De El salón de los perdidos

Frederick de Armas
 

 

I

Su sombra siniestra

 

 

Era un día como otro cualquiera. José Ignacio y Carolina, cada uno por su parte, se abalanzaban hacia un edificio que sería causa de muchas pesadillas; los barbudos saboreaban su triunfo como si estuviesen comiendo cochinito asado; las olas del mar querían con su furia derribar el malecón, para así despertar la isla; Jorge Mañach terminaba otro ensayo; y la sombra se columpiaba en los candelabros del Capitolio.

Desde su casa en Miramar, José Ignacio Rivero se dirigía al trabajo. La mano izquierda le temblaba algo, como si fuera un nuevo manco de Lepanto. Ese día comenzaba con el injusto juicio contra Huber Matos y tenía que presentar en su periódico, vívidamente pero sin prejuicios, lo que estaba ocurriendo. Los molinos, bajo el influjo de Arcaláus y su caterva de maleantes, se hacían cada día más gigantescos. Las aspas giraban con más ahínco, revolviendo las mentes del pueblo; y la pluma del caballero ya casi no podía contra tantos enemigos. Ya cruzado el túnel bajo el río Almendares, el carro se internó por el Vedado, y casi flotando por el Malecón, cuya muralla detenía a las olas furiosas en días de tormenta como este, se dirigía a su destino. Un chofer de mala muerte, contratado por su esposa para que no manejara en momentos tan turbulentos, lo conducía con muy mal humor hacia el Prado y la Habana Vieja. La infernal máquina lucía un motor V-8 y el chofer parecía como, buscando superar toda velocidad posible, querer despeñarse por las calles.

Como gran dama de la isla, el Capitolio se erguía a la distancia con vestimentas doradas del sol que amanecía. Sus blancas columnas griegas, su imperiosa escalinata de cincuenta y cinco escalones, sus tres puertas de bronce, las dos impresionantes estatuas que guardaban la entrada y su cúpula, eran solo algunos de sus adornos. A los turistas les recordaría el Capitolio de Washington o quizás la Basílica de San Pedro en Roma. Y es cierto que un edificio cubano impresionaba casi tanto como los grandes edificios en centros de inmenso poder —su cúpula de estilo renacentista era la quinta más alta del mundo. José Ignacio, por mucho que había leído no quería o no podía recordar exactamente quién fue este nuevo Miguel Ángel cubano—; podría ser que Eugenio Raynieri Piedra y Raúl Otero se hubieran disputaban el título, ¿o estaba equivocado? El director del diario no tenía en ese instante el lujo ni el deseo de internarse por todas las querellas y cambios que ocurrieron allá en la segunda década de los años veinte. Hoy quería soñar e imaginar, ya que el presente era tan oscuro, tan duro. Ya con sus cuarenta años, y quince como director, quería relajarse, si es que eso fuera posible. Bueno, a José Ignacio se le antojaba que el parisino Jean-Claude Nicolas Forestier tuvo mucho que ver no solo con los jardines, con los patios interiores y con los amplios espacios que rodeaban al Capitolio cubano, sino que también percibió esta cúpula como hermana gemela del Panteón de la ciudad de las luces.

Con una benévola carcajada que asombró al chofer, José Ignacio volvió la cara para no tener que meditar en esa nueva Atenas, esa Estatua de la República que se encontraba en la rotonda que dividía en dos el famoso Salón de los Pasos Perdidos a la misma entrada del Capitolio. Esculpida en Roma por Ángelo Zanelli, el gorro frigio que llevaba la estatua podía ser símbolo de previas revoluciones, como la francesa y la americana. Con su lanza en mano y su fiera figura, representaba la lucha por la libertad. Poca libertad ha tenido Cuba, pensó José Ignacio —primero con intervenciones norteamericanas y luego con dictaduras. Y ahora, los barbudos han eliminado estas dos cámaras legislativas del Capitolio. Por eso, miró con ahincó y determinación su propio edificio construido en 1952 para albergar a su venerable periódico. Era el más antiguo de Cuba, con raíces en publicaciones que databan de 1813, pero ya con el nombre de Diario de la Marina comenzando con 1844. En una república tan nueva e inquita como la de Cuba, su padre y él siempre habían luchado por dar voz a la verdad y contrariar a dictadores, llámense o Machado o Batista. Y ya, desgraciadamente, estaba en contienda con uno nuevo. Acusaban a José Ignacio de estar departe de la élite, de los así llamados latifundistas, de la iglesia católica, de ese país norteño que tanto había ayudado a los barbudos a llegar al poder. Pero no decían palabra de su suplemento literario que publicaba a los más conocidos escritores de Cuba y de toda Latinoamérica: Borges, Carpentier y Lezama Lima. Y claro que no querían recordar que en sus páginas se publicó por primera vez los Motivos del son de Nicolás Guillén. Ni tampoco querían ni imaginar que José Carlos Mariátegui, el marxista peruano, adornó el diario en alguna ocasión. Así son, se decía a sí mismo, queriendo cancelar el pasado e imaginarse un nuevo mundo lleno de trompetas y voces belicosas, ardiendo en su fragor; pero soso y sin sabor de la tierra en que se encontraban. Si quieren criticar, que critiquen. Pero eso de que el líder de los barbudos pusiera una pistola sobre la página editorial del Diario cuando se entrevistó con su editor, eso no. Eso recuerda a los gánsteres de ayer. José Ignacio tuvo que desatar su tormenta interior, dando un buen golpe a la puerta del carro con su puño cerrado. Su mente, repleta de hipérboles e insultos barbudos, daba vueltas y vueltas imaginando aliteraciones enojosas, puliendo paradojas, confundiendo metáforas, y hasta oxigenando algún oxímoron. Si me quieren matar, si me quieren censurar, si me quieren cancelar, pues que lo intenten a ver qué pasa. La lucha continuaría porque la isla era así. ¿Cuándo crecería Cuba? ¿Por qué tenían esos machos delincuentes que hacerse dueños de ella como si fueran comendadores o conquistadores de antaño? En su íntimo ser, la isla era suave como su brisa, alegre como su choteo, elegante como sus palmas. Dejen que se mueva con su propio ritmo. No la aten, no la manoseen, no la manipulen.

El nuevo edificio parecía estar plantado allí, a unos pasos del Capitolio, para recordarle su deber a las dos cámaras del congreso; para recordarle a su líder que la isla no era suya, que pertenecía a todos los cubanos. Pero el líder y sus secuaces andaban por otras partes, olvidando su legado. Si el Capitolio tenía una fachada con columnas neoclásicas que intentaba asombrar al público, el imponente edificio del Diario de la Marina tenía unas amplias y masivas columnas que cubrían las aceras para que los transeúntes se albergaran en ellas. Si cruzaban la calle y miraban para arriba, toda una serie de columnas y ventanas trepaban hasta lo alto, dándole fuerza a la convicción y transparencia a los hechos. Con mucha tristeza, José Ignacio pensó que su edificio le estaba haciendo sombra a los cobardes del Capitolio.

El director se apeó del vehículo lentamente como si tuviera que soportar una difícil y pesada carga. Algunos lo reconocieron, no muchos. Porque no era su imagen lo que importaba; eran las palabras de su Diario. Algún transeúnte se atrevió a decirle con mucho sigilo “¡Viva Cuba Libre!” y algún otro replicó, sonriendo “¡Que vuelva Vulcano con sus relámpagos!” —así refiriéndose a una columna periodística que había tenido que eliminar. Escuchando lo cual, un miliciano gritó “¡Pepinillo, al paredón!”. Se creían que ese diminutivo era un insulto porque a su padre le decían Pepín. Para José Antonio era todo un honor, porque así se recordaba a su padre, que tanto había hecho por el periódico. Y hasta cuando alguien le preguntaba por eso de Pepinillo, José Ignacio afirmaba que a veces los despectivos se convierten en motes de gran honra. Que Pepinillo sería parte del escudo familiar. Después de hablar con algunos de los trabajadores, orgullosos de tener el sistema de imprenta más moderno de Cuba, y después de hablar con el cocinero para explicarle lo que quería almorzar ese día —pues como casi siempre tendría varios invitados en su azotea— se dirigió a su oficina para comenzar otra larga faena. Y además tenía un sinnúmero de citas. Muchas personas con mucho poder venían a quejarse, pero nunca hacían nada para impedir lo que estaba ocurriendo. Tira la piedra y esconde la mano. De esos, ya estaba cansado.

 

 

***

 

 

En la sala de espera, frente a la oficina de su editor, Carolina leía el periódico de ese día. Y allí, en la cartelera de cines se anunciaba Su sombra siniestra, la película que ella había reseñado para este próximo domingo 13 de diciembre de 1959. La había visto días antes en el cine Rodi, allí en el Vedado cerca de donde vivía, y le había encantado. Claro que antes de verla, había devorado la maravillosa novela en que se basaba, The Scapegoat de Daphne Du Maurier. Un par de líneas se habían quedado revoloteando por su cabeza, hasta que un genio del mal decidió esculpirlas para siempre en su mente: “I could not ask for forgiveness for something I had not done. As scapegoat, I could only bear the fault”.

Con grandes actores y actrices, Alec Guinness y Bette Davis, el film era apasionante —y tétrico. Trataba de identidades trocadas. Un noble francés, el Comte, Jean de Gué, al ver lo mucho que se parecía a un maestro que está de vacaciones en Francia, desaparece y lo deja como substituto. Claro, el maestro estaba tan contento con su nueva riqueza que cantaba en la lluvia. No podía ni imaginar que las intenciones del noble no eran para nada buenas. Para el conde solo importaba el dinero, la fortuna y el poder. Su familia no era más que una pesada carga. El maestro, estupefacto ante los problemas familiares, intentó ayudar. Con la misteriosa muerte de Françoise, la esposa de Jean, la trama ya no puede ser más escalofriante. Y claro, el maestro es el scapegoat. Siempre se busca una víctima sacrificial. Carolina recordaba cómo los romanos, en los idus de marzo, echaban de la ciudad a un hombre revestido de pieles de animales salvajes. Se decía que su nombre era Mamurius Veturius. Con él, expulsaban todo lo malo de Roma para así tener una primavera llena de flores. Al plantar la cosecha, esperarían abundante fruto. En pueblos por toda Europa se perseguía a seres inocentes, para así purificar el ambiente o para que se llevase con él o ella todos los males de una plaga o de una sequía. A veces hasta los mataban. Y a veces se trataba de todo un grupo de personas. ¿Y qué decir de las brujas en su tiempo? Los inquisidores tenían su Mallus Maleficarum para que ni una de ellas saliese viva. Siempre tenía que haber víctimas inocentes.

Suspirando, Carolina pensó que ella era miembro de un nuevo grupo de víctimas sacrificiales. Los barbudos estaban expulsando a todos los miembros de la élite, a la burguesía, a todos los que no creían en el nuevo socialismo. Les gritaban atrocidades, así como en tiempos antiguos. Y de allí, o los fusilaban o los encarcelaban o los forzaban a exiliarse, o simplemente los echaban de la polis. Así pensaban purgar el veneno del antiguo dictador. Pero lo único que conseguían era ensangrentarse las manos. Y pensándolo bien, también estaban haciendo algo parecido con los muy católicos que ya veían que se acercaba una nueva persecución por parte del cubano Nerón. Y allí estaba la paradoja. El catolicismo se basaba en esa noción. Jesucristo era el chivo expiatorio que con su muerte hacía posible una religión basada en el amor.

La verdad es que Carolina ya no creía en el amor, al menos no en el amor humano. Era algo que parecía dulce como el azúcar pero escondía un gran veneno. Hace años su esposo, José María Ponchielli, la había engañado y se veía con otra mujer. Y le hacía tantos regalos que casi quedaron Carolina y su pequeño hijo Robino, en la miseria. Es que ella no se había enterado. Era una inocente, y se dejaba maltratar y robar. Pero por fin abrió los ojos. ¿Tanto viaje a México por un negocio que parecía hundirse? Los encontró juntos en Acapulco. Y allá murió ese fementido José María —accidentalmente. Años después, Carolina se había enamorado de un anticuario de Matanzas, un tal Lamerens, a quien conoció cuando iba en busca de una pintura que se le apareció en un sueño, atrayéndola con su canto de sirena. Ese amor se convirtió en pesadilla y su nuevo príncipe se transformó en monstruo. Todo amor era engaño, todo deseo escondía un peligro, pensó para sí Carolina, con otro gran suspiro.

—¡Carolina! —exclamó una voz de barítono que parecía estar cantando en una ópera. Era su editor. —Qué gusto de verte. Ven, pasa a mi oficina.

 

 

***

 

 

José Ignacio y el doctor Jorge Mañach habían tenido sus disputas. Poco después de regresar a Cuba, en febrero de 1959 y tras su exilio voluntario a España, Mañach decidió que el Diario de la Marina no le estaba dando suficiente espacio a los barbudos. No debías criticarlos tanto, le decía a José Ignacio. Recuerda que son jóvenes idealistas que todavía no saben lo que hacen. Perdónelos, Cristo. José Ignacio siempre había querido razonar con Mañach. Es que era uno de los grandes, con título de Harvard y hasta profesor en Columbia. Bueno, y qué decir de su libro sobre Martí. Pero su odio a Batista no le dejaba ver lo que estaba ocurriendo. Siempre es así, el odio por un gobernante ciega a muchos y no les deja ver cómo se están convirtiendo en la imagen de su enemigo. Cómo ellos manipulan todo para cancelar personas, censurar ideas. Pero en este caso, qué iba a decir un periodista tan insigne erudito con sus sesenta años ya bien cumplidos. ¡Ay! ¡Gracias a Dios! Por fin, ya se había dado cuenta de cómo iba la cosa. El día en que uno de los redactores del Diario de la Marina, el venerable Paco Ichaso, ya frisando en los sesenta, fue detenido sin razón alguna dentro del mismo edificio del periódico, José Ignacio, alarmado, fue en su busca. Se encontró a Mañach y a muchos otros importantes intelectuales en la estación de policía. Todos sabían que Ichaso siempre intentaba equilibrar las cosas. Recordaban muy bien su artículo en Bohemia, donde ya en junio de 1957 hablaba de la polarización entre Sierra Maestra y el Capitolio, y alababa el arrojo y abnegación de los barbudos.

De ese día, en la cárcel en adelante, las relaciones entre José Ignacio y Jorge Mañach se hicieron más y más cordiales. Y hasta hablaron de Ichaso quien quedó en prisión por meses. Sus últimas conversaciones con Mañach habían sido sumamente agradables y significativas. Ese día algo frío de diciembre, con un cafecito delante charlaban larga y francamente sobre la situación del país. El erudito escritor le había traído al periodista un pequeño artículo que se publicaría el día 13. No le importaba para nada que apareciera en un día poco propicio. Él no era para nada supersticioso.

 

 

***

 

 

Una sombra siniestra se paseaba por los techos y las paredes del Capitolio, no comprendiendo quiénes eran estos barbudos que ahora habitaban sus dominios. Con una sonrisa malévola pegada a su inexistente cara, imaginaba que a lo mejor podía deslizarse entre los espacios del gorro frigio de la Estatua de la República. De allí podía descender sigilosamente hasta su faz y sacarle la lengua a todos esos seres que rondaban su mansión. Le encantaba hacer esto. De vez en cuando, uno creía ver una lengua hecha de sombra negra que salía de la boca de la estatua de bronce. Estremecido, miraba otra vez y no veía nada. Qué tontos eran los humanos. No podían ni aceptar lo que estaba frente a su propia nariz si no correspondía a sus expectativas. Pero hoy no estaba para tretas. La melancolía fluía por todo su humoso vestido. Recostándose entre uno de los veinticinco bancos de mármol y la pared, pensó que a lo mejor debía de colgarse de alguno de los 32 candelabros de bronce que adornaban el Salón de los Pasos Perdidos. O debía contarlos otra vez para cerciorarse de que todavía eran treinta y tres. Después de todo, ya llevaba más de 30 años encerrado allí. Bueno, su sombra podía recorrer todo el Salón de los Pasos Perdidos, pero su cuerpo quedaba enterrado en un mismo lugar. Se rio silenciosamente a carcajadas. Muchos de los que vienen por aquí piensan que ven el fantasma de Clemente Vázquez Bello. ¡Qué tontos son! El presidente del senado cubano bajo Machado ni había muerto en el Capitolio. Lo asesinaron los abecedarios, mientras viajaba en su limousine por la ciudad, la tarde del 28 de septiembre de 1932. Lo ametrallaron bien ametrallado y murió en el hospital. Bueno, pensó la sombra. Se confundieron, porque yo llegué solo unos años antes. Piensan que soy una de las grandes decoraciones de este Capitolio y no se dan cuenta de que mi cuerpo, tras su brillantez, esconde una sombra sabrosamente siniestra que no se acomoda con la felicidad. No me culpen. Es que soy así por naturaleza. Llevo la maldición conmigo y la dispenso como lúgubre regalo a los que quieren poseerme.

Tantos años, tantos daños, tanta tragedia. Y todo ¿para qué? ¿Para que lloren con más dolor y ruido? ¿Para que mueran más afligidos? ¿Quién sabe? No tenía ni la más mínima idea. A no ser que todo era para darle placer. Un hilo de situaciones fatales siempre lo entretenían. Los humanos eran tan frágiles. Aunque a veces los envidiaba. Es así que le entró el deseo de dormitar como ellos ya que era la hora de la siesta. Claro que no podía dormir. No dormiría nunca. Estaba condenado a perpetua vigilancia. Pero al menos podía fingir reposo. Se decía que los humanos soñaban. A lo mejor él podía soñar también. Intentó crear toda una serie de imágenes en su espíritu-mente. Las imágenes que surgían eran angustiosas, terribles. Sí, así era como le gustaban. Pequeñuelos por todas partes, Olga, Tatiana, María, Anastasia, Alexei. Les habían dicho que los iban a mudar, pero contrariamente, los llevaron a esa cueva mohosa, desierta, oscura. El principal cautivo pidió sillas para que se sentaran Alejandra y Alexei. ¿Sillas? ¿Para qué? Bueno, tráiganselas. “Es que quieren morir sentados”, susurró alguien. Y allí, enfrente de ellos, Yakov Yurovsky empezó a leer la condena de muerte. Yurovsky, uno de los verdaderos amigos del gran cautivo. Lástima que no pudieron compartir más tiempo, más sangre, más horror. Así mismo, así mismo gritaba sin voz la sombra al ver sombras de balas; al oler y saborear el humo, las bayonetas que reventaban carne y hueso. Estaba tan contento que no pudo dormitar más. Inquieto, fue a columpiarse en uno de los candelabros. A veces bajaba rápidamente para hacerle cosquillas o darle pellizcos a algún barbudo. Y parece que sentían algo porque o se rascaban o buscaban algún mosquito.

 

 

***

 

 

Carolina terminaba la conversación con su editor. Ya le había entregado su ensayo sobre Su sombra siniestra, y su colega le cantaba un aria de alegría. Pero en realidad, Carolina estaba allí para explicarle que ya no quería escribir reseñas de filmes. Quería algo con más jugo, ensayos sobre pintura, mitología. Claro que tenía que asegurarle a su barítono que no habría nada peligroso allí. Todos en el Diario de la Marina tenían los pelos de punta pues se sabían asediados por los barbudos.

—Que no, querido, que no me voy a hacer un nuevo Vulcano y escribir relámpagos. Ya todos conocemos la furia del gobierno con ese dios de los infiernos. Ya sé que lo han tenido que eliminar a esa pícara divinidad del periódico. Lo mío será mucho más suave y tan abierto a diferentes interpretaciones que los barbudos tendrán que mesarse la barba para comprenderlo.

—¿Pero nuestro público?

—Lo haré misterioso. Con muchos sentidos para que entretenga el cuento mismo y con suficiente erudición para los curiosos.

—Muy bien querida. Claro que sé que puedes hacerlo. Quieres regresar a tu primera vertiente ensayística. Pero tengo que advertirte que te estás haciendo la vida difícil en momentos muy delicados y dificultosos.

—Ya lo sé. Pero es que tengo que hacer algo. Todo se acaba y nadie dice palabra.

—¿Nadie?

—Bueno, nadie fuera de ustedes, AvanceBohemia y la estación de radio CMQ. Y ya verás. Seré un Vulcano tan celestial que creeremos en una nueva armonía… y hasta tengo una idea de cómo incluir a Vulcano en uno de mis artículos sin que cause problemas.

Con una triste sonrisa, el editor, dando su asentimiento para esta nueva modalidad que comenzaría el primer domingo después del Año Nuevo de 1960, se levantó dando por concluida la entrevista.

 

 

***

 

 

De repente, la sombra se hizo humo, se hizo carbón, se hizo nada y se transformó en una cruel sonrisa que flotaba sin cara, sin cuerpo, por lo más alto de la cúpula del Capitolio. Esa boca sin dientes lucía muy pintada y maquillada. Con olor a azufre, pronunció las siguientes palabras como si fuera el coro en una tragedia: “alguien viene a visitarnos”. Hace tanto tiempo que estamos solos. Se arremolinó entonces y comenzó a bajar desde lo alto, dirigiéndose con delicioso diseño hacia el piso donde se hallaba su cuerpo. Porque en el mismo centro del salón, justo bajo la cúpula, se hallaba ese famoso diamante de veinticinco quilates, alojado en un recinto de ágata y platino y cubierto por un cristal tallado. Empotrado en el piso vivía allí en su cárcel dorada, donde era admirado todos los días por una serie de ignorantes. Allí estaba para ser admirado desde el 20 de mayo de 1929. Todos pensaban que estaba allí para indicar el punto cero de toda carretera. Desde allí se medían los kilómetros de todo, hasta de la Carretera Central. Él era el principio y fin de la isla. Lo más precioso de ella. Carlos Miguel Céspedes había comprado esta flamante joya, había ideado su importante función. Pero ni él sabía la historia de este diamante, ni su verdadera función. Nunca hubiera imaginado que tras su brillante luz se escondía la siniestra sombra del dolor y la tragedia.

 

 

***

 

 

El operático editor le abrió la puerta de su despacho a Carolina al despedirse, y se encontró justamente al director del periódico que conducía a alguien hacia el elevador.

—José Ignacio, siento interrumpirte, pero quería que conocieras a la señora Carolina Vívez que ya hace más de un año escribe columnas dominicales para nosotros.

—¡Señora Vívez! ¡Qué gran placer! Siempre leo sus ensayos con mucho gusto y no sé cómo nunca nos hemos conocido. Imagino que mi colega ha querido mantenerla como un gran y magnífico secreto.

—El placer es todo mío. Admiro muchísimo su labor, señor Rivero.

—Nada de señor Rivero. Aquí en Cuba todos nos tuteamos. Soy José Ignacio.

—Y yo Carolina.

—Y este que tenemos aquí es otro de nuestros grandes autores. Te presento a Jorge Mañach.

—¡Muchísimo gusto! No me conoce, pero yo lo he escuchado. Esa magnífica charla que dio en abril de este año sobre una obra dramática de Cervantes —sí, ya recuerdo “El sentido trágico de La Numancia” que leyó en la Academia Cubana de la Lengua.

—¡Una de mis obras más queridas! Muchos se olvidan de ella y leen solo el Quijote —después de una pausa, Jorge añadió muy animado— y Carolina, fíjate, he traído conmigo, ni sé por qué, copia de la tragedia cervantina. Déjame regalártela, déjame dedicártela.

—¡Qué emoción! ¡Muchísimas gracias! —exclamó Carolina, aceptando el libro ya firmado por este famoso crítico, como si fuera la copia de Homero que llevaba consigo Alejandro Magno.

—Tenía muchos deseos de volver a leer la obra. Recuerdo que nos mencionó que la tragedia de Cervantes fue un impresionante descubrimiento para muchos escritores, desde Federico Schlegel hasta Azorín.

—Y déjame decirte, Carolina, que para mí tu obra ha sido un agradable descubrimiento. He leído varios de tus artículos.

Ahora sí que la dama habanera se quedó atónita y sin saber qué decir. Mañach añadió:

—Ya en España, antes de regresar, te llegué a conocer a través de la prensa. Había leído tu artículo sobre la paloma de Noé. Y me dio mucha curiosidad ese ensayo sobre el Reloj de Estrasburgo. Y ese otro sobre la realidad y lo maravilloso no tiene pérdida.

—Bueno —interrumpió José Ignacio— ya veo que ha sido un encuentro fortuito. Estoy muy atareado en este momento, sobre todo con esa cuestión del juicio de Huber Matos. Pero quisiera invitarlos a almorzar aquí un día. Tenemos una deliciosa terraza, y casi siempre nos reunimos un grupo a conversar. ¿Qué tal si mi secretario personal, Oscar Grau, se pone en contacto con los dos después de las fiestas?

Jorge Mañach y Carolina Vívez aceptaron con gusto. El operático editor los condujo al elevador, mientras que José Ignacio salió disparado para resolver cierto asunto que tenía pendiente con su hermano Oscar, quien estaba a cargo de la administración del diario.

 

 

***

 

 

Al salir del edificio, Carolina siguió pensando en Mañach, y sobre todo en su ensayo sobre La Numancia. Recuerda que había dicho en su charla algo así como que el sacrificio colectivo de la ciudad ante el asedio del Imperio Romano, le confiere una suprema validez como condensación ejemplar de una voluntad histórica nacional. ¡Cuánta razón tenía! Al igual que Numancia, la tan querida isla de Carolina siempre luchaba por esa voluntad de libertad, algo que el destino parecía no querer otorgarle. Con la copia firmada de la tragedia cervantina en sus manos, determinó ir a leer unas de sus terribles escenas allí, casi enfrente del edificio del Diario de la Marina. Sus pasos, nada perdidos, se dirigieron al Capitolio, símbolo de la Republica, pero que ahora había sido abandonado como centro del gobierno. Para que no permaneciese vacío, se transfirió allí algún ministerio menor y alguna academia. Con voluntad y determinación, Carolina subió los cincuenta y cinco peldaños de la escalinata, deteniéndose brevemente en uno de los descansos para absorber la magnitud y monumentalidad del sitio, con inmensas columnas que se extendían desde los dos lados de la ancha escalinata y que escondían un salón maravilloso. Ya habiendo escalado las regias escaleras, se encontró entre dos grupos de seis columnas jónicas que se posaban, como palmas reales, en esa tierra de blanco granito. Sus sinuosas acanaladuras y sus sensuales volutas comentaban que, en Cuba, aun lo más majestuoso tenía un deje de intemperancia. Las tres puertas de bronce casi la invitaban a entrar al edificio, mientras que los desfachatados barbudos y los milicianos actuaban como elemento grotesco. Es que ella entraba para escuchar, para leer la tragedia de estilo griego en el centro de la misma imagen de Cuba. Que no, que no venía a ver a tal ni más cual. Que estaba allí esperando a un compañero. Por fin la dejaron tranquila. Claro que primero tenía que extender su espíritu por ese centro, por esa inmensa cúpula.

Bajando la mirada, se encontró con un piso donde brillaba una estrella octagonal. Y dentro de ella, dentro de una cárcel de cristal como si se tratara de la fantástica figura de Merlín, estaba el famoso diamante de veinticinco quilates. Resplandecía con el sol, con el lugar; se exhibía como gran princesa en su castillo dorado. Carolina miró la joya fijamente. ¿Qué significaba ser el centro de Cuba? Se tambaleó, por poco se cae. Es que tuvo una de esas ensoñaciones o visiones que le daban desde aquellos fatídicos días con el anticuario. El brillo del diamante escondía entre sus pulidas esquinas algo gris que parecía moverse y removerse como gusano dentro de esta delicada ofrenda. Hasta le pareció que el diamante se movía como para saludarla y que supuraba un humo que quería tocarla.

Utilizando toda su fuerza, valor y voluntad, Carolina casi corrió hacia uno de los bancos en una de las dos secciones laterales que formaban el Salón de los Pasos Perdidos. Allí se sentó, agarrando muy fuerte su bolso, su libro. Pueden haber pasado segundos, años, siglos, pero por fin, Carolina se calmó. Había sufrido momentos mucho peores. Comenzó a calmar su respiración como le había enseñado su padre Domingo, quien había estudiado con Krishnamurti y otros sabios y gurús de la India. Por fin, decidió completar su tarea. Para Jorge Mañach, el destino inexorable no podía regir la tragedia de Cervantes, porque en el Renacimiento se creía en el poder de la voluntad humana. Y más siendo católico cabal, argüía Mañach, el dramaturgo tenía que aceptar la misericordia divina. Carolina no estaba segura. Para ella, Cervantes era bastante heterodoxo. Y puede que sus muchos sufrimientos lo hayan llevado a aceptar ambos, el libre albedrío y el destino inexorable. Era una paradoja digna de su obra. Abrió el libro como si fuera un nuevo I Ching, un nuevo libro de las mutaciones, un nuevo Virgilio medieval, y se puso a leer lo que allí decía, sea por casualidad o necesidad.

 

 

¿Será posible que contino sea

esclava de naciones extranjeras,

y que un pequeño tiempo yo no vea

de libertad tendidas mis banderas?

 

Respirando con ansiedad, Carolina se dijo a sí misma —buena pregunta. ¿Será Cuba siempre esclava, siempre cautiva, siempre joya de otros? ¿Habrá respuesta?

 

Con férrea voluntad, palideciendo y frunciendo el ceño, abrió el libro en otra página y leyó:

 

Y haré que abaje el brío y pierda el tino

y que en sí mismo su furor detenga.

Pienso de un foso rodeallos

y por hambre insufrible acaballos.

 

—¡Ay, Dios mío! Ya no puedo leer más. Nos van a asediar. Nos van a matar. Dame un momento de alegría por favor, dentro de tanta tragedia.

 

Cambió de página y solo leyó:

 

Y las casas y los templos más preciados

en polvo y en ceniza son tornados.

 

 

Cerró el libro con suavidad y determinación. La suerte está echada. El destino está contra nosotros. Lo único que nos queda es voluntad de libertad. Y caminando por aquí y por allá con sus pasos perdidos entre tantos milicianos, Carolina siguió pensando, siguió intentando salir de tanta tragedia. ¿Quién va a morirse de hambre? ¿Todos los cubanos? ¿Quién lo haría? ¿Los del norte con venganza? ¿Los barbudos contra su propio pueblo? ¿O es que tenían estas palabras un significado más específico? Suspiró. Tropezó con un barbudo. Siguió andando en círculos, en elipsis, siguiendo candelabros, de aquí para allá, hasta que una risa socarrona, que le parecía provenir del mismo diamante que se hallaba en el centro de la tierra, la espantó y salió corriendo.

 

 

 

Frederick de Armas. Es un narrador y crítico cubano. Ha publicado las novelas El abra del Yumurí (2016) y Sinfonía Salvaje (2019). Sus estudios críticos incluyen El retorno de Astrea: Astrología, mito e imperio en Calderón (2016) y La astrología en el teatro clásico europeo (Siglos XVI y XVII) (2017). Es catedrático “Andrew W. Mellon” en el Departamento de Lenguas y Literaturas Romances en la University of Chicago.