Los canales de piedra y otros poemas

Miguel Ángel Zapata

 

 

Los canales de piedra

 

Vine a Venecia a ver a Marco Polo pero su casa estaba cerrada. El segundo piso lo vi desde una góndola y le tomé una foto a los geranios de su balcón. El agua del canal es de un verde raro, tal vez sea una combinación del tiempo, los vientos, y la tenue luz de sus callejones de piedra. Vivaldi aquella noche estaba dando sus clases a las niñas del coro. Corelli fue su invitado de honor. Después de uno de sus conciertos del cura rojo nos fuimos a la plaza San Marcos a beber vino en El Florián. Marco me decía que no permaneciera por mucho tiempo en ninguna parte del mundo.

 

El mundo es como la plaza de San Marcos, murmuraba, hay que cruzarla miles de veces para que puedas ver las verdaderas aguas del tiempo. Al otro lado de la plaza está la vida escondida con el vino derramado por la muerte. Venecia es nuestra solo por esta noche: después hay que abandonarla como a las mujeres de Rialto. Siempre hay algo extraño y hermoso en los geranios púrpuras del Mundo.

 

Yo solo escribo lo que veo, por eso camino. Sigamos hacia la cumbre para ver los canales desde el cielo de la noche. Después pasemos a la Basílica a poner unas velas a mi madre: ella está viva, tiene la memoria de los ríos. A veces imagino ciudades, como tú, una ciudad dentro de otra, una plaza es mejor que todos los rascacielos del mundo. San Marcos es mi plaza, mi vida, o sea como las alas de las palomas.

 

Esta noche no daré clases a las niñas del coro en el Hospicio de la Piedad dijo el cura rojo. Entonces, Marco, veloz como de costumbre nos dijo: naveguemos mejor por los cuatro ríos sagrados esta noche. Busquemos el pecado, pidamos perdón a los cielos por no habernos bebido todo el vino y amado a todas las mujeres de Venecia.

 
 

El grito de Munch

 

Camino ensangrentado por el puente de Brooklyn.

Acabo de cometer un crimen imperdonable.

He escrito un poema bajo el cielo color sangre y

se han sanado todas mis heridas.

 

Es la primera vez que escribo confundido en un

puente de fierro partido por la mitad.

 

Se oye el lamento de los glaciares y el cielo tiembla.

Las palabras se sobrecogen en el vacío de la ciudad,

y el puente se quiebra ante la negrura de un fiordo.

 

Un árbol llora su soledad y yo busco mi remanso

en un glaciar sin fondo.

 

Estoy perdido en una calle gélida de Nueva York y

ningún rascacielos escucha mis lamentos.

 

La poesía tiene color sangre y el dolor retumba

tiernamente en el corazón de todos los puentes.

 

 

Una foto de mi madre.

 

Mi madre a sus dieciocho: talle fino, espinazo duro, morena, delgada, cabellos largos, pardos los ojos como chacra de tamarindo. Le cuento cosas del frío las noches del insomne. Sus trenzas no han cambiado con el tiempo, solo una brisa blanca le adorna la frente. La miro y siento que me dice algo mientras la noche se apaga y de pronto se prenden aves alrededor de su pelo negro.

 

 

Suelo escribir de noche

 

Y la noche apaga todo el vecindario, los perros duermen, algunos gatos se asoman por las claraboyas y nadie responde a sus gemidos inútiles. Celan va llegando con una cesta llena de rosas, porque la noche es la noche, y me tiende junto a ti sin explicaciones. Por eso escribo de noche con el monólogo diecisiete para chelo de Erland Von Koch. Entonces Elytis canta con el candil del astro discurriendo por el cielo…

 

Y al amanecer uno escribe la última sílaba como una promesa para que no muera la poesía. La noche es el jazmín y la madreselva, el agua y el vino que sana. Hay un sol discreto que alumbra cada noche. Nadie lo ve. Solo lo conocen los que la viven sin temor entre el fantasma del insomnio. Michaux (siempre tarde) llega con las velas en alto para que me una a la noche, mía, suya hermosa, mía…hermana soberana.

 

Suelo escribir bajo la luz tenue que alumbra lo necesario, la inexactitud del papel borroso, el aire desvelado que me llama para vivir.

 

 

Chopin invitado a casa

 

Pongo el mantel blanco entonces, el pan, el pescado fresco y un vino para celebrar la música que entra por todas las puertas, y abro las mismas ventanas de otra casa, ese fuego lento de las hornillas de mamá, ahora que su figura reaparece con donaire entre las copas de cristal.

 

Lima

Para Antonio Cisneros, in memoriam

 

Crecí en una ciudad gris-azul con muchas ventanas. Y fue a través de ese color que descubrí otro tono de gris en el cielo: un azul cobalto, ese cálido celeste del mar que no aturde cuando sale el sol por Chorrillos y se esconde en Barranco. Ese es mi color gris-azul, el único que conozco y del que ahora escribo: mi azul de Lima (casi de la Alianza), mi celeste de la costa donde crecí y que ahora recuerdo como la mejor de todas, la que me vio crecer como el peor de todos. De los primeros seis años en Piura, donde nací, un fuerte aguacero y sol pleno. En Lima aprendí de otro tipo de azul: más nutriente y menos predecible que el de Cancún. Las ciudades con mar tienen una luz natural que se siente, pero no se ve. Ahora presiento el azul gris de las playas, esa capa salina que me habla la poesía de Lima, en una noche donde las calles son hermanas del insomnio, y el diluvio citadino es el loquísimo gris-azul que me deleita.

 

 

East Village

 

Después de tantas lluvias una pizca de sol se asoma entre los rascacielos. Es la noche de los lobos y las doncellas. La costa ha iniciado su recuento con el mar y han comenzado a cerrar los puentes que van hacia el Atlántico. Un grupo de pájaros altera el color del cielo.

 

Cuando sale el sol los escaparates del día se abren con los del alma, y el espíritu vuelve a caminar por la ciudad como una hermosa mujer de la calle.

 

En la Villa del Oeste, las mujeres dejan que el viento les levante las faldas de seda, y los puentes les traen flores del otro lado del río, como si recién comenzara la fiesta de las rosas.

 

Después de tantas lluvias me asomo por estas calles como un sonámbulo desquiciado y morboso, un mirón siempre joven, y las calles se llenan de geranios en todas las ventanas.

 

 

Madrid

(si duermo no siento lo que vivo)

 

A Martin Rodríguez Gaona

 

Esta noche tomo fotografías de la gente que camina con prisa por las calles de Madrid. No hay duda que caminar es un arte muy antiguo, pero andar para entender una ciudad es un trabajo más sofisticado y deleitante. Uno escribe poesía caminando, ya lo había dicho. Uno camina disfrutando, mirando escaparates, el porte de las muchachas, y la gente que va perdida por el lomo de la noche. No se trata de curiosidad sino más bien de leer las miradas y el ojo del cielo. Caminar contra el viento solo para que tu cuerpo transpire la vida dulce de la calle. Después terminas como siempre en casa de Lope mirando a las mujeres de trenzas largas velándolo en el patio. La sombra del tiempo entra sigilosa en todos los solares y los palacios extinguidos. Sigo por la noche sin final, porque si duermo no siento lo que vivo.

 

 

Haydn

 

El poema regresa como un cocodrilo en busca de su presa, llorando inútilmente se lo come todo. Me come a mí, no me deja ni mi alma. El violín, el poema, papel del pentagrama, Haydn, la noche que deviene de un dulce coro vienés.

 

 

Plaza de los naranjos

 

En el bus a Málaga un libro de Ungaretti me tenía conmovido. Estaba en otro mar, otra plaza donde no se sentía el paso de las horas. Entonces me dije que escribiría la sextina de los desiguales como Belli, pero salió una prosa tan desigual como la plaza de los naranjos, ahí donde mi doncella marroquí y yo bebíamos vino como si fuera la última noche del mundo. Plaza de los naranjos, llano de naranjos, suspiro de naranjos, copas de naranjos, música de naranjos: el cielo se juntaba con el agua de la fuente, su aroma te suplicaba escribir sobre la luz de los balcones cayéndose sobre tus ojos.

 

 

El jardín Pushkin

 

El cielo crece debajo del árbol.

 

Prisionera sube la sangre y los

barrotes se vuelven viento.

 

Pushkin oía el eco de la lluvia

como si leyera un poema

en un bosque inaudible.

 

El árbol es ahora el cielo reverdecido.

 

El profeta vuela el desierto.

 

 

Miguel Ángel Zapata es un autor peruano de amplia trayectoria. Ha publicado, entre otros, Un árbol cruza la ciudad (2019), Con Dylan Thomas volando por Manhattan (2018), La ventana y once poemas (2014), La lluvia siempre sube (2013) y Fragmentos de una manzana y otros poemas (2011). Es profesor de literatura latinoamericana en Hofstra University, juega tenis, viaja, y toca el cajón peruano. Reside en Nueva York.