Las travesuras

John Petrizzelli

 

 

 

La casa se había vendido hacía unos meses, justo al comienzo de la primavera. Yo mismo firmé la venta para la inmobiliaria en la cual trabajé por tantos años. Los antiguos dueños eran una pareja de personas mayores, un viejo profesor y su esposa a los que la casa se les había hecho grande al hacerse viejos y no tener descendencia. Era una propiedad muy bien ubicada junto al lago de la pequeña comunidad suburbana más costosa de la zona. Una mansión de dos pisos, edificada hace unos cincuenta años, y rodeada por jardines de exuberantes plantas que su primer propietario y constructor, un conocido dueño de empresas, había planeado con detalle y buen gusto. Por no tener hijos y encontrarse sola, la viuda había vendido la propiedad por una buena suma, poco tiempo después de la muerte de su marido. Fue mi padre, nos viene en la sangre, quien la vendió al profesor y su señora. La nueva universidad había comprado casi todos los terrenos de la zona norte del lago para un futuro campus y los precios de las propiedades se habían incrementado un tercio de su valor. La venta nos benefició en lo personal ya que la inmobiliaria lo designó agente de ventas para todo el condado, y aumentó su comisión de venta en un veinte por ciento. Ahora me había tocado a mí vender la extensa propiedad por el triple del valor de la venta de mi padre hacía décadas, debido a la reciente construcción de un campo de golf en la vecindad, que había duplicado el precio por metro cuadrado. Pero desde que los nuevos propietarios tomaron posesión del lugar, comenzaron los problemas; eventos que con el tiempo algunos dieron en llamar “las travesuras”.

En la tarde del primer día, el ingeniero adinerado que había firmado la compra sin pestañear, no en vano era el nuevo dueño del futuro campo de golf, me llamó preguntándome si la casa tenía algún problema del que no se le hubiese hablado. Me informó que la lámpara de araña del comedor se balanceaba levemente como si existiese un desnivel. Le aseguré que el terreno era rocoso y los pilotes los había colocado una empresa pionera en esta técnica de construcción que garantizaba nivel y solidez.

Al entrar a mi oficina la mañana siguiente, ya tenía en mi escritorio el mensaje con el llámeme urgente”. Esta vez eran las tres bañeras de la mansión que se llenaban de agua cada par de horas. Con la experiencia de años en bienes raíces, intuí de inmediato que el ingeniero podía convertirse en un comprador problemático. Me había pasado antes: la viuda en un apartamento que oía la tierra moverse por las tuberías o, peor todavía, el cliente obligado a talar un árbol nacido en el centro de su cocina recién refaccionada. Pero este comprador prometía convertirse en un verdadero estorbo, aunque sin ningún sustento legal para sus reclamos. La venta había concluido de acuerdo con la ley.

La tercera vez fue peor, la gota que colmó el vaso. El ingeniero, acompañado de su esposa Verónica, una pelirroja más joven que él, pero avejentada por grandes ojeras, se presentó a la inmobiliaria una semana después de tomar posesión del inmueble. Esta vez me preocupé. El cliente alegaba que la casa parecía ocupada porque durante el día, alguien, o presumiblemente algunos, cambiaban de lugar sus miniaturas de tigres de bengala por las pequeñas acuarelas de paisajes que pintaba su mujer. Cuando les pedí explicaciones ante un alegato tan absurdo, optaron por ofenderse, amenazándome a gritos con acciones legales mientras tiraban la puerta al salir. Mi jefe, hombre acostumbrado a todo tipo de clientes, escuchó el alboroto y no tardó en presentarse en mi oficina. Conocía muchas más cosas que yo y logró tranquilizarme. El ingeniero y su mujer tenían problemas. La señora Verónica había abortado varias veces, incapaz de procrear hasta entonces, y esa realidad los afectaba sobremanera, causando, según mi jefe, el extraño comportamiento de la pareja. Me aconsejó visitarlos el domingo, luego de la misa. Una visita amistosa con botella de whisky para el señor, y un ramo de claveles para su compungida esposa.

Me recibieron distantes y ceremoniosos bajo la lámpara de cristal de bohemia, en el elegante comedor. Apenas recibió el ramo, la anfitriona me entregó una pequeña bolsa aterciopelada. Dentro, pude contar media docena de dientes pequeños y oscuros sobre los que la interrogué mientras su marido no le quitaba el ojo a la lámpara bajo el techo. La criada los había encontrado por toda la planta alta, escondidos en pequeños agujeros como los que hacen los niños para guardar sus primeros dientes, a la espera de una recompensa. Le aseguré que en esa casa no había habido nunca niños, ni siquiera jóvenes, por lo cual debía tratarse de un error. Preparando mi salida, les prometí enviar a alguien a cerciorarse de la existencia de agujeros, el mal funcionamiento de las bañeras y la inestabilidad de la lámpara de araña, aunque esta no se movió ni una milésima durante mi visita. Obvié totalmente mencionar la locura de los cuadros fuera de su sitio o los pinceles extraviados de la señora Verónica, queja que mi secretaria había meticulosamente anotado con hora y fecha los últimos días.

La semana siguiente, un trabajador de mi confianza inspeccionó en detalle el inmueble y constató, según informe escrito, que las quejas de los compradores eran totalmente infundadas. Ni la instalación de la lámpara de araña ni las bañeras presentaban pormenor alguno. Tampoco existían agujeros, hoyos o inclusive escondites de roedores en la casa. Aliviado, decidí desentenderme del inmueble y sus propietarios, no sin antes ofrecerles un servicio de fumigación, cortesía de la inmobiliaria, por todas las molestias y percances que imaginaban sufrir.

Pasé varios meses sin saber de los particulares inquilinos y pensé que todo había acabado; pero una mañana la criada del ingeniero se presentó en la oficina al apenas abrir las puertas. La pobre mujer parecía angustiada. Sin más, extrajo una pequeña uña sucia y oscura que parecía la de un pequeño animal, y la plantó con asco sobre mi escritorio. Había encontrado dos mientras limpiaba la casa de sus patrones, pero solo había reportado una a su ama, días antes de renunciar al empleo. La señora la había quemado, sin demora en la chimenea. Acudía a mí porque éramos parroquianos de la misma iglesia y eso le daba confianza en que yo, como vendedor del inmueble que ahora atormentaba a sus dueños, podría ayudarlos. Después de todo, no eran malas personas.

 

 

Fue la criada quien me habló por primera vez de las travesuras. Los dientes escondidos por la casa, las bañeras desbordadas y el asunto de los cuadros fuera de lugar, eran solo parte de lo que sucedía en la mansión. También en la cocina, el azúcar desaparecía misteriosamente. A la mujer le preocupaba el estado de su patrona embarazada, a pocos meses del parto, pero no podía seguir trabajando allí. Lo último que le acontecía, me confesó, es que en los jardines de la mansión, unos pajarracos la atacaban a picotazos, arrancándole el cabello. El jardinero había encontrado dos nidos hechos casi en su totalidad con bolas de su pelo. La tranquilicé, diciéndole que me ocuparía personalmente de investigar a fondo lo que sucedía en la casa, pero realmente no tenía la más mínima intención de involucrarme en situaciones que se me hacían consecuencia de las andanzas de la trastornada dueña de casa y su marido, y que habían logrado afectar, quién sabe cómo, a la ingenua criada. La mujer se despidió, pidiéndome absoluta discreción y desapareció sigilosa.

Me olvidé del asunto por completo, ocupado como estaba en vender los terrenos adyacentes al campo de golf que se había inaugurado recientemente, haciendo subir aun más de valor las propiedades circundantes. Extrañamente, el ingeniero y su señora no asistieron al evento como correspondía a los dueños del campo o por lo menos eso reseñó la prensa local. Unas semanas después, coincidí una tarde con el jardinero de la casa en un bar donde solía tomar un par de copas al salir de la oficina. Quizás por haber bebido un poco más de lo habitual, no en vano acababa de pactar la venta de un lote vecino al campo de golf, tuve curiosidad y le pregunté al individuo cómo iban las cosas en la casa del ingeniero. Luego de extenderse en detalles sobre lo que consideraba su impecable jardín, me comentó casualmente que al ingeniero y a su señora los veía poco pero que todo parecía andar bien. Quise indagar sobre los eventos que los dueños y la antigua criada habían asegurado, sucedían recurrentemente en la propiedad. Sin embargo, negó tener conocimiento alguno y quiso extenderse sobre los helechos y las magnolias. Lo interrumpí para despedirme ya que debía preparar los documentos del lote negociado.

Al final del verano, mis ventas seguían al alza, haciendo de nuestra inmobiliaria la envidia de la competencia. Una empresa estaba por firmar la compra de los lotes más valiosos entre el lago y el campo de golf. Un estupendo negocio para mí y el comprador. Ya para entonces, se hablaba en todo el condado sobre las extrañezas de los dueños del campo, y un escenario de demencia, o algo peor, auguraba una reventa en un futuro no muy lejano.

Recuerdo muy bien esa tarde. Fue justo la semana previa a la pactada para la firma. Mi jefe me llamó con urgencia. Acudí a su oficina y me pidió que me sentara. Tenía malas noticias. Una plaga de hurones había invadido los hoyos del campo de golf en los últimos días y los jugadores comenzaban a retirarse, esparciendo el rumor por todas partes. Las alimañas habían logrado en pocos días hacer profundas madrigueras y túneles por todo el campo. Algo inédito y asombroso; ni el veneno había podido hasta ahora acabar con ellas. Todo esto, me aseguró, podía afectar la venta pautada de los lotes y de todas las propiedades adyacentes. Sin embargo, tenía un plan. Quería que me presentara el domingo donde el ingeniero para proponerle la compra del campo de golf. Una vez en manos de la inmobiliaria, convertiría el campo en un cementerio tipo parque memorial. El más cercano era el de la capital y se encontraba a más de treinta millas. Sería, sin duda, un negocio redondo.

No me quedó otro remedio que cumplir sus órdenes. A pesar de lo desagradable que me resultaba volver a aquella casa, teníamos mucho que perder y la idea del cementerio me pareció una solución acertada para revalorizar las propiedades. Cuando llegué a la mansión, luego de asistir a misa, toqué con insistencia el timbre pero nadie contestó. Como la puerta estaba abierta, decidí entrar. Un olor nauseabundo me golpeó de inmediato. Pronto reconocí su procedencia. Todo el lugar estaba cubierto por excrementos que por su tamaño parecían deposiciones de algún pequeño animal, esparcidas por el suelo y hasta sobre los muebles del salón de entrada. Con un pañuelo sobre la nariz para protegerme del fétido olor, avancé por el vestíbulo hasta la sala principal. Allí, junto a la chimenea encendida a pesar del caluroso verano, la señora Verónica tejía unas zapatillas de bebé, ajena al hedor circundante. Al reconocerme, me pidió que me sentase, y, notando el pañuelo sobre mi nariz, se disculpó por las travesuras de los pequeños. La mujer, acariciándose el enorme vientre, debía estar a días del parto, prosiguió tejiendo en silencio. Abrumado por la fetidez, solo pensaba en salir de allí al cumplir mi cometido, y sin más, le pregunté por su marido. Sin darle mucha importancia, me contó cómo su esposo escapó una noche sin paradero conocido. No se pudo acostumbrar a la presencia de los pequeños y hasta había intentado asesinarlos, disparándoles con su rifle de caza.

A estas alturas, no había nada que hacer. La pobre mujer estaba completamente loca y ese hecho imposibilitaba cualquier negocio, aunque tuviese un poder para firmar en nombre de su marido ausente. El calor producido por el fuego en la chimenea se sumó al espantoso olor y a duras penas logré despedirme, pidiéndole, por compasión hacia un ser enajenado, que cuidase de su próximo parto. Sin dejar un instante de tejer, me aseguró que todo saldría bien; no en vano los pequeños la acompañaban día y noche. Cuando salí espantado del lugar, busqué al jardinero, mientras me recuperaba de la desagradable escena. El empleado se esmeraba en podar un rosal a cierta distancia de la casa. Se mostró sorprendido por mi aspecto, pero no hizo comentario alguno. Orgulloso, comenzó a hablarme de su nuevo rosal pero lo atajé, entregándole mi tarjeta para que me llamara en caso de que su patrón volviese. El hombre me aseguró que lo haría.

El lunes, la oficina parecía más bien una funeraria. Caras largas y un silencio sepulcral se habían apoderado a media mañana de la inmobiliaria, luego de la presentación de mi informe sobre la imposibilidad del negocio relativo al campo de golf debido a la desaparición de su dueño y la locura de su cónyuge. Las cosas empeoraron cuando los compradores de los lotes llamaron para cancelar la firma sin argumentar razones. La magnitud de la pérdida amenazaba la estabilidad de una empresa de tradición en el ramo y los empleos de todos nosotros. Entristecido, bebí unas copas en el bar cerca de la oficina y me retiré a descansar sin comentarle nada a mi esposa para no preocuparla. Igual se dio cuenta y mientras pretendía dormir, me fue imposible conciliar el sueño; hurgó en mis bolsillos, buscando por el camino equivocado la causa de mi desdicha.

El ambiente del martes empeoró después de almuerzo. Mi jefe me llamó a su oficina para informarme que el precio por metro cuadrado de las propiedades de todo el condado se había desplomado. Según él, solo quedaba esperar un milagro para salvar el negocio que tantos años le costó levantar. Pero no fue un milagro sino un parto lo que trajo el final de la tarde. El jardinero me llamó para decirme que la señora Verónica había dado a luz con su ayuda. Se trataba de un varón con aspecto saludable que ahora reposaba con su madre. Le aconsejé llevarlos a casa de algún familiar, lejos de la nauseabunda casona, y no pareció comprender a qué me refería. Todo allí marchaba bien, salvo un detalle. Al momento del parto, cuando el niño lloró por primera vez, escuchó sorprendido el correteo de un tropel invisible abandonando la casa. Cuando se asomó por una de las ventanas de la sala para verificar el destino de la extraña estampida, vio cómo se agitaban las ramas de los árboles y algunas caían, perjudicando su impecable jardín. Era como si una bandada de no se sabe qué, sus palabras textuales, huía a toda prisa entre los árboles.

Le pedí encarecidamente ubicar al ingeniero. Debía volver de inmediato para ocuparse de su casa y de lo que allí acontecía. El jardinero prometió intentarlo, excusándose. Debía regresar a atender a la nueva madre. Esa noche, pensé que existía una luz al final del túnel en todo este embrollo que se empeñaba en quitarnos el sueño. Si encontrábamos al ingeniero, vendería sus propiedades y se iría lejos con su mujer. Podríamos comprar el campo, acabar a tiros con los hurones y construir el cementerio. En cuanto al caserón, los clientes buscaban viviendas más funcionales y menos problemáticas pero ya caería algún incauto.

Después de unas cuantas horas, me dormí, pensando que el miércoles sería otro día.

En la mañana, ya más tranquilo, desayuné un poco tarde y me senté a leer el periódico. Casi por casualidad, nunca leo la sección de sucesos, una noticia llamó mi atención. Esta reseñaba un particular evento la tarde anterior. Unos pescadores en el lago habían avistado una bandada de monos navegando en una embarcación a la deriva. Un velerista los había visto desembarcar más tarde en la orilla norte del lago, escabulléndose bulliciosos entre los arbustos del campus. En ese instante caí en cuenta que, por alguna razón que no alcanzaba a comprender, los animales habían arruinado nuestras vidas.

 

 

 

John Petrizzelli. Autor y cineasta venezolano. Ha publicado, entre otros, los libros de relatos Historias para las posibilidades del músculo (2019) y El conjuro de los cardos (2020). Ha dirigido numerosos cortos, así como los largometrajes El Santo Salvaje (2011), Er Relajo der Loro (2012), Ti@s (2015) y Bárbara (2017). Creó y dirige el festival de cine Ciclo de Cine de la Diversidad, en Venezuela desde 2006 y en Madrid desde 2018. Reside en Cádiz.