Tres fragmentos de una novela en proceso

Reina Roffé
 

 

 
Arriba y abajo
 

 

Empequeñecidas, doña Inés y sus dos hijas adolescentes colocaban sobre una mesa ramilletes de flores que ellas mismas habían preparado abasteciéndose de las glicinas y nomeolvides que crecían en el patio de la pensión. Había velas nuevas, cirios aún no encendidos. Hacia el fondo, en la zona oscura de la pieza, se adivinaba un altar, imágenes: la Virgen de Luján, ¡cuándo no! y el retrato de la Señora.

Duelo en la casa de abajo, exaltación de fiesta en la de arriba. Arriba, se descorchaban botellas para festejar el fallecimiento de la Señora, pero discretamente, con cierto sigilo por el miedo de provocar chivatazos, la ira o la venganza, por ejemplo, de Doña Inés, que adoraba a esa chirusa, a esa mierdita que empezaban a llamar —ya era, y sería para siempre, más que abanderada o benefactora o jefa espiritual o patrona o mártir o santa— la más grande.

Habían descorchado botellas en casa de su abuela. Los hombres, vestidos de etiqueta, ironizaban acerca de lo mal que acababan las minas baratas venidas a más. Las mujeres, con sus vestidos de organza, simulaban una sonrisa, fingían celebrar la crueldad de los sarcasmos. Un temor latente de padecer la enfermedad que había consumido en poco tiempo a la Primera dama creaba una barrera natural en ellas, ponía tope al odio.

Es un recuerdo falso, una escena que alguien le contó a Davina, que ella misma fue armando con otros recuerdos suyos y memorias ajenas. Cuando esto sucedió, si sucedió así, ella todavía no había nacido, estaba en el vientre de su madre. Los trajes de etiqueta y vestidos vaporosos de organza pertenecen a las fotos de una boda, la del tío Mario, en la que toda la familia se vio obligada a ser elegante.

Que celebraron la ausencia de Evita, de eso se ufanaron durante muchos años. Pero su padre, que detestaba a la Señora, debió llevar luto, brazalete o lazo negro en la solapa para que en su local los otros tenderos no lo miraran mal o lo denunciaran.

Por entonces, las hijas de doña Inés serían apenas unas crías. Si las recuerda adolescentes es debido a la imagen última que guardó de ellas. No dejó un solo día de espiarlas a través de los cristales rotos del vitral, que tenía dos zonas de mira: una, por donde se veían los cuartos de los pensionistas y la pieza grande de doña Inés y sus hijas; otra, por la que podía observar la cocina y el patio, este con un espacio de tierra que fue, primero, gallinero y, después, jardín.

Todo revuelto y cambiante en la pensión de doña Inés, joven viuda, de buen ver, decían los tíos con malicia. Por las mañanas, lavaba a mano sábanas, toallas, camisas de los huéspedes peregrinos que alojaba, todos hombres, todos de provincias, y las ponía a secar entre la higuera y la parra; luego, limpiaba las cinco piezas alquiladas, el día se le iba fregando. A veces, por la noche, aceptaba alguna caricia en la cama ocasional que ella misma había tendido.

Lloraba mucho a la hora de la siesta, sola, escondida, mientras planchaba, pero también reía demasiado en las cenas, tenía el vino alegre, comentaban las tías.

Lloró sin llanto cuando la Señora pasó a la inmortalidad. Había tanto silencio abajo. Arriba, de alguna manera, también.

Celebración callada, temerosa. La abuela, los tíos, su padre, todos ellos complacidos murmuraban, humedecían sus labios con vino espumante. Su madre, en cambio, bebía por el gusto de beber, triste, olvidada por todos, incluso por ella que estaba en brazos de alguna de las tías, sentada en el sillón de mimbre del pasillo. Su madre, como doña Inés, adoraba a la Señora, una adoración visceral, sin fe, sin ideología, solo por identificación. Ella también había sido, era, se sentía, la hacían sentir una mierdita.

Pero Davina no estaba en brazos de nadie, esa es una mentira, sino en las dulces tinieblas del vientre materno. ¿Serían dulces o convulsionadas? Me temo que esto último.

En el sillón de mimbre se hallaba años después hasta que alguien, por precaución inútil, hizo que una de las tías y ella entraran en la habitación más protegida de la casa, donde las balas no podían penetrar. Se oía el tiroteo en la calle, el ruido metálico, rodante, las pesadas cadenas de los tanques del ejército avanzando hacia Plaza de Mayo. Davina oía, creía oír todavía la respiración fuerte de su abuela, algún comentario untado de victoria, mientras los semblantes iban perdiendo su palidez, las puertas se abrían nuevamente, las noticias en la radio anunciaban el triunfo de lo que se dio en llamar Revolución Libertadora.

Había caído Perón. La noticia alegró a la familia, a la mitad del país, regocijado porque la otra mitad, la enfurecida, embravecida, feroz otra mitad no había salido a defenderlo. Rápidamente, en apenas cuatro días, casi sin luchar, un general retirado había derrocado al General, que daba la casualidad era todavía presidente electo.

¿Y los tanques pasaban cerca de su calle? ¿Se sentía el ruido de los tanques, la acechanza del tiroteo, los disturbios? Es la fantasía de un recuerdo, espejo deformante, un recuerdo confuso que, no obstante, le parece tan vívido, tan real y fresco como el vino espumante de las celebraciones.

En el brindis de 1955, Davina ya era una presencia en la casa, digamos que una presencia chiquita. Por eso, no le resulta extraño guardar memoria de aquel momento, de esos años, incluso de los días en que aún no existía: lo que marcará para siempre se intuye, se entiende por ósmosis, abre una grieta y se queda, se afianza aún distorsionado, levanta montañas y también genera su propio derrumbe.

 

 
Lo que queda
 

 

¿A quién habían ido a visitar en aquel edificio con ascensor? Empezaba el verano. La madre llevaba un vestido azul con vivos blancos, de media estación, que usó hasta lo indecible, le hacía tan buena figura. El padre iba perfumado, olía a lavanda y a cigarrillo rubio. ¿También fumaba Saratoga, como el tío David, o Chesterfield? Su padre siempre se dio a sí mismo lo mejor o lo más caro, seguro que fumaba cigarrillos de importación. El hermano también entra en escena con ese corte de pelo asesino que convertía sus orejas de infante en las de Dumbo; su cara menuda, pálida, asustadiza. ¿De qué estaba asustado permanentemente? ¿De lo que ya había y quedaba por revelar?

Al fin se marcharon de la casa visitada. Su hermano Rubén, su papá, su mamá, el tío David —muy engominado— y ella, que tendría unos cinco o seis años. De la puerta del ascensor colgaba un cartelito. Advertía, con las debidas disculpas por las incomodidades que se pudieran ocasionar, que el ascensor estaba siendo reparado, y hasta que la obra no finalizara, solo admitía el peso de tres personas. Tío David dijo que él bajaba por las escaleras. Ellos entraron en la cabina.

—Papi —dijo—, no podemos bajar todos, somos cuatro.

Su padre, mientras cerraba la puerta, la mandó callar. Ella insistió:

—Uno, dos, tres, cuatro. Somos cuatro, papi.

—Es que vos no contás —le respondió él con un tono neutro en el que no se podía reconocer si bromeaba o hablaba en serio, si era chiste o regaño—, vos no sos nada.

Cuando llegaron al hall, corrió a los brazos de tío David con los ojos anegados en lágrimas.

—¿Qué le pasa a mi gatita mimosa, por qué llora?

Más mal que bien, le contó.

—Lo que ocurre es que dos niños apenas suman el peso de un adulto —dijo el tío para consolarla—. Eran cuatro, pero el peso correspondía al de tres personas.

Más bien que mal, entendió, pero en ella se fue afianzando una tristeza que conspira.

 

 

 

 
Prohibido llorar
 

 

La habitación era pequeña, sus paredes desconchadas. Vio capas de pintura de distintos colores. Sinuosos mapas de yeso mugriento, úlceras oscuras que tachonaban el muro que tenía enfrente. Había un cuadro con la imagen de una enfermera que pedía silencio. Estaba colgado con alambre de un clavo gordo y oxidado. Detuvo su mirada en el cuadro y no se internó en la habitación. Su madre la empujó suavemente hacia adentro.

—Dale un beso a la abuela —le dijo.

La abuela se estaba muriendo de cáncer en una menesterosa cama de hospital. Había un olor particular en la habitación, el de la anestesia que, por entonces, despedían los cuerpos operados. No obstante, se estaba muriendo.

La abuela sonrió al verla. Tierna y, a la vez, dolorosamente, dijo:

—Ah, es la pingüinita.

Sus abuelos maternos, cuando ella y su hermano iban de visita, los llamaban pingüinos. Ahí vienen los pingüinos, exclamaban desde la puerta de calle no bien los veían llegar. Y eso parecía ser una alegría. Los pingüinos debían de hacerles mucha gracia y ellos también. Guardaba escasos recuerdos de esos abuelos, ambos habían fallecido cuando ella tenía unos nueve años.

La abuela apenas pudo levantar un poco la cabeza. Le dio un beso y sus labios chocaron con el hueso del pómulo. Una cara descarnada, amarilla y ese olor fuerte que impregnaba el cuarto se metía en su nariz, le removía el estómago.

—¿Viste qué bien está la abuela ahora? —dijo su madre, y añadió—. Unos días más de reposo y los médicos le darán el alta para que vuelva a su casa.

No se lo decía a ella, no era a ella a quien quería animar engañosamente.

Respiró hondo, tenía náuseas, pero no quería vomitar ahí o decirle a su madre que la llevara al baño, porque estaba colocándole las almohadas a la abuela, quería que adoptara una posición más cómoda en esa cama fea y triste. Al ahuecarle las almohadas, la abuela se quejó, su quejido era un suspiro entrecortado, profundo, como si llegara del fondo mismo del dolor, que escapaba a su voluntad.

Parecía muerta en esa cama grande que ocupaba casi toda la habitación, en ese cuarto asfixiante, sin ventanas, en el que ella permanecía de pie; no había donde sentarse, nada donde poner el ojo, solo el cuadro de la enfermera regañona y la pared descascarada y sucia. Respiró hondo otra vez y retorció en el bolsillo del tapado, el abrigo azul y rojo de salir, el pañuelo que tenía un manchón enorme de tinta seca, ignoraba cómo había ocurrido eso. Entonces, pensó que era domingo, domingo por la tarde y todavía no había hecho los deberes, la redacción que pidió la señorita, composición-tema-los sentimientos. Ramón, su compañero del colegio, había dicho que los sentimientos eran cosas de chicas, que él iba a escribir sobre el coraje.

Se agachó para levantarse las medias tres cuartos y su madre dio un tremendo respingo, le dijo que no se le ocurriera sentarse en el suelo ni tocar nada. Se incorporó rápidamente y dejó una media más baja que la otra. De cualquier forma, no llegaban a cubrirle las rodillas y lo que tenía heladas eran las rodillas.

Su abuela la miró sin mirarla, tenía como una pátina en los ojos. Daba la impresión de estar ya en el otro mundo.

Pensó en la paloma muerta que un día encontró en la terraza; en el pollito que le regalaron en Reyes y quedó tieso sin motivo alguno al día siguiente de estar insultante de vida. También en las cucarachas que su hermano aplastaba de un pisotón; en el perro que murió atropellado por un auto en la esquina de su casa. Sus dueños lo lloraron, comentaba el barrio, con mucho sentimiento.

Sabía lo que era la muerte. No ver nunca más a los que quieres, perderlos para siempre.

Ella pedía cada noche a Dios, que estaba en el techo de la habitación donde dormía, como si el techo de la habitación fuera el cielo, con enorme fe y convicción, que nadie de todos a quienes quería se murieran, que todos, pedía, y cada uno de los que formaban parte de su familia estuvieran sanos y salvos por siempre jamás. Hasta los doce años le suplicó a Dios. No rezaba, no sabía hacerlo, solo le pedía a Dios cada noche, sin olvidarse, aunque la venciera el sueño, por la salud y el bienestar de los suyos.

—Saludá a la abuela que ya nos vamos —dijo su mamá.

Y ella se acercó a darle otro beso en su cara flaca, amarilla y angulosa, pero no pudo. Empezó a llorar en silencio, copiosamente, cosa de que se viera bien que eran lágrimas abundantes las que expresaban su pena. Quería comunicarle lo mucho que la apenaría su muerte.

Su madre la sacó inmediatamente de la habitación. Si entró a empujones suaves, salió de allí a empujones violentos.

—Cómo se te ocurre —dijo su mamá a gritos, cuando estuvieron fuera del hospital— ponerte a llorar delante de la abuela.

No recuerda si la llamó tonta o algo peor. La miraba con desprecio, con rabia. Habían ido a consolar a la abuela, a tranquilizarla, no a refregarle en la cara su muerte inminente. Su madre, por supuesto, no habló de muerte. Era ella quien oyó comentar en su casa que la abuela se moría. Los mayores hablaban delante de los chicos y los chicos registraban, armaban su cuadro. ¿El que se muere no debe saber que se muere, hay que mostrarse alegre en vez de llorar?, se preguntó con perplejidad.

A partir de entonces, ya no fue trigo limpio para su madre. Había querido demostrarle sus buenos sentimientos, su pena, y no resultó. Tal vez fuera mejor esconder los sentimientos. Son cosas de chicas, había dicho Ramón. Evidentemente, de chicas tontas. De chicas malas.

Ahora, cuando alguna lágrima asoma, respira hondo, la contiene, como si retuviera un vómito.

 

 

 

Reina Roffé. Autora argentina de extensa trayectoria. Sus novelas incluyen El otro amor de Federico (2009) y Lorca en Buenos Aires (2016). Publicó el libro de cuentos Aves exóticas. Cinco cuentos con mujeres raras (2004), así como la biografía Juan Rulfo. Las mañas del zorro (2003) y el libro de entrevistas Voces íntimas. Entrevistas con autores latinoamericanos del siglo XX (2021). Colabora regularmente con la prensa y las publicaciones especializadas. Reside en Madrid.