Carta de dimisión y otros cuentos

Rodrigo López Romero
 

 

 

Carta de dimisión

 

He permanecido un año en el cargo, y no quisiera irme sin decir unas palabras. Ya sea porque mis fuerzas son insuficientes o porque lo es el alcance de la institución, renuncio porque no sé cómo ayudarlos. La población de este municipio se contabiliza en dos millones, pero puedo asegurar que existe una cuarta parte más que no aparece en los censos, sin sombra de registro. Se me pidió que diera seguimiento a los programas, lo que hice desde mi llegada. Pero descubrí pronto que no se beneficiaba a la población destinada. No porque aquellos apoyos se entregaran a gente exenta de pobreza, sino porque avistaba cerca increíbles honduras de escasez.

Quise conocer los barrios, las localidades y las calles en que se deshace esta malhadada entidad. Me adentré en anillos de miseria que no creí posibles ni siquiera aquí. Ahí donde las calles desembocan en terracería y las casas son precarios equilibrios de cartón y lámina, sin luz ni agua, vi habitaciones donde se hacinaban diez familias, multiplicándose en esa tiniebla sin lenguaje. Las miradas son hoscas y las respuestas dejan entrever un abismo de significado; los hombres salen a sus criminales faenas y vuelven con migajas, con pequeñas bolsas que contienen breves paraísos sin los cuales no conciben la vida. Las mujeres son de todos —aún la prostitución requiere un rastro de civilización— y los niños de nadie.

Allá fui con mi equipo enfundado en camisetas bordadas con el emblema del ayuntamiento, hablándoles de servicios, de trabajo, de escuela, repartiendo en sus manos insulsos almuerzos. Debo decirlo; más que la podredumbre y el hedor me alarmó otra cosa inesperada, ellos no nos necesitaban lo más mínimo. Entendí que, de quererlo, reducirían mi contingente en un segundo. Ellos estaban plenos en sus pillajes impunes, en su jerga oscura, en sus cópulas desordenadas. La civilización nada puede contra eso que no sabe cómo nombrar. Luego de vadear un torrente de aguas negras, tras esquivar un montón de perros muertos, nos encontramos en el vertedero. Cajas de cosméticos y restos de comida alternan con papeles de oficinas lejanas y latas comprimidas. Ahí, una raza de seres resistentes a la inmundicia, vagan con mirada experta sobre un reino de desechos.

¿Qué podía ofrecerles? Un vale, la inútil posibilidad de garabatear su nombre, una cadena de trabajo y deudas. De pronto entendí que ellos no eran el residuo o el error de nuestro modelo, sino su apogeo, el invencible porvenir. Después de eso no volví, me encerré en el despacho. Pero cada día comprobaba que en los repletos comedores y orfanatos asomaba ese brillo descarnado y soez que había visto resplandecer allá. Y pese a todo, seguía reportando avances que no podía ver, elaborando planes cascados desde su concepción. Cuando el día se sumergía entre las azoteas me preguntaba cuánto faltaba para que eso se decidiera a tomar forma. Pero no he podido más, por ello es que ahora dimito, tildando de fallido el proyecto, no el de esta dependencia, sino el otro que creemos ya alcanzado.

 

 

 

La verdad de la mosca

 

Ustedes me preguntan por qué caemos en la tela. No es algo fácil de explicar. Podría decirles que las arañas son las últimas sirenas. Aéreas y delicadas, construyen cristalinas geometrías que cantan con el aire. Espléndidos lechos flotantes. Por desgracia la mosca es una criatura solitaria. Ustedes se rinden al amor con la misma docilidad; ambos estamos subyugados por el deseo. Nunca se preguntan si serán a su vez víctimas, mueren por creerse inmortales.

Pero pueden aducir que las telas no engañan, pues desde el inicio anuncian la red, y las crueles tejedoras nunca han mentido sobre su dieta. Eso me forzaría a revelarles otra posibilidad: la mosca muere porque es una criatura violenta e insignificante, y como tal se aborrece a sí misma. Condenada a errar en panteones o basureros, busca con frecuencia su muerte y qué casualidad que siempre haya una filigrana cerca.

Una tercera historia confesará que la mosca es en realidad dichosa. No piensa ni quiere saber sobre peligros y trampas. Vive en la euforia de su vuelo errático, de su zumbido insistente, sin saberse fea o inmunda. No distingue entre ella y una golondrina; es epicúrea e ignora la muerte y el engaño. Aún con su millar de ojos es ciega y por eso mismo es la presa perfecta, que pisa con docilidad la fatal cuerda que le arrebatará su destino.

 

 

Correspondencia

 

El texto que usted escribe debe probarme que me desea.

Roland Barthes

 

 

Reinaus recibió una tarde un correo titulado “Carta de agradecimiento”. Habitualmente esos mensajes eran torpes y efusivos, pero este no solo se dejaba leer, sino que era una precisa pieza de escritura. Hacía referencia a su última novela, y expresaba comprensión e inteligencia. Como si su deseo pudiera ser completo, los tres largos párrafos estaban firmados “Sofía Pinto”. Ciertas frases quedaron resonando en su cabeza “he querido escribirle desde hacía tiempo”, “esa forma de soledad que es la lectura”, “que el lenguaje no es sino un hambre de decir que avanza conforme crece su desesperación”.

Cuando contestó se cuidó bien de estar a la altura de su interlocutora. La respuesta no se hizo esperar, le agradecía por tomarse el tiempo para atender sus observaciones, y continuaba haciéndole algunas preguntas difíciles sobre sus libros. Los correos se siguieron con regularidad; ella solía tardar un par de días solamente, mientras que a él le tomaba el doble. Y pensar que alguna vez había creído que la época era incapaz de relaciones por escrito.

Sobra decir que ella era extraordinaria. Conocía a todos los autores mencionados y enlazaba con facilidad comentarios y pequeñas objeciones. Por asomo había dejado traslucir una edad mucho menor de lo que él se había representado al inicio. A la tercera correspondencia se tuteaban, y a la quinta hablaban sin trabas de ellos mismos. Sin embargo, ella nunca mostró deseos de una reunión, y él se dijo que llegaría el tiempo. “Querido Reinaus” era el inicio que esperaba con emoción. En la vida de quienes se recluyen entre las palabras hay siempre una velado anhelo de entendimiento.

Si es cierto que la comunicación no existe, sino solamente el ansia por ser dicho, Reinaus había experimentado eso con más angustia que otros. Con frecuencia volvía de una reunión avergonzado de todo cuanto había escuchado, así como de aquello dejado sin pronunciar. Al abrir su computadora lo embargaba la esperanza de hallar un mensaje de ella, que sería como una pastilla efervescente sobre su ánimo apagado. Había incluso aprendido de su estilo breve y concreto, de esos párrafos que él imaginaba escuchar en una voz indescriptible.

Aprovechando el carácter de confidencia que encontró en una carta, sugirió la posibilidad de un encuentro. La amable negativa que recibió fue seguida de una composición radicalmente distinta tras una semana de silencio. Era una entrañable descripción de sus sentimientos que no rozaba nunca el patetismo o la convención. Sostuvo que le tenía por el mejor de los interlocutores, pero no quería empañar el disfrute de los textos con la frivolidad de una cita, y terminaba pidiéndole algo más de paciencia.

“Escribo para intentar pensar” le había dicho. A veces tomaba prestados con increíble facilidad el léxico y la forma de las novelas epistolares dieciochescas, de donde podía pasar a la imitación de diarios o cualquier estilo de novela, para volver con toda naturalidad a la manera habitual de cartearse con él. Estos equilibrismos le resultaban tanto más placenteros cuanto él estaba eximido de ellos, escribiendo siempre en su estilo conciso y un tanto melancólico.

Cuando abrió la siguiente carta se sintió transido de emoción. Era algo como nunca había creído posible leer; se trataba de una redacción íntima, con claros visos sensuales, donde aparecía desplegado cuando había podido codiciar en su fantasía. Sofía, esa viva inteligencia que tanto lo había entretenido con sus piruetas verbales, esa mujer única en su entendimiento, se entregaba de momento, en palabra. Al terminar la lectura supo que estaba cercano el contacto, que tras aquellas líneas se había fundado una manifiesta proximidad que volvía ineludible una relación.

Un año exacto había durado el intercambio. Al principio creyó haberse equivocado. En una tosca declaración se le explicaba que Sofía era un procesador de textos capaz de producir o imitar cualquier orden de escritura. El firmante, un ingeniero a quien alguna vez contradijera en un simposio, se disculpaba diciendo que de otro modo no habría creído en su invento, pues aseguraba entonces que el lenguaje era puramente humano. Pasado su furor, en el preámbulo de la subsecuente amargura, escribió: “En efecto, he disfrutado mucho de su creación. He sido como el personaje de Hoffmann, embelesado por un artilugio que a nadie más engaña”.

 

 

Urbanística

 

A la memoria de Italo Calvino

 

Decir que Friné es una ciudad carente de atractivo se ha vuelto costumbre entre los viajeros que relatan sus travesías. Es cierto que al recorrer sus autopistas incoloras bordeadas de fábricas, o al andar bajo las marañas de cables que cubren con arácnida afición las esquinas, la emoción dominante es el desánimo. Quien conozca su frecuente mención en las viejas crónicas y los sobrenombres afectuosos que se le dedicaban, experimentará además un profundo pesar ante los palacetes ruinosos y los baldíos empleados como panteones o basureros.

En esta ciudad de automóviles donde los edificios de otras épocas sucumbieron para dar paso a estacionamientos, apenas se siente un soplo de algo que no sea la prisa por llegar a casa o a la taberna más cercana. Los propios locales la tratan con el mismo afecto que a su ropa vieja. No hay en Friné mujeres que canten desde las ventanas, ni escalinatas doradas, ni egregios guardias inmóviles. Incluso los mercados tienen algo de fúnebre, y el trato de los habitantes suele describirse como soez y frío.

Y sin embargo, en esta urbe desastrada y triste, cuando algún cansado funcionario sale tras dejar apilado en su escritorio otro crimen no resuelto, o mientras una obrera espera un autobús mirando sus manos envejecidas a la luz de un farol, o en el momento en que el extranjero que ha sido injustamente tratado en una posada deambula por las calles, Friné parece transformarse, y de pronto la punta de un pararrayos recuerda la cruz de una iglesia bizantina, o la cavidad de una ruina asemeja por un segundo un arco morisco.

Entonces del sucio puesto de pescado frito se oye algo parecido a la risa de una odalisca, y una mohosa pila de ladrillos simula ser un antiguo túmulo. Las sombras de la tarde reescriben con fantástica maestría otra arquitectura sobre la industrial metrópoli. Por unos instantes, sus pobres habitantes, usualmente desprovistos de todo sentido de belleza, vislumbran eso que la ciudad no es y no podrá ser; contemplan absortos el espejismo de una retícula cubierta de balcones, jardines, capiteles, cúpulas, y les parece que quizá entonces podría existir algo como la felicidad.

 

 

Encuentro

 

Sobre la mesa descansaba una taza casi vacía al lado de un pequeño florero y una servilleta doblada. Sonó una campana y por la puerta abierta entró mi padre vistiendo un saco marrón y sosteniendo una bolsa de papel en la mano izquierda. Me vio de inmediato, y eludiendo a un camarero caminó hasta llegar conmigo. Me saludó efusivamente, tras lo cual ojeó el menú y me preguntó cómo estaba; parecía no notar mi desconcierto. Con un acento de complicidad, me relató una discusión que había tenido con mi madre, pidiéndome que apoyara su punto de vista. Luego me contó un chiste que ya conocía.

Cuando llegaron las tazas, lo vi beber sin dificultad e hice lo mismo. Haciendo acopio de fuerzas le dije: “Padre, tú has muerto, hace ya cinco años”. Él se rio bajo, como si fuera un chiste pueril, pero insistí: “No puede ser que no lo sepas, intenta recordar”. Entonces me miró con otro gesto y temí que el hechizo se rompiera bajo mi invocación de la realidad. Me preguntó qué había pasado, y en el momento en que se lo conté sentí que su presencia perdía fuerza. Pasados unos minutos, se levantó con mirada ausente y salió a la calle. Todavía lo miré tomar un tranvía que se dirigía al centro, como si fuese un viento leve o un sueño alado.

 

 

 

Rodrigo López Romero es un autor mexicano. Ha colaborado con revistas universitarias tales como Palabra RealizadaLa palabra y el hombreDeslindePlurentesEl ornitorrinco tachado y Luvina. Ha publicado narrativa en la revista Primera página y ha trabajado en diversos semanarios de la ciudad de Toluca, ciudad donde reside.