De Un grano de polvo se levanta

Victoria de Stefano
 

 

El estudio atento tricota un no-sé-que de uno mismo

al contacto con las páginas.

Pascal Quignard

 

 

3 de mayo. Treinta años más tarde me dispongo a escribir sobre cómo era y actuaba en mi pubertad y adolescencia, más precisamente, en mi pre pubertad y pre adolescencia. En esa época estaba por cumplir los trece, era precoz, pero crédula, ingenuamente condicionada por una gran variedad de contrastes y discordancias. Como es frecuente en esa edad, me agobiaba el castigo como efecto residual del fantasma del pecado perpetrado en el primer estadio de la creación por nuestros adánicos progenitores incitados por el poder tan natural y pernicioso como el instinto de saber. No sé si esto explica bien, por paradójico que parezca, el que estuviera a merced, como un rehén de su captor, de mi necesidad moral de virtud y al mismo tiempo de libertad sin trabas ni cadenas. Esto es, en perpetuo movimiento dentro de la melancolía en su lento e inconmensurable estatuto del más allá del hoy y del inmediato presente yendo hacia atrás, tanto como del ignoto futuro desplegándose en quizás, quizás… y de cuyo probabilístico quizás en quizás poco o casi nada atinamos a predecir: el futuro no es real, solo existe como proyección espaciada del tiempo.

Sin duda quien habla y evoca es un yo maduro, corrijo, una conciencia razonablemente adulta, asomándose a la descomunal lejanía de lo que una vez fue, y que desearía, exagerándolo o disminuyéndolo, no falsear su entorno geográfico y humano. Quien habla y juzga proviene de su distante, ponderada y, hasta cierto punto, sutileza mundanal, sin la infatigable tosquedad de discernimiento de sus precarios trece o catorce años a los que a veces juzgaba ingrávidos, pero que de ingrávidos nada tuvieron, solo que le habría gustado que fuesen tan plácidos y sin sobresaltos como los de un recién nacido en su blanda cuna.

Aquel día sábado en París el verano fue tan inmisericorde y salvaje como para hacer desfallecer los chillidos de locura de las cigarras y, de paso, frustrar nuestras ganas de salir de casa. Era nuestro primer verano de clima continental. Cuánto se tarda aquí en acabar el día, decía mamá. Una eternidad, repetíamos al ver cómo se iban sucediendo las horas y el disco solar se expandía y expandía hasta que no dando más de sí el rojo del crepúsculo por fin se extinguía tragado por la majestuosidad de la alta bóveda nocturna. El domingo a media mañana, cuando parecía que estaba por refrescar, las rápidas y finas partículas de lluvia que empezaron a romper nos disuadieron de dar el acordado paseo hasta los locales comerciales, los cafés y la brasserie en los alrededores de la estación Porte de Saint-Cloud. Después del prolongado confinamiento anhelábamos deslizarnos, vivos y bien abiertos los ojos, entre el ajetreo de los parisinos, los más biliosos y malhumorados, los menos fríos e impasibles, tanto como entre los nunca bienvenidos inmigrantes y los diversos llegados de quién sabe cuáles remotas tierras ancestrales.

El lunes, al avistar los tímidos y cautos rayos del sol esparcidos entre los vapores nebulosos, mamá nos animó a mi hermano Leo y a mí a que bajáramos a mecernos en los columpios del jardín. Por unos instantes, virando la tarde de fría y húmeda a calurosa y de sombra a bello resplandor, nos alegramos creyendo que al fin veríamos satisfecho nuestro anhelo de oxigenarnos. Sin embargo, de súbito el oleaje de las ramas, bajo dos rachas de viento contrario, pulverizaron los goterones sobre nuestras cabezas. Mamá no tardó en palmotear apresurándonos a saltar de los columpios y subir los seis peldaños de regreso al pórtico antes de que reventaran las nubes. De prisa, de prisa. Leo protestó: hacía demasiado calor. No le vendría mal a nadie una refrescante llovizna, dijo con voz resquebrajada. Mamá, una persona en apariencia frágil, pero en extremo contumaz e inflexible, lo cortó bruscamente. Recuerda, Leo, que hace dos meses estuviste cerca de contraer una neumonía. Te lo aseguro, adentro estaremos mejor. Él reflexionó unos segundos con la vista puesta en la oscilación del columpio. ¡Qué calor más horrible!, se lamentó y, encogiéndose de hombros, echó a andar sumiso y callado, con ese suspiro de desaliento con que prefería obedecer antes que confrontar a mamá. Por el momento, no tenía fuerzas ni voluntad para un desafío abierto. ¿Llegaría a tenerlas? Llegaría, llegaría.

Era evidente que, con su impaciencia, mezcla de deseo y exaltación, de ardor y constancia, a mamá le urgía volver a los regocijos, sin descartar los suplicios, de su trabajo. Bajo la presión de ese imperativo, tomó asiento en el secreter de patas curvadas estilo Queen Anne, legítimo según Mme. Fabre, nuestra casera de casi ochenta años, si no más, cubierto de apuntes de clase, documentos, escritos de todo tipo, plumas, lápices de colorear. Al pie del secreter ficheros en acordeón con materiales de investigación sumariamente ordenados, libros y diccionarios de grandes dimensiones que semanas atrás habíamos terminado de desembalar. A mí vez me acomodé tras una frágil mesita refectorio, a la diestra de su trono de largas patas curvadas, mientras Leo, con la venia de mamá, iba directo a encender el televisor con el sonido más bien bajo, tal como lo habíamos instruido. Hundido en el sofá, procedió por tercera o cuarta vez, anhelante de emoción y sin aburrirse nunca, a ver el programa que ponían de Charlot, cuyos gestos más histriónicos gozaba imitando, en esa ocasión se trataba de The Kid con el pequeño Jackie Googan, su primera y más exitosa película como actor infantil del cine mudo. Siguió con un documental sobre los hipopótamos del África subsahariana, llamados ingeniosamente por los griegos “caballos de río”, por los árabes “búfalos de agua” y por los egipcios “cerdos de río”. Esos mamíferos, habitantes de pantanos, lagos y caudalosos ríos, conocidos como los animales más feroces de la fauna africana, se hallaban en serio peligro de extinción por la caza furtiva y el exorbitante incremento del valor de sus caninos. Sus parientes más cercanos en la escala evolutiva eran los cetáceos, vale decir, ballenas, delfines, marsopas. El documental se remontó a los cetáceos misticetos, mejor conocidos como ballenas jorobadas o barbadas, caracterizados por tener en vez de dientes, ondeantes barbas en el maxilar superior, cuyo sistema de filtrado les permitía atrapar gran cantidad de peces, pequeños crustáceos y otros elementos en el agua, por los que ya se paseaba el gran polimata, filósofo, lógico y científico Aristóteles nacido en Estagira, Tracia, observador acucioso, hombre práctico y de ingenio expedito, descendiente de una destacada dinastía de esculapios. La verdad era que Leo, con sus inofensivos y delicados nueve años, sentía debilidad por la vida de los animales acuáticos y semiacuáticos, en especial por las especies letales, como el pez piedra, serpientes, cocodrilos de mar, hidras y los tóxicos pulpos de anillos azules de apenas 20 cm. de la mayor área acuática de la Tierra, el Pacífico, y del Índico, desde el Japón hasta Australia, capaces de liquidar en horas a un ser humano con su ponzoña. Todo eso lo alcancé a escuchar en la atildada dicción del presentador, mientras intentaba memorizar y deducir lo imposible de deducir, la conjugación de un repertorio básico de verbos irregulares de mi libro de gramática: aller, apprendre, atteindre, boire, conclure, courir, dire, conduire, connaître, construire, crainde, être, mettre, lire, ouvrir, perdre, pouvoir, rire, voir, vouloir…

De un empujón, nerviosa y cambiante, mamá se levantó empujando hacia atrás la silla: ¡Vamos a preparar la cena! Como era habitual en ella, entrechocando platos y cubiertos, dispuso en el mesón de la cocina nuestro condumio (recordé la ternura con que Whitman en Hojas de Hierba reparaba en la presencia de “la madre, en casa, poniendo en silencio los platos en la mesa para cenar”), antecedido por la eterna amarga y viscosa cucharada de un reconstituyente en cuyas depurativas virtudes confiaban todas las madres de ese entonces. La cena, excepto los viernes y sábados, que solía ser más apetitosa, consistía en los restos nunca lo bastante copiosos del almuerzo, muslos o pechugas de pollo (Leo se negaba a probar las sopas), una tortilla de papas o fideos gratinados, yogur con cereales y frutas de estación, además del tazón de café-au- lait o de una bebida achocolatada, acompañados de la infaltable canilla de pan francés untada en mantequilla, que saboreábamos masticando muy despacio. Terminada la cena, Leo levantaba la mesa y yo fregaba la vajilla. A fin de aliviar el agobio de la cerrazón nocturna y las rémoras de una jornada cruzada de las labores del hogar, que detestaba, mamá ponía música, Eleanor Rigby y Yellow Submarine de Paul McCartney. Por muchos años con Eleanor Rigby, Yellow Submarine y Yesterday de John Lennon, que exultantes de emoción tarareábamos a tres voces, nos libramos a los ecos que ascendían de la memoria de nuestra vieja, formativa la calificaba mamá, pasantía parisina. De tanto en tanto para fortalecer nuestro espíritu nos hacía escuchar con los ojos bien cerrados la Fantasía cromática y la Toccata y fuga en re menor, compuesta por el maestro de capilla Johann Sebastian Bach en homenaje a su difunta y muy amada primera esposa Maria Barbara, sobre todo algunos valses y piezas breves de Schubert, como Margarita en la rueca y Si yo fuera un pez, además de los valses infantiles de Erik Satie, recién descubiertos por mamá gracias a un condiscípulo del doctorado, viudo sin hijos, reputado historiador, músico y cantante de Quebec, una amistad (amorosa, a mi parecer) que se prolongaría sin menoscabo del tiempo y la distancia. Francis Toussaint Laroche, un trovador trotamundos, en un mundo irreflexivo y opresivamente feroz, lo describía mamá.

Antes de ir acostarnos, algo de charla. Convencido de que no teníamos la menor idea sobre el tema y que le correspondía ilustrarnos, Leo nos preguntó si sabíamos cuáles eran los animales más veloces del planeta. De las alturas, contestó rápido y decidido, el halcón peregrino, de la tierra el guepardo y de las aguas abisales el tiburón marrajo o tiburón común de aleta corta. Debido a su potente masa muscular, a su aleta caudal en forma de media luna y por ser homeotermo, lo que le permitía subsistir en las temperaturas más gélidas, podía acelerarse hasta los 124 km/hora.

Sonreímos. ¿En serio?

¿No me creen?

Te creemos, Leo, esa es tu especialidad.

Adivinen quién fue el primer ser humano en marcar la superficie de la Luna con su orina antes de volver a la nave nodriza…

Pues si no lo saben, Buzz Aldrin… ingeniero y piloto de la Fuerza Aérea de los Estados Unidos, astronauta de la misión espacial del Apolo 11, fue el segundo hombre en bajar del módulo lunar Eagle. Poco antes de entrar en el Eagle Aldrin orinó sobre la superficie lunar. Algunos sostienen que fue un accidente, simplemente se orinó en el traje, un detalle escabroso que se ocupó en ocultar. Esperando ser el primero, como estaba previsto, siempre resintió que cuatro meses antes de la fecha prevista para la misión la NASA hubiera preferido al comandante Armstrong.

Digan cuánto duró el Gran Diluvio desatado por Dios para exterminar a todos los humanos que tenían hálito de vida sobre la tierra, siendo que eran tantos sus pecados que le pesaba haberlos creado.

Hicimos una mueca de labios caídos y nos encogimos de hombros…

Duró cuarenta días y cuarenta noches, por cuarenta días con sus noches las aguas se elevaron juntándose a la vastedad de los mares hasta cubrir la tierra a la altura de la cumbre del monte Ararat donde sin nimbos ni lluvias torrenciales al fin halló su ancla de salvación el Arca de Noé con un par de cada especie para darle nuevo comienzo al mundo destrozado.

¿Saben algo de la papada muy distendida, que se llena de aire, del orangután macho de Borneo con la que emite un llamado, parecido a un lamento que puede oírse a kilómetros de distancia?

Lo sabemos por las películas de Tarzán el hombre mono.

¡Pero del lenguaje de señas de los primates no creo que sepan nada!

Ahora no, Leo. Es tarde, bostezó mamá. Mañana tengo que salir de casa a las 6:30. Allons, mes enfantsc’est fini. Nos damos las buenas noches y a la cama.

 

 

Leo la sigue al dormitorio que comparte con ella. Yo tomo el pasillo que lleva al mío, que era el más constreñido de la casa, pero en absoluto el más oscuro, puesto que abría a través de un ancho y alto ventanal en voladizo al jardín envuelto en sombras y al baldío cubierto de arbustos montaraces y abundantes pastos del otro lado de la calle. Si bien a Leo mi cuarto le resulta intimidante, acostumbrado como estaba a acurrucarse en el tibio y vasto lecho materno, cuando ella tenía que viajar por sus estudios a Versalles, a Reims, a Tours, debía ser yo, no de buena gana sino por obligación, quien durmiera con él en esa cama de madera quejumbrosa y en esa habitación el triple de grande de la mía al final del pasillo. La desproporción de los espacios era uno de los tantos fallos del anexo, en el que aun así mamá, Leo y yo nos sentíamos a gusto. Como en casa, me atrevería a decir.

Frente a mi ventanal, se elevaba un rústico y macizo caserón de dos plantas, en el que se recogía tarde y salía muy temprano el gremio de los trabajadores: obreros, albañiles, plomeros, electricistas, herreros, carpinteros, cerrajeros, fresadores, pintores, tapiceros, vidrieros, jardineros, en su mayoría griegos, turcos, españoles, portugueses y algunos, por su tez más terrosa y sus pobladas patillas negras, inmigrantes de las antiguas colonias de África del Norte, en fin, argelinos, tunecinos, marroquís… Un robusto tunecino y su hijo ocasionalmente hacían trabajos para nuestra casera Mme. Fabre, mudar de lugar el piano Pleyel, un macizo escaparate labrado, una alacena de grandes dimensiones. Los días festivos de buen tiempo marchaban desde temprano a través de la vereda que conducía a la calle con sus mujeres y niños engalanados con el brillo dominguero de los lugares de comunión de los fieles. ¿A la iglesia, a las mezquitas?, preguntábamos. ¿A dónde más?, respondía mamá. ¿Al campo, a los parques de atracciones, al cine? Mamá no lo creía, desde el momento en tampoco nosotros podíamos ir al aturdimiento y excitación del parque de atracciones o al cine. El transporte, las entradas a las salas de cine y los helados eran muy caros. Solo nos disponíamos a deambular por la ciudad hasta dar con algún jardín público, y eso una vez al mes o cada quince días, en sábado o en domingo como mucho y dependiendo del clima.

En las noches, a unos cien metros del alto caserón con pequeñas y escasas ventanas, parecido a un granero, los focos de la calle iluminaban una conejera, bancales de vegetales y yerbas de olor, tomillo, romero, espliego y la ladera de pastos. Hasta donde alcanzaban mis ojos, yo me entretenía contemplando en el intrincado boscaje bajo la cúpula celeste irradiante de estrellas y a diferentes alturas el cruce de los destellos de los órganos sexuales del cortejo de las luciérnagas machos (cocuyos, gusanos de luz, los designábamos nosotros) para atraer los fugaces chisporroteos de las hembras multiplicándose cada ocho segundos en el magma de las tinieblas. Esa vista nocturna era el escenario perfecto para contemplar el cielo de verano ya preñado de inflados nubarrones dispuestos a estallar en lluvias con sus tamborileos incesantes sobre tejados y aleros. En cambio, cuando el descampado tomaba su fisonomía invernal, sin apenas vestigios de vegetación, la luna esparcía una tonalidad ambarina y las neblinosas tierras circundantes se esfumaban. Oteando entremedio de los pliegues del baldío, donde iban a aterrizar las hojas de los árboles, descubrí una procesión de parpadeantes lamparitas deslizándose hacia el poniente. No eran luceros errantes, ni partículas giratorias de polvo de meteoritos, ni desprendimientos de cristales, tampoco la cola de algún cometa atravesando a gran velocidad el espacio, tampoco objetos voladores no identificados. Eran como despojos de un naufragio que se alejaran de algún ondulante brazo fluvial o de un furtivo canal al noroeste del Sena, como prefería fantasear, para abordar con su titilar una y otra vez la desembocadura del Atlántico. A esas horas, la calle se hacía eco, en caso de que los hubiera, de cualquier caminante demorado. Se oía resonar el más aterciopelado, el más gradual y breve paso. Un rezagado que paseara a su mascota de la correa, la sombra de algún vagabundo que de etílico traspiés en traspiés hacía rodar los guijarros del camino, una ardilla royendo infatigable una bellota. Mientras el resto de las aves se resguardaba entre las ramas, lechuzas (hermanas aladas, las llamaba Thoreau el místico trascendentalista y filósofo de la naturaleza), mochuelos y búhos de ojos amarillos con su ulular lastimero desplegaban su vuelo en la cercanía del último reducto donde previo al amanecer se escurría la luna entre la turbiedad y los matices de absorción y dispersión de la luz de los maestros flamencos.

El mobiliario de mi habitación y gabinete de trabajo, como en general todo nuestro anexo propiedad de Mme. Fabre, era particularmente escaso, como correspondía a sus reducidas dimensiones: una tambaleante mesita como de casa de muñecas, un cajón y un estante para los libros, la cama de una plaza cubierta de un sobrecama púrpura de largos flecos de un rojo menos intensos, un pequeñísimo escritorio de madera de largas patas de madera torneada con la tradicional lámpara de lectura de porcelana verde, cuya luz reverberaba sobre mi libreta de molesquín, con el bolígrafo y la estilográfica plateada a un costado. Todo lo que requería para absorberme en los libros o para deslizar sobre el papel hermosas, leves y delicadamente solemnes palabras hasta hacía poco inéditas para mí, modulándose y elevándose de aquí para allá en mis oídos, palabras de relumbrón que a su debido tiempo no me privaría de poner por escrito con toda libertad, quiero decir sin aprensión, sin temor a ser tachada de bombástica y afectada, etc., etc., etc. Pues la poesía no más que la narración se hacía, como no tardé en darme cuenta, con la sustancia sensual y conceptual de las transferencias de la lengua, primero con deleite sentidas y pronto penetradas de la conciencia acrecentada por la incolmable dicha de abatir cada nueva dificultad. Además de estructurarse sobre varios planos espaciales y temporales, se forjaba con incesantes, tenaces y selectivas deliberaciones sobre el empleo de las palabras y sus combinaciones, pues estas no debían tomarse a la ligera, así que no estaba demás preguntarse si no sería preferible voltearle el guante a ciertos giros estentóreos por otros más escuetos y cotidianos, sustituir infortunios por algo como fatalidades, desgracias por los compases regulares y menos punzante del término desventuras, o por algún eufemismo del tipo tribulacionescontrariedadesrevesespercancestropiezoscontingenciasvicisitudesacaeceres y sus respectivos acaecimientos.

Ciertas palabras, decía Paul, Valéry, suenan en nosotros, entre todas las demás, como armónicas de nuestra más profunda naturaleza.

 

 

 

Victoria de Stefano. Novelista y ensayista italovenezolana de reconocida trayectoria. Es autora, entre otras, de las novelas Lluvia (2002), Paleografías (2010) y Venimos, vamos (2019), así como del libro autobiográfico Su vida (2019). Trabajó como investigadora en el Instituto de Filosofía de la Universidad Central de Venezuela, e impartiendo clases en las Escuelas de Filosofía y de Arte de la UCV. Reside en Caracas.