Carehuaco (llanto de un niño)

Fernando Carrasco Núñez
 
 
 

A Oswaldo Reynoso, in memorian

 
 

No, señor, ya se lo dije y se lo puedo jurar. A mí no me molesta que en el colegio todo el mundo me llame Carehuaco. ¿Cómo dice? Ah, qué le parece que hasta me siento orgulloso de tener ese apodo y que a usted le gustaría saber el motivo de todo eso. Ya veo por qué tanto interés en conversar conmigo desde que salimos del salón de clases. Bueno, pero está bien, le voy a contar esa historia. Será una manera de agradecerle por la revista de literatura que me acaba de regalar y por este juguito de fresa con leche que me está invitando. Así nomás uno no se da estos gustitos todos los días.

Mire, tenemos veinte minutos que aún restan del recreo. Trataré de ser bastante breve, aunque eso siempre me ha resultado difícil. Algunos profes como el de matemática dicen que a veces hablo mucho más de la cuenta. Pero le voy a contar esta historia, sobre todo porque nos ha gustado muchísimo su libro de cuentos que hemos leído con nuestra profesora de literatura este bimestre. Muy buenos cuentos, en verdad. Me gustaron varios de sus personajes, principalmente los más jóvenes. Ah, y esos finales que nadie espera son buenazos. Lo dejan a uno con la boca abierta y pensando en muchas cosas.

También ha sido muy interesante escucharlo leer en el salón uno de sus cuentos y sobre cómo elabora cada una de sus historias. Es la primera vez que un escritor viene a nuestro cole para conversar con nosotros y de pasada para dejarnos una dedicatoria en su libro. Ojalá usted también se lleve un buen recuerdo de este día. Yo por mi parte le contaré lo que desea saber, es decir, por qué no me incomoda para nada que aquí en el colegio casi todos me llamen Carehuaco. Quién sabe, a lo mejor mi historia le termina gustando, y lo toma como motivo de inspiración para hacerme famoso. Sería chévere. ¿A usted también le parece lo mismo? Qué bueno. Eso me alegra.

Comienzo a contarle entonces. Mire, escritor, ese apodo me lo pusieron en la escuela cuando era chiquito. Por aquel tiempo yo no sabía el significado de ese sobrenombre. Tenía apenas ocho añitos y cursaba el tercero de primaria, pero recuerdo con detalles el día que me lo dijeron por primera vez. Sí, comenzaba el año escolar. Fue una mañana del mes de marzo. Lo recuerdo bastante bien no solo porque tengo una memoria de elefante, como dicen los profesores del colegio, sino porque esa mañana, durante la formación, se conmemoró un aniversario más del nacimiento del poeta César Vallejo y yo había recitado el poema “Piedra negra sobre piedra blanca” sin confundirme ni una sola palabra. Los profes me felicitaron mucho, por eso también yo estaba muy contento.

Era la hora del recreo y caía sobre el patio principal de la escuela una llovizna menudita. Mientras la mayoría correteaba de un lugar a otro, intercambiaba figuritas o jugaba al fútbol, yo me encontraba sentado con un compañero de clase en una de las gradas de la escalera que llevaba al segundo piso. Estábamos hojeando unas revistas de historietas que nos gustaban un montón por aquel entonces. De repente, un grupo de estudiantes de los grados superiores, que subían a toda velocidad, causando mucho ruido, se detuvieron a nuestro lado. Permanecieron mirándonos en silencio por un instante, sudorosos, masticando chicle y con las manos en los bolsillos, hasta que un muchacho flaco, medio blancón y de cabello castaño, clavándome la mirada, exclamó: “¡Deja pasar, pues, Carehuaco!”. El grupito estalló de risa. Yo los miraba sorprendido, mientras ellos, apuntándome con el dedo, repetían el apodo, varias veces, entre muecas de burla. Al poco rato, se aburrieron de molestarme y se fueron corriendo tras la sombra del chico de cabello castaño haciendo resonar sus zapatos.

La escena se repitió durante el recreo en los días posteriores; también en la hora de la formación o, a veces, cuando caminaba distraído por el pasillo principal rumbo a la puerta de salida. Y las cosas se pusieron más feas todavía cuando los palomillas de mi sección oyeron el apodo. Desde ese momento, todo el mundo empezó a llamarme de esa manera: “¡Carehuaco!”.

Como le acabo de contar hace un ratito, por aquel entonces, yo no sabía qué significaba ese apelativo, por eso me resbalaba lo que decían los demás. Solo me incomodaba que no me dejaran conversar tranquilo durante el recreo con mi compañero de carpeta mientras hojeábamos nuestros cómics, y que no me llamaran por mi nombre o por mi apellido como a la mayoría de estudiantes.

Le confieso, amigo, que en un inicio me llenaba de miedo cuando un grupo de blanquitos bulliciosos, como el que encabezaba ese chico de pelo castaño, me rodeaba a la hora del recreo para repetirme el apodo entre risas burlonas. Me daba miedo porque, a veces, alguno de esos muchachos, más grandes y más agresivos, me daba un palmazo en la cabeza y terminaba llevándose alguna de mis revistas de historietas.

Ahorita que conversamos de todo esto se ve viene a la memoria que un día, durante una hora libre, mi compañero de carpeta, muy enojado, fue a buscar al auxiliar Domínguez para decirle que en el salón todos, a coro, me estaban molestado gritándome Carehuaco y que no nos dejaban conversar ni resolver nuestras tareas. El auxiliar, que ya estaba bien enterado del asunto, reprendió otra vez a los más fastidiosos como Pablo Valverde, y nos prohibió terminantemente el uso de apodos en el colegio. Pero eso también fue por las puras. Todo permaneció igualito. Durante la formación, en el recreo o a la hora de salida, siempre me llamaban de la misma forma: “¡Carehuaco!”.

¡Ajá!, parece que le interesa mucho más mi historia, porque veo que ahora está tomando nota en su cuaderno de cuero color verde, bien chévere. Eso también me alegra. Solo espero que, si algún día se anima a escribir este cuento en un nuevo libro suyo, venga a buscarnos al colegio trayendo algunos ejemplares para nuestra biblioteca. Me parece que es lo justo, ¿no cree? Así vamos quedando entonces, trato hecho.

Bueno, está bien, está bien, ahora mismo prosigo con la historia. No se preocupe, sí nos va a alcanzar el tiempo. Déjeme antes darle otro buen sorbo a este juguito que está buenazo, mientras usted sigue tomando su café. Ah, riquísimo este jugo. Se lo agradezco nuevamente.

¿Cómo dice, que si no tenía otros amigos en el colegio además de mi compañero de carpeta? Bueno, en tercer grado de primaria yo no tenía muchas amistades, porque era alumno nuevo en mi escuela. Le cuento. El primer y segundo grado yo los había estudiado en otra ciudad, lejos de la capital. A mi escuela de Lima llegué para comenzar el tercer grado y desde la primera semana de clases entablé amistad con Edmundo Saavedra, un chiquillo bien chancón y valiente, quien más de una vez estuvo a punto de trompearse con Valverde y con otros estudiantes, igualitos de fregados, solo por salir en mi defensa. A veces, también conversaba en los recreos con el pequeñín Emilio Salcedo o con los hermanos Núñez, dos estudiantes bien despiertos que siempre llevaban revistas de historietas como nosotros o un libro de cuentos o de fábulas bajo el brazo.

Mi antigua escuela primaria de Lima queda en un barrio pequeño del distrito de Santa Anita y se llama ciento veintitrés, Los Árboles. Yo le guardo un inmenso cariño a esa escuelita, porque allí aprendí muchas cosas importantes que me han servido en estos años de la secundaria y en cada momento de la vida.

¿Cómo dice, que dónde había estudiado primero y segundo de primaria? Buena pregunta. Está atento. Eso me gusta. Mire, para que entienda mucho mejor mi historia que le voy contando, usted debe saber que yo soy provinciano, del norte del país. Sí, antes de venirme a vivir con mi tío paterno y su bonita familia aquí a Lima, al distrito de Santa Anita, yo había pasado mis primeros años en el puerto de Pimentel, allá en la ciudad de Chiclayo. ¿Conoce usted Chiclayo? Una ciudad muy linda y calurosa ¿verdad? Yo guardo bonitos recuerdos de mi ciudad, sobre todo de Pimentel, donde viví hasta los siete años de edad. De vez en cuando, en los meses de vacaciones, viajo al norte para visitar a mi madre y a mis dos hermanitos menores.

Yo me tuve que venir a vivir a la capital con la familia de mi tío cuando la situación económica empezó a ponerse muy fea por allá. Bueno, déjeme decirle también que por aquel tiempo que empezaron a llamarme Carehuaco en la escuela primaria, ya tenía viviendo algunos meses con mis tíos aquí en Lima. Todo era tan diferente, pero siempre guardaba y guardo todavía un intenso y grato recuerdo de mis días felices al lado de mis papás allá en mi tierra. Bellísimos recuerdos que años antes me emocionaban hasta hacerme mirarlo todito muy borroso. Usted me entiende, ¿verdad?

Siempre me acompañaba a todas partes el sonido del mar, el canto inconfundible de las gaviotas al amanecer, el cielo pintado de un azul muy bonito, el viento salado de la tarde acariciándome la cara mientras paseábamos por la plazuela, la voz tierna de mi madre cantando en la cocina la música de la Nueva Ola o las baladas de Juan Gabriel, a quien llamaba ella el Divo de Juárez. Aunque no lo crea, aún recuerdo la letra enterita de algunas de esas canciones. Sí, “Amor eterno”, “Abrázame muy fuerte” y “Se me olvidó otra vez” eran sus favoritas. Yo recordaba todo eso y, sobre todo, recordaba con muchísima emoción y con algo de tristeza los largos paseos con mi padre por la playa. Esos recuerdos son imborrables.

Me acuerdo bastante bien de mi papá. Siempre fue muy estricto y no era de expresar mucho sus sentimientos, pero a veces se animaba a jugar fútbol conmigo cerca del muelle, donde luego nos sentábamos a pescar un momento los domingos. Mi padre también me enseñó a leer a los cinco años, a querer los libros y a saber compartir mis historias con la gente. Todos decían en Pimentel que él era un gran conversador. De mi papá también aprendí a ser ordenado, responsable en los estudios y muy respetuoso con todo el mundo. A veces, por las noches, se tomaba unos traguitos con sus amigos del gremio de pescadores, pero siempre, a su manera, sabía mostrarse cariñoso con mi mamá y conmigo. Nunca lo vi bailar, pero le gustaba muchísimo cantar las canciones de Chacalón. Tenía varios de esos discos antiguos de vinilo. De vez en cuando, luego del almuerzo, ponía su música favorita en el tocadiscos, y después lo escuchaba cantando muy contento en nuestro pequeño patio el tema “Soy provinciano” o “La paz y dicha”. Recuerdo de manera especial la canción “Llanto de un niño” que también era otra de sus preferidas. Esa canción empieza diciendo quisiera que volvieran esos días cuando yo y mi padre, junto a mi familia, vivíamos felices. Ahora soy yo quien a veces me descubro cantando esas letras de Chacalón, mientras camino distraído por la calle o cuando realizo la limpieza de mi cuarto. Me conozco varias canciones, pero canto principalmente la canción “Llanto de un niño”. Trata sobre una familia que pierde a uno de sus integrantes. Es una historia bien triste que mucho se parece a la mía. Escúchela completa cuando pueda. Sé que le va a gustar. Mi papá también cantaba valses de Los Embajadores Criollos, marineras y tonderos. Recuerdo que su tondero favorito era “La perla del Chira”.

Mi padre fue siempre muy trabajador, por eso jamás nos hizo faltar nada en casa. Fue maravilloso todo lo que aprendí a su lado. Antes, cuando pensaba en él, me emocionaba muchísimo. Incluso ahora, cada vez que me acuerdo de esos momentos me gana la emoción, es algo muy fuerte que no puedo evitar. ¿Cómo dice? No, no se preocupe, amigo, no me voy a poner a llorar. ¡Cómo cree!, todo está bien. A mis catorce años ya no lloro con facilidad como cuando era pequeño. En los últimos años, la vida y las palabras de mi madre me han enseñado a ser más fuerte.

Bueno, le cuento también que siempre me acuerdo que allí en el muelle de Pimentel, después de pescar por un rato, cuando el sol ya empezaba a ocultarse, mi viejito me contaba hermosas historias de pescadores y aparecidos que les había escuchado a su padre y a sus abuelos cuando era niño, en el puerto de Paita, allá en la ardiente ciudad de Piura, donde él había crecido sobre el arenal y entre los algarrobos.

En Pimentel, mi padre tenía un bote donde zarpaba por las madrugadas, al lado de una flotilla de embarcaciones repleta de pescadores parlanchines como él. El bote tenía el casco pintado de color celeste y una inscripción con letras blancas que decía: “Don Livio, Marinero”. Don Livio era el nombre de mi abuelo, quien le había enseñado a mi papá desde pequeño el oficio de pescador. Recuerdo que mi padre relataba anécdotas del abuelo a sus amigos. Eran historias donde don Livio, a quien no llegué a conocer, aparecía como un hombre sabio. Una vez le escuché decir a mi papá que el abuelo solía repetir que el mar nos brinda sus riquezas y delicias a manos llenas, pero que tarde o temprano siempre nos envía la factura. El tiempo se encargó de darle la razón.

Sí, ya sé que no estoy yendo directo a responder su pregunta inicial de por qué no me incomoda que aquí en el colegio casi todos me llamen Carehuaco, pero creo que era necesario que usted también conociera estas cositas, pues. Me alcanza una servilleta, por favor. Estuvo rico este jugo de fresa con leche. Muchísimas gracias. Todavía nos quedan algunos minutitos. Usted puede pedirse otro café si gusta. Ahora sí voy directo al punto. No se preocupe, pero era necesario también que supiera lo anterior para que entienda mejor esta historia.

Mire, una mañana del mes de octubre que jamás olvidaré, en mi escuela ciento veintitrés, Los Árboles, de Santa Anita, nuestra querida maestra de primaria, María Chumpitaz Arias, nos habló acerca de la cultura mochica. Recuerdo que era octubre, porque la maestra por esos días venía al colegio vestida con su hábito morado, ella siempre fue muy devota del Señor de los Milagros.

Durante aquella clase, escuché con atención y muy sorprendido todito lo que nuestros antepasados norteños habían logrado. La profesora nos contó con su voz acariciadora que los moches habían podido levantar altas pirámides sobre el desierto, un desierto enorme donde incluso tuvieron pequeños bosques de algarrobos. También habían construido extensos acueductos que les brindaban el agua para beber y regar sus campos de cultivo. Habían sido valientes guerreros y grandes navegantes los mochicas. Montados en sus caballitos de totora, llegaron a diferentes lugares como Ecuador desde donde traían los tan codiciados espóndilos. Usted debe saber bien que ellos fueron, además, finos orfebres y maestros de la artesanía. Le juro que yo escuchaba todito muy emocionado, boquiabierto.

Nuestra maestra nos habló también sobre el famoso señor de Sipán, tanto del Viejo como del Joven, el más conocido, quien fue enterrado junto a su esposa, sus dos concubinas, un niño, criados y guardianes. Después de mucho pensar, yo entendí todo eso como un amor familiar muy grande que existía entre todos ellos. Algo muy común entre la gente del norte.

Ya casi al finalizar la lección de ese día, la profesora sacó de su elegante bolso de cuero marrón un libro grande que traía láminas a todo color. Mientras se paseaba despacito por nuestras carpetas, nos iba mostrando algunas imágenes de la finísima orfebrería moche. Todos mirábamos con atención una serie de máscaras, collares, orejeras y utensilios de oro.

De repente, llegó a una sección de figuras que llamó “huacos”. Yo paré mucho más las orejas. Solo en ese instante descubrí, con harta sorpresa, qué cosa era un huaco. Esa palabrita con la que tantas y tantas veces me habían bombardeado. (Ya tiempo después, he podido tener varias imitaciones de huacos de distintas culturas en mis manos). La maestra iba comentando sobre las imágenes dibujadas en las vasijas. Al pasar una página, mis compañeros y yo quedamos observando fijamente un “huaco retrato”. Así había nombrado la profesora a esa imagen. Entonces, desde una esquina, se oyó la voz chillona de Valverde que decía: “¡Yarlequé, allí está tu cacharro!”. Y estalló una ola de risas en el aula.

Yo permanecía en completo silencio. La maestra, como pocas veces, se puso bastante seria y se quitó los anteojos. Y levantando la voz ordenó guardar silencio a todo el mundo. El salón quedó convertido en un sepulcro. Nunca antes la habíamos visto de esa manera. Paseó su mirada por el aula y comenzó a explicarnos con voz firme que la imagen reproducía un vaso-retrato mochica, que representaba el rostro de un personaje de alto rango, adornado con un vistoso sombrero, que llevaba una decoración en forma de pájaros.

Yo permanecía maravillado observando ese rostro que me resultaba tan, pero tan familiar. Tenía una expresión muy seria. Era una cara redonda y de color cobrizo. Su frente era chata y la nariz curvada presentaba una base ancha. Mostraba ojos alargados y no tan grandes como los de un zorro. Pómulos sobresalientes. Boca amplia y labios gruesos. “¡Es un bellísimo rostro mochica!”, sentenció, de pronto, la profesora. Bien recuerdo que usó estas cinco palabras. Todos nos sorprendimos al oír la frase. En ese instante, yo continuaba estupefacto, emocionado, mucho más que emocionado. No sé cómo explicarle lo que sentía en esos momentos.

¿Cómo dice? Ah, claro, desea que le cuente por qué me impactó tanto esa imagen. No se preocupe. Se lo iba a decir ahorita mismo. Mire, amigo, ese huaco mochica que mostraba la maestra era el fiel retrato de mi papá. Sí, era exactamente la imagen inconfundible de mi padre. En ese momento, sentí como si estuviera frente a él otra vez. Por eso, de un momento a otro, sin siquiera darme cuenta, mis ojos empezaron a llenarse de lágrimas.

Recordé a mi papá: dirigente de los pescadores de Pimentel, aguerrido, sabio y fuerte como un algarrobo, que una madrugada había desaparecido tragado por el mar, al lado de tres de sus compañeros de trabajo. El mar nunca nos devolvió su cuerpo.

Al instante, mi maestra me abrazó y me sacó del salón. En una banca del patio de la escuela le relaté por qué lloraba con tanta pena. Entonces le conté también sobre mi mamá que se había quedado trabajando allá en Pimentel para mantener a mis dos hermanos pequeños, quienes nunca llegaron a conocer a mi papá porque los gemelos nacieron seis meses después del accidente. Ella me calmó con su dulce voz y me habló de distintas cosas. Casi al final, volvió a secar mis lágrimas con su pañuelo bordado de color crema y luego, acariciando mi cabeza, me indicó algo que ha permanecido bien grabado en mi memoria todo este tiempo. Me dijo que yo siempre debería vivir orgulloso de mi padre, y, sobre todo, de haber heredado la inteligencia y la belleza de los antiguos moches. Una belleza tan distinta de esa belleza europea que conocían mis compañeros y que todo el mundo pretendía y pretende, aún, imponernos como única a cada momento, a través de la televisión y los diarios. A pesar de mis pocos años, le juro, amigo, que entendí bastante bien cada una de las palabras de mi maestra, por eso dejé de llorar y la abracé con muchísima fuerza. Y desde ese día, como ha podido darse cuenta desde que salimos del salón, cuando camino por los pasillos del colegio o voy por la calle, y alguien me llama: “¡Carehuaco!”, yo levanto la mirada al instante, inflo el pecho como un pavo real o mejor dicho como un guerrero moche y respondo al saludo, contento, más que contento: agradecido.

 
 

 
 
Solo el viento que trae tu nombre
 
 

Ton nom le plus beau sur terre

Ocuppe l´horizon les siècles.

César Moro

 

A mis amigos huanuqueños

 

Adriana, ¡qué maravilloso es tu nombre! ¡Qué maravilloso ha sido recordarte este día! Sabes, son infinitas las escenas que un hombre envejecido como yo evoca al percibir la presencia tenebrosa de la muerte. Nos convertimos en balsas decrépitas que vamos naufragando en un mar inquieto al compás de las emociones que desencadenan nuestros recuerdos. Somos nuevamente niños temblorosos que tememos a las tinieblas, al vacío, a la nada; que nos aferramos a nuestros más sublimes recuerdos como una suerte de autoconsuelo. Por eso, en estos últimos días, en esta hacienda solitaria de mis ancestros, postrado en esta cama, he ido hurgando en los parajes más recónditos de mi memoria y he vuelto a vivir con tanta delectación diferentes fragmentos de mi vida. Tal vez por eso, esta mañana, después de tantos años, volví a despertar con tu nombre en los labios; tu nombre encantador que es como una lluvia melodiosa que ahora refresca y acaricia mi cuerpo extenuado, desfalleciente. Y he vuelto a revivir, Adriana, todo lo que vivimos en tu ciudad durante mi viaje hace más de treinta años. Y no sé, con claridad, por qué te he recordado precisamente a ti. Pero ahora descubro que hay amores que nos acompañaron por mucho tiempo, cuyo recuerdo es efímero; pero hay amores efímeros que nos acompañan por mucho tiempo. ¿Y tú también recuerdas? Muchas preguntas aguardan por ti. ¿Existe aún el café Ortiz donde te conocí leyendo los poemas de César Moro? ¿Eres la maestra de literatura que siempre quisiste ser? ¿Te has casado, Adriana? ¿Recordarás acaso lo que vivimos? Toda esta mañana, toda esta tarde, los recuerdos han ido surgiendo como chispazos, como fragmentos de un poema surrealista. Dime, Adriana, ¿recordarás nuestra primera cita en aquel parquecito frente a la iglesia San Sebastián? En mi recuerdo te he visto desde aquí, bellísima, con tus dieciocho años, rostro encantador y espléndida figura, me hablabas sobre tu pasión por la poesía y tu devoción por César Moro. A tu lado me he reconocido, profesor de veinticinco años, terno negro, lector y fumador empedernido. Te oigo, maravillado. Te recuerdo pidiendo mi opinión sobre el amor del poeta por Antonio y yo te contesto que está muy bien, que el amor es el amor y lo demás no importa. Tú sonríes, feliz, como diciendo yo también pienso lo mismo. Así te recuerdo ahora, Adriana. Pero tú ¿también recuerdas? Recuerdas tal vez la noche que bebimos vino en el pequeño puente sobre la laguna. En mi memoria te he vuelto a ver con el rostro achispado suplicando que te recite en francés algún verso de tu poeta predilecto, y yo, muy solícito, te recito al oído. Luego me pides que traduzca, y yo empiezo: “Tu nombre el más bello sobre la tierra/, ocupa el horizonte, los siglos”. Ahora te arrojas a mis brazos y dices que soy tu dios y dices con tu voz de vino tinto, gesticulando como los escolares: “¡Emilio es dios, Emilio es el sol!”, y los dos reímos abrazados, luego tú te desprendes y añades, traviesa: “Emilio es siete veces más grande que el coloso de Rodas”, y ahora nuestras risas inquietan a los demás enamorados que se ocultan entre los árboles de tu ciudad dormida, pues has recitado en loor de mi baja estatura. ¡Qué maravillosa noche me regalaste, Adriana! Pero no fue una, fueron varias las noches que me dedicaste, como aquella madrugada que la pasamos juntos en la plaza de armas de la ciudad. Debo confesarte que son pocas las veces que he experimentado aquella sensación de felicidad y paz absoluta. Una mañana en el río de este pueblo que ahora me cobija; una tarde en el mirador de Barranco frente al mar; una noche en el malecón de Chorrillos; un amanecer en el puerto de Paracas. Y esa noche, Adriana, esa noche de paz propiciada por el clima inigualable de Huánuco y de felicidad prodigada por tus labios. Si supieras con cuánta alegría he vuelto a evocar nuestras noches en el bar-karaoke ubicado en una esquina de la plaza de Armas, a un lado de la catedral. ¿Te acuerdas, Adriana? Recordarás cómo te emocionabas cuando una noche yo decidía ser José José y te cantaba “Lo pasado pasado” o “Si me dejas ahora”. Acaso recordarás cómo disfrutabas las noches en que yo era Armando Manzanero y tú te ahogabas de risa cuando yo decía que tomando en cuenta la estatura podría ser su doble sin problemas. Te he reconocido, Adriana, en mi memoria, aplaudiendo a rabiar y besándome después de dedicarte “Contigo aprendí”, “Adoro” o “Esta tarde vi llover”. Pero tu preferido, lo recuerdo bien, era Raphael, por eso cuando te acompañaba hacia tu casa por el jirón Dos de Mayo nos íbamos de la mano cantando “Los amantes”. Tantas experiencias juntos, Adriana, en tan poco tiempo. Recordarás también que me llevaste a conocer las ruinas de Kotosh o que visitamos a tus abuelos en el distrito de Tomayquichua, la tierra de la Perricholi. Recordarás todo eso y más, Adriana, ahora que nos separa la distancia y más de treinta años de lo vivido. Habrás olvidado acaso nuestra apasionada despedida, entre las cuatro paredes de mi habitación. Nuestro último beso en el paradero del bus que me regresaría a Lima porque las vacaciones de medio año habían terminado para mí. Fueron semanas que tú convertiste en una vida; por eso nuestro adiós fue para siempre, simplemente porque era lo mejor para el amor; era lo mejor para el recuerdo. Eras tú una muchachita, pero estoy seguro de que habías comprendido. Sin embargo, ahora, a la distancia, quisiera verte, quisiera oír tu risa, sentir tus labios de vino tinto, estrecharte entre mis brazos con la fuerza de antes. ¡Oh, Adriana, mira qué patéticos nos volvemos los viejos! Pero si estuvieses aquí conmigo te hablaría de mi vida. Te diría que nunca me casé, que jamás pude escribir esa novela sobre la vida de César Moro, que, aunque conocí muchos lugares, jamás quise volver a tu tierra; aún no sé por qué, pero me pesa. Te contaría, además, que hace diez años me jubilé y que hace dos meses los médicos diagnosticaron que el cáncer devora mis pulmones. Y que yo, en lugar de dar la pelea en una clínica cualquiera, decidí venirme a pasar los últimos días de mi existencia a esta antigua hacienda solitaria donde transcurrió mi niñez. Y ¿sabes por qué, Adriana? Porque los hombres viejos que hemos vivido mucho somos como las hojas secas del otoño que se dejan arrastrar, humildemente, por las ventoleras del tiempo hacia los abismos de la muerte. Si estuvieras aquí conmigo, te contaría lo que viví muy niño en estas tierras, entre estos árboles, estos cerros, este río maravilloso como el Huallaga que contemplamos una noche juntos desde el puente Calicanto. Te contaría todos los episodios de mi vida que he ido recordando en estas últimas semanas. Pero como ves, Adriana, este día he querido consagrártelo a ti, y estos recuerdos han sido para mí como un abrigo maternal en este día lluvioso que ya termina. Sí, Adriana, otra vez llegó la noche. Y antes de entregarme a las tinieblas quisiera despedirme de ti con estos versos como me despedí la primera vez: “Tan pronto llegas y te fuiste / y quieres poner a flote mi vida / y solo preparas mi muerte / y la muerte de esperar / y el morir de verte lejos”. Esto es un homenaje para ti, muchachita hermosa, que tanto admirabas los versos de Moro y que ninguneabas a Bécquer y a Melgar. Adiós, Adriana. Ya la noche y las sombras se acuestan a mi lado. El silencio preludia la llegada de la muerte. Mi cuerpo y mi alma, al fin, la aguardan satisfechos. Pero hasta aquí aún no llega nadie. Solo el rumor de la lluvia. Solo el rasguño del viento. Solo el viento que trae tu nombre.

 
 
 

Fernando Carrasco Núñez es un autor peruano. Ha publicado los libros de narraciones Cantar de Helena y otras muertes (2006), La muerte y otras traiciones (2009), Bolero matancero (2014) e Historias al ritmo de Chacalón (2020). Es colaborador de la página cultural del diario La República. Sus textos ensayísticos y de creación han aparecido en revistas del Perú, Chile, México y Estados Unidos. Reside en Lima.