Pupilas

Rocío Uchofen
 

 

 

Aparecí en el hospicio porque ya nadie podía cuidar de mí. El mes en el que cumplía setenta años, la policía llegó a mi casa con la noticia de que a mi hija la había matado a palos el marido de mierda que tenía. No creo que esa haya sido la forma en la que me lo dijeron, pero a mí me llegó la imagen de mi niña rota, hecha pedazos, sus cabellos oscuros flotando sobre un charco de sangre. El mundo se me hizo un torbellino, y me desmayé.

Cuando desperté ya no estaba en mi casa. No recordaba mi nombre. Observé mis manos adoloridas, las uñas rotas; no tenía la menor idea de lo que solía hacer con ellas. La luz desteñida del ventanal me daba la impresión de ser un rastro de tiza. Las sábanas de la cama eran blancas y el resto de los muebles, como verde agua. Uno que otro enfermo desfallecía en los otros camastros. Una de las monjas, entregada a su quehacer en la sala, se dio cuenta de mi movimiento y se acercó:

—Bonita, ya te sentís mejor hoy…

Su voz no me dio mucho alivio. Había olvidado completamente mi nombre, o estaba dentro de una de esas pesadillas rotas, descosidas. El hospital era silencioso y de techos altos. Me pasé el resto del día tratando de encajar mis pensamientos con lo que podía ser un intento por recordar. Por mi mente pasaba una hilera de rostros y escenas que luego se superponían para formar otros totalmente distintos. Todo me empezó a marear. Tuve que buscar el sueño para relajar mi angustia.

Al día siguiente volví a despertar. Un médico joven se sentó a mi lado; con voz sugerente me empezó a conversar. Finalmente me dio un nombre: Plácida Romero. Así me llamaba según un brazalete de hospital con el que me hallaron, pero a mí eso no me daba la clave de nada. Me dijo que yo tuve una hija, aunque no poseía una prueba para demostrarlo. No había ninguna foto u otro documento que hubiese acompañado mi internamiento. Me dijo que me encontraron vagando cerca a la orilla del Guadalquivir, no muy lejos de la Torre de Oro; que algunos turistas me detuvieron porque caminaba rumbo al agua. Me dijo que me internaron en un manicomio porque yo estuve muy agresiva, y hasta tuvieron que acudir a calmantes. Luego mi salud empezó a deteriorarse; por eso me encontraba en el hospicio, porque necesitaba cuidados para estar mejor. Lo escuchaba con curiosidad, como si me contara una historia fantástica; no recordaba haber sido parte de ella, pero no tenía ganas de discutirla.

Unos meses después apareció aquella mujer. La monja la trajo cierto día. Al dirigirme la mirada vi sus ojos llenarse de lágrimas. Plácida, me dijo, ¿te acuerdas de mí? Soy Concha. La mujer que decía era mi vecina y mejor amiga me contó acerca de mí, que yo había sido cocinera, e incluso en una época trabajé para cierta familia importante; que el padre de mi hija me conoció en ese entonces, que yo me enamoré de él como una loca, aunque luego me enteré de que era casado, y finalmente murió en un accidente cuando la niña aún no caminaba.

—¿Dónde está mi hija?

Concha pareció no escuchar mi pregunta. En cambio me contó cómo fuimos vecinas por años, que nos contábamos todo, que compartíamos hasta la viudez, porque a ella también se le había muerto el marido cuando sus hijos estaban pequeñitos.

—¿Dónde está mi hija? —le pregunté más para silenciarla que por tener deseos de ver a nadie; la tela blanca de mis recuerdos no abrazaba ninguna de las historias que contaba como de paporreta. Ella era buena para evitar las preguntas, y además las monjas sabían llegar en los momentos más inoportunos; era como si acecharan para evitar que yo me frustrara.

La llegada de aquella mujer coincidió con cierta mejoría en mi salud. Ya podía levantarme de la cama sin marearme, y me dieron un andador para poder avanzar por el salón de enfermos. Yo caminaba con desgano. Dejar mi lecho, que me abrazaba para no recordar, era empezar a encontrarme con el mundo. El hospicio era en parte un sanatorio para pobres; un sanatorio antiguo con olor a madera vieja que se sostenía en parte por la zona turística que era la otra ala del edificio, que incluía una capilla. El local, considerado histórico, poseía obras de arte que se podían visitar en horas reducidas. Por esa razón había resguardo policial. Los cuadros y esculturas eran patrimonio cultural que pertenecía a pintores tan importantes como Murillo. Lo sabía porque las monjas me incitaban a caminar hasta el pabellón de la exposición; pero a mí no me daban deseos de nada. Según ellas, los internados en el hospicio podían ingresar entre horarios, que si a mí me entraban las ganas podía incluso ir a rezar a la capilla y así calmar el alma. Yo no tenía ni siquiera curiosidad al respecto; más bien arrastraba mis pies apoyada en el andador con la esperanza de caer en un hueco inmenso; de ser tragada por la tierra y acabar de una vez con todo esto.

Cierto día Concha me convenció para ir a la capilla. Avanzamos lentamente por un pasillo desteñido que nos cubría del sol. La capilla era pequeña y oscura; el interior revestido de oro antiguo e imágenes hasta el cansancio. Concha se hincó mientras hacía la señal de la cruz; yo simplemente la observé porque mis fuerzas me habían abandonado hasta el punto de que no hallaba significado alguno a lo que ella hacía. Ante mí estaban esos cuadros con personas en poses que miraban al cielo, cristos sangrantes y santos que eran obviamente mucho mejor que nosotras. La oscuridad de la capilla me molestaba, así que me senté.

—¿Por qué no viene mi hija? Concha, cuéntame…

Ella no se inmutó. Siguió rezando de una forma que hasta me pareció teatral. La sucesión de imágenes y sufrimiento me empezaron a marear. Me levanté para salir a tomar aire al patio, pero estaba tan desorientada que ingresé a otra sala, llena de cuadros antiguos. Avancé con hastío hasta que me topé con la imagen extraña de un joven hermoso con el rostro iluminado por una luz singular; su atención iba hacia la muerte disfrazada de tapada, cuyo único ojo visible no apuntaba hacia él, sino que me miraba poderosamente mientras las costillas de su esqueleto se dejaban ver tras el velo. El joven estaba enamorado de la muerte, pero ella no lo iba a amar; le arrebataría la vida de una forma tan feroz y siniestra que uno podía adivinarlo con solo advertir el brillo de la única pupila que dejaba ver. Un escalofrío me recorrió la columna.

—Mi hijo era tan guapo como el joven del cuadro…

La voz de Concha me sobresaltó. No le respondí. La imagen de la muerte me seguía seduciendo. No sabía por qué.

—Me lo mataron por la espalda, tres puñaladas. Mi niño, joven aún. Recuerdo su tez en el ataúd, pálida como el papel. ¿Te acuerdas de mi hijo, Plácida? Tú cuidaste de él cuando era niño, de la misma forma que yo cuidé de tu hija cuando tú trabajabas. Nuestros hijos, Plácida…

La pupila de la muerte era oscura como la noche, fría e intensa. Recordé entonces una oscuridad similar. Yo estaba helada, mi corazón palpitaba con fuerza. Recordé el chal negro y largo que utilicé para cubrirme casi toda, el crujir de las piedrecillas de camino, mi respiración, la dureza del mango de ese cuchillo, el dolor afilado del alma y ese brillo incesante que se parecía al agudo resplandor de la pupila de esa muerte del cuadro. Yo ya no era yo, o quién sabe lo que fui yo. El joven hermoso no me miraba a mí, no me esperaba; estaba apoyado en un bar a media luz mientras la música retumbaba tanto en los oídos que no me dejaba pensar (igual no pensaba.) Yo ya no era yo. Aquel pedazo de mí avanzó entre la gente y el olor a licor del lugar. Allí estaba él, con la risa amplia y terrible. Me dio náuseas su alegría cuando sabía bien que mi hija jamás volvería a sonreír. No le di tiempo a que me mirara. Le asesté una puñalada y salpicó la sangre. Los gritos de las mujeres alrededor probablemente se ahogaron con la música que me cubrió mejor que el chal, porque no tuvo tiempo de voltearse. En segundos le di dos puñaladas más hasta que cayó. Todos salieron del espanto y trataron de detenerme. Lo que quedaba de mí gritaba y gritaba, se desgañitaba; entonces la música cesó y las luces se encendieron: la sangre le brotaba como manantial, como le debió haber manado a mi niña cuando ese hermoso joven le rompió el cráneo a palos. Los gritos, los insultos, los brazos fuertes que me atajaron eran nada; nada porque yo ya no era yo; había recreado un cuadro estupendo. Alguien me reconoció en el tumulto, y trató de sacarme de allí, pero los brazos, vigorosos, casi me rompían el cuerpo. De pronto me di cuenta de que yo no había dejado de gritar. Oí que algunos pronunciaban el nombre de mi hija, otros vocearon algo de la policía, y empezó una trifulca. Golpes, fuerza, libertad… Estoy suelta y corro, corro… He corrido por la calle oscura apenas iluminada por esa luna de luz extraña, la que seguí como lo hacen los animales hambrientos, como la persiguen los locos, los desesperados. Lo que quedó de mí se arrastró descalza por las calles empedradas que desembocaban al Guadalquivir. Yo solo buscaba el fondo del río para descansar.

—¿A qué has venido, Concha?

—Plácida, tú sabes muy bien a lo que he venido.

—Si vas a matarme, puedes hacerlo aquí.

—Qué voy a ganar con matarte, desgraciada. Bajar a tu nivel y hacerme la loca para vivir como tú…

—Yo ya no estoy viva. Tú hijo me mató antes de que yo lo matara a él.

—A mí tu palabrería de loca no me interesa.

—Tu hijo mató a mi hija.

— (…)

Una de las monjas nos halló en aquella sala. Nos estuvieron buscando. Ya iban a abrir la parte turística, así que debíamos regresar al pabellón del sanatorio. Concha le sonrió y me ayudó, contra mi voluntad, a dar la vuelta con el andador. Volví a sentir ese mareo, quise decir algo, pero no controlaba nada en mí. Ambas avanzamos junto a la monja, que nos hablaba de lo feliz que estaba porque yo había progresado tanto desde que tenía visitas. Concha asintió y murmuró con una voz que sonó como rezo de paporreta que es de cristianos visitar a los enfermos. La monja elevó las manos como en alabanza. Yo grité por dentro; lo que quedaba de mí continuó avanzando, a duras penas, con ellas. El cuerpo me temblaba. Sabía que no iba a llegar al pabellón. Un grito interior me partía en mil pedazos y la náusea me invadía por completo. Aquel brillo espeluznante de la pupila volvía a alborotar mis recuerdos. Yo ya no era yo, me repetía internamente. Nuestros pasos se escuchaban como golpes secos en el pasadizo.

 

 
Árboles
 
 

Ahora recuerdo que te había imaginado con una flor de almendro en los cabellos, tu tez clara manchada como en broma con esas pecas alrededor de la nariz, aquella sonrisa tuya que iluminaba la mañana.

Mi madre no quiso llevarme al entierro, solo a mis hermanas, sus ojos hinchados de tanto llorar. Yo no pude echar tierra sobre ti, como se ve en las películas; más bien me la pasé en la casa viendo televisión con mi tía y los primos. Sabía lo que había sucedido; sin embargo, no podía asimilarlo bien; solamente sentía un inmenso hueco en el alma.

Al regresar Marisabel y Luciana, mis hermanas mayores, me abrazaron con el cariño adolescente que se puede sentir por el hermano pequeño y triste. Sentí sus cuerpos temblar un poco con el sollozo que les abrumaba la juventud; ellas podían sentir lo que yo no. Para quitarme la pena que embargaba sus alegres tardes de primavera, me dijeron que tal vez debería hacer algo en tu honor; pero yo no era bueno para pensar en honras, así que dejé que ellas buscaran el detalle. A Marisabel se le ocurrió que sembráramos un almendro en una esquina del jardín. A mí me entusiasmó la idea porque aquellas flores blancas de corazón rosa intenso eran lo único que me recordaban a ti. Cavamos un hueco hondo y echamos la semilla, luego la regamos y señalamos el lugar con piedrecillas alrededor. El tiempo pasó, y, por más que regamos el sitio, nunca salió ningún árbol.

Cuando tu familia decidió irse me puse algo triste porque me di cuenta de que ya no iba a haber más paseos a tu casa; tampoco volvería a imaginar que estaba junto a ti; no habría forma de recrear la bulla. No sé si recuerdas; tu voz y la mía sonaban como campanas cuando reíamos y gritábamos juntos.

Los recuerdos desaparecieron hasta casi volverse un retazo de imaginación, un sueño borroso, una historia lejana y antigua que incomodaba un poco la tranquilidad. Terminé la escuela con los mismos compañeros de siempre, luego mi familia decidió que nos mudáramos a un pueblo distinto al otro lado del país. No conocíamos a nadie, pero así era mejor. Alquilamos una casa antigua de dos plantas con pisos de maderas que crujían a cada paso. El jardín tenía tierra dura; era muy difícil plantar cualquier cosa; el pueblo no tenía muchos árboles. Marisabel, recién graduada de enfermera, trabajaba en un hospital a media hora de camino. Luciana se casó y fue a vivir con su marido a la capital. Por las tardes éramos solamente mi madre y yo. Cenábamos juntos casi en silencio, sin mirarnos mucho, con algo de música de la que a ella le gustaba. Al terminar yo lavaba el servicio y me iba a encerrar a mi dormitorio. Me gustaba leer mucho; arrasé con casi todos los clásicos que albergaba la biblioteca del pueblo. Pasaba largo rato entretenido en la lectura; eso a nadie le molestaba. No me iba mal en los estudios. Al graduarme, apliqué a una beca al extranjero, y la conseguí sin mucho esfuerzo. Mi madre lloró en el aeropuerto y mis hermanas me abrazaron. Todavía recuerdo sus voces llenas de bendiciones y consejos de último minuto.

La universidad era inmensa; había que caminar mucho para ir a cualquier lado del campus. Mi beca me permitía un cuarto en el edificio de estudiantes, que compartía con otro compañero, a quien tampoco le gustaba conversar. Nos llevábamos bien porque ninguno molestaba al otro. Por las mañanas me levantaba e iba a la biblioteca, como a cinco minutos de camino. La primera vez que entré en aquel edificio, me llamó mucho la atención la cantidad de libros en cada estancia y la soledad de sus espacios circulares, llenos de luz que entraba por el techo, cuya cúpula era una pirámide de vidrio. Pasé muchas mañanas inmerso en los libros que hallé y devoré con fruición. A esas horas, los demás estudiantes preferían dormitar o gastar energías en el gimnasio próximo a la biblioteca. No la pasé bien en mi primer invierno. El clima en este país es muy intenso. La nieve se pegaba al camino, no se veía nada más que blanco alrededor. A veces hacía tanto frío que la caminata diaria de cinco minutos hacia la biblioteca se hacía un breve suplicio. Todos usábamos gorros, y las bufandas nos cubrían casi toda la cara salvo los ojos. Fue en esas que me pareció verte otra vez. Te cruzaste conmigo una mañana que yo caminaba apurado porque estaba tarde para una clase. La bufanda rosada te cubría el rostro; solo percibí la agudeza de tus ojos, que me miraron por un segundo y luego se perdieron en la nada. Me detuve, quise regresar, pero estaba atrasado, y me dio miedo. Toda la clase me la pasé pensando en aquel encuentro y en qué podría haber sucedido para que te volviera a ver. No podía contarle a nadie; imposible, me creerían loco. La intensidad del encuentro me tuvo en vilo. No podía concentrarme en la lectura. Me sentía inquieto. Tuve que salir y caminar por los alrededores, observar a los estudiantes que caminaban de un lado al otro. Nada. No te pude encontrar. Eso me inquietó por el resto del semestre.

Cuando el frío amainó, el sol tibio de la primavera iluminó las mañanas y la gente dejó de cubrirse. Los árboles esqueléticos empezaron a llenarse de hojas verdes y vibrantes. El edificio opuesto al de la biblioteca era la cafetería de estudiantes; frente a él había una rotonda en la que un almendro florecía con la inocencia de mis recuerdos. Pensé que había mucho de ti en este lugar tan lejano, que tal vez no me había dado cuenta por estar leyendo. Dejé de ir a la biblioteca para sentarme bajo el almendro y esperar a que aparecieras nuevamente. A veces llevaba un libro para no perder el tiempo, pero no podía concentrarme. Luego de varias semanas me di cuenta de que me estaba llenando de una ilusión estúpida y carente de sentido: tú ya no volverías. Peor aún, en este país a ninguna muchacha le gustaba ponerse las flores del almendro en el cabello; todas pasaban y trataban al árbol como un estorbo. Cuando los pétalos marchitos empezaron a caer, el jardinero se encargó de barrerlos y echarlos a una bolsa negra. Me costó mucho abandonar mi espera. Cierto día me levanté temprano, me duché y me afeité, caminé hacia la biblioteca y regresé a sus espacios silenciosos e iluminados. Afuera el otoño volvía a los árboles enramados tristes y despojados de su personalidad exuberante. Mi imaginación trató de rescatar tu imagen con las flores en el cabello, aquellos pétalos suaves que se parecían tanto a ti. Suspiré y reanudé mi lectura. El frío regresaría pronto.

 
 
 

Rocío Uchofen es una narradora, poeta y promotora cultural peruana. Ha publicado el libro de cuentos Odalia y otros sin esquina (2004) y los poemarios Liturgias clandestinas (2004), El oscuro laberinto de los sueños (2011) y Geometría de la urbe (2018). Actualmente reside en Nueva York, desde donde dirige el webzine Híbrido Literario y un programa de radio del mismo nombre.