3 escombros memorísticos (Valencia 1937, Caracas 1956, Santiago de Chile 1973)

Víctor Fuentes

 

 

I. Valencia 1937.

 

Suelo decir que viví el “Guernica” de Picasso no en pintura sino en carne viva, y cuando el interlocutor me mira con sorna burlona, completo: “Fue en Valencia, durante la guerra, en un hotel muy cercano a la Estación del ferrocarril. De repente, pasadas la cinco de la mañana, mi madre en camisón, con un grito desgarrador y el brazo extendido, tratando de encender la luz de la bombilla, entre la nube de escombros donde había caído la bomba en un rincón del cuarto. El caballo desbocado con la lanza en el costado, el toro de España enterrando sus cuernos en el colchón junto al cual, en el suelo, mi hermano de 6 años y yo de 4, llorábamos mordiendo el polvo. Afuera, en el pasillo, los consejeros militares rusos en calzoncillos, corriendo y lanzando juramentos en su idioma. Si la bomba hubiera hecho explosión (se decía que algún obrero italiano no conectaba los cables explosivos de las bombas que lanzaban los aviones de Mussolini) no te estaría contando con palabras, no muy lejos de la sangre, este vivido pastiche del “Guernica”. Me decían que estuve dos meses despertándome con pesadillas en un pueblecito valenciano cercano al que estuviera Antonio Machado.

El 28 de marzo del 2009, el diario valenciano Levante, publicó un reportaje gráfico, “70 aniversario del fin de los bombardeos”, donde se da cuenta de los incesantes, más de mil, entre el 15 de mayo de 1937 y el 25 de marzo de 1939, que la aviación italiana y, en menor medida, la de Hitler, lanzaron contra la región valenciana, con un saldo de 2.065 muertos y 4.646 heridos en 56 municipios. El reportero Rafael Montaner evocaba que el simple recuerdo del grito “La Pava, la Pava… que viene la Pava”, estremece a los niño valencianos, ya ancianos de más de 70 años, que sobrevivieron a aquellos bombardeos de terror criminal.

 

 

II. Venezuela 1956

 

En pleno auge de autobombo modernizador, anunciado con la espléndida autopista de la Guaira a Caracas, y la ciudad con sus dos grandes torres, autocines, automercados, amplias avenidas, florecientes zonas residenciales, y el bolívar al cambio de tres por un dólar, de los que entraban a raudales con el petróleo. De ahí el aluvión de inmigrantes españoles, italianos y portugueses. Entre ellos, llegué procedente de Inglaterra, en la primavera de 1956, con 23 años y tras haber salido de España, prófugo del servicio militar franquista en 1954. Por una serie de azares propicios, pronto pasé de la corrala de inmigrantes entre las calles de Santa Bárbara y Fe, con las mujeres lavando ropa, con los chiquillos desparramados en el patio, a oficinas y negocios del centro, en calidad de profesor particular de español para extranjeros, y a visitar residencias cerca del lujoso Miraflores. En una de ellas, la anfitriona, habiendo leído mi anuncio en el periódico en inglés, me invitó a una fiesta en su casa, donde una joven americana, amiga de su hija en Boston University, había venido de vacaciones veraniegas. Cupido nos lanzó su flechazo y, poco después, una noche en la terraza del Hilton oyendo a Lucho Gatica cantar “Es la historia de un amor…”, concordamos un secreto, semiclandestino casamiento antes de su partida.

Aunque no escribí La catira, como Camilo José Cela embolsándose bolívares, sí viví la mía con la rubia Hope. Transcribo un pasaje de ella como pequeño homenaje a la novela de Cela y al Tirano Banderas de Valle-Inclán:

Nada más salir del juzgado caraqueño tras el casorio civil, tropezamos con un licenciado conocido que, al preguntarnos dónde íbamos a celebrar la boda y contestarle que no lo habíamos pensado, nos invitó a ir con él a una fiesta al Casino Militar de Miraflores. Cuando llegamos, ya el dictador Pérez Jiménez se había ido, pero quedaban algunos de sus generales y oficiales, acompañados, no de sus esposas, sino de sucedáneas, despampanantes, bellezas tropicales, guarnecidas con deslumbrantes alhajas petrodólares. Entre ellas, Hope, a pesar de su esbelto cuerpo, y con sus 18 años, parecía una colegiala. Les hacía mucha gracia cuando decíamos que nos habíamos acabado de casar; brindaban por nosotros y hasta uno de los generales mandó a la orquesta que tocara un vals, que bailamos casi cayéndonos por el whisky ingerido. Al darme cuenta de que un joven coronel, quien no tenía nadie que le sacara a bailar miraba, con terceras o cuartas intenciones, a la blonda novia catira, iniciamos la retirada por el foro, cuando ya la mayoría de los militares cabeceaban sobre una cornucopia de frutas y tetas tropicales.

Pero mi novela no tendría un final feliz sino desgraciado. El plan era que, de vuelta en Providence, ella mantuviera el secreto hasta que fuera yo a verla e hiciéramos la declaración del matrimonio. Mas por una carta mía, la cual su hermano mayor llevó al Departamento de español de Brown University a que se la tradujeran, madre viuda e hijo descubrieron el pastel y la tuvieron medio secuestrada. Me llegó el S.O.S y volé al rescate encontrándola ya muy coaccionada, y terminé aceptando el matasellos del anulamiento del matrimonio al que la forzaban, al tiempo que realizaban veladas amenazas contra mi persona. Tras el breve capítulo, vivido sobre el palimpsesto de An American Tragedy de la novela de Dreiser —vista como la película Un lugar bajo el sol, con Elisabeth Taylor y Monti Clift, pocos años antes en el cine Quevedo de Madrid—, todo terminó con un desesperado beso amoroso de despedida, registrado en el fotomatón de la estación de la, para nosotros, tan “improvidente” Providence, mientras en el cine de la esquina se anunciaba Kiss Me Tender con Elvis Presley y Marilyn Monroe.

Pasé entonces a encontrarme perdido en el Nueva York de García Lorca, dando angustiadas caminatas, calle arriba y abajo, siguiendo a una cabellera rubia —como en Vertigo, de Hitchcock, en San Francisco— la de Hope, que suponía venía a encontrarse conmigo: BROADWAY, TIMES SQUARE, LA 42, LA QUINTA AVENIDA, LA SEXTA, ¡No, SÍ, ¡HOPE¡, SÌ, sí, es ELLA, AH, YOU!, PARDON, NO, para desplomarme en el cuartito con la espera-esperanza muerta.

Claro que el tiempo lo supera todo y, con los años, llegué a sentir una bienhechora nostalgia pensando en que Hope terminaría su carrera, se habría vuelto a casar y tendría una vida y una propia familia feliz. Nunca más supe de ella, PERO rebobinando la película aparece la GRAN SORPRESA:

Unos sesenta años después, Hope dio conmigo por el Internet, y vino a visitarme a Santa Barbara con una de sus hijas; había estado casada con un inglés, ya fallecido, y tenía varios nietos. Cuando nos vimos en el hall del hotel, el brillo de nuestros ojos mantenía vivo el fogonazo de cuando, el ahora tan envejecido Cupido, nos diera el flechazo. Y aunque sí es verdad aquello de que agua pasada no mueve molino, a nosotros las aguas del Pacífico, en el paseo por el muelle de Goleta, nos lavaba toda la pena que habíamos sufrido, contándome ella el mal trato represivo de hermano y madre, que tanto la separó de ellos por el resto de su vida, y hablando de nuestro presente y trabajos. Aunque el reencuentro se limitara a sellar la amistad, caminamos del brazo por el muelle, con el alegre recuerdo de lo vivido en Caracas, y pisando “polvo enamorado”; lo cual debió advertir el transeúnte de mediana edad con quien nos cruzamos, piropeándonos “What a nice couple you two make!”.

 

 
III. Santiago de Chile, agosto de 1973.

 

 

Con gran júbilo, cruzábamos sobre los Andes en vuelo a Santiago a convivir algo, histórica y mundialmente insólito, el del primer país de una democracia socialista y en el mismo corazón de América. En un semestre de sabático, iba yo, profesor de la University of California, a estudiar cómo se plasmaba esto en la vida cultural del Chile de la Unidad Popular y, en concreto, en el teatro de creación colectiva, tan en auge en toda América Latina por aquellas fechas. Venía de haber pasado un mes con el Teatro Experimental de Cali, y me acompañaba Oscar, uno de nuestros estudiantes graduados. Nuestro entusiasmo recibió un primer jarro de agua fría al llegar al oscurecido aeropuerto, pasar la recelosa malvenida aduana con sus cariacontecidos funcionarios, y encontrarnos a la salida en un descampado semioscuro y casi desierto, pues los taxistas secundaban la huelga general del transporte, y teníamos que esperar por el único autobús de servicio que, decían, pasaba cada hora.

Por fin, ya muy de noche, horas después, nos recogió el autobús y nuestro ánimo volvió a encenderse al divisar la ciudad anhelada. El son de “Iré a Santiago”, referido al de Cuba en el poema de Lorca, lo sentíamos nosotros, pero con el son de las canciones de Violeta Parra y de Víctor Jara. Entramos en Santiago, entre luces mortecinas, aquella noche del 14 de agosto. En el hotel Floresta nos recibió un mal encarado conserje, quien ya al hacer la reserva desde el aeropuerto nos había advertido, como insinuando que nos volviéramos, “no hay servicio de restaurante, ni calefacción, ni agua caliente, ni luz a ciertas horas de la noche”. Le acompañaba otro sujeto, igualmente vestido de negro, y ambos con la oreja pegada a una radio portátil, donde tronaba, resonando por todo el hall, la voz agorera del presidente del sindicato amarillista de transportes voceando los logros de la huelga.

Huidos con el alba del marchito Floresta, nos acogimos en el piso de Verónica, que había sido estudiante contestataria en nuestra universidad y, de vuelta al país natal, trabajaba en la editorial Quimantú. Sí vivimos, en aquella primera mañana de un gris luminoso de invierno en Santiago, con la visita al edificio de Quimantú, el efímero vislumbre de una aurora democrática-socialista en Chile. Visitamos la guardería infantil para los hijos de los empleados, cominos en la cafetería, donde confraternizaban escritores y todo tipo de empleados; tuvimos en nuestras manos la nueva edición de la brillante revista La Quinta rueda y, acabado de salir de las prensas, el nuevo poemario de Neruda Incitación al nixonicidio. Sobre el ejemplar que me obsequiaron publiqué meses después, en la revista Insula de Madrid, mi homenaje a Pablo Neruda.

Al cabo de varios días de rondar por las calles y plazas de Santiago, entre trago y trago del buen vino chileno, viendo obras en paro, colas ante las gasolineras, y con gente protestando de que no había ni siquiera pasta de dientes —mientras grupos de jóvenes pitucos de los barrios altos quemaban varios de los pocos autobuses públicos que circulaban, y los de extrema izquierda daban vivas a Mao—, me embargó la sensación de que, más que a mundo nuevo socialista, me veía devuelto, en un gran salto histórico hacia atrás, a la España de 1936. Ojala, aquí, el resultado final fuera a la inversa.

Aunque sentí como un mal agüero el ver a los actores de uno de aquellos grupos de teatro que había venido a estudiar, y quienes casi excedían en número a los espectadores de la sala —los cuales, aquella tarde, no pasaban de cuatro gatos, incluyéndome a mí—, desgañitándose con la canción de la Guerra Civil española “de los cuatro generales”. Esto, además de exaltar la victoria que, contra ellos, ganaban sobre las tablas y con sus armas de cartón, mientras en las calles había patrullas de soldados en las esquinas y, en un bar elegante del centro, un grupo de oficiales de la Marina tomaban el aperitivo y sonreían confiados y enigmáticos.

Con Verónica y su prima Regina, una tarde fuimos a la peña de los Parra, visita tan anhelada desde California, y, ahora, con el emocionado goce de tener frente a nosotros cantando a Isabel Parra y Víctor Jara. Pero aún allí, esta celebración de la nueva canción tenía ya algo de subterránea, y con el local semivacío y bastante oscuro. En mi memoria, aquella vivida actuación de Víctor Jara, a menos de veinte días antes de que, tan brutalmente le asesinaran, ha quedado confundida con uno de esos sueños en que vemos a un ser querido muerto actuando como vivo, con un sentimiento tan extraño y siniestro…

Sin saberlo, Oscar y yo actuamos de extras en la película La batalla de Chile, pues en varias ocasiones nos unimos a las riadas de manifestaciones que bajaban por la Alameda hasta el Palacio de la Moneda, en solidaridad con Allende y el gobierno de la Unidad Popular. En una gran manifestación de mujeres, a finales de agosto, estuvimos a pocos metros del balcón presidencial. A los embates y gritos de las mujeres, “MANO DURA, MANO DURA”, Allende las acallaba, diciéndoles que no podía —y quizá tampoco quería— imponer la mano que le pedían, lanzando todo un exordio sobre el sentido ético de las mujeres revolucionarias, en contraposición con los desmanes de la reacción. Se había hecho de noche. A través del balcón, que tenía algo de palco presidencial de una plaza de toros, se veía el interior de la habitación del palacio, las idas y venidas de ayudantes y la sombra gris de algún militar, posiblemente la del propio Pinochet con el puñal en la mano. En aquel claroscuro, se presentía un tufillo de tragedia romana, pero la figura de Allende aparecía erguida ya como mito.

Con dicha aureola le recuerdo todavía vivo, el cabello ondeando y los ojos iluminando el cristal de sus gafas, y adentrando en todos los ánimos el sentido de las responsabilidades éticas de un proceso social, democrático, que asegurara el desarrollo integral de cada chileno. Hoy, en el 2019-2020, esta voz y anhelo, pidiendo eso mismo, vuelven a resonar en millones de chilenos.

Unos funcionarios de Gobernación, que más bien parecían ser del gobierno de la dictadura de Franco que de la Unidad Popular, me negaron a mí, sin razón alguna, la renovación del visado. Y en la madrugada del 31 de agosto, saliendo de Santiago, me sentía envuelto en las sombras de la tragedia inminente. Por la humedecida ventanilla del taxi, uno de los pocos que todavía funcionaban, borrosamente se perdían las calles por las que tanto había transitado en aquellos días de agosto, con los aleteos de un presunto golpe militar que podría estar a punto de suceder. Aunque tanta gente, y hasta alguna de derechas, decía que eso sería imposible, dada la tradición democrática de Chile. Al llegar al aeropuerto, la madrugada chilena aparecía embargada de un tinte aún más oscuro que el del anochecer de nuestra llegada.

 

 

Víctor Fuentes es un autor español. Su trabajo creativo comprende la trilogía narrativa Morir en Isla Vista (autoficción, bajo autoría de Floreal Hernández), Bio-grafía americana (crónica de medio siglo de la vida de un emigrante español en Estados Unidos, 1956-2006), y Memorias del segundo exilio español (1954-2010). Sus estudios críticos recientes incluyen: Antonio Machado en el siglo XXI. Nueva trilla de su poesía, pensamiento y persona (2018) y Galdós, 100 años después y en el presente. Ensayos actualizadores (2019). Es profesor emérito de la University of California, Santa Barbara, ciudad donde reside.