarto de torturas”.
Una voz dijo, “quítenle las vendas y las esposas, y siéntenla”. Me quitaron las vendas y vi que estábamos en una oficina, una lujosa oficina con mapas de El Salvador en las paredes. Parte del cuarto estaba lleno de equipos de oficina. Me tomó un segundo reconocer que el equipo era de la oficina del MNR; obviamente habían entrado ahí y lo habían tomado todo. Detrás del escritorio estaba el capitán que había llegado a mi casa. Él dijo inmediatamente, “todo este equipo es tuyo, de la oficina bajo tu control”. Yo dije, “no”. Y él dijo, “sí lo es”.
Y comenzó a interrogarme. Su voz era controlada y educada, un contraste agradable al de los gorilas. Él tenía mi bolso y comenzó a sacar mis cosas una por una: mi chequera, mi cartera, mi libro de agenda. Mientras él sacaba cada objeto preguntaba: “¿es esto tuyo?”. Y yo decía que no a cada cosa. Realmente, estaba a punto de vomitar porque tenía mucho miedo, tan convencida de que la tortura comenzaría pronto. Quizás él vio que yo estaba en un estado de shock porque comenzó a hacer diferente tipo de preguntas. ¿Por qué tenía tanto dinero en el banco? ¿A quién se suponía que yo tendría que ver esa mañana? Al abrir mi agenda dijo, “el día 8 escribiste esta palabra en código, “parque”, ¿qué hiciste en el parque? ¿A quién viste? ¿A quién pertenece este número?”
Ahora, es cierto que todo en la agenda estaba codificado, pero él solo estaba tratando de adivinar. Él no podía estar seguro, pero no es muy difícil identificar códigos. Yo me mantenía negando todo, así que él cambio de táctica de nuevo y me preguntó cosas del MNR y de la guerrilla. ¿Dónde estaban escondidas las armas? ¿Dónde se encontraban en las casas de seguridad? A medida que el interrogatorio progresaba comenzó a levantar la voz y a ponerse agresivo. Se convirtió en una rutina. Una serie de preguntas agresivas eran seguidas por un breve período de descanso, luego me preguntó, “¿quieres algo de tomar?”. Yo acepté una Coca-Cola por primera vez. Después me ofrecieron un cigarro. Yo no había fumado en casi 8 años, pero esta vez acepté el cigarro. Él nunca me tocó, no esa tarde ni en ninguna de los subsecuentes interrogatorios.
A estas alturas ya era muy noche, después de casi dos horas, él se levantó y dijo varias veces que si yo no cooperaba estaba invitando a traer serios problemas para mí. Yo insistía en que no había hecho nada, que yo era miembro de un partido legal, y que tenía derecho como ciudadana a hacer trabajo político en El Salvador, que era un país democrático y libre. Él se rindió después de un momento y llamó a dos guardias para que me llevaran.
Cuando me paré dijo, “bueno, vos sabés en lo que estás metida. Te voy a decir por última vez que si no cooperás te vas a meter en un gran problema”. Es divertido, pero a pesar de mi miedo al comienzo de la interrogación y de los gritos de tortura que escuché durante todo el día, no le creí. Quizás fue debido al shock y a la fatiga del día, o quizás por sus maneras correctas y su falta de violencia hacia mí. Me tomó un largo tiempo darme cuenta de que eso era deliberado, y que él me estaba acomodando para lo que venía después.
Los guardias me vendaron y me esposaron fuertemente. Al salir del cuarto comenzaron a golpearme con las culatas y a puyarme con las puntas de los rifles. Era la misma rutina de hacía un par de horas. Me caía frecuentemente debido a los empujones y a los puyones, y ellos me agarraban de los brazos y me gritaban: “¡Torpe hija de puta! ¿Por qué no te levantás?”.
COPPES. Cárcel de Mujeres de Ilopango
Salimos del edificio, de nuevo sobre la grama hasta que llegamos a la orilla de un precipicio. Quizás no era muy alto, pero con los ojos vendados y la única información que tenía era de mis pies, podía sentir que el piso no estaba cerca. Los dos me pararon y dijeron que me iban a matar. Me quedé inmóvil, esperando que me dispararan a la cabeza. Pero entonces me empujaron hasta caer sobre la grama y me golpearon de nuevo con las culatas. Hicieron esto tres veces: el precipicio, la amenaza y luego los golpes: un juego de gatos y ratones que duró más de media hora.
Finalmente, me llevaron al edificio principal, que más tarde me di cuenta de que eran los cuarteles de la Guardia Nacional. Subí las gradas otra vez, las mismas que había subido y bajado antes. Pensé que iba de regreso al cuarto grande. Pero en lugar de dar vuelta hacia la derecha como antes, esta vez atravesamos unos corredores. Cruzamos una puerta e hicieron que me desvistiera. Tuve que darles el “brasier” y el calzón, y cuando les pregunté porqué, me respondieron: “porque no queremos matarte, te queremos viva”. Dejaron que me pusiera el resto de la ropa y me tiraron en un catre sin colchón. Después de amarrarme los brazos firmemente al catre, se fueron sin decir una palabra.
Estuve ahí unos minutos, con un miedo terrible. Me habían dejado vendada pero la luz permanecía encendida. Después de un rato pude quitarme la venda de los ojos y mirar el cuarto. Era una celda pequeña de uno por tres metros. Había espacio para un catre, y un hoyo en una esquina mal construido, ¡lleno de excremento! La celda habría sido alguna vez un baño, por los azulejos que tenía alrededor, a la altura de un metro. A la par del hoyo había un lavamanos. Un envío del cielo pensé. Habría agua. En el piso había cobijas tiradas entre la inmundicia ¡y cucarachas! Al ver alrededor, me di cuenta de que había tres paredes, una a mi izquierda, otra a la derecha, y otra frente a mí. Todas tenían palabras escritas sobre ellas, oraciones como: “Dios, por favor sácame de aquí”. Era terrible. El techo era de plywood y lleno de agujeros, 96 por todos. Los conté mil veces, en inglés, en español, alemán, francés. Inventé lenguajes a medida que pasaba el tiempo.
Al rato comencé a sentir náuseas. ¡Tenía tanto miedo! Y el cigarro que el capitán me había dado hizo que me sintiera mal. Vomité sobre mí misma; atada a la cama no tenía más que voltearme sobre el vómito. Me mantuvieron atada ahí por tres días y no me permitieron ir al baño. Lo que significaba que me hacía en los pantalones, esa noche y los dos días siguientes. Tampoco me dejaban dormir. La puerta de la celda era de metal, con una puertecita que se abría desde afuera. Cada ciertos minutos un guardia abría la puertecita pequeña, y si me miraba durmiendo, golpeaba fuertemente la puerta y gritaba: “¡¡¡Despierta!!!”.
Por lo menos podía ver. Ellos venían y me volvían a poner la venda en los ojos, la socaban, pero yo podía empujarla con la cabeza de nuevo. Finalmente, se rindieron y no me la pusieron más. Después de eso pude ver un clavo en el piso cerca de la pared. Me alegró haber descubierto ese clavo. Pensé que si lo pudiera alcanzar, podría matarme.
Cuando me quitaron el brasier y el calzón, los guardias se dieron cuenta de que tenía el período, y comenzaron a insultarme: “mujer sucia”, me decían. A la vez, el haber tenido el período y que me dijeran sucia, creo que me salvó de ser violada.
En un momento oí pasos de alguien que caminaba por el pasillo, luego, el ruido de llaves y el sonido al desenllavar la puerta. Un hombre entró y cerró detrás de él. Era alto y moreno, llevaba una camiseta negra, una boina y lentes de espejos. La cara estaba marcada por el acné, y era bien musculoso. Se inclinó hacia mí y me tomó la cara en sus manos. Yo no podía moverme, y estaba paralizada por el terror. Presionó mis cachetes con sus manos fuertes, me abrió fuertemente la boca hasta hacerme gritar del dolor. Tomó mis pechos y los apretó tan fuerte como pudo. Luego me abrió los pantalones, me tocó y me llamó con nombres inmundos. ¡Sentí tanto odio! Quería escupirlo en la cara.
Él había venido a hacer su trabajo: traerme comida. Venía cada hora, y cada vez me hacía lo mismo. Entraba con un plato de comida, me quitaba una de las esposas y decía, “ven, come”. Yo le decía, “por favor, quiero ir al baño, quiero limpiarme”, y él simplemente decía, “no, ven y come”, una y otra vez. Y yo seguía diciendo, “no, solo quiero agua”. Pero él no me daba agua. Y luego me esposaba el brazo que había dejado libre y se iba.
Seguí pensando que lo único que yo quería era escupirlo en la cara. ¡Y finalmente lo hice! Él me abofeteó muy fuerte. Todos los guardias cargaban un juego de esposas; él agarró la suya, la puso alrededor de mi pecho y la apretó muy fuerte. Me dolió tanto, y dejó una marca redonda alrededor. Pero de nuevo, el hecho de que tuviera el período probablemente me salvó de una violación. Quizás no. Podría ser que él no tenía instrucciones de violarme, solo abusar de mí tanto como pudiera.
El resto del tiempo estaba sola en la celda. Poco a poco me fui dando cuenta de mi entorno. Escuchaba todos los sonidos cercanos a mi celda. Me di cuenta de que había hombres viviendo a la par mía —quizás prisioneros—, seis o siete, juntos. Ellos tenían una rutina diaria. En la mañana salían a hacer ejercicio, luego miraban televisión por la tarde. Yo podía escuchar los murmullos y las risas, pero no podía entender mucho. Dormían casi todo el tiempo, fumaban y se reían, como amigos.
Eventualmente me di cuenta. Eran los guardias que habían matado a las cuatro monjas Maryknoll, hacía casi un año. Los asesinatos habían causado un incidente internacional. Algunas de las monjas eran norteamericanas, y el Departamento de Estado de EE.UU. presionó al gobierno salvadoreño para perseguir a los asesinos. Yo sabía, a través de los periódicos, que los habían arrestado pocas semanas antes de mi arresto. Mientras más escuchaba, más segura estaba de que esos hombres eran los asesinos.
A medida que pasaba el tiempo, comencé a reconocer por los ruidos, cuándo era de día y cuándo de noche. Temprano en la mañana, podía escuchar a los guardias marchando y corriendo afuera, cantando y jadeando mientras hacían ejercicios. A los seis hombres en la celda vecina también los sacaban a hacer ejercicios.
Pero no a mí. La segunda noche en mi celda todavía no me habían dejado dormir. El guardia de los lentes de espejo había entrado y salido varias veces, y yo estaba exhausta, y furiosa. Acostada en ese catre, el dolor en la espalda y los brazos por las esposas, me estaba volviendo loca. Comencé a golpear el catre con las esposas, golpeaba y golpeaba con las dos manos. Al principio hacía ese ruido para escucharme, como para afirmarme que estaba viva. Pero poco a poco me volví más desesperada, y golpeaba más fuerte y más fuerte hasta que empecé a sangrar de las muñecas. Pero no podía parar. Luego los guardias en la celda de la par comenzaron a gritar, “¡Vieja puta, callate!” Un guardia caminaba de arriba a abajo en el pasillo, durante todo su turno. Cada vez que se asomaba a verme por la ventanita, yo le gritaba: “¡señor guardia, señor guardia, por favor!” No me contestaba. No sé por cuanto tiempo lo hice o cuándo paré de hacerlo.
Todos esos días pasé amarrada al catre. Escuchaba los gritos de personas que estaban siendo torturadas durante horas interminables. Siempre hombres, nunca escuché la voz de una mujer. Oír los gritos de una persona siendo torturada, o de alguien sufriendo un dolor extremo, es más doloroso que sufrir el dolor mismo. Te destroza.
El guardia con los lentes de espejo era la única persona que venía a mi celda. Nunca decía nada concreto —solo insultos—, y nunca me di cuenta de quién era. Cada vez que venía me le quedaba viendo como tratando de ver a través de sus lentes, y me decía a mí misma, “tengo que recordar esta cara”.
Al tercer día de estar en esa situación sabía que no podía soportar más. Yo no sabía lo que iba a hacer o qué sería lo que me iba a quebrar. Ya no soportaba el dolor en la espalda, los abusos del guardia, los golpes, la falta de sueño, no saber dónde estaba, no tener ninguna referencia del mundo exterior.
Estaba completamente sola y pensaba que estaría así para siempre. Lo único que podía hacer era mirar hacia el techo y contar y volver a contar los agujeros. Fantaseaba acerca de quitarme la vida con el clavo, intentaba empujarme contra el catre para darme alivio a la espalda. Pero eso dolía también. Dolor, dolor y más dolor. Sentía cada sensación: los resortes del catre, las esposas, las nalgas, la cabeza, el pelo enredado y trabado en los resortes, el excremento, los orines, el vómito.
Justo cuando creí que me volvería loca, la puertecita en la puerta se abrió y escuché la voz del capitán diciéndome:
—¿Estás lista para hablar?—, y le dije:
—No tengo nada que decir.
—Ya sabés que esto se va a poner peor —dijo con un poco de resignación en su voz—. Y te voy a preguntar otra vez: ¿Estás lista para hablar?
—No tengo nada que decir—, le dije nuevamente.
—Muy bien, todo depende de vos —dijo—. Sabés que te podemos tener aquí para siempre. Y que las cosas se van a poner peor. Nadie sabe dónde estás, y a nadie le importás. Nadie ha preguntado por vos.
Luego cerró la puerta, y escuché pasos que se alejaban. Yo pensé, “mierda, esto va a seguir así”. Pero escuchándolo y hablando con él, esas pocas palabras dichas en tono razonable, me dieron fortaleza. Nadie me había hablado antes. Al no tener contacto con el mundo, me sentía debilitada e incapaz de soportarlo. Pero el hecho de que él me preguntara si estaba dispuesta a cooperar, de alguna forma me dio fuerza. Y comencé de nuevo a contar los agujeros, a pensar en el clavo, a planificar lo que haría tan pronto como lo agarrara.
En retrospectiva, todavía no sé por qué ese clavo era tan importante para mí. Representaba un escape, supongo, una idea de que yo podía controlar mi vida, teniendo el poder para terminar con ella. Era un pequeño clavo, quizás de una o dos pulgadas de largo, pero yo pensaba que si lo podía alcanzar podría cortarme las muñecas. Me quedé fija con ese pensamiento. Observaba el clavo y luego iba perdiéndolo de vista. Tenía miedo de que me pudieran ver mirando el clavo. Si ellos se lo llevaban yo estaría totalmente en sus manos. Cuando oía algún ruido fuera de mi celda, comenzaba a preocuparme de que vendrían a llevarse el clavo. El clavo y los agujeros era todo lo que tuve durante esos días. A veces volvía a leer las paredes y los mensajes escritos por gente que apenas sabía escribir. Me preguntaba si estaban vivos, y quiénes habían sido torturados. Sentía que tenía que sobrevivir de alguna manera y ser fuerte. También sentía que si era mi turno para morir, nunca iba a abrir la boca acerca de nada ni nadie.
Al tercer día comencé a oír sonidos que no eran parte de la rutina diaria. En una situación como la mía uno se apega a los pequeños detalles. Inmediatamente supe que algo nuevo estaba pasando. Puse mucha atención: no eran los guardias de la celda vecina, y no era el hombre con la comida. Mi celda era la última al final del corredor. A excepción de los pasos del hombre con los lentes de espejo —que conocía muy bien—, y cómo sonaban sus llaves antes de llegar a mi celda, esta vez escuchaba el sonido de llaves y pasos de dos hombres continuamente bajo el corredor, y acercándose a mi celda.
Eran dos guardias que no habían andado antes por ahí. Entraron, me quitaron las esposas y no me dijeron nada. Entre ellos, sí, se dijeron cuánto apestaba yo. Yo estaba tan débil que ellos tuvieron que cargarme en sus brazos para ponerme de pie. Me vendaron los ojos, me amarraron las manos por detrás y me sacaron de la celda para una segunda interrogación con el capitán. Fue muy extraño caminar de nuevo, sentir mis pantalones mojados, consciente de la porquería en que estaba. Fue totalmente humillante, y ahora, ocho años más tarde, la memoria puede empujarme de nuevo a sentir la depresión. Pero fue el final de estar esposada en ese catre. Había sobrevivido esa primera etapa en mi detención.
13
Amar la vida a contracorriente
Después de bajar las gradas que ya me eran familiares, salimos del edificio y atravesamos el campo. Puedo decir que habíamos llegado de nuevo a un área iluminada. Nos detuvimos y escuché la voz del capitán diciendo, “les voy a dar instrucciones a ellos para que te quiten las esposas y la venda de los ojos. Sentate, no vas a voltear a ver ni a la izquierda ni a la derecha, simplemente me vas a ver directamente a mí”.
Me sentaron y me quitaron las esposas. Luego me desamarraron los pulgares. Siempre que en la guardia te mueven de un lugar a otro, te amarran los pulgares por detrás. Pero dentro del edificio, te esposan también. Finalmente me quitaron la venda de los ojos.
Lo primero que vi fue la cara del capitán. Él estaba vestido de verde olivo sentado al otro lado de la mesa frente a mí. Era una mesa con una sombrilla desplegada; estábamos en el Club de Oficiales. Ahí estaba yo, sucia y hedionda, después de tres días de estar atada, sin ir al baño, y ahí estaba él, mirando hacia el otro lado de la estúpida mesa blanca. Él llevaba una pistola en la mano. Alrededor de nosotros había cinco perros pastor alemán, enormes. Era cerca de medianoche.
El capitán tenía un cuaderno de notas en las rodillas, y comenzó a hacerme preguntas que había escrito ahí. Eran las mismas preguntas de siempre; y yo de nuevo, lo negué todo. Al rato, me hizo una propuesta: A cambio de colaborar durante 10 o 15 días, me daría un pasaporte con otro nombre. Podía irme al país que quisiera, y me darían dinero suficiente para mantenerme los primeros meses. Sebastián era parte de la oferta. El capitán lo llamó “el imbécil de tu marido”. Cuando finalizó con la oferta, no respondí. Él continuó, sabía cómo interrogar. Definitivamente estaba bien entrenado.
Cuando rechacé la oferta del pasaporte, comenzó a preguntar acerca de mi familia. Me preguntaba mucho acerca de mi hermano José Francisco (Chico). ¿Cuándo fue la última vez que lo había visto? ¿Qué le había llevado yo? En esos días todos los curas eran sospechosos, especialmente aquellos que habían estudiado en el Externado, donde el padre Rutilio Grande había enseñado. Mi hermano Chico era del Opus Dei, pero en todo caso, él estaba en Guatemala. Nunca me preguntaron nada sobre Javier.
AMG después de su confesión forzada y presentada a la prensa como “terrorista”
Los modales del capitán esta vez eran amables y amistosos, como si tuviéramos una conversación social. Lo que era un poco absurdo, dada la pistola que ahora estaba sobre la mesa. La verdad es que siempre fue correcto y amable conmigo. Era parte de la técnica, por supuesto. Nunca me tocó; ese era el trabajo de los gorilas: los guardias que me llevaban de un lado a otro. Ellos eran los que me golpeaban y me insultaban. La dulce y ácida técnica es típica de la fuerza de seguridad en todas partes del mundo, el policía bueno y el policía malo.
Yo detuve la “conversación” y me quejé del trato que me habían dado, atada a una cama y sin permitirme ir al baño, sin lavarme, sin comer, y la luz encendida todo el tiempo. Le dije sarcásticamente: “dice Ud. que no me tortura, pero yo puedo escuchar la tortura todo el tiempo”. Él lo ignoró, diciendo que yo estaba imaginando cosas. Entonces me quejé del hombre con los espejuelos que me había manoseado. El capitán dijo que se le llamaría la atención al hombre, y fue verdad porque nunca volvió a molestar.
Después, llamó a los guardias y les dijo que me llevaran de nuevo a la celda. Y ellos otra vez jugaron a los “malos policías”: me empujaron y amenazaron con matarme. Eso siempre pasó, no importa qué tanto me quejara con el capitán.
De regreso a la celda, las luces todavía encendidas. Después de quitarme la venda de los ojos y desamarrarme los pulgares, me dijeron que ya no me iban a amarrar. Eso fue una buena noticia. Pensé que era buena suerte. Les pedí que si podían traerme pinesol para limpiar la celda. Y sí, me trajeron un limpiador carbólico —creo—, cuyo olor siempre lo asociaré con la prisión. Así que comencé a limpiar la celda con los trapos y papeles que encontré por ahí.
Cuando el lugar estuvo limpio, me quité la ropa y comencé a lavarla en el lavadero. Y finalmente, me lavé yo misma. No tenía un peine, me peiné con los dedos. Un rato más tarde me trajeron un trapeador sucio y un colchón, pero nunca ropa limpia. A la mañana siguiente me dieron un pedazo de jabón.
El tiempo comenzó a separarse en días y noches otra vez. Comencé a tener una vida “normal” en mi celda, y una mejor idea de lo que sucedía a mi alrededor. La mayoría de los días difícilmente veía a los guardias, pero había mucho ruido; venía de los sargentos que gritaban y de las tropas que marchaban fuera de la prisión. Había también ruido de personas que se movían alrededor en los corredores, y ocasionalmente gritos de tortura en las celdas que estaban un poco más lejos.
El desayuno por las mañanas era empujado a través de una portezuela de la celda por dos muchachos jóvenes que vivían en el cuartel, con cabezas rapadas, como si fueran militares. Es común encontrar muchachos como estos en las cárceles de El Salvador. Crecen para convertirse en pequeños monstruos, totalmente inmunes al dolor porque a ellos los han abusado también, tanto por los soldados como por los guardias. Manlio Argueta lo menciona en su libro Un día en la vida.
Esos días trataba de no pensar en mí misma. Al principio pensaba mucho: de la vida, de lo que había pasado con Sebastián, acerca de mi familia, mi perro. Y me deprimía. Lo más importante era pensar en actividades que pudiera hacer en la celda. Lavé cada pieza de ropa, la torcí y la sequé, tratando de mantenerme en esa actividad el mayor tiempo posible; igual caminar en la celda, hacer algún ejercicio, sentadillas o push-ups, dibujaba cualquier cosa en las paredes de la celda con el clavo…
*Estas Memorias serán publicadas próximamente por el Museo de la Palabra y la Imagen (MUPI) en San Salvador, El Salvador: http://museo.com.sv/el
Los dueños de los derechos son Judy Blankenship y Andrew Wilson, ambos periodistas de Estados Unidos y Canadá, respectivamente. Ellos entrevistaron a Ana Margarita Gasteazoro durante más de dos meses, mientras vivía exiliada en Costa Rica.
Carlos Henríquez Consalvi es el Director del Museo de la Palabra y la Imagen encargado de la publicación del libro.