José Acosta
Las luces del alumbrado público del parque Saint James se encendieron cerca de las siete de la noche. Las farolas, coronando postes de hierro fundido pintados de negro, semejaban lámparas antiguas. Por encima de la sede del centro de recreo, brillaba la luna en cuarto menguante en un cielo despejado. Había venido al parque a despedirme de él. De niño, cuando vivía en el vecindario, mis padres me traían a montar bicicleta y a jugar a la pelota en el césped. Amaba cada uno de sus árboles, su paseo circular, sus bancos de madera…
Era sábado, la temperatura era agradable y el parque estaba lleno de gente. Me senté en un banco, junto a un cerezo que ya había perdido todas las flores. Frente a mí, un grupo de personas, en su mayoría afroamericanas, preparaban una parrillada cuyo humo impregnaba el aire del olor a carne asada. Niños correteaban de un lado para otro, saltando, riendo, pateando una pelota, y las ardillas, ondulando el esponjoso rabo, escalaban los troncos con tanta soltura que se pensaría que no estaban sujetas a la ley de la gravedad.
Atraído por la música de una bandita mexicana, me puse en pie. Paseándome por los senderos cementados, crucé frente a las canchas de básquetbol y las pistas de tenis y la encontré. Con guitarras, bajo y violín, cuatro mexicanos con sombreros de ala ancha animaban un cumpleaños. Sentados en sillas plegables, los invitados formaban un círculo en torno a una mesa adornada con globos blancos y rosados, en la que se veía un enorme pastel. La bandita empezó a tocar un corrido y dos parejas se pusieron a bailar, dando saltitos, en medio del redondel. Animado por la música, entré a la improvisada pista de baile y empecé a dar saltos, un tanto torpes, junto a un viejo de quijada pronunciada, en cuya dentadura brillaban con las farolas dos dientes de plata. “Gringo loco”, oí que decía a mi lado una mujer bajita y rechoncha que, tras colocarse delante de mí, intentaba enseñarme algunos pasos de baile. Para guiarme, echaba la cabeza de un lado para otro y chasqueaba los dedos. La seguí como pude, entre las risas y carcajadas de los mirones. “Así no, gringo loco”, me decía para corregir mis pobres evoluciones.
Salí de la fiesta una hora después con un trozo de pastel y un vasito de tequila que, a cada sorbo, me quemaba la garganta. Regresé a mi auto, estacionado cerca del área, en la avenida Creston, y antes de entrar miré por última vez los altos árboles cuyas ramas ya empezaban a hundirse en la noche creciente.
Llegué a casa con el alma tranquila y gozosa. Residía en un vecindario de clase media en New Rochelle, donde tenía mi oficina y, antes de donarla a la Universidad de Fordham, una biblioteca especializada en matemáticas. Con cincuenta y siete años y en perfecto estado de salud, estaba cansado de vivir en este mundo. Desde hacía años que ya nada me divertía ni apasionaba, y todas las actividades que antes realizaba con interés y esmero, especialmente las relativas al campo de la investigación, se me fueron haciendo tan pesadas e insufribles que cuando salía del laboratorio de la Universidad Columbia, donde enseñaba, me sentía el hombre más infeliz de la tierra.
Había pensado en quitarme la vida, y hasta conservaba escrita, en mi cartera, una nota suicida: “Si hay un dios del otro lado, él me comprenderá”. Pero la idea no había calado en mí. Más que el espíritu dramático de Hemingway, poseía el alma temeraria de Bierce, y como este, planeaba buscar la muerte en una guerra remota, alistarme en el bando de los buenos, si lo había, con un nombre falso, y desaparecer de este mundo en completo anonimato. Experiencia militar no me faltaba: durante cuatro años había servido en el Ejército de los Estados Unidos, los últimos dos en operaciones de inteligencia, descifrando códigos secretos.
Mi vuelo partía a las diez de la mañana. Por todo equipaje, llevaba una mochila con tres mudas de ropa, mis documentos de identidad, tarjetas de crédito y la cantidad de dólares justa para no sonar las alarmas de los aeropuertos. Antes de abrir la puerta, le eché una última mirada al lugar que había llamado hogar durante más de veinte años. Salí. Debajo del ojo de la puerta habían pegado un letrero, escrito a mano con un rotulador negro, que rezaba: “¡Escucha a Elifaz temanita!”. Evangélicos, pensé, al recordar que este personaje aparece en el libro de Job, en la Biblia.
No bien bajé a la acera a esperar el taxi que había solicitado a través de la aplicación de Uber, un Chevrolet Suburban color negro, de cristales tintados, se movió de la acera de enfrente y se estacionó delante de mi casa. Del vehículo salieron dos hombres bien vestidos, cuya corpulencia recordaba a boxeadores peso completo, y tras ellos un hombre de escasa estatura y melenudo, de facciones asiáticas, que colándose entre los dos mastodontes se paró delante de mí con la mano extendida.
―¡Doctor Carl Miller! ―dijo con una amplia sonrisa―. ¡Por fin lo conozco en persona!
Asombrado, le di la mano y el hombrecito me la estrechó con una fuerza inusitada. Luego, grave el rostro, me señaló el auto y me dijo, en un tono que no admitía réplica, que lamentaba decirme que tenía que acompañarlo. Uno de los gigantones me quitó, con cierta rudeza, la mochila, la colocó sobre el capó del auto y revisó su contenido. El otro me registró y me ayudó a abordar el Chevrolet Suburban poniéndome una mano en la cabeza para evitar que chocara con el borde superior de la puerta. Mis conocimientos sobre el funcionamiento de las agencias de inteligencia me indicaban que mi comportamiento en los últimos meses había levantado alguna alerta en el Departamento de Seguridad Nacional, en especial el hecho de que había transferido todos mis ahorros a una cuenta bancaria offshore y mis boletos aéreos tenían como último destino a Yemen, país sumido en una guerra civil. “Creen que he adoptado alguna postura extremista, religiosa o política, y que represento un peligro para la nación”, me dije.
―Sé lo que piensa, doctor Miller ―dijo el asiático palmeándome una pierna―. Pero no es nada de eso. Usted es el candidato ideal para servir a nuestra nación en un asunto muy delicado.
―¿En qué? ―pregunté confuso.
―Ya le explicaremos ―contestó el hombrecito, quien se identificó como el doctor Ho, y con voz afable, se disculpó por la manera abrupta en que habían interrumpido mis planes, unos planes que, al parecer, ellos, por medio de meses o quizás años de vigilancia, habían deducido.
Salimos de la ciudad por el puente George Washington y llegamos, bordeando el lago Wallenpaupack, a una casa de estilo victoriano, pintada de blanco, situada al noroeste de Pensilvania. Por las altas vallas y la cuantiosa presencia militar se deducía que la vivienda era una especie de safe house, utilizada para tratar asuntos ultrasecretos. Tras estacionar dentro del amplio patio delantero de la casa, uno de los grandulones me abrió la puerta, salí, y el doctor Ho, que se había bajado del vehículo por la otra puerta, me invitó a entrar.
Si afuera se veía gran animación en medio de una atmósfera tensa, dentro de la casa se sentía sosiego, la extraña paz que se percibe en los lugares abandonados. En las paredes colgaban cuadros propios de una familia: la foto matrimonial de una pareja de anglosajones, la foto de graduación de una joven de rostro alegre, un diploma de secundario… Me dije: “Alguna agencia invadió una casa privada solo para conversar conmigo. Cuando se marchen, no dejarán huellas de su presencia en este lugar”.
Por un pasillo bien iluminado, pasamos a una habitación amueblada solo con una larga mesa rectangular y ocho pesadas sillas de caoba. El lugar recordaba una sala de reuniones ejecutivas.
―Póngase cómodo, doctor Miller ―me dijo el hombrecito asiático señalándome una silla. Me senté. Casi enseguida, una mujer en traje sastre negro y tres hombres bien vestidos, seguidos de dos miembros de alto rango del Ejército, se sentaron a la mesa. Se presentaron. La mujer, apellidada Libermann, parecía tener el mando. De una delgadez que la hacía ver frágil, acaso por tener que lidiar con personal militar hablaba con una firmeza que a ratos parecía falsa, como si se hubiera visto en la obligación de interpretar un papel que chocaba con su carácter. “En la intimidad del hogar debe ser una persona muy dulce”, me pasó por la cabeza. Cuando noté que buscaba atajos verbales para explicar el asunto por el cual me habían llevado a aquella casa, exaltado el tono, le dije:
―¡Déjese de circunloquios, señora Libermann, y vaya al grano!
La mujer miró a sus compañeros como buscando su aprobación, y satisfecha con la expresión de sus rostros, soltó de golpe:
―¡Queremos que mate al BTK!
―Espere ―dije sorprendido―, ¿me están pidiendo que mate a Dennis Lynn Rader, el asesino en serie conocido como el BTK?
―Así como lo oye, doctor Miller ―contestó Libermann.
Imaginé que me hacían la petición porque, en la agencia de inteligencia donde trabajé, en una ocasión me pasaron su archivo para evaluarlo y ver si podía encontrar alguna pista que condujera a su arresto. No hallé nada que la policía ya no hubiera descubierto; las letras BTK, correspondientes a bind, torture y kill (atar, torturar y matar) solo describían su modus operandi y no ofrecían ninguna clave para atraparlo.
―Pero el BTK está en la cárcel desde el 2005 ―repliqué―. ¿Acaso pretenden que vaya al centro penitenciario donde purga su condena y le quite la vida?
―No, doctor Miller ―contestó Libermann, y por la tensión que sentí en el rostro de sus acompañantes, deduje que a continuación diría algo extraordinario―. ¡Queremos que vaya y lo mate, pero no a la cárcel, sino al pasado!
Como creí que no había escuchado bien, pregunté: “¿Al pasado?”, y cuando la mujer asintió, los miré a todos para confirmar que estaban hablando en serio.
―¿Por teletransportación cuántica? ―pregunté.
―No, doctor Miller ―contestó Libermann―, como usted mismo afirma en su obra Matemáticas aplicadas a la teletransportación cuántica, por esa vía no viaja la materia, sino la información que transfiere propiedades de la materia de origen a la de destino. Lo que se logró, y casi por accidente, fue crear un puente de Einstein-Rosen.
―¡Un agujero de gusano! ―exclamé―. ¿Aquí, en la Tierra?
―Sí, doctor Miller ―dijo Libermann―. Hawking vaticinó que, en el Gran Colisionador de Hadrones, con el choque de partículas se formarían diminutos agujeros negros, pero en realidad eran puentes de Einstein-Rosen. Eran, como he dicho, casi microscópicos e inestables, pero la confirmación de su existencia llevó a desarrollar la tecnología para crearlos.
―Vaya ―dije―, en la agencia se decía que la tecnología que conocía el público era infinitamente inferior a la que manejaba el gobierno, pero siempre creí que era una broma. Entonces consiguieron abrir un atajo a través del espacio y el tiempo. ¿Es seguro? ―pregunté―. ¿Lo han probado? ¿Cómo saben si al enviar un huevo entero no llega frito al otro lado?
Libermann sonrió por primera vez.
―Es seguro ―dijo—, y el doctor Ho sacó de un portafolios un recorte de periódico y me lo puso delante. Le leí. El titular decía: “Atrapan tigre que fue visto merodeando en un vecindario de Phoenix, Arizona”. Y en el cuerpo de la nota, se leía: “A miles de kilómetros de su hábitat natural, un tigre de Bengala fue visto merodeando en el patio delantero de una casa en Phoenix. Llevaba un bozal de hierro y en el cuerpo tenía escritas las iniciales P y A…”
―¿P y A? ―inquirí.
―Proyecto Arizona ―dijo Libermann―. El puente de Einstein-Rosen fue construido en el desierto de Arizona, en una instalación subterránea. Escogimos un animal salvaje porque era el modo más fácil de llamar la atención de los medios de comunicación. El tigre apareció a doscientas millas de donde fue enviado, y por lo que se lee en la nota, se encontraba en perfecto estado de salud.
Revisé la fecha. El tigre había aparecido en 1957. Había viajado en el tiempo setenta y tres años.
―Si viajo a la misma época a la que viajó el tigre, Dennis Lynn Rader no tendrá más que doce años…
―Mejor ―dijo uno de los militares de alto rango en tono severo―. ¡Así lo matará antes de que cometa sus crímenes!
Cuando Libermann explicaba sobre otros experimentos que habían realizado para confirmar la seguridad del agujero de gusano, los dos mastodontes que, junto al doctor Ho, me habían recogido en casa, entraron al salón y uno de ellos se acercó a la mujer y le secreteó algo al oído.
―¿Están seguros? ―preguntó con voz alterada.
―Tiene la misma huella digital y un parecido tan extraordinario que se creería que son gemelos ―señaló, ya en voz audible, el gigantón.
Libermann, visiblemente desconcertada, fija la mirada en un punto muerto, se quedó pensativa, las dos manos sosteniendo firmemente una libreta y el torso recto, como si tratara de asimilar la información que le acababan de suministrar. Luego, tras incorporarse de repente, disolvió la reunión con un “Síganme”, y todos abandonaron el salón. Pasada media hora, entró Libermann con el grupo de hombres, pero ahora, junto al doctor Ho, apareció en el salón un nuevo personaje. Llevaba un abrigo de lana pardo y pantalones vaqueros; lucía demacrado, ojeroso, como si llevara muchas noches sin dormir. Antes de tomar asiento, todos se quedaron mirándome de una manera abiertamente inquisitiva; era como si me preguntaran: ¿conoces a este tipo? Y esto fue lo primero que me preguntó Libermann después de ocupar su puesto en la mesa.
―¿Que si lo conozco? ―pregunté, y cuando me dijeron que aquel hombre de rostro avejentado era el doctor Carl Miller, mi otro yo, pero el Carl Miller que ya había viajado al pasado y regresado al presente, me dije: el obispo Berkeley tenía razón: el mundo no es sino las proyecciones de nuestros contenidos mentales. Porque, la verdad sea dicha, hasta que no me lo informaron, no me reconocí en aquel hombre. Tardé un rato en digerirlo y, por la expresión del otro doctor Miller, supe que a él también le costó comprender que, en la habitación, había un doble de él y quizás con la misma conciencia.
―Creí que el viaje al pasado no tenía regreso ―dije y me sentí un temblor en la voz.
―Y no lo tiene ―contestó el otro doctor Miller―. Si pude regresar, se lo debo a Elifaz temanita.
―¿Elifaz temanita, el amigo de Job, el de la Biblia? ―pregunté cada vez más sorprendido―. ¿Tan lejos en el tiempo viajaste?
―Responderte es complicado ―dijo el otro doctor Miller―. Prefiero contar todo desde el principio, para que puedan comprender.
Y mi otro yo empezó a hablar, y conforme narraba su historia el rostro de Libermann, y quizás el de todos los presentes en el salón, al escucharlo, expresaba tan pronto incredulidad como terror.
―Te escogieron ―dijo de entrada señalándome a mí―, porque dedujeron que viajabas a Yemen con un solo objetivo: inmolarte, y que, por consiguiente, no pondrías objeción a participar, como conejillo de indias, en el Proyecto Arizona.
Contento por el extraordinario reto que el destino ponía en su camino en el momento más sombrío de su vida, de Pensilvania, a Miller lo trasladaron en avión a Arizona, y luego en un convoy militar a las instalaciones del experimento en el desierto. Durante una semana, recibió informes para memorizar, centrados en Dennis Lynn Rader, el BTK: fechas, ubicaciones, familiares, amigos, empleos, direcciones de sus víctimas… Terminada esa etapa, lo prepararon para el viaje; le suministraron medicamentos antirradiactivos, lo vistieron con un traje especial, le entregaron un maletín recubierto con una pátina de plomo que contenía una muda de ropa, identificación personal, un permiso para portar armas, un revólver y dinero impreso para la época, y lo llevaron al lugar donde abrirían, durante quince segundos, el agujero de gusano.
―Tardaron ocho horas en conseguirlo ―dijo Miller―. Fue como atravesar un espejo de agua.
Al igual que el tigre de Bengala, Miller apareció en Phoenix, cerca del parque industrial. Como había memorizado el mapa de la ciudad, reconoció el río Salado que fluía a unos doscientos metros de donde él había llegado, y buscó refugio bajo el puente de la calle 24. Las pocas personas que encontró a su paso no se sorprendieron de que llevara tan extraño atuendo porque, según coligió, creyeron que era un obrero de la industria metalúrgica. Debido a una taquicardia que amenazaba con expulsarle el corazón del pecho, se sentía mareado, a punto de desmayarse. Atardecía. Cuando se recuperó, ya era noche cerrada y sobre las aguas tranquilas del río Salado apenas se reflejaban las luces del alumbrado del puente. Abrió el maletín, se vistió de paisano y guardó, entre la ropa, el revólver, el dinero y las tarjetas.
A las diez de la mañana se hallaba en un autobús, camino a Albuquerque, Nuevo México, y cuando llegó, tomó otro con destino al condado Sedgwick, en Kansas. En los boletos estaba el día y el año adonde había llegado: 7 de octubre de 1962. Según calculó, Dennis Lynn Rader tenía 17 años, y faltaban doce para que asesinara a sus primeras víctimas: la familia Otero.
Ante esta realidad, por un momento Miller pensó que Dennis Lynn Rader aún era un adolescente necesitado de ayuda profesional para no convertirse en monstruo, pero el recordar el modo brutal que empleó para quitarles la vida a los esposos Joseph y Julie Otero, de 38 y 34 años, y a sus hijos de 9 y 11 años, lo animó aún más a cumplir su cometido, sin importar la edad que tuviera en 1962 el futuro criminal.
Una vez en Wichita, procurando estar cerca de la escuela donde a la sazón Dennis Lynn Rader cursaba la secundaria, se hospedó en un motel de la calle Hillside Norte, a solo dos cuadras de Wichita Heights High School. Los primeros días, para familiarizarse con el ambiente, Miller solo pasaba por el frente del largo edificio de ladrillo, y se detenía unos instantes, como quien busca una dirección, ante la sede principal, adornada en lo alto por la sombra de un pato alzando vuelo.
Frente al centro escolar, a la hora de salida, los estudiantes solían sentarse un momento en unos muros de ladrillos, que usaban a manera de bancos. “¿Conocen a un chico llamado Dennis Lynn Rader?”, preguntó una tarde a unos estudiantes que formaban corros frente a la escuela. Una muchacha de cara pecosa le informó que el chico estaba en su clase, y cuando lo vio salir, lo llamó. “Ey, Dennis, este señor pregunta por ti”. Miller vio venir hacia él a un muchacho de aspecto huraño, la camisa escolar con manchas de tinta en el bolsillo, el pelo descuidado.
―¿Eres el hijo de William y Dorothea Rader? ―le preguntó.
―Sí ―contestó secamente el muchacho―. ¿Sucede algo?
―No, tranquilo ―contestó Miller―. Tu padre y yo somos amigos de infancia, estoy de paso por la ciudad y me gustaría ir a saludarlo. Tenía su dirección, pero la extravié. ¿Podrías guiarme?
Dennis Lynn Rader se encogió de hombros, y sin decirle que lo siguiera se puso en marcha. Miller lo acompañó hombro con hombro por la acera. Como había estudiado la ruta desde la escuela secundaria hasta la casa de los Rader, sabía que el muchacho pasaba por un pequeño tramo boscoso en Falcon Falls, cuyo sendero empalmaba con la calle Peregrine. Su plan era muy simple. Cuando se hallaran en la parte más sombría del sendero, sacaría el revólver y le volaría la tapa de los sesos.
―Pero justo en el momento en que iba a ejecutar mi plan ―dijo Miller―, escuché una voz que salía de detrás de los árboles: “¡No lo haga, doctor Miller, o el mundo que usted conoce desaparecerá!”. Era una voz con una extraña inflexión, como si en vez de un hombre proviniera de una máquina. Me detuve en seco. Me dije: “Quien me habla conoce mi nombre y, por tanto, debe ser un enviado del Proyecto Arizona que viene a ordenarme que aborte la operación”. Le dije a Dennis que un asunto urgente me impedía en aquel momento ir a saludar a su padre, y una vez que se marchó y me vi solo en el sendero boscoso, grité: “Muéstrate ante mí”. De la espesura salió un ser extraño, una especie de humanoide semejante a un oso. Fue tal mi impresión que me puse en guardia y le apunté con el revólver. “No tema, doctor Miller. Soy Elifaz temanita. Es la primera vez que, por suerte, llego aquí antes de que usted mate a Dennis Lynn Rader”, me dijo. Aunque no le entendí, al escuchar su nombre recordé la propaganda que colocaron los evangélicos en mi puerta y me pregunté si entre el ser parado ante mí y aquel hecho existía alguna conexión.
Le preguntó a Elifaz temanita y este le contestó que había sido el propio Miller quien había puesto aquel letrero en la puerta de su casa para frenar su impulso de dispararle.
―¿Y se trataba de Elifaz, el amigo de Job? ―preguntó el doctor Ho.
―Un sosia, más bien, del amigo de Job ―contestó Miller―. Antes de contar con una tecnología más avanzada, capaz de viajar a un punto específico en el espacio-tiempo, tenían que tomar la forma física de muchas personas para poder pasar inadvertidos en los lugares donde llegaban. Viajaron a lo largo de nuestra historia con un solo objetivo: descubrir la razón por la cual la raza humana, de repente, se extinguió
―¡Se extinguió! ―exclamé―. ¿Como los dinosaurios?
Miller, pálido el rostro, asintió.
―Un cataclismo, tan repentino como aterrador, nos barrió de golpe de la faz de la tierra ―reveló Miller―, y con nosotros, los animales, excepto aquellos acostumbrados a soportar enormes presiones. El ser que evitó que asesinara a Dennis Lynn Rader, como habrán deducido, venía del futuro, de un futuro distante. En su presente, a la Tierra le quedan apenas diez millones de años para ser abrasada por el Sol, el cual ya ha entrado en la fase de gigante roja.
Elifaz temanita le dijo a Miller que su civilización surgió quinientos millones de años después de la desaparición de la raza humana, y tardaron más de un millón de años para modificarse genéticamente de modo que pudieran adaptarse a la radiación emanada por el sol, tomando genes de diferentes especies, incluyendo el Homo sapiens y los tardígrados, llamados comúnmente osos de agua.
―Cuando desarrollaron la tecnología para viajar en el tiempo ―reveló Miller―, decidieron investigar la razón por la cual una civilización tan avanzada como la humana, había simplemente desaparecido en cuestión de segundos. ¡Y lo que descubrieron tiene que ver con el Proyecto Arizona! ―señaló Miller en tono categórico―: La muerte adelantada de Dennis Lynn Rader rompió una línea espaciotemporal que desencadenó una hecatombe de proporciones mayúsculas. La civilización de Elifaz calculó que, con dicha muerte, la velocidad de la luz se redujo en una fracción de segundo, y esto produjo un fenómeno que ellos denominaron la Gran Contracción porque, en solo seis segundos, el planeta se redujo de tamaño en catorce metros, y esta contracción afectó de igual modo a todos los seres vivientes. Para nosotros, los seres humanos, fue como una avalancha: nos aplastó.
Todos guardamos silencio. Libermann, que hacía anotaciones en su libreta, se tomó varios minutos en releer lo que había escrito y cuando terminó, fijó su mirada en el otro doctor Miller.
―¿Le reveló Elifaz temanita cómo dio con usted? ―preguntó.
―Siguiendo el rastro que había dejado la distorsión en el espacio-tiempo ―contestó Miller―, lograron ubicar su origen.
―La extinción de los dinosaurios impulsó la expansión de los mamíferos ―dijo Libermann―, y no hay dudas de que este hecho dio pie al surgimiento de la raza humana…
―Sé por dónde viene su pregunta, doctora Libermann ―dijo Miller―. Si la extinción de los seres humanos permitió el surgimiento de seres de inteligencia superior como la especie de Elifaz temanita, ¿por qué empeñarse en enviar a alguien al futuro para tratar de evitar el cataclismo? La verdad, no tengo una respuesta a eso. Imagino que ellos han calculado que, de todos modos, habitarán la Tierra en el futuro, y solo buscan darles una oportunidad a los humanos de permanecer por más tiempo en este mundo, un mundo que algún día desaparecerá, para que puedan desarrollar la tecnología necesaria para poblar otro planeta.
Libermann, dirigiéndose a mí, quiso saber mi opinión. Se la di y tan pronto como terminé el otro doctor Carl Miller se esfumó ante nosotros como por arte de magia. Los dos gigantones me llevaron en un jeep militar al aeropuerto Kennedy y hasta que no me montaron en un avión no se apartaron de mí.
Ahora me encuentro en el frente de batalla de una guerra que en nada me incumbe. Aún no he hecho el primer disparo. Tendido, pecho en tierra, en la hierba, en la punta de mi fusil he colocado una flor de junco que me recordó un proverbio chino: “El aleteo de las alas de una mariposa se puede sentir al otro lado del mundo”. El enemigo se acerca. Escucho el tableteo de las ametralladoras. Hace un momento que el valiente y hospitalario soldado Sadiq cayó abatido por una bala en el pecho. Me pongo en pie, avanzo sin sigilo y, al escuchar la ráfaga, no puedo dejar de preguntarme qué cambios en la tierra provocará mi muerte.
José Acosta. Poeta y narrador dominicano. Entre sus obras figuran El evangelio según la muerte (2003), Los derrotados huyen a París (2005) y Un kilómetro de mar (2015). Ha obtenido en ocho ocasiones el Premio Anual de Literatura de la República Dominicana, en los géneros de novela, cuento y poesía. Reside en Nueva York.